Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
—No estaba segura de que fueras a llamarme.
—Cómo no iba a llamarte. —Ignacio Abel tragó saliva y sintió que enrojecía ligeramente. Hablaba tan bajo que a ella le costaba comprender lo que decía—. Qué te hizo pensar eso. No he parado de acordarme de ti.
—Ibas tan serio conduciendo, sin decir nada, sin mirarme. Pensé que te habrías arrepentido.
—No podía creerme que me hubiera atrevido a besarte.
—¿Te atreverás ahora?
—¿Cómo se dice en inglés me muero de ganas?
—I'm dying to.
Pero en la temeridad que había tenido la tarde del primer encuentro no había estado sólo el deseo sino también la gradual desvergüenza del alcohol, el líquido helado y transparente en las copas cónicas que ofrecía el camarero de chaquetilla blanca en casa de Van Doren, siguiendo sus instrucciones, sus gestos sutiles e imperiosos. Embriaguez de alcohol, de novedad, de palabras, la misma canción sonando de nuevo en el gramófono, su propia voz ligeramente cambiada, el cielo limpio de octubre sobre los tejados de Madrid, las caras de los invitados (a la mayor parte de los cuales, descubrió con alivio, Judith no conocía, aunque fueran compatriotas suyos, lo cual les daba una complicidad añadida), los cuadros de Klee y de Juan Gris, el espacio blanco y diáfano que le devolvía la exaltación de su tiempo en Alemania, en la misma medida en que el deseo por Judith despertaba la parte aletargada en él desde que perdió a su amante húngara. Dijo, mirando el reloj, cuando Van Doren los había dejado solos en su despacho, «ahora sí que debería irme», y agradeció como un regalo desmedido que Judith contestara que ella también, que saliera con él y en el ascensor respirara aliviada, arreglándose un momento el pelo en el espejo. Fue la primera vez que caminaron juntos, al llegar a la calle, a la luz del día y entre la gente, sin necesidad de cautela, aún a tiempo de decirse adiós y de que no ocurriera nada, de alejarse cada uno del otro en la agitación de la Gran Vía a las cinco de una tarde de viernes, escaparates de tiendas y grandes carteles pintados a mano sobre lienzos de lona en las fachadas de los cines, cláxones de coches, el sol de octubre hiriendo los metales plateados de las carrocerías, un presente sin porvenir aún, el porvenir inevitable desatado por una palabra que pudo no ser dicha. Pudo decir lo que era cierto, que le urgía volver a la oficina, a los papeles y planos sobre la mesa de trabajo y los recados de llamadas urgentes que debía contestar. Estaba mareado: si conducía con la ventanilla abierta el aire lo despejaría. A cada momento se despliegan porvenires posibles que arden como fogonazos en la oscuridad y un segundo después ya se han extinguido. Pero quería seguir escuchando su voz, el modo peculiar en que sonaban en ella vocales y consonantes españolas; prolongar el estado de suave embriaguez física que le despertaba su cercanía, no tanto la crudeza inmediata del deseo como su posibilidad, como la punzada de un vértigo localizado en el estómago y en la debilidad de las rodillas, que no había sentido desde hacía más de diez años, la inminencia poderosa de algo, el ámbito incitante y misterioso de lo femenino. Judith se quedó mirando con una sonrisa de reconocimiento la luz del sol en las terrazas de los edificios más altos, el azul tan limpio del cielo contra el que se recortaba el torreón del cine Capitol. Le dijo:
—Miro hacia arriba y es como si estuviera en Nueva York.
—Pero allí los edificios serán mucho más altos.
—No son los edificios, es la luz. Ésta es la luz que hay ahora mismo en Manhattan. Mejor dicho, la que habrá dentro de seis horas.
Podía proponer que tomaran algo juntos y Judith le daría las gracias sonriendo y le diría que llegaba tarde a una cita con sus estudiantes o a una charla en la Residencia o en el Centro de Estudios Históricos. Pensó en su casa oscura y deshabitada cuando llegara a ella esa noche, cuando abriera la puerta y no vinieran hacia él las voces de sus hijos, que ahora mismo estarían tal vez explorando el jardín en la casa de la Sierra, o planeando para cuando él llegara al día siguiente alguna expedición como las de las novelas de Julio Verne. Sin premeditación, con un tono de liviandad que a él mismo le sorprendía, y que ocultaba un fondo de miedo, le dijo a Judith que la invitaba a tomar algo en el bar del hotel Florida, que estaba muy cerca, al otro lado de la calle. Ella asintió tras un momento de duda, encogiéndose de hombros con una sonrisa, y se tomó un momento de su brazo para cruzar la Gran Vía en medio del tráfico.
Las palabras no son nada, el delirio de los deseos y las fantasmagorías girando en vano en el interior de la dura concavidad intraspasable del cráneo: sólo cuenta el roce, el tacto de otra mano, el calor de un cuerpo, el latido misterioso de un pulso. Cuánto tiempo hace que a él no lo toca nadie, una figura replegada sobre sí misma en el asiento del tren, áspera y mineral como una doble concha sellada. Ha soñado con la voz de Judith Biely (que ya casi no recuerda despierto, al cabo de sólo tres meses) pero su sonido ha sido menos verdadero que la sensación de ser rozado, tocado por su mano, apretado por su vientre, la piel tensa y lisa y los rizos del vello, besado por sus labios, acariciado por su pelo casi tan inmaterialmente como por su aliento, igual que por una brisa tenue que ha entrado en silencio por una ventana abierta. Caminaba junto a ella por una avenida del Botánico y de pronto los dos estaban callados y sólo se oían las hojas bajo las pisadas: las hojas de árboles traídos como semillas o como débiles brotes de América en el siglo XVIII, albergados en bodegas oscuras de buques, esperando para germinar en esta tierra remota en la que de pronto Judith Biely, después de casi dos años de viaje, se siente como en casa, en una patria que nunca hasta ahora supo que tenía, reconociendo los troncos y las formas y los colores de las hojas, aprendiendo sus nombres en español, diciéndolos en inglés para que él los repita, torpe ahora y mucho más joven que las primeras veces que lo vio, más joven y más desarmado en cada encuentro, como si su vida se proyectara al revés: la figura alta y profesoral detrás de un atril en la Residencia, con el traje oscuro y el pelo canoso y la mirada censora, el hombre que la miraba entre la gente desde el otro extremo de la sala un rato después, el que se marchó sin despedirse, junto a su mujer que era visiblemente mayor que él y no parecía la madre de la niña erguida y atenta que sin embargo era hija improbable de los dos; el que surgió en el umbral del apartamento de Van Doren; el que se inclinó envaradamente hacia ella y aún no parecía que fuera a atreverse a besarla en un reservado del bar del hotel Florida; el que ahora, sólo unos días después, desconcertado, erudito, diciendo nombres de árboles en latín y no dándose cuenta de que el barro del suelo le manchaba los zapatos y los bajos del pantalón, se paraba porque ella se había parado y no se atrevía a hacer frente a su mirada, quizás arrepentido, abrumado por la responsabilidad de haber llegado tan lejos, de haber vuelto a llamarla, incapaz de seguir hablando, de seguir fingiendo que era una especie de maestro o mentor de botánica o de costumbres españolas y ella una alumna extranjera, paralizado por el reconocimiento de un deseo que lo desbordaba y no sabía manejar, que recordaba apenas que existiera.
—I'm dying to.
Acostumbrado a no mentir lo sorprendía la facilidad con que por primera vez en mucho tiempo ocultaba algo. La novedad de la simulación era tan estimulante como la del deseo resurgido, como la de los signos del enamoramiento. En una impunidad tan perfecta había algo de inocencia. Lo que nadie debía saber había ocurrido tan sólo unas horas antes y estaba claro y fresco en su memoria y sin embargo no había dejado rastro alguno en su presencia exterior. El secreto de la conciencia era un don prodigioso. Echado sobre la hierba, al sol suave de la tarde del sábado, en la Sierra, conversaba distraídamente con Adela acerca del nuevo curso de los niños en el instituto y aunque ella estaba mirándolo a los ojos no podía saber lo que había en su pensamiento, lo que él revivía deleitándose en la precisión de cada detalle, de cada minuto. Su memoria era una cámara oscura en la que sólo él podía ver a Judith Biely, una galería de murmullos en la que nadie más que él escuchaba su voz tan cercana como si le hablara al oído, rozándole la cara con los labios, con su aliento en el que al cabo de dos horas de conversación fervorosa había un matiz tenue de whisky y de tabaco rubio. Adela probablemente agradecía la actitud habladora y benévola con la que había llegado esa mañana a la casa de la Sierra; su aire descansado y casi risueño, su disposición de amabilidad con suegros, cuñados, parientes; porque no siempre se mostraba afable con ellos, y mantenía a lo largo de las reuniones familiares una expresión de íntimo disgusto que a ella la laceraba doblemente: se sentía herida en su amor por los suyos, que era muy intenso, y culpable de la incomodidad de él. Pero también se sentía culpable de ver a través de los ojos de su marido lo que tal vez no habría advertido si él no hubiera estado presente, lo que habría sido menos hiriente o ridículo sin un testigo tan hostil como él. Estaba en la cocina ayudando a las criadas a pelar membrillos —le gustaba la pelusa parda y dorada que se le quedaba en las yemas de los dedos, y que olía tan delicadamente al aproximarla a la nariz— cuando oyó con un sobresalto el motor del automóvil. Con la sorpresa grata de que su marido hubiese llegado antes de lo que ella esperaba, con el temor a que apareciera hosco, irritado de antemano, falto de descanso. Hubiera querido no tener una percepción tan aguda de las variaciones en sus estados de ánimo, no responder tan de inmediato a cualquier indicio de cambio de humor, de ira o de abatimiento, como si hubiera afilado a lo largo de los años un instrumento de detección tan sensible que rozaba la profecía, porque avisaba de ciertos síntomas antes de que sucedieran. Por las escaleras abajo retumbaban como un galope los pasos de los hijos. «Ah de las almenas, mis fíeles vasallos, que se acerca al castillo, que no venta ni fonda de estación, un caballero andante», declamó con aspavientos de teatro don Francisco de Asís bajo las chatas columnas de granito del porche cuando sus nietos cruzaban el jardín camino de la verja. Ignacio Abel detuvo el Fiat delante de ella, mirándose un momento en el retrovisor, dispuesto sin remordimiento a la novedad de la mentira. En el asiento contiguo no había ni un rastro de la mujer que tan sólo la noche antes lo había ocupado, entornando los ojos para recibir el aire fresco que entraba por la ventanilla bajada y le apartaba el pelo rubio y desordenado de la cara, mientras él conducía Castellana arriba. En ese mismo espejo oval se había mirado para corregir el carmín de los labios antes de bajar, para peinarse con los dedos. Los ojos que unas horas antes la miraban con tanta atención y codicia ahora no revelaban nada, los mismos ojos que la habían visto aproximarse entreabriendo los labios y echando la cabeza hacia atrás. Qué raro que ese recuerdo no se hiciera visible a los otros, que le costara tan poco mantener el secreto, como un ladrón que extiende la mano y roba algo muy valioso sin esfuerzo y a la vista de todos y luego sale a la calle y se marcha a plena luz del día. Salió del coche y su hija vino hacia él y se colgó de su cuello para besarlo. El chico permaneció de pie al lado de la verja, ilusionado y serio, más tímido que su hermana, más débil, tal vez desconfiando de algo, alerta a cualquier signo de que la presencia del padre no era del todo segura, pues solía llegar más tarde de lo que había anunciado y probablemente también esta vez se quedaría menos tiempo del que había prometido. Abrazando a su padre se adhería luego a él como para asegurarse de que de verdad había llegado, como si en el fondo hubiera temido que no apareciera. En el claro del jardín que había delante de la entrada a la casa don Francisco de Asís recibió a Ignacio Abel con los brazos abiertos en un ademán melodramático de bienvenida, como en una parodia del teatro clásico español que tanto le gustaba. «¡Albricias, yerno insigne! ¡Tu presencia honra esta humilde morada campestre, solar de mis mayores!» Le dio dos besos sonoros y húmedos, demasiado absorto en sí mismo o demasiado inocente o pueril para no advertir el desagrado físico de Abel, su ademán de rechazo: lo advirtió Adela, que esperaba en la puerta, secándose en el mandil las manos que conservaban el olor de los membrillos. Oyó la declamación rancia de su padre a través de los oídos de su esposo, y lo que de otro modo no habría sido más que uno de esos hábitos machacones de un anciano que sólo despierta paciencia y un poco de ternura le sonó como una tontería embarazosa. Advirtió el gesto con que su marido apartaba ligeramente la cara; supo lo que estaría pensando, avergonzada de las manías ridículas de su padre, culpable de esa dosis de vergüenza y deslealtad hacia él que enturbiaba la benévola resignación con que las habría aceptado de no haber sido porque Ignacio Abel era testigo de ellas; demasiado sensible a los estados de ánimo de quien no prestaba mucha atención a los suyos, tan propensa como su hijo a depender en exceso de un cariño incierto. La niña no padecía tales inseguridades: venía junto a su padre por el sendero de grava llevándole la cartera, como un paje a su servicio, segura de la predilección depositada sobre ella. Se infantilizaba halagadoramente en su presencia en la misma medida en que delante de la madre vindicaba con cierto desafío su derecho a no ser tratada como una niña.
Qué raro que en esta parte de su vida nada hubiera sido alterado por lo que sólo él y Judith Biely sabían, que no le hiciera falta fingir para ocultar: como si hubiera traspasado la frontera invisible de dos mundos contiguos, en uno de los cuales los habitantes no tenían la menor sospecha de la existencia del otro. Y aunque echaba de menos a Judith y hubiera querido despertarse junto a ella no dejaba de deleitarse en la cercanía de sus hijos y en el olor a jara y a humo de leña resinosa que había en el aire de la Sierra, en los primeros colores otoñales del jardín. La parra virgen ascendía como una llamarada enredándose a una columna de la entrada y luego a los barrotes del balcón, el rojo vivo de las hojas recortado contra el granito y la cal blanca de la fachada de la casa, que tenía una cierta nobleza rústica en sus proporciones. En la mañana del sábado el tiempo de este otro mundo parecía suspendido. Golpes lentos de cencerro y mugidos de vacas venían de las dehesas cercanas, disparos sueltos de cazadores que no llegaban a alterar la quietud otoñal del aire. Ignacio Abel se quedaba luego absorto, sin hacer nada, con el periódico sobre las rodillas, en el porche orientado al sur, y el sol tenía una lenta densidad de miel que calentaba el aire y doraba las cosas, desperezando a los insectos. En la higuera se abrían los últimos higos, mostrando la pulpa roja que picoteaban los gorriones y los mirlos y libaban las avispas. En el interior de la casa charloteaba a gritos la familia, la voz aguda de doña Cecilia predominando sobre las otras, secundada por el vozarrón de órgano de don Francisco de Asís, como un bajo continuo. Habría elecciones, declamaba, en camiseta de manga larga y pantuflas, los tirantes colgando a los lados, el periódico entre las manos como una bandera desbaratada por los infortunios de la política española. Habría elecciones y, si las ganaban otra vez las derechas, las izquierdas se levantarían en una nueva tentativa de revolución bolchevique; y si las ganaban las izquierdas la revolución bolchevique sería también inevitable, un desplome de la civilización tan pavoroso como en Rusia. A don Francisco de Asís le gustaba la palabra pavoroso, la palabra civilización. Doña Cecilia le pedía por favor que no le contara esas cosas: en el vozarrón de su marido los vaticinios apocalípticos le provocaban, decía, descomposición de vientre. Don Francisco de Asís votaba juiciosamente a las derechas catoliconas y algo marrulleras de Gil Robles pero lo que lo arrebataba de verdad era la oratoria de don José Calvo Sotelo: con qué emoción decía aquel hombre «la nave del Estado» o «la columna vertebral de la nación»; con qué tino había reformado y robustecido la administración pública durante su mandato como ministro durante la dictadura de don Miguel Primo de Rivera. Por los senderos del jardín el chico jugaba a la pelota, imaginando que esquivaba a futbolistas célebres, feliz de estar en la casa de la Sierra y de que su padre hubiera venido. La niña estaba sentada en el columpio, balanceándose despacio mientras leía un libro, las puntas de las sandalias rozando la tierra. Encinares azulados a lo lejos, en las dehesas de las que venían los ecos de disparos aislados; membrillos en el suelo, granadas abiertas, de corteza rojiza y reseca; en la parra que daba sombra a la entrada de la casa las últimas uvas tenían el mismo color de miel jugosa del sol de octubre (se acordó del frutero con uvas y membrillos en el cuarto de Moreno Villa). Sobre la mesa de las cenas familiares al aire libre en las noches de verano estaba su carpeta de documentos y dibujos, pero a Ignacio Abel le daba pereza abrirla. El tiempo estaba detenido, en una dulce somnolencia que le pesaba en los párpados. En Madrid Judith Biely estaría acordándose de las mismas cosas que él, preguntándose dónde habría ido. No habían hablado de verse de nuevo cuando se despidieron. Como si les bastara lo que ya había sucedido, primero en la penumbra del reservado, cuando se quedaron de repente mirándose en silencio después de una conversación tumultuosa, luego en el interior incómodo del coche. Buscar una continuación, hacer planes, habría sido una profanación del paraíso inesperado en el que de pronto se encontraban, no como si hubieran llegado a él, sino como si despertaran y no supieran del todo dónde estaban. El cuerpo entero de Judith se tensaba respondiendo a una caricia honda y su mandíbula hizo un sonido reiterado y seco, como si masticara el aire. Aprendería pronto a reconocer con gratitud en ese sonido y en la rigidez de sus muslos de mujer deportista las señales de que estaba corriéndose. Sin darse cuenta Ignacio Abel se pasó bajo la nariz los dedos índice y corazón de la mano derecha y olió o creyó que olía un rastro de la humedad de ella, no borrado del todo por la ducha de esta mañana; o tal vez borrado y restituido por la imaginación, aliada fiel de su memoria, cómplice secreta. Era tan fácil esconderse: acordarse de los muslos desnudos de Judith Biely más arriba de las medias y al mismo tiempo sonreírle a Adela, que venía del interior de la casa trayéndole un vaso de vino y un aperitivo, un adelanto de la comida que estaba preparándose, el arroz con pollo legendario de doña Cecilia. Pero tampoco le había costado nada al llegar besarla en los labios mientras le pasaba la mano por la cintura, con un gesto inusual que la mirada vigilante del niño notó con aprobación. Tenía tan poca costumbre de mentir que ni siquiera había previsto una respuesta para cuando Adela o su suegro o los niños le preguntaran qué había hecho la tarde anterior. Pero no le costó nada inventar algo sobre la marcha, asombrado de que todo fuera tan fácil, de que algo imborrable hubiera podido suceder sin consecuencias, fluir tan impremeditadamente como las palabras que los dos decían en un rincón en penumbra del bar del hotel Florida, que eligieron con una tácita complicidad. Así era como habían bajado conversando en el ascensor del Palacio de la Prensa, como Judith Biely se había cogido un momento de su brazo cuando cruzaban la Gran Vía eludiendo el tráfico.