La noche de los tiempos (47 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: La noche de los tiempos
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Qué raro haber aceptado uno mismo un lugar así, haberse resignado a él, haber dejado que se llenara de muebles tan ampulosos como las mismas dimensiones de la casa, como las balaustradas de mármol de los balcones o las cortinas o las alfombras, por no hablar de los testimonios del gusto depravado de don Francisco de Asís y doña Cecilia, de su pavorosa generosidad y su amor por los sucedáneos de antigüedades,

o por las antigüedades directamente abominables, bargueños castellanos, el reloj de péndulo con su leyenda gótica en latín, el Cristo de Medinaceli con su tejadillo morisco y sus faroles diminutos de forja.
Soy arquitecto y vivo en una casa que me parece de otro; tengo cuarenta y ocho años y me parece de pronto que vivo por equivocación la vida de otro hombre,
le había escrito a Judith en una de sus primeras cartas, en el estupor de descubrir que sin dificultad y casi sin proponérselo podía cruzar en pocos minutos la frontera invisible hacia otra identidad y otra vida, la suya verdadera. Pero no le dijo a Judith o no quiso recordar el halago que había sentido al ver por primera vez el piso con Adela y con los chicos muy pequeños aún y al saber el precio y calcular que podía permitírselo; un edificio recién terminado, en el barrio de Salamanca, muy cerca del Retiro, con un portal de mármoles en el que dos cariátides sostenían el gran arco de entrada sobre los peldaños curvados que llegaban al ascensor, con un portero de librea con galones y guantes blancosque se quitaba la gorra de plato al saludar a los señores. «¡Ésta es una casa de verdadera magnificencia!», había declamado don Francisco de Asís con su vozarrón que retumbó en las alturas forradas de mármol del portal, y él, más que fastidio, había notado un cierto orgullo, fortalecido por el entusiasmo de Adela, que iba pasando con asombro de un salón a otro, admirándolo todo, la amplitud prometedora, las molduras de los techos, incrédula todavía de que una casa así pudiera ser para ella, casi amedrentada, más joven, mientras los chicos se perdían jugando al escondite por las habitaciones del fondo, sus pasos y sus voces agudas atronando los espacios vacíos.
Tan íntegro como eras y tan ridículo que te parecía mi padre pero bien que supiste aprovechar que gracias a él aquel amigo suyo constructor nos ofreciera el piso a un precio tan ventajoso eso sí y yo creo que ni le diste las gracias.
En las noches de calor la soledad y el encierro se hacían tan irrespirables como el aire (había que cerrar bien los postigos antes de encender la luz; por precaución contra los bombardeos decían; por miedo sobre todo a las patrullas de vigilancia, que disparaban sin miramiento a las ventanas iluminadas: que podían sentirse atraídas por la luz en una ventana y subir en busca de alguien o para hacer un registro). Oía ráfagas de disparos, motores de automóviles, neumáticos que chirriaban teatralmente en las esquinas. Oía gritos algunas veces cuando estaba adormilado sobre las sábanas que nadie cambiaba, en la cama que no sabía hacer, la gran cama de matrimonio con cabezal barroco en la que era tan raro que faltaran el peso y la sombra, la respiración de Adela.
Parece mentira no que hayas dejado de quererme sino que se te haya olvidado por completo cuánto me querías.
Dejaba entornada la puerta del dormitorio por si sonaban pasos de madrugada en el rellano o en las escaleras (nadie había reparado el ascensor desde que unos huelguistas lo sabotearon a principios de julio). Escuchaba pasos o los soñaba y se despertaba con un sobresalto, esperando golpes o culatazos en la puerta. Soñaba con Judith Biely: sueños eróticos muy precisos, más bien recuerdos revividos, que se malograban cuando estaba a punto de correrse, o cuando ella se convertía en una desconocida; su desapego, su sarcasmo, lo sumían en una amargura que perduraba intacta en el despertar. Se masturbaba sin ningún placer, con una especie de enconamiento nervioso, con un sentimiento de vejación al terminar, sin alivio, añorando la mano sabia y delicada de ella. Se lavaba procurando no mirarse en el espejo del cuarto de baño y se secaba las manos con una toalla sucia.

En un cajón del armario exhumó álbumes de fotos familiares que llevaba años sin mirar, los que Adela llenaba tan fielmente, largas horas sentada en su mesa del cuarto de lectura con las grandes hojas desplegadas, con los montones de fotografías, el pegamento, las tijeras con que recortaba pequeñas etiquetas, la pluma con la que escribía sobre ellas fechas, nombres y lugares, con su caligrafía de alumna de colegio de monjas, con una convicción que parecía empeñada no tanto en preservar los recuerdos como en construir sobre testimonios indudables un edificio sólido de vida familiar. Los álbumes eran en sí mismos cimientos más perdurables que los hechos reflejados en las fotografías. Clasificándolas, observando la regularidad con que aparecían en ellas bodas, bautizos, comuniones, cenas de Navidad, cumpleaños y onomásticas, viajes a la costa, veraneos en la Sierra, Adela se concedía precariamente la sensación confortadora de tener la vida que había deseado siempre, incluso la que no se había atrevido a desear cuando todavía muy joven empezó a sospechar que quizás no encontraría un hombre que se casara con ella, y que sus padres tampoco tenían mucha esperanza de que eso sucediera. La perspectiva de quedarse soltera la entristecía, pero la noción aceptada por todos de que si no aparecía un pretendiente su vida sería un fracaso le parecía humillante, una agresión a su sentido instintivo de la dignidad personal. Un hombre tenía en sus manos su destino completo: una mujer no era dueña ni de la mitad del suyo; sin la custodia de un hombre la única vida posible abierta para ella era la de solterona o monja, ya que su clase social le vedaba la de institutriz o maestra. Que se ocupara tanto de su hermano menor le daba un aire de maternidad no asociada a la experiencia conyugal: se veía a sí misma en el papel poco lustroso de madre delegada que no ha conocido ni siquiera el grado de soberanía personal que corresponde a una esposa. En la familia, por ambas partes, había un repertorio amplio de mujeres solteras, tías cariñosas, resignadas y beatas que muy pronto se mostraron dispuestas a acogerla en su hermandad más bien mustia, pero no del todo melancólica. Alguna anciana monja de clausura subrayaba esa tendencia familiar a la soltería femenina. Se resistía a aceptar un sino tan prematuro, pero tampoco habría tenido el raro coraje de disgustar a sus padres comunicándoles que deseaba seguir el ejemplo extravagante de aquellas pocas señoritas de buenas familias de Madrid que iban a la universidad soportando el oprobio de sentarse en las aulas separadas por un biombo de sus compañeros varones, sometidas menos al desprecio que a la burla sarcàstica, a la murmuración en voz muy baja sobre una forma de rareza que iba más allá del simple capricho de ocupar en la vida posiciones masculinas. Qué habría estudiado además: de los muchos años en el internado de las monjas no obtuvo más resultado pedagógico que una caligrafía exquisita, aunque del todo anacrónica, y unas nociones insuficientes de costura y francés. En los veranos de la Sierra se aficionó de muy joven a las caminatas por el campo y a la lectura; caminatas nunca solitarias, como ella habría deseado, en compañía siempre de familiares o de criadas; lecturas reducidas a los dramones del Siglo de Oro que declamaba su padre y a alguna rara novela moderna que mereciera la aprobación del tío sacerdote (otra rama estéril del árbol familiar), tan extremado ultramontano que ni siquiera encontraba libres de toda sospecha los tomos rancios de Ricardo León y José María de Pereda. Adela sentía muy fuerte la humillación de esperar sin hacer nada, de verse expuesta en visitas de sociedad y en celebraciones familiares como una joven casadera a la que ningún pretendiente se acercaba, como un loro en una jaula, como una rareza en un barracón de circo. Pero su sentimiento de vejación personal quedaba neutralizado por su amor hacia sus padres y por una general benevolencia o conformidad de carácter que la inclinaba a no llevar nunca la contraria y a preferir sin mucho esfuerzo la pasiva obediencia al contratiempo de una escena que acabaría en lágrimas y remordimiento, y que en cualquier caso no le depararía ningún resultado. La determinación de su rebeldía interior jamás provocó ni una leve turbulencia en el aspecto dulce y manso que presentaba a los otros, y que era interpretado como un síntoma de su resignación cristiana a un porvenir de soledad que con el paso del tiempo la iría cubriendo de ridículo. Cuando tenía veintiuno o veintidós años el conciliábulo de sus tías y de su madre ya había dictaminado que la niña se quedaría soltera, y dedicado largos y laboriosos análisis a la explicación de ese hecho inapelable, más enigmático aún porque de algún modo todas lo habían dado por supuesto casi desde que salió de la infancia, sin que hubiera razones evidentes que lo sustentaran: no era nada fea, ni estaba gorda, ni tampoco flaca, tenía los dientes bonitos, era simpática y considerada, quizás un poco triste, quizás con una gravedad que le quitaba chispa, que la hizo siempre parecer algo mayor de lo que era, elegir vestidos que no la favorecían mucho, o que exageraban sus pequeños defectos, analizados por tías y primas con sutilezas dignas de una lección de histología, aquella ciencia puesta de moda por don Santiago Ramón y Cajal. ¿No tuvo papada, desde que era muy joven? ¿Las cejas demasiado pobladas, una cierta propensión a andar como cargada de hombros, de modo que parecía menos alta? Entre las muchachas de buena familia de su generación fue una de las últimas en adoptar las modas que vinieron de Europa después de la Gran Guerra, y en este caso no por miedo a contrariar a sus padres, sino por algo que podría interpretarse como la dejadez de quien ya no pone interés en hacerse atractiva. En 1920 tenía ya treinta y cuatro años, y aún no se había cortado la larga melena propia de una mujer de otra edad y otra época ni había prescindido de corsés y moños complicados, así parecía pertenecer más a la generación de sus tías solteras que a la de sus primas no destinadas al celibato femenino que entre los Ponce Salcedo-Cañizares tenía algo de la condición sacerdotal hereditaria en algunas religiones, poniendo en peligro la continuidad del linaje. Su adaptación a los nuevos tiempos fue gradual, regida por la cautela y la timidez que eran rasgos de su carácter. En un momento dado el tono compasivo que se aplicaba al hablar de ella en la familia cobró un matiz de recelo; su timidez dejó de atribuirse a una mezcla de apocamiento y de dulzura, y se sospechó que encubría un fondo de arrogancia. Un poco antes se le había disculpado que no asistiera con la frecuencia debida a los entretenimientos femeninos organizados por las tías en razón de su extrema torpeza social, y de una propensión a la soledad cargada de romanticismo, y también, por qué no, de tristeza ante el amor que no llegaba y la juventud que pasaba de largo: ahora se comprobó que en más de una ocasión no había asistido a una novena o a una rifa benéfica no porque se quedara en casa atendiendo a sus padres o cuidando del hermano menor, sino porque había ido a una conferencia o a una función teatral con amigas dudosas. Era cierto el rumor de que se ponía gafas en casa, y leía periódicos y novelas modernas, sin esconderlas demasiado del tío sacerdote, que fue uno de los primeros en difundir sus rasgos chocantes de heterodoxia: no era cierto (y nadie que la conociera de verdad y no la mirara con malevolencia lo habría creído) que le había dado un disgusto a su padre adquiriendo el hábito de filmar cigarrillos. Ni era verdad tampoco que por influencia de los nuevos tiempos se hubiera debilitado su devoción católica. Iba a misa cada domingo del brazo de su madre y la acompañaba a sus rezos en la capilla de Jesús de Medinaceli, y confesaba y comulgaba con una convicción íntima que la colmaba de serenidad y no tenía rastros de beatería.

Aquellos atisbos de rareza se hubieran convertido en rasgos tolerables de la excentricidad de una mujer adiestrada para la soltería desde muy joven: pero quedaron en nada por comparación con el desconcierto sísmico provocado por la gran novedad de su noviazgo, que iba contra las leyes no ya de la probabilidad sino de la naturaleza. ¿Quién habría imaginado que le pudiera salir un novio a los treinta y tantos años? Habría sido menos inverosímil que le saliera una barba como a aquellas mujeres de los circos con las que ella misma se comparaba en sus años más jóvenes de mansedumbre melancólica y sorda humillación. Y no un novio cualquiera, aunque no exento él también de atributos sospechosos, empezando por un origen que una parte de la familia conjeturó indeseable, pero que don Francisco de Asís aceptó mejor que nadie, no porque a esas alturas estuviera dispuesto a dar por bueno a cualquier candidato, sino en virtud de una jovial falta de prejuicios prácticos que muchas veces no se correspondía con la cerrazón paleolítica de lo que él llamaba «su ideario». El pretendiente de la que seguían llamando «la niña» resultó ser un arquitecto algo más joven que ella, sin patrimonio personal pero según decía don Francisco de Asís con un porvenir muy prometedor, recién contratado por el Ayuntamiento, hijo único de una madre viuda, huérfano de padre desde los quince años. Que la madre viuda hubiera sido también portera en una finca plebeya de la calle Toledo y el padre poco más que un albañil avispado y ambicioso eran méritos añadidos, según el punto de vista de don Francisco de Asís, o bien inconvenientes lamentables según otros miembros de la familia, que tuvieron la oportunidad de felicitar a la recién prometida y a sus padres como si en el fondo estuvieran dándoles el pésame, con lo cual aliviaban la contrariedad de tener que aceptar en la prima y sobrina una alegría con la que ya no contaban. Era una obligación áspera, de un día para otro, sentir envidia hacia quien hasta entonces había sido destinataria de una confortable compasión, el drama de la pobre Adela que había pasado de los treinta años sin despertar el interés de ningún hombre.
Yo no sé cuánto querrás a esa mujer y tampoco me importa pero sí me acuerdo de cuánto me querías a mí y tengo guardadas todas las cartas que me escribías.
Pero no había que perder la esperanza: la buena nueva aún podía frustrarse; el novio podía no ser trigo limpio: ¿no decían que era republicano, peor aún, socialista, o incluso bolchevique, igual que lo había sido su padre, el difunto albañil ascendido a maestro de obras, y que debía su puesto en el Ayuntamiento a la influencia y no al mérito, a las maquinaciones de los concejales de izquierda, ávidos de colocar a uno de los suyos? Pero resultó que el posible réprobo o cazador de dotes tenía unos modales excelentes aprendidos no se sabía dónde y una manera extrañamente apacible de manifestar o más bien esconder su izquierdismo, porque cumplió desde el principio a satisfacción del observador más puntilloso cada una de las obligaciones y de los rituales familiares, y no tuvo la menor objeción en aceptar expresamente que sus hijos, cuando nacieran (¿pero no era Adela ya demasiado mayor para concebir, no cabía la posibilidad de que una mujer de más de treinta años y de salud nunca deslumbrante padeciera un mal parto o diera a luz a alguna aberración genética?), fueran bautizados por el tío sacerdote con la pompa requerida y se educaran en la religión católica. Y puestos a mirar las ideas, ¿no había sido Jesucristo, según argumentó don Francisco de Asís en un momento de audacia polémica, el primer socialista? ¿No era el mensaje evangélico —bien entendido y aplicado, según la doctrina social de la Iglesia— el mejor antídoto contra la revolución impía? Los padres del novio, además, estaban convenientemente muertos y él no tenía hermanos, lo cual ahorraba a todos el trámite embarazoso de encontrarse tratando a personas de una evidente inferioridad social, cuya presencia cuando menos pintoresca habría sido chocante en una petición de mano y más aún en una ceremonia de boda digna de la posición de la familia, que muy probablemente merecería una crónica social en el
ABC
; una crónica modesta, desde luego, lo más seguro sin foto, pero ya se sabía que en el
ABC
predominaba el esnobismo de los títulos nobiliarios, más aún desde que el fundador había recibido uno, aunque había empezado su carrera como fabricante de jabones. ¿Desde cuándo era más noble el jabón que el cemento y el ladrillo, se preguntaba con su voz recia don Francisco de Asís? Sin padre ni madre ni parientes cercanos, el origen de Ignacio Abel perdía gran parte de su vulgaridad y hasta proyectaba sobre él una cierta sombra de misterio, un fondo oscuro contra el que resaltaba más su figura gallarda, velada por un punto de reserva, tras el que podía esconderse el recuerdo de los años de obstinación y sacrificio que le había costado estudiar una carrera y aprender unos modales que hasta para la mirada más desconfiada y más exigente eran intachables. A los ojos de la familia Adela adquirió una luminosidad nueva y en ocasiones hiriente; exhibió desde los primeros días del noviazgo un grado casi impúdico de felicidad. Rejuveneció como diez años. Decían tías y primas que estaba tan loca de amor como aquellas artistas del cinematógrafo que suspiraban con Tos ojos vueltos hacia el cielo y las manos apretadas entre sí, vislumbrando en las nubes el rostro del amado gracias a un efecto óptico que por esa época era muy reproducido en las postales.
Acuérdate de cómo me buscabas y de las cosas que me decías no es posible que estuvieras mintiéndome.
La lánguida lentitud que había marcado el progreso de su soltería dio paso a una celeridad muy propia de los nuevos tiempos que corrían y de la competencia técnica del novio, que aparte de su liviana ocupación municipal estaba empezando a recibir encargos sustanciosos, muy celebrados, no sin cierta exageración, por don Francisco de Asís, que en el fondo había pecado siempre de ingenuo y hasta de fantástico cuando se entusiasmaba atolondradamente por algo. Al cabo de menos de un año de noviazgo estaba acordada la boda, aunque esa rapidez, que no habría sido malintencionado calificar de precipitación, no dejó de suscitar algunas sospechas, sólo disipadas cuando una cuidadosa contabilidad del tiempo transcurrido entre aquella fecha y el primer parto reveló la indudable legitimidad de la criatura recién nacida. Otra cosa no, pero prisa sí que se había dado Adela, que parecía tan pánfila, por compensar el tiempo perdido, con una impaciencia y hasta un apasionamiento más propios de una heroína de novela picante que de una mujer de sus años. Pero tampoco tuvo escrúpulo en irse a vivir junto a su marido a un piso pequeño de un barrio sin mucho lustre de Madrid en el que no contaba con más ayuda que la de una criada.
Yo sí me acuerdo de lo felices que éramos aunque tenía que subir a pie cuatro pisos con todo el calor que hacía aquel verano y yo embarazada de la niña que parecía imposible que me pudiera hinchar más.
Don Francisco de Asís hizo saber con admiración que su yerno no había querido aceptar la ayuda que él le ofrecía para alquilar una casa mucho más céntrica y mejor acondicionada: acostumbrado a ganárselo todo con su propio esfuerzo agradecía cualquier mano que se le tendiera pero prefería no recurrir a ella a no ser que se lo exigiera una situación crítica, en la que hubiera estado en peligro el bienestar de su esposa o el del heredero que muy pronto don Francisco de Asís tuvo el orgullo (y el alivio) de anunciar, aunque su esposa, doña Cecilia, más taimada o menos ilusa, hubiera preferido que entre la boda y el embarazo transcurriera un período no más decente, pero sí más dignamente holgado, propio de personas que no se entregaban al débito conyugal con más vehemencia de la requerida para cumplir la finalidad del sacramento.
Yo sí me acuerdo y aunque no quieras tú también cómo temblaba cuando te oía subir de dos en dos los escalones para llegar antes me decías cómo temblaba sentada esperándote cuando oía la llave en la puerta.

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