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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (50 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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—¿Y si yo no quiero volver tan pronto? ¿Y si prefiero quedarme un poco más en España?

—España está volviéndose un sitio muy peligroso.

—Aún me queda algo de dinero. Puedo seguir viajando un tiempo más por Europa.

—Será que ya no quieres estar conmigo.

—¿Y me esconderás también cuando estés en Burton College? ¿Tendré que esperar a que vayas a verme a Nueva York?

—Tú querías que yo hiciera ese viaje.

—¿Y tú no?

—Lo que yo quiero es estar contigo, no me importa dónde ni cómo.

—A mí sí. Ya sí.

—Decías que no ibas a pedirme nada.

—Ahora he cambiado de opinión.

—Tus sentimientos han cambiado.

—No quiero verte a escondidas. No quiero compartirte con nadie.

—No me compartes.

—Te acuestas con Adela todas las noches, no conmigo.

—No puedo acordarme de la última vez que la toqué.

—Me da vergüenza. Me da pena por ella. Aunque ella no lo sepa la pena que le tengo la humilla.

—Ella no sabe que existes.

—Me miró aquel día en la Residencia y se dio cuenta de algo. Nada más verme no se fió de mí.

—Pero si acabábamos de conocernos.

—Da igual. Una mujer enamorada advierte el peligro.

—¿Te pareció que estaba enamorada?

—Vi cómo te miraba mientras tú dabas tu charla. Estaba sentada a su lado. Lo pienso ahora y me parece mentira. Al lado de tu mujer y de tu hija.

—Es menos desconfiada de lo que tú imaginas.

—Vio cómo me mirabas. No guardes las cartas en tu casa, no me llames por teléfono desde allí.

—Tú me has llamado.

—Con mucha vergüenza, porque tenía miedo. Una sola vez.

—Me diste la vida esa noche.

—Pero luego volviste a tu hogar. Estábamos acostados en casa de Madame Mathilde y yo te veía en el espejo mirando el reloj.

—Tú no me dijiste que querías que pasáramos la noche entera juntos.

—No quería que me dijeras que no.

—Ojalá me lo hubieras pedido.

—Sabe que estás conmigo. Te está vigilando. Por favor, quema las cartas, escóndelas en otra parte.

—No quiero separarme de ellas.

—¿Y qué harás cuando termine el curso en América? ¿Volverás a Madrid y yo tendré que quedarme esperando que me escribas?

—Ahora no hay por qué hablar de lo que está muy lejos.

—No quiero que mi vida entera dependa de ti.

—Tú sabías cómo era la mía cuando empezamos a estar juntos.

—No sabía que iba a enamorarme tanto.

Pero antes de que llegaran la vergüenza y la culpa ya comprendían que el paraíso los había abandonado; que sin darse cuenta se habían ido de él: que habían perdido o dejado de merecer un estado de gracia del que tampoco fueron responsables mientras les sucedía, tan ajeno a la voluntad de cada uno como un viento favorable que los hubiera alzado por encima de los accidentes diarios y las limitaciones de sus vidas y que ahora, igual que vino, había cesado. El deseo no era menos intenso pero tenía ahora un filo de exasperación; apenas colmado se disolvía en soledad, no en gratitud; se contaminaba no de desgana, pero sí de una secreta decepción, de una especie de descrédito. La casa de tiempo en la que se recluían cuando estaban juntos ahora ya no les ofrecía su acostumbrado santuario: veían como una afrenta recobrada el lujo de prostíbulo de la habitación de Madame Mathilde, la vulgaridad hiriente del papel pintado en las paredes, los hilos sueltos de la alfombra; olían el desinfectante barato, la higiene insuficiente del cuarto de baño detrás del biombo oriental cubierto a medias por un mantón de Manila. Volvieron de los días tan fugaces en la casa junto al mar y el calor de junio en Madrid era irrespirable, el aire seco como el aliento de un horno; la desgana inmensa de los días sofocantes y nublados, la hostilidad de las miradas de la gente en la calle, los cuerpos hoscos sudando en el interior de los tranvías. Por primera vez el uno y el otro eran capaces de imaginar un porvenir en el que el amor ya no los iluminara: en momentos fugaces de lucidez y de remordimiento volvían a verse como si no se conocieran, secretamente avergonzados de sí mismos, gastados por el abatimiento de una excitación sostenida sin tregua durante demasiado tiempo. Quizás deberían concederse un respiro; librarse por un tiempo de la obsesión insana de estar juntos; de escribir tantas cartas y esperar siempre su llegada.

El timbre del teléfono lo sobresaltó una noche ardiente de junio al final de un día en el que se había ido apoderando de él una forma de malestar que cobraría en el recuerdo el valor dudoso de una premonición. La palabra accidente fue usada desde el principio, aunque con una inflexión rara, de algo indeterminado que se ha preferido no decir, con una sugerencia de acusación, de enigma un poco turbio. «Ven cuanto antes, Adela ha tenido un accidente.» Era la voz hostil del hermano siempre vigilante, guardián designado por sí mismo de la honra familiar puesta en peligro por el intruso advenedizo, el marido triste y transitoriamente necesario para la prolongación del linaje, pero siempre dudoso, lo mismo por sus ideas que por su comportamiento. «Está fuera de peligro, pero podía haber sido muy grave.» No dijo mucho más; al principio ni siquiera qué había pasado ni adónde se le pedía a él que fuera; le importaba sugerir con el tono de su voz y con la poca información que ellos, la familia, habían acudido en auxilio de la hija y hermana, y que una vez más el marido no sólo era irrelevante, sino también sospechoso, de modo que convenía no decirle sino lo imprescindible. Que Adela había tropezado o se había escurrido, que podía haber muerto, que la habían llevado al hospital más próximo, el sanatorio para tuberculosos. El sanatorio para tuberculosos de dónde: toda la angustia de repente, toda la culpa, la apariencia de fortaleza tan precariamente mantenida derrumbándose de golpe por la sacudida sísmica del miedo. Cuando sonó el teléfono Ignacio Abel estaba sentado en su despacho, delante de la mesa con los cajones abiertos que él se había olvidado de cerrar con llave esa mañana antes de salir hacia el trabajo, apresurado por una llamada urgente, junto al balcón abierto en el que ni un rastro de brisa estremecía las cortinas y por el que entraba en una bocanada inmóvil un calor no amortiguado por la caída de la noche. Llegó a casa cuando ya empezaban a encenderse las farolas de la calle y su hija, que se había levantado de su mesa de estudio al oír la llave en la cerradura para salir a recibirlo, le dijo que no sabía dónde estaba su madre, aunque ninguno de los dos se alarmó todavía, porque era posible que hubiera ido a misa o a una visita o a una de sus reuniones en el club de lectoras. Entró con ella al salón y la hija zalamera le trajo el periódico, que él hubiera preferido no leer, con su dosis diaria de titulares alarmantes, más aún por los espacios en blanco de las informaciones censuradas, de noticias desastrosas y opiniones ineptas. El gobierno desmentía enérgicamente que en los dispensarios de salud hubiera habido una afluencia de niños víctimas de los caramelos envenenados que según rumores sin fundamento habrían estado repartiendo las monjas a las puertas de algunas iglesias en los barrios obreros. Los trabajadores de la construcción que quisieran incorporarse a los tajos podrían hacerlo con la seguridad de que la fuerza pública no toleraría el menor quebranto de la ley por parte de elementos armados. Se quitó la americana y la corbata, desabrochó el cuello pegajoso de la camisa, reducido por el calor y el cansancio a un hastío invencible. El chico vino de su cuarto y le dio un beso con ese punto de formalidad excesiva que había ido adquiriendo en los últimos tiempos, según se alejaba de la infancia. Quizás aún le guardaba algo de rencor por la bofetada después del incidente de la pistola. Le preguntó si podía ayudarle con unos ejercicios de geometría. Para Ignacio Abel era un alivio ayudar a su hijo en asuntos que no implicaban una tensión emocional y en los que podía mostrarse generoso sin esfuerzo, intuyendo que no proyectaba sobre él una sombra excesiva. Fácilmente Miguel se sentía amedrentado, incompetente, inferior a su hermana, que obtenía sin dificultad lo que a él le costaba tanto, notas excelentes y la visible aprobación del padre. Le dio un beso al chico y le pasó distraídamente una mano por el pelo mientras abría con desgana el periódico. «Déjame unos minutos y luego vemos el cuaderno en mi despacho.» La rueda diaria de los hábitos: su repetición confortable y tediosa, como la vista de los muebles del salón y de los cuadros en las paredes, del reloj sobre la repisa de la chimenea, como la entrada de la muchacha que venía de la cocina secándose las manos en el delantal para preguntarle si deseaba tomar algo antes de la cena, con un brillo grasiento de sudor en la cara. Nunca le habría dicho a Judith Biely que en el fondo de su corazón esa rutina no tenía nada de opresiva.

—¿Tú sabes adónde ha ido la señora?

—No señor, se fue y no me dijo nada, ni la vi salir.

—¿Hace mucho que se fue?

—Bastante. Aún no habían vuelto los chicos de la escuela.

La alarma por la ausencia de Adela se filtraba muy débilmente en su conciencia. Estaba cansado, le complacía en realidad que ella se hubiera marchado, porque así no tenía que esforzarse en mantener una conversación o que vigilar en ella posibles signos de infelicidad o sospecha. Por el balcón abierto entraba un aire que tenía una densidad de vaho caliente, cargado de olor a geranios y a flores de acacia, y con él los rumores de la calle varios pisos más abajo, conversaciones de hombres a la puerta de una taberna, motores y bocinas de coches, la música de un aparato de radio, la textura sonora de Madrid, que le gustaba tanto aunque reparaba pocas veces en ella, amortiguada en este barrio todavía nuevo, todavía haciéndose, con calles anchas y rectas y filas de árboles muy jóvenes.

Eran las nueve y Adela no había vuelto aún. Su hijo lo estaba esperando con el libro de geometría y el cuaderno de ejercicios, parado en la puerta, sin decidirse a llamar su atención. De camino hacia el despacho le pasó la mano por el hombro y se dio cuenta de cuánto había crecido. Encendió la luz y comprendió instantáneamente el motivo de que Adela se hubiera marchado sin decir nada a nadie y tardara tanto en volver. El cajón de la mesa que solía cerrar con llave estaba volcado en el suelo. Había sobres y cartas esparcidos en torno a él, cuartillas azules tupidamente cubiertas con la escritura inclinada de Judith Biely, fotografías, un puñado de las más recientes, las que se habían tomado el uno al otro en el viaje a Cádiz. Le dijo al chico con brusquedad que esperase fuera, pero notó que había visto lo mismo que él y probablemente comprendido, con su intuición fulminante para las zonas sombrías de la intimidad de sus padres, con ese instinto de alarma y reprobación que Ignacio Abel había distinguido tantas veces en sus ojos, atribuyéndole una agudeza que un niño difícilmente podía poseer, y que era sólo el pánico infantil a las turbulencias indescifrables de los adultos. Cerró la puerta al quedarse solo y examinó los pormenores del desastre, abrumado de golpe por la irrupción de lo irreparable. Las cartas, todas ellas, desde la primera, con fecha del verano pasado; las postales, los detalles triviales y obscenos, igualmente delatores; los sobres desgarrados por la impaciencia; las cuartillas llenas de escritura, de notas y exclamaciones en los márgenes, aprovechando con avaricia todo el espacio del papel. Y también las fotos de Judith en Madrid y en Nueva York y apoyada contra una barandilla blanca en la cubierta de un barco: una en el suelo, pisada, con una parte de la huella de un zapato bien visible sobre ella, otra bocabajo sobre la mesa, entre los papeles, otras dos en el suelo, cerca del cajón, como si Adela no las hubiese visto o no hubiese considerado necesario mirarlas. En el suelo, rasgada en dos mitades, estaba la carta que él había empezado a escribir la noche anterior, y que había guardado apresuradamente cuando Adela entró para darle las buenas noches. La miró por encima y se avergonzó de su vehemencia: de repente le parecía insincera, forzada; escribir cartas de amor también podía ser una tarea extenuante.

Se tocó la cara y había enrojecido. £1 sudor le adhería la camisa a la espalda, le humedecía desagradablemente las manos. Recogió de cualquier manera las cartas y las fotografías, devolvió el cajón a su sitio y lo cerró con llave. En un fogonazo de lucidez tardía y del todo irrelevante revivió un momento de esa mañana en el que, mientras preparaba los papeles que tenía que llevar en la cartera, había mirado el cajón con la llave puesta en la cerradura y se había propuesto mentalmente asegurarse de que lo dejaba cerrado antes de irse y de que la pequeña llave quedaba guardada donde la ponía siempre, en un pequeño bolsillo interior de su americana en el que no guardaba nada más. A veces, a lo largo del día, se cercioraba de que la tenía palpando el forro con cautela automática. Sonó el teléfono y levantó el auricular con un sobresalto: sería Adela, llamando desde la casa de su padre, tendría que esforzarse en improvisar una explicación inverosímil, que agravaría la indignidad sin resolver nada. Antes de hablar reconoció en el teléfono la voz de su cuñado, a quien la niña saludaba desde el otro teléfono, y no dijo nada. El hermano guardián llamaría para pedir cuentas del agravio, caballero andante del honor familiar. Su hija golpeó la puerta del despacho sin abrirla: «Papá, el tío Víctor, que te pongas.»

21

Lo hizo todo cuidadosamente, sin darse prisa, como poniendo en práctica un plan que hubiera tenido elaborado desde hacía tiempo, sin más síntoma de negligencia que el desorden de las cartas tiradas por el suelo y el cajón caído, todavía con la pequeña llave en la cerradura, la que Adela había advertido tal vez esa mañana, mientras supervisaba la limpieza del despacho. Las criadas tendían a quitar el polvo sin mucha eficacia y a cambiar algunas cosas de sitio, y esto último irritaba a Ignacio Abel, que mantenía en ese cuarto de trabajo un equilibrio peculiar entre la disciplina y el desorden, y con frecuencia olvidaba papeles sueltos o recortes de periódicos o fotos de revistas internacionales que luego necesitaba con urgencia. Habría visto la llave a una hora temprana, cuando las criadas recogían las habitaciones y aireaban la casa, pero tardó mucho en decidirse a abrir el cajón que él siempre dejaba cerrado, y lo cierto era que podía no haber notado la presencia de la llave, tan pequeña como era, un brillo mínimo de metal en el despacho con el balcón abierto. Podía no haber sentido el sobresalto, o haber vencido la tentación, al principio no muy poderosa, al menos no muy consciente, no tanto que persistiera como una espina o una molestia física en medio de las tareas del día. Pero no se olvidó de ella, ni siquiera cuando estaba más distraída con otras cosas, cuando revisaba con la cocinera los menús de los próximos días o cuando hablaba por teléfono con su madre —angustiada, decía doña Cecilia, con el cuerpo descompuesto, nada más que noticias terribles, las personas honradas ya no podían salir a la calle, ni ir a misa sin que las insultaran, hasta calumniaban ahora a las pobres monjitas con esa mentira de que repartían caramelos envenenados a los niños, les gritaban groserías por la calle, las amenazaban con quemarles los conventos. Oía en el teléfono el zumbido quejumbroso de la voz de su madre y no se olvidaba de la llave. Le pareció que la veía diminuta y vil brillando en la penumbra cuando se tendió en la cama con las cortinas echadas y los postigos abiertos buscando alivio para un dolor de cabeza que se hacía más agobiante en días como aquél, nublados y calientes, con una luz gris que la desorientaba en el tiempo. Qué ganas de que pasaran los pocos días que faltaban para que los chicos terminaran el curso y poder irse de Madrid, a la casa tan querida de la Sierra, al alivio de los anocheceres con una brisa perfumada de olores a pino y a jara, que le devolvían incondicionalmente una felicidad de paraíso infantil, no hecha de recuerdos sino de sensaciones instintivas, el canto de los grillos en la oscuridad húmeda del jardín, más allá de la terraza de la que aún no se habían retirado los platos de la cena, el chirrido del columpio en el que sus hijos se mecían, devolviéndole como un eco en el tiempo ese mismo chirrido y otras voces infantiles muy semejantes que sin embargo eran la de su hermano y la suya, hacía tantos años.

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