La niña del arrozal (22 page)

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Authors: Jose Luis Olaizola

Tags: #Drama

BOOK: La niña del arrozal
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Se encontraron frente a un hermoso edificio de tres plantas, al que se accedía a través de un jardín con copudos árboles que daban una sombra muy agradable y muy de agradecer, porque las dos mujeres llegaban asfixiadas por el calor que habían pasado, sobre todo Wichi, que se había vuelto a vestir con el traje birmano de fiesta, de falda larga y tela de seda cruda, más bien gruesa.

Las recibió una señora, todavía joven, que se presentó como la señora Kai; las hizo pasar a una sala en penumbra y antes de preguntarles nada les ofreció unos vasos de agua bien fría, que sacó de una nevera que había en un rincón de la habitación. Les advirtió que venían un poco tarde, ya que era casi la hora de comer del padre Antonio, al que por razones de salud le convenía descansar un poco después del almuerzo. Wichi se disculpó y se tachó de torpe por no haber sabido acertar con la dirección, y la señora Kai se echó a reír y les dijo que eso les pasaba a todos. La señora Din Bo, temerosa de expresarse en su deficiente tailandés, asentía con la cabeza a cuanto decía la joven.

—O sea, que tú eres birmana, ¿no? —le preguntó a Wichi—. Porque si no me engaño ese traje es birmano.

—Sí, señora, pero me lo ha prestado una amiga porque yo... porque yo...

Le daba vergüenza decir que no tenía ningún traje, pero acabó confesándolo, y entonces se produjo un fenómeno curioso. La señora Kai dijo algo así como ¡pobrecita mía! y la tomó de una mano y Wichi se echó a llorar, lo cual le debió de parecer muy bien a la señora porque siguió acariciándole la mano, sin decirle nada. Por fin habló:

—Tú querías hablar con el padre Antonio, ¿no? Pues vamos a ver si tenemos suerte y podemos dar con él. Esperad un poco.

Capítulo 18

Padre Antonio, S. J., pertenecía a una orden religiosa llamada Compañía de Jesús, fundada por un español de Guipúzcoa, Ignacio de Loyola, en el siglo XVI, y que estaba extendida por el mundo entero. Padre Antonio era también español, como su fundador, pero eso era una casualidad ya que había jesuitas de todas las razas y naciones, e incluso también de algunas tribus indígenas.

Llevaba más de cuarenta años en Tailandia con actividades muy diversas, ya que había estado al frente de un campamento de cientos de refugiados camboyanos durante las atrocidades que cometiera Pol Pot, y también se había ocupado de atender a los que huían de Vietnam por culpa de otras barbaridades, los denominados
boats people
, y cuando conoció a Wichi llevaba unos cuantos años luchando contra el drama de la prostitución infantil, ya que parecía ser que solo en Bangkok había más de cincuenta mil prostitutas menores de quince años, y Wichi había estado a punto de ser la cincuenta mil uno.

En ese tiempo había contemplado todo género de atrocidades y estaba acostumbrado a negociar con el mal, sin perder la sonrisa. Era un hombre de unos sesenta años, alto, de buena presencia, y luego diría la señora Din Bo que le recordaba a un actor norteamericano que había visto en una película cuando vivían en Vietnam, pero no se acordaba del nombre. La señora Kai, cuando fue a buscarlo, le advirtió:

—Tenga usted cuidado, padre, porque la he encontrado muy sensible. Nada más cogerle una mano se ha echado a llorar. ¡Pobre criatura!

—¡Qué le habrás hecho tú a la pobre criatura para que se eche a llorar! —bromeó el padre mientras se dirigía al salón.

Cuando entró, Wichi se limitó a hacer el saludo tailandés y pensó que, si aquel señor era sacerdote o monje, no se le podría tocar, como ocurría con los monjes budistas, pero padre Antonio se sentó junto a ella, la tomó de un brazo y le dijo:

—Cuéntame.

Wichi no sabía por dónde empezar, y al cabo de un rato no sabía cómo terminar, porque toda su vida le iba saliendo a borbotones, animada por el padre Antonio, que, acostumbrado a oír miles de historias parecidas, daba muestras de gran paciencia y le hacía preguntas para provocar nuevas revelaciones de la joven, pese a que la señora Kai miraba al reloj y le hacía señas con los ojos al sacerdote de que era la hora de comer, hasta que este por fin le dijo:

—¡Deja de mirar el reloj!

Cuando pasada media hora Wichi consideró terminado lo esencial de su vida, el padre Antonio le dijo:

—Tengo un amigo en España, escritor, que con tu historia podría escribir una buena novela.

La niña, que no había oído hablar nunca de España, no entendió lo que quería decir con esto; pero lo siguiente sí que lo comprendió y no dudó que lo que decía ese señor sería verdad.

—Querida niña del arrozal, te llaman así, ¿no?, ten por seguro que no vas a volver al prostíbulo.

—Pero mi abuela, padre... —musitó Wichi.

—De tu abuela nos ocuparemos nosotros.

Y sin más se dirigió a la señora Kai, a quien hablaba con gran autoridad, asintiendo esta a cuanto decía el sacerdote.

—Habrá que dar algo de comer a esta buena gente, ¿no? No les vamos a mandar al basurero, que seguro que, con el estómago vacío, se vuelven a perder antes de dar con él.

—Sí, padre —dijo la señora Kai, saliendo de la habitación.

Durante la comida el padre Antonio se dirigió en francés, y también sirviéndose de algunas palabras en vietnamita, a la señora Din Bo, que había permanecido callada durante toda la exposición de Wichi, y se interesó mucho por la vida del basurero, pidiéndole detalles muy precisos sobre la actividad que en él se desarrollaba. También le informó sobre la situación política en Vietnam, de la que parecía estar muy enterado, y le dio muy buenas perspectivas para el regreso de su marido. Las cosas habían cambiado bastante en aquel país, aunque no había que fiarse mucho de los comunistas.

Estimado señor Pimok, nunca podré pagarle el consejo que nos dio. Fuimos a ver al padre Antonio, que parece tailandés por el modo de hablar, pero en lo demás se aprecia que es extranjero. Escuchó mi historia y me dijo que él lo arreglaría todo, también lo de mi abuela, y que si mi deseo era volver al arrozal, le parecía muy bien, porque Siri y la señora Pimok, y usted mismo, son como mi familia, y siempre pido por las Tres Gemas del Budismo, para que les conserve la salud. El padre Antonio tiene una escuela de costura en Chiang Mai, y al tiempo que me lleva a mí, la visitará, esa escuela, digo. Me preguntó que si quería ser costurera, y yo le dije que de mayor quería ser arrocera, como usted, y me dijo que para eso también hacía falta estudiar, aunque yo le expliqué que ya conocía el oficio, pero me dijo que no bastaba. Padre Antonio quiere que todas las niñas pobres estudien y él les paga los estudios. Cuando yo le dije que debía de ser muy rico, se echó a reír. La verdad es que no parece rico. Viste una camisa con bolsillos, muy sencilla, y unos pantalones corrientes. Y lleva colgada del hombro una bolsa de tela en la que guarda sus cosas. O sea, que dentro de unos días estaré en el arrozal y de la emoción a veces lloro. Últimamente lloro con frecuencia, no sé por qué será. También temo la despedida de la familia Din Bo, que se han portado conmigo muy bien, casi tanto como ustedes, aunque no tanto. Con todo mi afecto,

Wichi

Al cabo de una semana sin tener noticias de padre Antonio, cuando Wichi ya se temía que todo hubiera sido un sueño, apareció por el basurero una mujer joven, que dio muchas vueltas hasta localizarles, y que venía de parte de padre Antonio para llevársela. Tenía un aire adolescente, pero luego resultó que andaba cerca de los cuarenta, porque procedía de una etnia china que se caracterizaba porque apenas se les notaba el envejecimiento, hasta que de repente un día se les arrugaba el rostro y al poco tiempo morían.

Cuando por fin dio con la caseta de los Din Bo y se encontró frente a Wichi, después de los saludos de ritual, le dijo:

—Ya está todo arreglado y nos podemos ir.

Miró de arriba abajo a la niña, que vestía su blusa de color indefinido y los pantalones vaqueros, y le dijo:

—Te he traído algo de ropa, espero que te esté bien.

A Wichi le pareció un vestido precioso; le estaba un poco grande, pero dijo que le quedaba muy bien. La señora Din Bo intervino para decir que si le cogían los bajos con unas puntadas le quedaría mejor. Ella podía hacerlo en unos minutos, a lo que la mujer, que se llamaba Rasmani, accedió:

—No hay prisa y conviene que vayas muy guapa.

A continuación se interesó por las heridas de Wichi, de las que todavía le quedaban huellas, y alabó mucho los cuidados de enfermera que le había prestado la señora Din Bo.

—Si no llega a ser por ustedes, a saber lo que hubiera sido de esta criatura. Se han portado muy bien. ¿Son ustedes cristianos?

Y, ante su respuesta afirmativa, les aclaró que ella no era cristiana, sino budista, de un movimiento muy estricto, el Santi Asoke, que también se preocupaba mucho por las necesidades del prójimo.

—Pero, si es usted budista, ¿cómo es que trabaja para el padre Antonio? —le preguntó el señor Din Bo.

—¿Es que para hacer el bien en común hay que pertenecer a la misma religión? —le contestó Rasmani.

Mientras la señora Din Bo se ocupaba de coser los bajos del vestido, Rasmani ayudó a Wichi a asearse y cuando tomó un peine para atusarle los pelos, que ya le habían crecido un poco, la mujer se excusó:

—Comprendo que a la pobre le dimos un disgusto cortándole el cabello, que lo tenía muy hermoso, pero en el basurero no se puede trabajar con el pelo largo. Hay muchos piojos.

—¡Si está muy graciosa con el pelo así! Mira —le dijo a Wichi—, yo también lo llevo muy corto. En mi comunidad —se refería a la Santi Asoke— todas lo llevamos corto.

Wichi se dejaba hacer, temiendo que de un momento a otro se iba a echar a llorar, como le sucedía con frecuencia últimamente, ya que por lo que servía de puerta del casetón se asomaba de vez en cuando Amphica, sin atreverse a entrar, aunque ella le hacía señas para que lo hiciera. Y por fin desapareció del todo y a Wichi siempre le quedó la pena de no haberse podido despedir de ella.

Porque de la familia Din Bo sí se despidió con abrazos muy sentidos, y Rasmani les pidió la dirección que fueran a tener en Vietnam, pero como todavía no la sabían le dieron la de un primo, y ella les dejó la suya, con el teléfono incluido, y se ofreció a ayudarles en sus gestiones para salir de Tailandia, diciéndoles que era lo menos que podía hacer después de lo bien que se habían portado con Wichi. Hablaba de Wichi como si fuera algo suyo, a pesar de que la acababa de conocer.

Se encaminaron directamente al aeropuerto en un taxi que tomó Rasmani después de discutir, previamente, el precio de la carrera con el conductor. Por el camino le fue contando cosas de la labor que hacía padre Antonio con niñas en grave riesgo de caer en la prostitución, y era evidente la admiración que sentía por el misionero. Wichi la escuchaba con sentimientos encontrados, ya que se acordaba de sus compañeras de habitación en el prostíbulo, sobre todo de Watana, y lamentaba que no hubieran tenido la suerte de conocer, a tiempo, a padre Antonio.

Cuando le contó a Rasmani la exigencia de padre Antonio de que tenía que estudiar, lo cual ella no entendía muy bien, la mujer fue terminante: lo de estudiar era fundamental, y se lo decía ella que era profesora de la Universidad de Chulalongkorn, la más importante de Tailandia. A Wichi, que una profesora de una universidad que hasta ella conocía de oídas hubiera ido a buscarla a un vertedero no le cabía en la cabeza. Solo se le ocurrió objetar que su abuela no se lo consentiría, y aunque padre Antonio le había dicho que no se preocupara de la abuela, ella no podía quitársela de la cabeza. Rasmani, con tono festivo, le explicó que padre Antonio estaba acostumbrado a tratar con abuelas así, y con gente peor. Le contó que, cuando dirigía un campo de refugiados camboyanos, había bandoleros de uno y otro bando que robaban niñas por las que luego pedían un rescate. A lo mejor mil dólares, y padre Antonio conseguía que lo dejaran por la mitad y aún menos. A Wichi, el que le fueran a ofrecer dinero a la abuela, conociéndola, le pareció una buena idea. Rasmani le aclaró:

—Ya veremos. Padre Antonio sabrá lo que tenemos que hacer y me dará instrucciones a mí para que lo haga.

En el aeropuerto les esperaba padre Antonio, acompañado de la señora Kai, quienes recibieron a Wichi como si la conocieran de toda la vida. El misionero llevaba, por todo equipaje, la bolsa de tela estilo tailandés, con cintitas bailando, colgada de un hombro. Con todo detalle les explicó el plan del viaje y les rogó que prestaran atención: tomarían el avión a Chiang Mai, al que todavía le faltaba una hora para salir, o sea, que les daba tiempo de tomar un café. El vuelo duraba una hora, así que Rasmani, que era muy dormilona, podía aprovechar para dar una cabezada. Ante esta observación Rasmani se echó a reír. Cuando llegaran a Chiang Mai les estaría esperando un coche que haría un recorrido previamente acordado: primero dejaría a Rasmani en el pueblo de Wichi, en el que era de suponer que siguiera viviendo la abuela, y luego continuaría con ellos dos hasta el arrozal del señor Pimok. ¿Y la señora Kai? La señora Kai se despedía allí mismo porque no hacía falta que les acompañara a Chiang Mai y, por el contrario, su presencia era muy precisa en Bangkok, sobre todo en ausencia del misionero.

Durante el vuelo Rasmani le explicó a Wichi que la señora Kai hacía de chófer del misionero, que había padecido un ictus que le había afectado a la vista y no podía conducir, pero eso no le impedía seguir tan activo como siempre, y procuraba no hablar de su deficiencia. Padre Antonio nunca comentaba sus dolencias y, si no tenía algo positivo que decir se callaba. Lo que había perdido en visión lo había ganado en profundidad, porque para reconocer a las personas las tenía que mirar muy fijo; su mirada, a juicio de Rasmani, penetraba hasta el corazón y, por tanto, podía leer lo que pasaba en el interior de cada persona y darle a cada uno el consuelo que precisaba.

—Es un santo —concluyó Rasmani.

—¿Y qué es un santo? —le preguntó Wichi.

—Según la religión de ellos una persona que entra directamente en el cielo, sin necesidad de pasar por sucesivas reencarnaciones —le explicó la budista, al tiempo que le decía que el catolicismo era, también, una buena religión, en algunos aspectos parecida al budismo o, por lo menos, al budismo que practicaban los de Santi Asoke.

—¿Y qué es un misionero? —le preguntó Wichi.

Rasmani le contestó con un aire divertido que era un sacerdote que predicaba el evangelio para que todos se convirtieran al cristianismo y, claro está, en Tailandia tenía muy poco que hacer porque el budismo era la religión de la inmensa mayoría de los tailandeses. Wichi hubiera seguido haciéndole muchas preguntas, porque se estaba asomando a un mundo del que desconocía todo, pero de repente Rasmani cerró los ojos y se echó a dormir. Solo abrió un ojo cuando una azafata pasó repartiendo sándwiches, con frutos secos y una bebida, que cogió y se lo guardó en la bolsa, y cuando llegaron a Chiang Mai se los dio al primer mendigo que encontró, ya que formaba parte de la doctrina Santi Asoke no desperdiciar nada y recoger cualquier sobrante para hacerlo llegar al necesitado.

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