Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Qué diferencia con el yerno, el casi otro hijo tan serio y esquivo, entrando esa mañana en el jardín con su apostura tan firme, su manera tan sólida de estar en el mundo, su traje oscuro de chaqueta cruzada y sus zapatos hechos a medida en la mejor zapatería inglesa de Madrid pisando la grava, su cartera en la mano, que la niña le quitó para llevarla ella, pesada de documentos y planos que requerirían su atención incluso en el día de fiesta, pues tenía un cargo de mucha responsabilidad en las obras de la Ciudad Universitaria, según se complacía en contar don Francisco de Asís a sus amistades.
El Sol
había publicado su foto unos días atrás, y don Francisco de Asís —contra su costumbre, porque él se definía como lector sempiterno de
ABC
— había comprado ese periódico y leído en voz alta a doña Cecilia la crónica de la charla de su yerno en la Residencia de Estudiantes, y luego había recortado la página y la había guardado en una de sus carpetas, en el bargueño imitación Renacimiento de su despacho. Muy poco perspicaz, nada propenso a pensar mal de nadie, por inocencia senil o por falta de imaginación, o por reverencia excesiva a las formalidades, don Francisco de Asís, como él mismo decía, «habría puesto la mano en el fuego por su yerno»: que no fumaba; que apenas bebía más de un vaso de vino en las comidas; que nunca alzaba la voz, ni cuando hablaba de política, lo cual sucedía raramente, ni siquiera cuando al cuñado Víctor o al tío sacerdote, a la hora de la comida, se les calentaba la boca hablando de la calamidad de la República, de la anarquía constante, de la insolencia de los obreros, de la falta que hacía en España una figura providencial como el Duce o el Führer, o al menos como el añorado general Primo de Rivera, un cirujano de hierro; él, su yerno, no respondía, jamás usaba una palabra grosera; era socialista, pero gracias a su trabajo había podido comprarse un automóvil y un piso amplio con ascensor en la parte más distinguida de la calle Príncipe de Vergara, entre Goya y Lista nada menos; mandaba a los hijos al Instituto-Escuela para que tuvieran una educación laica y no dejaba que les colgaran escapularios, pero no se había opuesto a que hicieran la comunión ni a que su madre les enseñara las oraciones; no perdía las tardes mano sobre mano en los cafés; el tiempo que no dedicaba a su trabajo lo pasaba con su mujer y con sus dos hijos, los dos únicos nietos de don Francisco de Asís, que dolorosamente no transmitirían a la siguiente generación como primer apellido el Ponce-Cañizares. Probablemente anoche se había quedado trabajando hasta muy tarde en la Ciudad Universitaria; y esta mañana, a primera hora, había venido conduciendo a la casa de la Sierra. Inmune a su frialdad habitual don Francisco de Asís lanzó un albricias festivo al ver a su yerno y le dio un beso húmedo de bienvenida en cada mejilla. Los dos chicos se peleaban por estar más cerca de él, por llevarle la cartera, por contarle aventuras y exploraciones de los últimos días, competían por el mérito de los libros leídos. Le rogaban que fuera con ellos y con su madre esa tarde a la laguna de la presa; le preguntaban si era verdad lo que les había prometido antes de venir, que no se marcharía mañana domingo por la tarde, que los llevaría de vuelta a Madrid en el coche el lunes por la mañana. Asentía, se dejaba llevar por las anchuras interiores de la casa. Al encontrarse con su mujer la miró a los ojos y le dio un beso en los labios, y su hijo vio desde atrás que le pasaba la mano por la cintura y la apretaba ligeramente contra él.
La actitud benévola que detectaban con alivio y casi gratitud los sensores extremados de Adela era justamente la consecuencia del engaño; quizás su marido no le habría pasado la mano por la cintura al besarla si no hubiera abrazado a otra mujer la tarde anterior; sus gestos de ternura la compensaban por la ofensa que no sabía que hubiera recibido; eran los materiales sobrantes de una efusión que había despertado otra; el resultado del alivio del estafador que no ha sido atrapado; de la alegría de quien ha visto surgir en sí mismo un deseo que ya no imaginaba posible en su vida y ha alcanzado una satisfacción que no recordaba haber conocido nunca, y que importándole ahora tanto ha dependido estrictamente del azar. Como habían hecho muchas veces cuando los chicos eran pequeños se alejaron esa tarde con ellos por el camino que llevaba entre pinares y espesuras de jara a la laguna de la presa: el embalse que había alimentado la antigua central eléctrica, de la cual quedaba en la orilla un edificio medio abandonado. Por él aparecía a veces un guarda huraño que en otro tiempo les daba miedo a los chicos, y que les servía como personaje en sus fabulaciones de casas encantadas junto a un lago. Que Ignacio Abel hubiera accedido tan fácilmente a la excursión ya era un indicio de su humor benévolo, y no sólo de su impaciencia por apartarse del espesor familiar, que culminaba después de los ronquidos de la siesta con el rezo del santo rosario, seguido por una merienda confortadora de chocolate bien espeso con bizcochos de anís, obra del también legendario talento de doña Cecilia para la repostería. Parecía que los cuatro conmemoraban, apartados de los demás, un tiempo más antiguo que no costaba nada imaginarse más feliz, los veranos" de la niñez de los hijos, cuando tenían que llevarlos de la mano por el sendero y se cansaban tan pronto que el padre se los cargaba a la espalda, tan pequeños que había que vigilarlos a cada momento para que no se adentraran en el agua, que en algunas partes era muy profunda. Jugaban a Hansel y Gretel y dejaban migas de pan por el sendero, y al volver comprobaban si se las habían comido los pájaros. Pero si se sumergían demasiado en el juego el chico de pronto rompía a llorar porque de verdad temía que sus padres fueran a abandonarlos, abrazándose a las piernas de Adela con su pequeña cara enrojecida, mojada por las lágrimas, mientras la hermana se reía. El agua de la laguna tenía una transparencia verdosa y reflejaba en la superficie las copas de los pinos y el volumen hosco del edificio de ladrillo que en otro tiempo habría alojado las turbinas. El sol de octubre aún estaba alto, dorando las lejanías azuladas, los colores suaves de la tarde. Los chicos buscaban guijarros planos por la orilla, los lanzaban luego en ángulos certeros sobre la lisura del agua, disputando a voces, regresando a la complicidad antigua de los juegos, ahora que los dos habían salido ya de la infancia, más cercanos a ella de lo que imaginaban. Miguel llevaba al cuello la cámara fotográfica de su padre y mientras venían a través del bosque se había imaginado que era un reportero solitario abriéndose paso por la jungladel Amazonas o del centro de África, porque su hermana no quería secundarlo en el juego. Sentados sobre la hierba, en el aire todavía cálido de la tarde, Ignacio Abel y Adela también parecían regresados a un tiempo anterior, el padre y la madre jóvenes a los que ven los hijos a una distancia protectora, ocupados en sus conversaciones misteriosas pero también vigilantes, tal vez ansiosos, temiendo un percance o una desgracia que sobrevendrán si apartan los ojos tan sólo un momento de los niños que juegan y chapotean en la orilla. Qué raro tener a Adela tan cerca y que no pudiera saber nada, sostener su mirada franca y melancólica sin despertar en ella ninguna sospecha, hablarle con tanta naturalidad, sin necesidad de fingir o de decirle una mentira. La escuchaba observándola. La veía con la sensación de no haberse fijado en ella desde hacía algún tiempo, como le había sucedido unas noches atrás en la Residencia, el tiempo justamente en el que había perdido sin que él lo advirtiera los últimos rescoldos de juventud. Sonó un chasquido y era que Miguel les había hecho una foto sin avisarles desde la orilla de la laguna.
—¿De verdad piensas ir a América el año que viene? ¿Y podrás llevarnos contigo?
Lo conocía demasiado bien para no intuir que su disposición de ánimo podría ser pasajera. Agradecía los gestos de tibia ternura, el beso rápido en los labios, la mano en el talle, pero instintivamente se protegía contra la decepción, y al mismo tiempo protegía a sus hijos, sobre todo al chico, que era el más frágil y también el más cercano a ella, el de imaginación más excitable: ahora, en la orilla, le hablaba a su hermana de transatlánticos o de aeroplanos en los que viajarían a América, hacía ademanes exagerados con los brazos para sugerir el tamaño de las cosas, del Empire State, de la Estatua de la Libertad.
—Tengo que consultar con Negrín lo primero de todo. Y tengo que ver lo que me ofrecen, y cuánto tiempo debería quedarme. Sea como sea, si yo me voy venís vosotros conmigo.
Pero había un punto de insinceridad en su voz que Adela percibía, aunque él mismo no supiera que no estaba diciendo del todo la verdad. Ahora estaba en los dos mundos, en los dos tiempos simultáneos, en la tarde de ayer con Judith y en la de hoy con Adela y los chicos, en la media luz propicia del bar del Florida y en el sol confortable a la orilla de la laguna, oliendo jara y tomillo y resina y carmín de los labios y la colonia americana de Judith Biely, no dividido sino duplicado, enardecido por el amor y al mismo tiempo acomodado en la sólida rutina que había ido construyendo a lo largo de los años, que esa tarde alcanzaba una especie de plenitud visual, como un cuadro acabado, como la maduración de los últimos frutos de octubre, las granadas y los membrillos, las calabazas amarillas, los caquis, las uvas reventonas y rubias del jardín. Tenía tan poca experiencia o tan poca capacidad de verdadera introspección que no imaginaba el acecho probable de la culpa y la angustia; ni siquiera se preguntaba qué estaría sintiendo Judith Biely. No existía para él de una manera autónoma y plena, sino como una proyección de su propio deseo.
—¿En qué estás pensando?
—En nada, en algo del trabajo.
—Parecía que estuvieras en otro mundo.
—Quizás debería irme a Madrid mañana por la tarde.
—Les prometiste a los chicos que volveríamos juntos en el coche el lunes muy temprano.
—Si me voy no lo hago por capricho.
—No les digas que los llevarás a América si no vas a hacerlo. No les prometas lo que sabes que no vas a cumplir.
—Y a ti, ¿te apetecería el viaje?
—Lo que a mí me apetece es no separarme nunca de ti. El sitio donde estemos me da igual.
Enrojeció al decir eso y pareció más joven. Se parecía a la mujer demasiado tímida que ya no contaba con encontrar un novio cuando se conocieron, a la que sus padres vaticinaban el mismo destino familiar de las tías solteras, con las que a veces pasaba las tardes de domingo rezando el rosario. Sus caderas demasiado anchas se aposentaban en la hierba de la orilla de la laguna, sus tobillos tendían a hincharse, su pelo negro peinado con una onda anticuada la hacía parecer mayor; pero sus ojos miraban de pronto como hacía quince años, con una expresión apasionada y vulnerable, como si pasara tumultuosamente de no esperar nada a desearlo todo, de la conformidad a la audacia, y de ésta al anticipado desengaño, al escepticismo sobre lo que pudiera ofrecerle la vida. Ahora habría deseado que los hijos no estuvieran tan cerca; que no gritaran tanto mientras buscaban guijarros planos en la orilla y contaban luego los saltos que daba cada uno cuando los lanzaban en una experta trayectoria oblicua sobre la lisura del agua. Para ella fue un contratiempo que vinieran hacia ellos fatigados y hambrientos, las mejillas enrojecidas por el ejercicio y la brisa serrana, reclamando la merienda, que habían traído en un cesto de mimbre. Para Ignacio Abel fue un alivio. El sol empezaba a declinar sobre los pinares, el aire adquiría un punto de humedad que hacía más intensos los olores del monte, el del tomillo y la jara, el de las agujas secas de los pinos. Los cencerros y los mugidos de las vacas, las esquilas de las ovejas, resaltaban acústicamente la sensación de amplitud y lejanía. Si el aire estuviera más claro podría verse la mancha blanca de Madrid en el límite del horizonte. Haría frío en cuanto el sol ya oblicuo no alcanzara la laguna, levantando sobre ella una tenue niebla dorada. Desleal en secreto, impune en su simulación, Ignacio Abel decidió que inventaría un pretexto para volverse a Madrid la tarde del domingo; que no esperaría hasta entonces para escuchar de nuevo la voz de Judith Biely: iría al pueblo para comprar algo, para intentar llamarla desde el único teléfono, que estaba en el café de la estación. Alzó los ojos, saliendo del ensimismamiento, del viaje clandestino al otro mundo invisible y contiguo. Sentada sobre una piedra su hija comía un bocadillo y leía una novela de Julio Verne. Adela daba unos pasos torpes por la orilla, desentumeciendo las piernas, limpiándose las agujas de pino y las briznas de hierba de la falda. Su hijo lo estaba mirando con los ojos muy abiertos, como si hubiera podido leer en su conciencia y advertir el engaño, como si ya supiera que a la tarde siguiente iba a marcharse solo de regreso a Madrid, y que si iba a América tampoco los llevaría con él.
De dónde había venido Judith trayendo consigo el vendaval de su novedad, irrumpiendo en su vida como quien entra bruscamente en una habitación, alguien que no era esperado, que abre de golpe la puerta, que viene seguido por el aire frío del exterior, que en unos segundos ha alterado la atmósfera cerrada. Su misma presencia era ya un trastorno, el torbellino metódico de una puerta giratoria, la aparición que hace sonar bruscamente la campanilla de entrada y que se vuelvan todas las miradas, la mayor parte de soslayo, miradas de contratiempo o irritación, de curiosidad, tal vez de codicioso y escondido deseo, miradas de rancios varones españoles vestidos de oscuro en los cafés, en una penumbra exclusivamente masculina tamizada de humo de tabaco. Judith Biely se movía siempre con prisa entre personas mucho más lentas, como la emisaria de sí misma, con un exotismo que era más poderoso porque irradiaba de ella ajeno a su voluntad y a su carácter, la adelantada luminosa de algo que podía ser una promesa, la de otra vida en otro país menos áspero, de colores menos terrosos o lóbregos, su presencia estallando con el poderío de una aparición, una mujer tangible y a la vez el espejismo y la síntesis de lo que para Ignacio Abel era más deseable en las mujeres, en la sustancia de lo femenino: no inmóvil, nunca previsible, entrando a destiempo, yéndose tan rápido que atrapar en la retina una imagen de ella que luego quedara fijada en la memoria era tan imposible como parar el tiempo o dejarlo en suspenso para que durara más un encuentro clandestino. Así es Judith Biely en la única foto suya que Ignacio Abel guarda en la cartera, ligeramente desenfocada porque se estaba volviendo hacia un lado en el momento en que se produjo el disparo de la cámara automática, con una niebla tenue en torno a los ojos, a la boca sonriente, respondiendo con una expresión jovial a algo que ha llamado su atención y olvidándose por un instante de que está posando para una fotografía, el instante preciso captado en ella. Estaría esperando incómodamente a que saltara el flash en el interior de aquella cabina callejera y algo o alguien la hizo ladear un poco la cara y sonreír, casi riendo, y la luz estalló en su barbilla y en sus pómulos, en los rizos de su pelo, en las pupilas un poco borrosas en las que resalta un punto de brillo, igual que en los labios. Es la imperfección de la foto lo que hace que a Ignacio Abel le guste más aún: el automatismo impersonal del azar vuelve a Judith más presente sin la interferencia de la mirada y la intención de un fotógrafo; como si estuviera de verdad allí, en ese momento salvado del tiempo, como una de esas impresiones detalladas y fantasmales de hojas que lograban los primeros fotógrafos sin necesidad de usar una cámara, tan sólo depositando la hoja o el tallo de hierba sobre una lámina de papel empapado en un líquido sensible a la luz. Y para que la foto sea todavía más verdadera no es ni siquiera de la Judith que él recuerda sino de la que aún no había viajado a Madrid: todavía no tergiversada por la familiaridad ni por la obsesión del deseo, intacta en su lejanía y tan ella misma como cuando irrumpa en su vida dentro de unos meses, en un porvenir del que todavía no sabe nada cuando sonríe en la foto, porque ni siquiera sabe que está a punto de recibir el ofrecimiento que la hará cambiar sus planes adelantando el viaje a España.