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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (96 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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Le contó que a lo largo del verano en Madrid su añoranza de ella había sido mucho más intolerable que la de sus hijos; que rememoraba cada encuentro en las diminutas anotaciones cifradas para que parecieran citas de trabajo y recorría los lugares en los que habían estado juntos tan humillado como un perro en busca de rastros perdidos; que dentro de todo y a pesar de la culpa había sido un alivio no tener que enfrentarse a la expresión permanente de sacrificio y agravio de Adela; que en el desorden y la irresponsabilidad de la guerra había encontrado una especie de inconfesable liberación; que casi a los cuarenta y ocho años se masturbaba casi cada noche en la gran cama de matrimonio con las sábanas sucias acordándose de ella, mirando sus fotos y hasta leyendo sus cartas para sostener la excitación (
to jerk off,
le había enseñado ella, en sus intercambios de desvergüenzas lingüísticas, y él había correspondido: hacerse una paja). Le contó que cuando aquellos milicianos lo detuvieron en la Ciudad Universitaria y lo llevaban hacia un muro de la Facultad de Filosofía para fusilarlo tuvieron que levantarlo en volandas porque las piernas no lo sostenían y que se meó por los pantalones abajo y los orines le empaparon uno de los zapatos, y que al marcharse oía el chasquido liquido a cada paso que daba; y que al llegar a casa se metió en la ducha y por mucho que se enjabonaba seguía percibiendo el olor inmundo a meados y a miedo; y que mientras le registraban la cartera llena de planos y de informes técnicos y le preguntaban si no eran mapas del frente destinados a guiar al enemigo en su avance hacia Madrid lo que él temía era que le descubrieran las cartas y las fotos de ella y se las quitaran; y que aunque se hubiera meado y se le hubieran debilitado las piernas no sentía el terror de estar a punto de morir, sino una indiferencia pasiva, una aceptación sólo alterada por la congoja de pensar que ya no volvería a verla a ella, que no vería hacerse adultos a sus hijos. Judith lo miraba, de perfil contra el fuego, los ojos muy brillantes, la claridad cambiante de las llamas modelándole la delicada osamenta bajo la piel, y él tragaba saliva y seguía hablando; detrás de él en la radio sonaba la música de baile, como en un salón lejano, muy grande, casi vacío, la orquesta tocando y las filigranas rápidas del clarinete seguidas por la voz cándida y aguda de la cantante, los aplausos dispersos y el entusiasmo excesivo del locutor, recitando títulos de canciones y marcas comerciales. Le contó que él había dado por supuesto que el trastorno sexual que había conocido por primera vez en Weimar a los treinta y tantos años con aquella amante húngara nunca volvería a repetirse; que hasta entonces, y después de entonces, no se había visto a sí mismo como alguien dotado para la sensualidad. Las mujeres que se ofrecían pintadas y lívidas bajo los faroles de gas en ciertos callejones de Madrid cuando él era muy joven lo habían excitado y a la vez le habían producido pánico, y una repulsión que no era tanto hacia ellas como hacia sí mismo, hacia su instinto de desearlas y el pudor que le hacía enrojecer y apresurar el paso si ellas lo llamaban. Tampoco había creído que una mujer pudiera disfrutar verdaderamente con él; ni siquiera lo había echado de menos: casi no pensaba que existiera de verdad esa posibilidad. Adela le pedía que apagara la luz, se quedaba inmóvil, tal vez gemía débilmente en la pesada tiniebla del dormitorio conyugal; la amante húngara apretaba los párpados y se acariciaba rítmicamente a sí misma mientras él se afanaba encima de ella, irrelevante como el insecto que poliniza una flor carnosa, adheridos el uno al otro y cada uno ausente y atareado en su propia lujuria. Le contó que desde la primera vez que la había tocado notó en ella una vibración a la vez tenue y poderosa que no sabía que existiera: encontró la mano de Judith y ella en vez de apartarla apretó la suya y ya era como si estuvieran abrazándose (se acordaron los dos: en el coche, él conduciendo Castellana arriba, la radio encendida, la mano izquierda en el volante, la derecha rozando los muslos de Judith, los faros alumbrando arboledas y verjas y fachadas de palacios); descubriéndola a ella se había ido descubriendo simultáneamente a sí mismo; siendo tocado, besado, mordido, explorado, guiado por ella. Nunca había tenido amigos, le dijo, ni verdaderas conversaciones con nadie, menos aún las conversaciones sexuales a las que observaba que eran tan aficionados otros hombres: sólo al encontrarse con ella se dio cuenta de la vida tan solitaria que había llevado desde siempre; desde que era un niño y sus padres no lo dejaban salir de la portería sino para ir a la escuela, por miedo a que se perdiera en el tumulto del barrio, a que le pegaran los niños violentos de los suburbios, a que se le contagiara alguna enfermedad. Hijo único de padres demasiado mayores; huérfano de padre a los trece años; velando a su madre muerta cuando tenía veintiuno y regresando a pie a la portería ahora deshabitada de la calle Toledo desde el remoto cementerio del Este, los pies doloridos en las botas demasiado estrechas, tapado con el sombrero hongo y la capa negra que había pertenecido a su padre; tan joven y una figura de otro siglo, y un agobio de responsabilidades excesivas que no le serían aliviadas nunca; la carrera, las privaciones inhumanas para terminarla, el legado de su padre que se iba agotando; luego las oposiciones, la pesadumbre del noviazgo, la carga nueva de responsabilidad, agravada tan pronto por los hijos. Extrañamente era ahora cuando por primera vez sentía algo parecido al alivio, aunque fuera inseparable de la sensación de despojo. No iba a callarse nada, le dijo a Judith, sentado frente a ella, hundido como un inválido en el sillón de cuero, las palmas de las manos rozando la parte gastada de la tapicería. Sólo con ella había descubierto y recobraba ahora lo que nunca había sabido que pudiera ser tan gozoso, el hábito de conversar explicándose a sí mismo, comprobando afinidades inmediatas en lo que hasta entonces había creído que eran sensaciones y pensamientos congénitamente solitarios. Siempre el miedo a incomodar, la torpeza para encontrar las palabras justas y el coraje de decirlas, siempre la tentación del silencio y de la conformidad, el fastidio permanente de sentirse como un huésped en su propia casa y en una vida que era la única que tenía y sin embargo nunca fue la suya. Porque Judith lo escuchaba había aprendido a explicarse de corazón en voz alta. Cuando ella desapareció, tan opresiva como su ausencia y como la privación sexual fue la gran campana del silencio cayendo de nuevo sobre él, que ya había perdido la costumbre de habitar en ella, de mirarlo todo detrás de un cristal de indiferencia, lejanía y disgusto. Pero ahora hasta había perdido el escrúpulo más o menos inconsciente de decir las cosas que a ella le gustaría escuchar, las que harían que se enamorara. Sin esperanza de seducirla de nuevo, casi convencido no sólo de la inutilidad sino también de la bajeza moral
de
intentarlo, decía lo que pensaba, lo que él era y lo que muchas veces no reconocía ni ante sí mismo. El remordimiento de haberse ido no era lo bastante poderoso como para provocarle una verdadera añoranza de España, le dijo. El peso de la responsabilidad había sido durante demasiados años tan opresivo como el de la ambición, incluso de la turbia y no confesada vanidad, y de los tres —la vanidad, la responsabilidad, la ambición— le dijo que en ese momento, esa noche, se sentía relevado, aunque no supiera por cuánto tiempo, cuándo la culpa o la nostalgia se habrían apoderado de él y le harían tergiversar por igual recuerdos y deseos. No quería dar pena. No quería fingir que hubiera preferido estar ahora mismo en Madrid, asistiendo impotente a la destrucción de su ciudad, al desastre de una revolución fantasmagórica que incendiaba las iglesias y dejaba intactos los bancos, al carnaval de los desfiles y de los asesinatos, de la vileza fría y el heroísmo desperdiciado. No creía que Salinas, en su puesto confortable de profesor visitante en Wellesley College, sintiera tanto desgarro como mostraba cuando conversaba con ella, halagado en el fondo por la cordialidad de una mujer tan joven y atractiva, que hablaba español con ese acento tan claro entre americano y madrileño y le regalaba una admiración que actuaría como un calmante para su vanidad de catedrático y de literato tan alejado ahora de su antiguo brillo. Claro que prefería que ganara la República, le dijo: pero no estaba seguro de la clase de República que habría en España al final de la guerra, y menos aún de si a él le sería permitido regresar a ella, o si lo desearía. Todo lo destruido con tanta saña debería ser levantado de nuevo; plantados los árboles arrancados de cuajo por las bombas o talados para hacer leña; restablecidas las tuberías reventadas, los rieles de ferrocarril retorcidos en el aire sobre las montañas de adoquines; reconstruidos los puentes dinamitados por ejércitos que se retiraban; alzados de nuevo los postes y cables de teléfonos que había costado tanto tender. Pero quién iba a resucitar a los muertos o a devolver los brazos o las piernas a los mutilados, a pintar los cuadros o imprimir los libros únicos quemados en las hogueras, a mitigar el luto o el odio, a reconstruir las bibliotecas y las iglesias y los laboratorios y las casas de vecindad que costó tanto levantar y que fueron arrasadas en el curso de una tarde, de una sola noche. Y cómo iban a gobernar España los mismos insensatos, los mismos criminales, los mismos alucinados que la habían arrastrado al desastre, cada uno con su grado de irresponsabilidad y sinrazón, todos, salvo unos cuantos, inmunes al remordimiento y a la amarga cordura del que ha escarmentado. Había algo que su oficio le había enseñado: en lograr que un edificio llegue a su culminación se tarda mucho tiempo, porque las cosas crecen, por mucho esfuerzo que se ponga en ellas, con una lentitud orgánica; pero la instantaneidad de la destrucción es resplandeciente: el chorro de gasolina y la llama que se alza devorándolo todo, el disparo que derriba a un hombre fuerte como un árbol. Le dijo que lo que más le asombraba era haberse equivocado tanto, en todo, especialmente en las cosas de las que estaba más seguro; haber confiado en la solidez de todo lo que se hundió de un día para otro, sin drama, casi sin esfuerzo; haberse equivocado tanto sobre sí mismo: creyéndose un racionalista, un pragmático, asistiendo con sarcasmo a los desvaríos ideológicos de quienes vaticinaban con perfecta seriedad la inminencia de la dictadura del proletariado o del comunismo libertario, los convencidos de que aboliendo el dinero y practicando el desnudismo o el esperanto o el amor libre el paraíso quedaría instaurado sobre la tierra, los idólatras de Stalin o de Mussolini, los que rugían con el puño cerrado o con la mano abierta; creyéndose un escéptico, él había sido más iluso que cualquiera de ellos; imaginando que sólo se ocupaba de lo que podía ser calculado y medido, lo que producía un beneficio modesto pero también indiscutible, un progreso. Pero el progreso era justamente lo que estaba siendo desmentido en España: no la abolición de la propiedad y del dinero, al parecer instaurada con éxito en ciertos pueblos de Aragón; no el gran teatro soviético de carteles gigantes de Lenin y Stalin colgados en las calles y batallones proletarios desfilando con una disciplina arrogante y unánime. El progreso tangible, el desarrollo metódico y gradual de las invenciones técnicas, todo lo que a él le había parecido terrenal e indiscutible, ajeno a los desvaríos verbosos de los iluminados, lo que había discutido tantas veces con Negrín, la buena alimentación, la leche diaria en las escuelas para fortalecer los huesos de los hijos de los pobres, las viviendas espaciosas y aireadas, la educación higiénica para que las mujeres no se cargaran de hijos. Ningún otro sueño había resultado más insensato; el sentido común era la más desacreditada de las utopías. Pero cómo no haber creído en el progreso, en que el presente y el porvenir eran el país luminoso al que uno pertenecía, a diferencia de los habitantes tristes del pasado, confinados en ese reino decrépito, que él conocía muy bien porque pasó allí la primera parte de su vida. Tú no sabes las cosas que yo recuerdo, le dijo: el Madrid de otro siglo, con mujeres de chales negros y hombres de barbas y grandes bigotes y capas cubriéndoles la boca en invierno y sombreros de hongo; con tranvías de muías y carretones de chirriantes ruedas de madera que subían despacio la cuesta de la calle Toledo, viniendo de los caminos polvorientos. El progreso no había sido un espejismo de cerebros recalentados por vapores verbales: él había asistido a la irrupción de los tranvías eléctricos y los automóviles, de los teléfonos y los barracones del cinematógrafo, de todas las cosas que a sus padres los desconcertaban o los aterraban, al fin y al cabo habitantes del país sombrío del pasado, su madre sobre todo, que había vivido unos cuantos años más, que al final de su vida no se atrevía a cruzar la calle por miedo a los tranvías y a los automóviles, que se espantaba cada vez que sonaba el timbre del teléfono instalado en la portería, que no se aventuraba más allá de la plaza Mayor, por miedo a todo, hasta a los resplandores de los letreros luminosos, que le daban vértigo, que nunca se montó en un automóvil ni tomó un ascensor. El progreso había tenido la inevitabilidad de la corriente caudalosa de un río. Los edificios eran más altos y gracias a la luz eléctrica la noche no sumergía a la ciudad en las tinieblas. El progreso era más indudable porque él lo había visto con sus propios ojos cuando viajó por Europa. Lo que ya existía en París o en Berlín no tardaría mucho en llegar a Madrid. Había descreído de los fervores políticos y visionarios de algunos de sus maestros en Weimar pero no de la luminosa realidad de las arquitecturas y las formas que aprendía de ellos. Las posibilidades mejores de la inteligencia humana estallaban serenamente en la maqueta austera de una casa o en alguno de aquellos objetos comunes cuyas leyes interiores les revelaba el profesor Rossman, o en los dibujos en apariencia desleídos como sueños y sin embargo tan precisos como tipografías que trazaba en sus clases Paul Klee. Mis hijos iban a tener una vida mejor que la mía, igual que yo la había tenido mejor que mis padres, le dijo. La República había venido no gracias a ninguna conspiración sino al impulso natural de las cosas, en virtud del cual la monarquía era una antigualla tan decrépita como el cinema mudo o como los carretones de los arrieros que fueron barridos de la Cava Baja por la irrupción de los camiones y de los autobuses de línea. Pero ahora Madrid, cuando caía la noche, era más oscuro y más peligroso y más deshabitado que un bosque medieval y los seres humanos actuaban como chacales, como hordas primitivas armadas no de palos o hachas o piedras sino de fusiles. Le contó la sensación de emerger a la Gran Vía desde una boca de metro después de un bombardeo y de encontrarse perdido como entre dos desfiladeros de negrura, pisando cristales rotos, tropezando en escombros, viendo sombras asustadas en los quicios de las puertas; de la extrañeza de encontrar a personas bien conocidas y normales transformadas en alimañas fugitivas o en cazadores y verdugos. Se había equivocado acerca de todo, pero más que nada sobre sí mismo, sobre su lugar en el tiempo. Toda su vida pensando que pertenecía al presente y al porvenir, y ahora empezaba a comprender que si se sentía tan fuera de lugar era porque su país era el pasado.

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