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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (91 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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Ha pasado horas conduciendo por carreteras secundarias y se ha perdido buscando Rhineberg y el campus de Burton College y luego el camino en el bosque que lleva a la casa de invitados. La lluvia cada vez más violenta no le permitía ver bien los indicadores ni las desviaciones y no había nadie a quien preguntar. Se supo completamente perdida cuando pasó por segunda vez junto a una casa aplastada bajo un árbol, bañada por resplandores de faros y por las luces móviles de una ambulancia y un camión de bomberos. Se detuvo para preguntar: un bombero le dio indicaciones a gritos limpiándose la lluvia de la cara, manoteando para urgiría a que se apartara cuanto antes. No hubiera debido venir y sin embargo ha venido. Arreciaba la lluvia y se daba cuenta de que sería más sensato no seguir avanzando por carreteras desconocidas y se proponía parar en cuanto viese las luces de una gasolinera, el letrero intermitente y rojizo de un restaurante o de un hotel para automovilistas. Tenía hambre, tenía sed, miedo a perderse o a ser deslumbrada por los faros de un automóvil que viniera demasiado rápido en dirección contraria, tenía ganas de orinar. Pero cuando al fin distinguía las luces de una gasolinera entre la lluvia y la negrura de la noche miraba la aguja en el indicador del depósito y pasaba de largo, diciéndose que pararía la próxima vez, o ni siquiera eso, echándose hacia atrás en el asiento para aliviar el dolor de los músculos y pisando un poco más el acelerador, como si no hubiera conexión entre su voluntad y sus actos, entre el pensamiento y las manos que seguían apretando el volante o el pie derecho que no cambiaba al pedal del freno. Durante la primera parte del camino, aún a la luz del día, no tuvo necesidad de acallar el remordimiento, porque estaba viajando en la dirección de Nueva York, y por lo tanto podía decirse a sí misma que no lo hacía para acercarse a donde él estaba. Era para ir a Nueva York para lo que había salido de Wellesley College, no para tomar una carretera secundaria en un cierto momento y desviarse por una ruta que antes de salir había estudiado cuidadosamente en el mapa, aunque de una manera sólo conjetural, separando su voluntad de sus actos, o al menos dejándola en suspenso, mientras extendía el mapa sobre una mesa y trazaba con un lápiz el camino que debería tomar en caso que decidiera ir a Burton College, casi tan quiméricamente como cuando estudiaba en su adolescencia los mapas de Europa para inventarse viajes. Que el destino de su viaje era Nueva York no admitía duda ninguna. Precisamente que su decisión fuera tan firme le permitía concederse la posibilidad de un desvío que no iba a ponerla en peligro, que como máximo retrasaría su cumplimiento en unas pocas horas. Había cosas en la vida que ya sabía que no volvería nunca a hacer: no regresaría nunca con su primer marido ni se dejaría arrastrar por el remolino de la egolatría de ningún otro hombre; jamás se rebajaría de nuevo a hacerse amante de un hombre casado. Por encima de sus propios impulsos y de los recuerdos que no tenía necesidad de borrar estaban sus principios morales, que debían ser tanto más firmes porque se correspondían con su orgullo de mujer emancipada. Porque estaba segura de sí misma y de la secuencia inflexible del porvenir que había elegido no arriesgaba nada si en el último momento, al llegar al indicador de la desviación hacia Rhineberg, abandonaba la carretera principal y seguía un itinerario que sin proponérselo exactamente había memorizado consultando el mapa, y que en cualquier caso no era un cambio de rumbo, sino tan sólo un rodeo. El tiempo irresponsable de las ensoñaciones y de los viajes en busca de una vaga educación europea que se parecía demasiado al cumplimiento de un destino literario había terminado para ella. Los últimos dólares de los ahorros de su madre los había gastado en el pasaje de regreso a América. Volvió a tiempo de acompañarla en los episodios finales de una enfermedad que había estado consumiéndola mientras Judith, en Madrid, le escribía cartas con mucha menos frecuencia que antes, aturdida por el amor, incómoda por la necesidad de una omisión que equivalía a una mentira, a un fraude. No era posible vivir en otro país y en otro idioma sin habituarse a una ficción de la que más tarde o más temprano era inevitable despertar, a no ser que se dispusiera de la herencia ilimitada de una heroína de Henry James. El dinero, la enfermedad, la muerte, eran los emisarios eficientes de la realidad. Europa no era un espacio encantado de ensoñaciones novelescas ni el paisaje de fondo para la búsqueda de una vocación sino un territorio progresivamente más sombrío en el que se multiplicaban los ejércitos, las multitudes fanatizadas, de carteles con grandes letreros ofensivos pegados por las calles. Las severas responsabilidades terrenales de quien tiene que ganarse la vida no le permiten perseguir indefinidamente el espejismo de una vocación que no acaba de cristalizar en nada. Lo que había ido a buscar en Europa y lo que parecía a punto de revelársele en sus fervorosos paseos solitarios por Madrid quedaría por ahora en suspenso; las páginas mecanografiadas y los cuadernos llenos de anotaciones en su letra impetuosa permanecerían guardados en una maleta que no tenía prisa por abrir; si la promesa de su talento era verdadera el regreso a las obligaciones de la realidad no podría dañarla: la fortalecería tal vez, le daría la intensidad de la renuncia, la disciplina de la paciencia. Lo que hiciera desde ahora tendría la solidez de lo necesario, de lo racionalmente decidido, de lo inevitable. Junto al mapa de carreteras, encima de su escritorio, en el pequeño despacho del departamento de Español que llevaba ocupando menos de dos meses y ahora iba a abandonar —pero no en un arrebato, sino a consecuencia de una reflexión larga y obsesiva— estaba la postal que le había mandado Philip Van Doren, en la que se veía, en colores pastel, la casa de invitados de Burton College, con sus dos columnas blancas y su frontón neoclásico contra el fondo verde oscuro de un bosque, bajo un cielo azul pálido y rosado de atardecer. No era tan grande cuando por fin la vio a la luz de los faros, al final de un camino embarrado en el que resbalaban las ruedas del coche y en el que las ramas bajas de los árboles azotaban los cristales y el techo. Apenas caían unas gotas aisladas pero ella no se acordó de desconectar el limpiaparabrisas. Al no ver ninguna luz tuvo un momento de decepción mezclada con alivio. Si no había nadie en la casa aún estaba a tiempo de no llegar al final de su irresponsabilidad. Aprovechando que la tormenta se había alejado seguiría conduciendo hacia Nueva York y estaría tan a salvo del arrepentimiento como de la tentación, de nuevo invulnerable al peligro, con su dignidad intacta, más aún porque nadie sabría que había venido, porque todavía estaba a tiempo de borrar las últimas horas tan sin rastro como si no hubieran sucedido, como si ella nunca hubiera llegado a este claro en un bosque delante de una casa desde cuyas ventanas no la habrá visto nadie. Los primeros pasos de una claudicación que no conduce a nada tampoco dejan huella. Mirándose en el retrovisor se repasó el carmín de los labios, se echó el pelo hacia un lado. Subió enérgicamente la palanca del freno y salió del automóvil sin acordarse de apagar el motor. El cono amarillo de los faros iluminaba los peldaños de piedra y proyectaba su sombra alargada contra la puerta antes de que Judith llegara a ella, las articulaciones doloridas después de tanta inmovilidad, la boca ligeramente abierta, la respiración en calma, con la sensación de no estar del todo en el lugar donde estaba, de verse en un sueño, sabiendo que lo es. No había ninguna luz, pero aun así iba a llamar. Precisamente por eso. Sin traicionarse a sí misma podía permitirse actos que no tendrían consecuencias. Tiró de la argolla de una anticuada campanilla pero no le llegó ningún sonido. Había un timbre eléctrico: pero tampoco escuchó nada al pulsarlo. Golpeó la puerta y en la madera demasiado recia no resonaba su llamada. Después de un silencio apretó más fuerte el puño y cuando iba a golpear otra vez se detuvo. Entonces vio la raya de luz insinuándose bajo la puerta. Se quedó inmóvil, erguida, el aire húmedo y el olor a hojas empapadas y a tierra entrando ahora muy rápido por las aletas de su nariz, la mano levantada, abriéndose.

Lo que más le ha sorprendido de Ignacio Abel es el traje oscuro, tan europeo y anticuado, y lo delgado que está. Quizás a causa de la luz de la lámpara que exagera las sombras los ojos se le hunden en las cuencas de una manera que ella no recordaba. Un conato de ademán de cada uno provoca en el otro un retroceso imperceptible. No del todo un paso atrás, pero sí un gesto, poco más que la dilatación de la pupila, el temblor de un párpado. Qué raro haber tenido alguna vez confianza física con este desconocido de aire extranjero y de mediana edad con el que habría podido cruzarse sin volver la cabeza en cualquier calle de Madrid, de la lejana Europa. La mano de Judith que no ha llegado a golpear de nuevo la puerta se abre en el ademán de peinar el flequillo con los dedos, apartándolo de la parte derecha de la cara. El gesto involuntario es tan íntegramente ella misma como su principio de sonrisa o como su firma rápida al final de una carta. No saben moverse el uno delante del otro, encontrar un tono natural de voz. Nada desaparece más rápido que la intimidad física. El foso que había entre ellos en el café de Madrid donde se encontraron la última vez se ha trasladado intacto al umbral de esta casa, como una cuchillada en el espacio, entre los dos cuerpos.

«I´d better turn it off»:
Ignacio Abel ha descifrado las palabras sólo al verlas ilustradas por el movimiento de ella, unos segundos después de escucharlas sin entender nada. Cuando Judith le da la espalda y avanza hacia el coche reconoce la desenvoltura gimnástica, el gesto de los hombros, igual que ha reconocido el de la mano un poco antes. Su conciencia registra la cara y la presencia de Judith tan lentamente como las palabras que le ha dicho. La altivez en los hombros, la ligera inclinación de la cabeza, las caderas ceñidas por los pantalones. El corte de pelo modifica su cara como cuando la veía aparecer llevándolo recogido y era más ella misma y a la vez otra Judith posible que él deseaba todavía más por ser inesperada. Sólo al apagarse el motor y los faros se le disipa el miedo a una presencia masculina vigilante e intrusa. Judith vuelve hacia él y al subir los peldaños de piedra ingresa de nuevo en el círculo de claridad de la lámpara. Ahora casi le sonríe al decirle algo que él traduce un poco después de haberlo escuchado: «
Aren’t you going to ask me in?»
Se da cuenta de que él no ha dicho nada todavía. La mira como reconociendo gradualmente sus facciones al tocarlas en la oscuridad, como cuando respiraba su aliento y el olor de piel y su pelo con los ojos cerrados. Huele a ella misma y a la antigua colonia y al cansancio y la tensión de tantas horas de viaje, a sudor y al cuero del asiento del coche. Huele al carmín que se ha puesto en los labios hace unos minutos. IgnacioAbel mira cada rasgo de su cara olvidada, lo que no preservó el recuerdo ni estaba reflejado en la mentira parcial de las fotografías: y ve también como un agravio lo que ahora es nuevo, los síntomas de la vida ignorada que ha tenido estos últimos meses, la afrenta de una existencia plena en la que él no ha contado. La posibilidad de que Judith haya estado con otro hombre, que se haya cortado el pelo para ser mirada por él y recibir su aprobación, es demasiado dolorosa para permitir que cobre la forma de un pensamiento articulado. Debajo de la camisa, del pantalón ancho en los bajos que se estrecha para ceñirle la cintura, su hermoso cuerpo cansado ahora es inaccesible para sus manos y para su mirada codiciosa, estando tan cerca. El botón desabrochado de la camisa, el escote en penumbra, el temblor visible de la respiración, los labios separados, rojos, brillando en la luz, la cara de fatiga que ella observó en el retrovisor un momento antes de salir del coche, inmóvil todavía detrás del volante, sintiendo todo el cansancio, el abatimiento de haber llegado, de la gran casa sin luces que se levantaba delante de ella, contra el fondo oscuro del bosque. Un sentimiento de piedad hacia él la ha tomado por sorpresa, con la guardia baja, una debilidad favorecida por la extenuación del viaje. Piedad incómoda que a él le ofendería tanto si llegara a sospecharla y un principio de ternura que no se parece a la de los tiempos antiguos, al pasado más bien inexplicable de hace sólo unos meses. Entonces Ignacio Abel no aparentaba más de cuarenta años. Al abrirse la puerta, y más ahora, al regresar del coche, ha visto a un hombre mucho mayor que ella, torpe, como asustado, mirándola muy fijo mientras sostenía rígidamente la lámpara de petróleo. El traje oscuro de rayas, la chaqueta cruzada y de solapas anchas que ella recordaba bien —¿no era el que llevaba el día de su charla en la Residencia, o cuando volvió a verlo en casa de Van Doren?—, ahora parece de segunda mano. La corbata floja ciñe un cuello casi de viejo. Ve su torpeza, su expectación incondicional y alarmada, en lugar de la proximidad ansiosa de entonces, la contundencia física del deseo masculino, la arrogancia instintiva. Hasta le parece menos alto: pero es que ahora, a diferencia de entonces, tiene un poco encorvados los hombros, o una actitud de fatiga que antes no había en él, y que sin duda es exagerada por la holgura del traje. Le dan ganas de decirle que no se encoja, que yerga los hombros. Podría extender la mano y tocarle la cara, notando los puntos de aspereza de la barba que cuando se encontraban a media tarde ya no estaba bien afeitada. Recobra en las yemas de los dedos la sensación de hundirlos en el pelo recio de él, que ahora es más gris y ha perdido el brillo que tenía cuando se lo peinaba muy tirante hacia atrás. «¿Me dejarás pasar?», le dice ahora, saltando al español, y la sonrisa franca en su cara es una tregua, casi una bienvenida a este lado del mundo en el que se encuentran ahora, «me estoy muriendo de ganas de ir al cuarto de baño».

Oye los pasos, en el piso de arriba, sobre su cabeza. Presta atención: la oye orinar largamente, luego el agua en las tuberías, en el grifo del lavabo. Tendido en la cama la escuchaba lavarse en el aseo mezquino en casa de Madame Mathilde, y luego volvía la cara para verla aparecer desnuda en el quicio de la puerta, oliendo al jabón y la colonia que había traído en su bolsa de aseo, para no usar el que había en la casa, aunque la asistenta de Madame Mathilde ponía una barra nueva antes de que ellos entraran en la habitación, de Heno de Pravia. No quería que los olores de ese lugar se le quedaran en la piel ni en la ropa. Cerraba la puerta y abría el grifo antes de sentarse a orinar: le dijo que le daba vergüenza que él la oyera. La excitación sexual vuelve como una sorpresa, traída a la vez por el recuerdo y por la presencia de Judith en el piso de arriba, en esta casa tan grande en la que hace sólo unos minutos no parecía posible ninguna cercanía humana, sólo los crujidos y los roces en la madera, los gorgoteos del vapor de la calefacción en las tuberías, nunca el redoble de unos tacones femeninos o la inminencia de una voz. Le ha dicho que tenía frío, que estaba muerta de hambre. Mientras la oye en el cuarto de aseo ha reavivado el fuego en la chimenea de la biblioteca y ha buscado algo de comer por las alacenas y en la nevera. A pesar de su torpeza la leña ha prendido muy rápido porque seguía habiendo brasas muy rojas debajo de las cenizas del fuego que la mujer de la limpieza dejó encendido esta mañana. Las llamas han llenado la biblioteca de un gran resplandor rojizo en el que las sombras oscilan como plantas bajo el agua. Ahora no se ve el bosque. Los cristales de las ventanas son espejos en los que Ignacio Abel se mueve acompañado por su sombra, buscando cosas con una falta masculina de desenvoltura acentuada por la luz tan escasa: lonchas de salami, pan de centeno, una manzana olorosa, el mantel que la criada le puso para su desayuno, un tenedor y un cuchillo, una servilleta, un vaso de agua. Luego encuentra en la nevera una cerveza fría y se pone nervioso buscando por los cajones un abridor. Pero hacer algo lo ha serenado; le concede un cierto sentido de la realidad, mientras espera a que Judith vuelva de la planta de arriba escuchando el itinerario de sus pasos: deja de oírse el agua en el lavabo y se cierra la puerta del cuarto de baño; avanza por el corredor, más despacio de lo que es habitual en ella, porque va alumbrándose con una palmatoria; baja por la escalera. Lo ve de pie junto al fuego y quisiera sacudirlo, hacer que se despertara, aunque sólo sea para ver al hombre del que fue capaz de apartarse con un esfuerzo tan grande de coraje y orgullo, el que le contaba mentiras o verdades a medias que ella elegía creerse, cerrando los ojos con la misma deliberación con que se dejaba llevar por él en su automóvil, la vergüenza en suspenso, igual que los proyectos de su vida, el cuerpo abandonado en el asiento mientras la mano derecha de él buscaba la suya o la acariciaba entre los muslos, mientras sonaba una música en aquel aparato de radio del que él estaba tan puerilmente orgulloso, igual que del empuje del motor o del tacto del cuero de la tapicería, instalada por encargo, hecha tan a la medida de sus indicaciones específicas como su traje o sus zapatos, como las camisas con sus iniciales bordadas. La ira contra él le daba una seguridad que ahora echa de menos. Si en él ahora no hay rastro de peligro a ella sola le corresponden la responsabilidad y el remordimiento por sus propios actos del pasado, por lo que estuvo a punto de ocurrir, la mujer de caderas anchas y hebras grises en el pelo ahogándose por propia voluntad en las aguas turbias de una laguna, la ofensa en carne viva del descubrimiento de un engaño del que ella, Judith, era cómplice, al que había accedido con una conciencia plena de su equivocación no amortiguada ni siquiera por el enamoramiento. Al verlos juntos aquella vez en la Residencia había pensado que IgnacioAbel era más joven queAdela: ahora entra en la biblioteca y lo ve en la claridad del fuego y le parece que por un raro atajo del tiempo ha igualado la edad de su mujer, y que pertenece al mismo mundo, la clase media administrativa y católica de Madrid que ella veía salir de las iglesias los domingos por la mañana, acudir a las confiterías de la Carrera de San Jerónimo, los matrimonios tan severos, los hombres y las mujeres vestidos de oscuro, ellas con velos en la cabeza, con escapularios. Quiere sacudirlo para sentir de nuevo el peligro y ser capaz de rechazarlo; o para ahorrarse un sentimiento de lástima, para no intuir en él una sorda pesadumbre de humillación sexual. La humillación de haberla perdido y no ser deseado por ella: el hilo tan precario del que pendía la ficción de su masculinidad, minada además por el miedo y el sufrimiento de la guerra. Es también la guerra lo que ve en su mirada, piensa, en su falta de empuje y de lustre, la otra humillación añadida, la pérdida de la coquetería, tan chocante como el debilitamiento de los hombros y los brazos, el principio de flojera de la piel bajo la barbilla.

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