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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (22 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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Se le había olvidado la sensación de novedad y maravilla de tener cerca de sí a una mujer muy deseada, el puro magnetismo de una presencia femenina, de una singularidad que lo estremecía por algo más que la belleza física o la elegancia un poco exótica de su manera de vestir o la naturalidad con que Judith se había apoyado en su brazo, apretándolo más fuerte cuando un coche muy rápido les pasó muy de cerca. Era la singularidad de una mujer tangible y de repente única, dotada de una vida entera que le parecía más rica y misteriosa porque no sabía nada de ella, de un idioma y de un acento en español que no pertenecían genéricamente a cualquiera de su mismo origen, sino tan sólo a ella misma, tan exclusivos de la atracción que ejercía como la forma de sus párpados o la de su boca grande y carnal. Impunemente sentía que habitaba dos mundos. La ebriedad sentimental de ayer tarde en Madrid se transmitía sin culpa a sus percepciones de esta mañana en la casa de la Sierra igual que lo había acompañado mientras conducía por la carretera de La Coruña, la velocidad del automóvil tan segura y gozosa como su conciencia plena de sí mismo. La transparencia del aire en la mañana fresca de octubre, los encinares y las casas tan nítidos en la lejanía como tallados en diamante, una crecida inmóvil de nubes desbordando los montes de El Escorial con el resplandor de un acantilado de hielo.

A Judith le había gustado escuchar música en la radio del coche mientras cruzaban Madrid. Con íntima vanidad Ignacio Abel aceleraba el motor y manejaba los mandos de la radio recién instalada. La velocidad y la música parecían alimentarse mutuamente. Delante de los faros se desplegaban las arboledas rectas de la Castellana y las fachadas de los palacios detrás de las verjas y los jardines; brillaban sobre los adoquines los rieles de los tranvías. Tenía la suerte de haberse hecho adulto en una época de máquinas extraordinarias, más hermosas que las estatuas de la Antigüedad, más increíbles que los prodigios de los cuentos. Muy pronto todas se confabularían para facilitar su amor por Judith Biely. Tranvías y automóviles lo llevarían velozmente hacia ella prolongando así el tiempo mezquino de sus encuentros; los teléfonos le traerían con sigilo su voz cuando no pudiera tenerla a su lado y la llamara desde su casa, tapándose la boca con la mano, fingiendo una conversación sobre cosas del trabajo si alguien se acercaba; los cines les acogerían en su simulacro hospitalario de oscuridad cuando quisieran esconderse de la luz diurna; las oficinas de telégrafos permanecerían abiertas hasta muy tarde para que él pudiera mandarle un telegrama en un arrebato de ternura. Cintas mecanizadas transportaban las cartas que muy pronto empezaron a escribirse y las matasellaban automáticamente para que atravesaran con rapidez más certera la distancia. Gracias a un reluciente motor Fiat en menos de dos horas había conducido de un mundo a otro. Adela notó que hablaba más de lo habitual esa mañana. Fue saludando a la suegra, a las tías solteras, a vagos parientes cuyos nombres no recordaba nunca. Desde muy temprano la familia se preparaba para la celebración —retrasada al sábado, para darle mayor realce— de la onomástica de don Francisco de Asís. De la cocina venía el borboteo y el olor del caldo del guiso, así como la voz melodramática de doña Cecilia, que deliberaba con Adela, con las criadas y con don Francisco de Asís sobre la conveniencia o no de ir echando el arroz, por miedo a que si su hijo Víctor se retrasaba en llegar, como tantas veces, lo encontrara pasado, con lo que a él le gustaba, con lo fácil que era que el arroz se pasara y perdiera toda la gracia. En aquella familia no había nada que no fuera una costumbre inmemorial, una conmemoración: cada vez que doña Cecilia preparaba su guiso —«legendario», a juicio de don Francisco de Asís— se repetía casi palabra por palabra el conflicto sobre el momento adecuado de echar el arroz, lo que don Francisco de Asís llamaba «la cuestión palpitante»: añadir el arroz al caldo que borboteaba o esperar un poco más; mandar o no a la criada a asomarse a la verja por si el señorito Víctor llegaba de Madrid; esperar al menos a que se oyera el próximo tren en la estación. Ignacio Abel pensaba en Judith Biely —pero no tenía que invocarla: era una presencia constante y secreta en su memoria— y saludaba y conversaba como un actor muy secundario que no tiene que esforzarse mucho para cumplir su papel asignado. Escuchaba cosas, asentía sin enterarse de nada, perfeccionaba su capacidad de resignación y de ausencia. Cuando llegó por fin Víctor —¡por una corazonada casi telepática doña Cecilia había echado el arroz tan sólo hacía unos minutos!— no le costó nada aceptar su apretón de manos excesivo sin mostrar desagrado. Ni siquiera mentía: contaba parcialmente la verdad; les explicaba a Adela y a los niños que había pasado toda la tarde del viernes en casa de un millonario americano que vivía en Madrid y que lo había invitado a viajar a América a dar unas clases y a proyectar un edificio.

—¿Un rascacielos? —dijo el chico—. ¿Como el de la

Telefónica?

—Más grande, paleto, en América los rascacielos son mucho más altos.

—No le digas esas cosas a tu hermano.

—Una biblioteca. En medio de un bosque. A la orilla de un río muy ancho.

—¿El Mississippi?

—Pero, niño, ¿tú te crees que no hay más ríos en América?

—Es el que sale en Las aventuras de Tom Sawyer.

—El río Hudson.

—Que tiene su desembocadura al lado de Nueva York.

—Como que no iba ella a presumir de saberse toda la geografía.

—¿Y nos llevarás a nosotros contigo?

—Si vuestra madre quiere, os llevaré esta tarde a la laguna de la presa, que está mucho más cerca que América.

No fingía. No le costaba nada conversar con Adela y con sus hijos sin que lo remordiera una sospecha de impostura o traición. Lo que sucediera en la vida secreta no interfería con ésta; le transmitía una parte de su soleada plenitud. Ni siquiera le importaba demasiado la expectativa ominosa de una inmersión en las celebraciones de su familia política, tan irrespirables habitualmente para él como el aire de los lugares que habitaban, denso de polvo de cortinajes, de alfombras, de falsos tapices heráldicos, de olores a frituras con ajos, a colonias eclesiásticas, a linimentos para dolores de reuma, a escapularios sudados. Una conciencia muy aguda del otro mundo invisible al que podría regresar muy pronto le hacía más tolerable la laboriosa fealdad de éste en el que ahora se encontraba, y en el que a pesar de los años nunca había dejado de ser un forastero, un intruso. Las tías solteras pululaban en el cuarto de costura, que tenía un mirador orientado al sur. Reían tapándose la boca, se inclinaban las unas sobre las otras para decirse cosas en voz baja, bordaban sábanas y cojines con motivos románticos de hacía un siglo, marcaban patrones con trozos de jabón, bruñidos con el mismo brillo que sus caras de muchachas envejecidas. Ignacio Abel las besaba una por una y ya antes ni estaba seguro de su número. El tío sacerdote llegaría a la hora de comer; con mucho apetito pero con la cara sombría, contando noticias de impiedades o de atentados contra la Iglesia, augurando el regreso al gobierno, si era verdad que se convocaban elecciones, de los mismos que el año 31 alentaron en secreto las quemas de conventos; el cuñado Víctor, recién llegado, vestido para el fin de semana en la Sierra con una vaga indumentaria de cacería o de equitación, le tendió la mano con la palma en diagonal, medio vuelta hacia abajo, en un gesto que a él debía de parecerle deportivo y enérgico. «Cuñado, dichosos los ojos.» El pelo escaso y muy pegado al cráneo le formaba un ángulo picudo sobre la frente. Era más joven de lo que parecía; lo envejecían el ceño siempre algo hostil y la sombra de la barba en el mentón huesudo y brillante, la dureza de los rasgos, que era del todo voluntaria, producto de su empeño en mostrar una hombría sin debilidades ni fisuras. Su cordialidad hispánica y viril de cuñado contrastaba con un fondo de recelo hacia Ignacio Abel que sólo en parte era ideológico: daba la impresión de estar al acecho en busca de alguna señal de peligro para la honra o el bienestar de su hermana, de la que se sentía protector aunque era diez años más joven que ella. Adela lo trataba con una ilimitada indulgencia, con una docilidad de madre blanda que irritaba a Ignacio Abel. Tenía una pistola y una porra de goma. Algunas veces se presentaba a comer en casa de sus padres con camisa y correaje de centurión falangista. Adela era a la vez sumisa y protectora: «Siempre le gustaron los uniformes, y la pistola ni siquiera tiene balas.» Alzaba la barbilla al estrecharle la mano a Ignacio Abel y lo miraba a los ojos en busca de señales de peligro, sin sospechar nada. Les mostró el regalo que había traído para el padre: un
Quijote
pseudoantiguo encuadernado en piel, con letras y cantos dorados, con reproducciones de Doré. En aquella familia reinaba un apetito insaciable por los objetos atroces, por las antigüedades falsas, por las caligrafías góticas sobre pergamino, por las encuadernaciones de lujo y las genealogías ilusorias. En la fachada de la casa de la Sierra, detrás de las dos columnas de granito que sostenían la terraza, estaban empotrados los escudos heráldicos de los dos apellidos familiares, el de don Francisco de Asís y el de su esposa doña Cecilia, Ponce-Cañizares y Salcedo. En la familia se debatían apasionadamente los rasgos distintivos de cada una de las dos ramas. «Mi hijo Víctor tiene la nariz PonceCañizares inconfundible»; «A la niña se le nota que nació con un carácter Salcedo puro». A los hijos de Ignacio Abel y Adela, desde que nacieron, el abuelo, las tías solteras, el cuñado Víctor, el tío sacerdote, los tomaban en brazos y los miraban de cerca discurriendo a cuál de los dos linajes pertenecía una nariz o un tipo de pelo o unos hoyuelos en la cara, de qué Ponce o Cañizares o Salcedo había heredado el bebé la propensión a llorar reciamente —¡Esos vigorosos pulmones Cañizares!— o a engolfarse en el pecho suculento del ama de cría; apenas la criatura empezaba a dar unos pasos vacilantes ya se reconocía su parecido exacto a los andares de algún antepasado especialmente gallardo, o se disputaba con vehemencia el origen Ponce o Ponce-Cañizares o Salcedo, con un detallismo técnico de filólogos debatiendo una etimología. En el calor de las sabrosas diatribas tendían a olvidarse de la inevitable contribución genética del padre de las criaturas, a no ser que pudieran relacionarla con la sospecha de un defecto: «El chico parece que ha sacado la rareza del padre.» En las comidas familiares Adela miraba de soslayo a su marido y se irritaba consigo misma por no saber sobreponerse a la tensión de imaginar lo que él estaría pensando, lo que estaría viendo.
Desprecias a mis padres, que no te han hecho nada y te quieren como a un hijo, que te quieren más porque tus padres no viven. Los ves tontos y ridículos, y no te das cuenta de que son mayores y van teniendo manías de viejos como las que tendrás tú o tendré yo cuando lleguemos a su edad. Mi hermano te parece un fascista y un parásito, y cuando te dice algo le hablas de una manera tan cortante que hasta a mí me da vergüenza. No sabes ver nada de lo que tienen de buenos y de generosos, lo
que quieren a tus hijos y lo que tus hijos los quieren a ellos. No te imaginas cómo sufren por ti cuando se enteran de todas las cosas horribles que los tuyos o los que tú crees que son los tuyos están haciendo en Madrid y se angustian igual que yo y que tus hijos por no saber dónde estás ni si te han hecho algo esos salvajes. Yo creo que te da rabia, que te dan celos. No sabes lo que se han alegrado cada vez que has tenido un éxito en tu profesión. A ellos no les importa para apreciarte que seas republicano y socialista y que no vayas a misa los domingos ni quieras que nuestros hijos tengan una educación religiosa, como si mi opinión no contara. Tú los desprecias porque son católicos y votan a las derechas y van a misa y rezan el rosario todos los días sin hacerle mal a nadie con eso. Pero no rechazaste el dinero que nos dio mi padre cuando no teníamos nada ni los encargos que empezaron a salirte gracias a él, y cuando se te metió en la cabeza irte a Alemania a pesar de que los niños eran tan pequeños tampoco te importó pedirle a mi padre que nos tuviera en su casa mientras tú estabas lejos, porque eso te permitía irte sin cargo de conciencia y además era un ahorro, y tú no habrías podido mantenerte un año entero en Alemania sólo con la pensión que te daban en la Junta para la Ampliación de Estudios. No ¡es perdonas que sean conservadores y católicos ni les agradeces que te aceptaran con los brazos abiertos aunque otras personas de mi familia y de nuestra clase les dijeran que no tenías ni un céntimo cuando me pretendiste y que eras el hijo de un maestro de obras socialista y de una portera de la calle Toledo. Son carcas como vosotros los llamáis pero han tenido siempre contigo mucha más generosidad que tú con ellos. Y si no hubiera sido por ellos y por nuestros hijos yo me habría podrido de soledad todos estos años y dime ahora qué haría desde que tú te empeñaste en volver a Madrid aunque sabías igual que nosotros que algo muy malo estaba pasando porque más que tus hijos te importaba ver a tu amante ese mismo día.

Pero no habría podido explicarle a su mujer que lo que más le enconaba contra su familia no era una discordia ideológica sino estética, la misma que mantenía silenciosamente contra la inagotable fealdad española de tantas cosas cotidianas, contra una especie de depravación nacional que ofendía más gravemente su sentido de la belleza que sus convicciones sobre la justicia: las cabezas de toros disecadas sobre los mostradores de las tabernas, los carteles taurinos con un rojo de pimentón y un amarillo de sucedáneo de azafrán, los sillones de tijera y los bargueños que imitaban el Renacimiento español, las muñecas vestidas de flamenca y con caracolillo sobre la frente que cerraban los ojos cuando se las echaba hacia atrás y los abrían como resucitadas cuando se las enderezaba, las sortijas con uña piedra cúbica, los dientes de oro en las bocas brutales de los potentados, los trágicos ataúdes blancos de los niños, las esquelas de niños muertos en el periódico —
subió al Cielo, se reunió con los ángeles
—, las molduras barrocas, las excrecencias labradas en granito en las fachadas groseras de los bancos, los percheros con cuernos o pezuñas de ciervos o de cabras monteses, los escudos heráldicos de apellidos comunes hechos en cerámica vidriada de Talavera, las esquelas mortuorias en el
ABC
y en
El Debate
, las fotos de cacerías del rey Alfonso XIII, hasta unos pocos días antes de su salida del país, indiferente o ciego a lo que sucedía a su alrededor, apoyado en su escopeta junto a la cabeza de un pobre ciervo derribado de un tiro, o bien erguido y jovial junto a una hecatombe de perdices o de faisanes o de liebres, rodeado de señoritos con trajes y polainas de caza y de servidores con gorras de pobres y alpargatas y sonrisas apocadas en las bocas sin dientes. Pensaba a veces que sus accesos de furia tenían más que ver con la estética que con la ética; con la fealdad que con la injusticia. En la rotonda del hotel Palace los señoritos monárquicos levantaban la taza de té extendiendo el dedo meñique adornado con una pequeña sortija y con una uña pulida y muy larga. En las películas de más éxito los personajes profanaban la maravilla técnica del cine sonoro rompiendo a cantar coplas folklóricas vestidos con horrendos trajes regionales, montados en burros, apoyados en rejas de ventanas con macetas, tocados con sombreros de ala ancha o boinas o pañuelos rústicos. El
Heraldo
informaba con vehemencia patriótica de que al principio de la corrida grande de las fiestas del Pilar en Zaragoza la cuadrilla había efectuado el paseíllo a los compases vibrantes del Himno de Riego. En casa de la familia Ponce-Cañizares Salcedo, al fondo de un pasillo lóbrego, ardían unas diminutas velas eléctricas en los farolillos que enmarcaban una estampa a todo color de Jesús de Medinaceli, provista de un tejadillo artístico de inspiración mudéjar y de una pequeña baranda que simulaba un balcón andaluz. En el sillón Renacimiento del comedor, lleno de muebles de madera oscura que imitaban un estilo entre gótico y moruno, con medallones incrustados de los Reyes Católicos, don Francisco de Asís Ponce-Cañizares, interventor jubilado de la Excelentísima Diputación Provincial de Madrid, leía en voz alta y grave los artículos de fondo y las crónicas parlamentarias del
ABC
,y su mujer, doña Cecilia, lo escuchaba entre atolondrada e impaciente, y decía «Muy bien» o «Claro que sí» o «Qué vergüenza» cada vez que don Francisco de Asís concluía un párrafo con su timbre cavernoso de orador sagrado, y notaba al mismo tiempo las punzadas de la emoción y las de la descomposición de vientre, de la cual informaba con detalle a la familia. A don Francisco de Asís lo embriagaba la prosa apocalíptica de los discursos de Calvo Sotelo en el parlamento y la de los cronistas que hablaban de las hordas o las turbas asiáticas del resentimiento bolchevique o de la alegría varonil y marcial de la juventud alemana que aclamaba al Führer agitando ramas de olivo, alzando enérgicamente el brazo derecho en los estadios. Le gustaban palabras como horda, turba, vorágine, colapso, contubernio, y según leía y se iba emocionando engolaba más la voz y acompañaba la lectura con gestos tribunicios, con golpes de ira sobre la mesa o índices acusadores. Amaba los giros verbales rotundos y las expresiones en latín:
alea jacta est, sic semper tirannis,
reirá mejor el que ría el último, más vale morir con honra que vivir con vilipendio, más vale honra sin barcos que barcos sin honra; los clarines del destino; el momento de la verdad; la gota que colma el vaso de la paciencia. Las crónicas fervientes de los corresponsales en Alemania y en Italia y las publicaciones falangistas que traía a casa su hijo Víctor le suministraban una prosa poética algo menos rancia pero igual de embriagadora, que le permitía el halago de sentirse en sintonía con el dinamismo juvenil y gimnástico de los nuevos tiempos. Pero era verdad que por Ignacio Abel había mostrado siempre un afecto rotundo de apretones y besos, en el que intervenía una mezcla curiosa de admiración e indulgencia: admiración por la brillantez de su yerno y por la tenacidad con que había logrado sobreponerse a las dificultades de su origen y a las muertes tempranas de sus padres; indulgencia hacia sus convicciones políticas, que tal vez atribuía, si es que pensaba en ellas, más a una lealtad sentimental a la memoria de su padre republicano y socialista que a un verdadero radicalismo personal. ¿Cómo se podía ser extremista y tener tanta afición por los trajes bien cortados y por los buenos modales? Si Ignacio Abel era socialista tendría que serlo a la manera civilizada y medio británica de don Julián Besteiro o de don Fernando de los Ríos. ¡Pero según el tío sacerdote no había que dejarse engañar, porque esos socialistas eran los peores, los más insidiosos! ¿Quién sino Fernando de los Ríos, con todos sus modales untuosos, había ideado la blasfema ley del divorcio siendo ministro de Justicia? íntimamente don Francisco de Asís compararía el tesón y la entereza de su yerno, que se había hecho a sí mismo saliendo de la nada, con la inutilidad de su propio hijo, que lo tuvo todo siempre y no fue capaz ni de acabar la carrera de abogado, y llevaba años dando tumbos de un oficio a otro, sin sacar nada en limpio, con la cabeza llena de pájaros, comprometiéndose en proyectos vanos y negocios dudosos, ahora atolondrado por un entusiasmo falangista que a don Francisco de Asís le provocaba en el fondo menos simpatía que alarma y desconfianza. Tenía miedo de que a su hijo le pasara algo; de que se metiera en un lío y lo encerraran en la cárcel; o de que cualquier día acabara muerto en la calle después de una de aquellas refriegas a tiros en las que se enredaban falangistas y comunistas, él tan desmañado siempre, como cuando era niño, tan fácilmente acobardado a pesar de sus bravatas, de su camisa azul abierta en el pecho y sus botas y correajes brillantes de betún.

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