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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (89 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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o sobre su misma identidad de posible impostor, venido al fin y al cabo de tan lejos, de un país trastornado y en guerra, provisto de documentos y méritos cuya autenticidad no sería fácil comprobar: el profesor Abel, explicaba Van Doren en su ángulo de la mesa, con la aprobación vehemente y tal vez algo beoda de Stevens, llevaba años dirigiendo el proyecto de construcción universitaria más ambicioso de Europa, había estudiado con Bruno Taut y Walter Gropius en Alemania. Y aunque lo que decía era aproximadamente verdad su parte de calculada exageración lo volvía sospechoso, al menos para los oídos vigilantes del propio Abel, más alerta y más inseguro porque lo envolvían varias conversaciones al mismo tiempo y porque se sentía observado por pares de ojos de cuyo escrutinio dependía su porvenir; los ojos sobre todo del presidente Almeida, muy poderosos detrás de unas gafas redondas de carey, su mirada arrogante y ecuánime, tan sólidamente protegida contra la incertidumbre como su gran cuerpo saludable y su casa de cimientos de piedra y muros firmes contra el temporal. Se acordó de una expresión que le había enseñado Judith Biely,
to step on thin ice.
Andaba a tientas y pisaba un hielo muy delgado. Examinado por los otros lo inquietaba la congoja de que pudieran descubrir su íntima falta de sustancia, de que advirtieran la incomodidad de su sonrisa o el miedo que poco a poco se había convertido en su estado natural. El profesor lúgubre de inglés medieval y un pastor o capellán de traje negro y alzacuellos lo miraban como sospechando en él una tara de carácter o un vicio secreto o alguna forma de complicidad con los incendios de iglesias y las matanzas de sacerdotes en los primeros días de la guerra, acerca de los cuales parecían manejar una información ilimitada, tan abundante en cifras como en pormenores sanguinarios o macabros. La señora del presidente suspiraba llevándose la mano al pecho al recordar las fotos de los niños de Madrid muertos a consecuencia de los bombardeos. Había que sonreír ante los gestos excesivos, que erguirse para dar una impresión de integridad personal, que aceptar la lástima como una limosna, sabiendo que en algún momento la gratitud podría ser inseparable de la humillación (adonde iría cuando acabara el curso, si era verdad que Madrid estaba a punto de caer). Había que buscar en vano palabras claras y enérgicas para explicarle al pastor de traje negro y alzacuellos y cara muy roja que el gobierno de la República no perseguía a los sacerdotes y que aunque había en él varios ministros comunistas no estaba planeando la colectivización de la agricultura. Hablaba notando el calor en la cara, la ansiedad del impostor que en cualquier momento puede ser descubierto; tragaba saliva y cuando iba a beber un poco más el vaso estaba vacío. Llegaba por detrás una camarera negra y se lo llenaba de vino y el pastor y el erudito en inglés medieval lo miraban beber como advirtiendo otro síntoma de su escasa catadura moral. Por encima del rumor de la conversación general el presidente Almeida le hacía una pregunta con su vozarrón bien timbrado, con la misma expresión que si lo sometiera a un examen: Si Hitler y Mussolini estaban ayudando tan descaradamente a los rebeldes, ¿creía él que las democracias intervendrían en el último momento para salvar a la República, o al menos para garantizar un armisticio? «Pero ya no hay tiempo», dijo no sin satisfacción el erudito medieval, sacudiendo la servilleta con un gesto como inapelable, «ya están perdidos», y repitió el titular que se había aprendido de memoria, que había leído en el periódico o escuchado en la radio. Sin limpiarse la salsa de los labios se inclinó sobre el otro lado de la mesa para mirar más de cerca a Ignacio Abel, para observar el efecto de su pregunta: Do you picture yourself being allowed to return to Spain any time soon, Professor?

Y mientras tanto, en el fondo de su conciencia, se repetían como un latido secreto las palabras, los nombres dichos unas horas antes por Van Doren, y luego ya no repetidos, las dos o tres gotas suficientes para alterar la composición química de un líquido, invisibles al disolverse en él y sin embargo actuando, el nombre de Judith y el de ese lugar al que podría llegar en unas pocas horas, al cabo de un viaje no muy largo en tren, según le dijo alguien en la cena, otra de las caras y de las identidades que fueron adquiriendo un contorno preciso a pesar de su aturdimiento agravado por la falta de costumbre de beber alcohol, una mujer incolora que parecía americana y hablaba español con un acento raro pero era española: Miss Santos, informó Stevens, siempre servicial, y se corrigió a sí mismo,
doctor
Santos, la directora del departamento de Lenguas Romances, que se alegraba tanto de saludar a un compatriota, dijo, aunque ella llevaba tantos años en América que ya no estaba segura de dónde era. Van Doren había dicho el nombre de Judith Biely y el de Wellesley College como si oprimiera cuidadosamente el capuchón de goma de un dispensador de líquidos para administrar sólo unas gotas, y después había guardado silencio y se había dedicado a observar el efecto de su confidencia, estudiando a Ignacio Abel desde una cierta distancia, en el salón de la casa del presidente mientras bebían los cócteles los invitados y luego desde su ángulo de la mesa de la cena, en la cual Ignacio Abel tenía a su derecha a la doctora Santos, más aséptica y americana en sus gestos que cualquiera de los demás invitados, los hombros rectos, un poco encogidos, la boca de pájaro engullendo breves sorbos de agua, nunca de vino. Fue ella la que nombró ese lugar, no porque Ignacio Abel le hubiera preguntado, sino porque alguien hablaba de los muchos profesores europeos, alemanes sobre todo, que estaban llegando a las universidades en América. Hablaron de Einstein, que estaba en Princeton; de Thomas Mann, instalado en California; y la pálida directora del departamento de español dijo, sólo para Ignacio Abel, suponiendo que nadie más que él reconocería el nombre que iba a mencionar: «Pues no sé si sabe usted que Pedro Salinas está cerca de aquí, en Wellesley College. ¿Usted lo conoce personalmente?»

Las palabras, los nombres dichos ahora sin intención, actuaban sobre el momento presente con su aguda eficacia química. Sólo unas gotas y todo se volvía más irreal, como desenfocado, la cena y el comedor iluminado por un gran candelabro y las caras y las voces y el temporal que hacía vibrar los ventanales de la casa, por comparación con el efecto de esas gotas de una sustancia adictiva, más poderosa porque el organismo llevaba mucho tiempo privado de ella, y reacciona de golpe con toda su formidable apetencia, intacta de nuevo, desbaratando en unos segundos la inercia de la conformidad acumulada durante tanto tiempo, sacudido hasta las puntas de las terminaciones nerviosas no por la expectativa cercana de la satisfacción sino tan sólo por la enunciación de su posibilidad: Judith Biely no pertenece irrecuperablemente al pasado; no es una figura inventada por el recuerdo; ha seguido teniendo una vida ajena a él, ha regresado a América, ha asistido tal vez a la agonía y a la muerte de su madre; de manera del todo verosímil podría estar asistiendo a una cena como ésta, con su tedio de caras muy repetidas y de cortesías académicas; está ahora mismo en un lugar al que podría llegarse en tren o en automóvil al cabo de unas horas; es tan real que se encuentra en el mismo plano de existencia que el poeta Salinas, al que la doctora Santos ha mencionado con tanta naturalidad, sin saber que al hacerlo tiende un nuevo hilo de cercanía hacia Judith, alumna suya el curso pasado en la Facultad de Filosofía y Letras. Tenía un libro de sus poemas firmado por él y le pedía a veces a Ignacio Abel que le leyera versos en voz alta para aprender la entonación y le preguntaba el significado de palabras difíciles. (Y qué raro era leer esos poemas y pensar que hubiera podido inspirarlos la señora de Salinas, tan amiga de Adela, aunque algo mayor que ella, igual de aficionada a los tés a la inglesa y a las conferencias para damas en el Lyceum Club; más raro todavía acordarse del Lyceum Club y creer que alguna vez haya existido, no en otro país y en una época remota, sino tan sólo hace un año, ni siquiera eso, unos meses, en Madrid, en la misma ciudad sobre la que esta noche vuelan los aviones de Hitler y de Mussolini, que tal vez será asaltada por un ejército enemigo un poco antes de que rompa el amanecer,
Franco's rebel troops seem to be tightening their grip around three sides of Madrid,
decía el periódico que hojeó nerviosamente esta misma mañana Ignacio Abel en el Faculty Club, no informando de algo sino más bien enunciando secamente el curso del destino.) «Mi mujer y la suya son buenas amigas», dijo, volviendo a la conversación, consciente de la ausencia que la doctora Santos habría advertido, y para compensarla se esforzó en seguir hablando, con el alivio de descansar del inglés: desde su ventana en la oficina de las obras de la Ciudad Universitaria veía pasar cada mañana al profesor Salinas en su coche, camino de la Facultad de Filosofía, y más de una vez se habían encontrado en el edificio. La doctora Santos lo escuchaba inclinándose hacia él con su descolorida cara española y sus gestos americanos, el tenedor y el cuchillo suspendidos sobre el plato, en una actitud americana de atención entusiasta, sin sospechar que Ignacio Abel no hablaba para ella sino para sí mismo, para seguir abandonándose en secreto a su dependencia recobrada, el nombre de Judith ahora casi en los labios, porque al contar sus encuentros con Pedro Salinas en la Facultad de Filosofía lo que estaba haciendo era invocarla a ella en voz alta sin nombrarla, acordándose de una de aquellas veces en que la resignación y la decencia y el orden de la vida normal quedaban trastornados porque en medio de una tarea cualquiera había sonado el timbre del teléfono y era Judith que lo llamaba. De golpe, con un redoble de trastorno, porque estaba muy cerca, en la facultad. Había salido de uno de los seminarios de Salinas y al ver la fila reluciente de cabinas de teléfonos recién instaladas en el vestíbulo no había sabido resistir la tentación. Le dijo que en ese mismo momento iría a buscarla y colgó tan rápido para ganar tiempo que no se acordó de preguntarle en qué lugar de la facultad lo estaría esperando. Le contó cualquier embuste a su secretaria, se puso la americana y cruzó la oficina eludiendo con una ficción de propósito urgente a quienes se acercaban para consultarle algo. Qué disculpa inventaría si se encontraba a algún conocido; vería a Judith en un vestíbulo lleno de gente o en el tumulto de la cafetería y tendría que contenerse para no abrazarla. El impulso que guiaba sus pasos escaleras abajo no tenía nada que ver con su voluntad; el modo en que el aire cálido de primavera con olores de sierra estremecía las aletas de su nariz pertenecía a una vida que no era la que había quedado interrumpida, congelada como una imagen fija, en el momento en que contestó al teléfono. Recorrió en coche en pocos minutos la distancia entre el pabellón de las oficinas y la facultad y al subir la escalinata vio de lejos al decano, García Morente, con sus gafas de búho y sus patillas absurdas como de bandolero, y miró sin disimulo hacia el otro lado para no tener que pararse a saludarlo. En la alta vidriera translúcida el sol de la mañana se convertía en un resplandor plateado que llenaba el vestíbulo, reflejando las hermosas superficies pulidas, los azulejos de los muros y los pasamanos de las escaleras, las losas de mármol en las que resonaban las pisadas de los estudiantes, los martillazos de los operarios, el clamor vago de las voces, todavía con una intensidad de edificio nuevo, inundado por los olores frescos de los materiales. Después de buscar a Judith en la cafetería volvió al vestíbulo y por un golpe de intuición saltó a uno de los ascensores automáticos que estaban siempre en marcha. La encontró en la terraza, apoyada contra la barandilla, el pelo echado hacia atrás y la cara vuelta hacia el sol todavía suave de marzo, de espaldas al horizonte del Guadarrama, agigantado por el efecto óptico de la lejanía, las cumbres cubiertas todavía de nieve, las piernas desnudas, los cortos calcetines blancos.
Me gusta que me busques pero que no estés seguro de que vas a encontrarme.

Podría levantarse ahora mismo de la mesa, doblar la servilleta y salir a buscarla, sin esperanza y hasta sin dignidad, no alentado por ninguna promesa sino tan sólo por la inoculación de las palabras que han seguido actuando sobre él como esas gotas de una sustancia que entra en el flujo de la sangre y de él pasa al cerebro, mientras quien las administró aguarda los primeros signos de que han hecho efecto. Desde el otro lado de la mesa Philip Van Doren lo observa, fumando, sin haber probado casi la cena, su cuello musculoso inquieto por la molestia de la corbata, velando por él y al mismo tiempo vigilándolo, intrigado por las consecuencias de sus palabras, de la dosis de información que le dio antes de venir, impaciente por saber de qué estará hablándole ahora mismo la esposa del presidente a Ignacio Abel, que se ha vuelto hacia ella después de los minutos preceptivos de conversación con la doctora Santos. Podría levantarse sin remordimiento y dejándola con la palabra en la boca para marcharse en busca de Judith con la misma desvergüenza con que abandonó otras veces una reunión en la oficina o una cena familiar: aunque Judith no lo haya llamado, aunque no quiera verlo, reclamado no por el deseo de ella sino por el imán de su misma existencia.
Si me llamaras,
leía ella en voz alta, en el libro de tapas austeras firmado por Salinas en el que había subrayado tantas palabras que no sabía y anotado cosas en los márgenes. Pero Ignacio Abel no acababa de creerse esos versos, en parte por una indiferencia general hacia la poesía, y también porque si no asociaba esos arrebatos de amor con la señora Bonmatí de Salinas menos aún le parecían verosímiles viniendo de su marido, que no tenía aspecto de estar esperando a que una mujer lo llamara ni de abandonarlo todo, como aseguraba el poema, si eso sucedía. Demasiado catedrático, le dijo él a Judith, atenuando su escepticismo para no contrariarla, demasiado satisfecho de sí mismo como para perder la cabeza por una mujer, falto de tiempo, con todas aquellas tareas oficiales en las que andaba siempre.
Lo dejaría todo, todo lo tiraría.
Y ella le dijo: si estás tan seguro de que Salinas miente es porque tú eres igual, irritada de pronto, en casa de Madame Mathilde, una mañana ya muy calurosa, a finales de mayo, cerca del final, dándole la espalda, su piel brillante de sudor. Ahora no tiene nada, no hay nada que le hiciera falta dejar para irse con ella. La esposa del presidente pone cara de compasión, casi de temerosa simpatía, para preguntarle si es verdad que por culpa de la guerra se vio separado de su mujer y de sus hijos, que no sabe nada de ellos y tal vez están enpeligro. Él asiente con la cabeza y pone la debida expresión de pena y al mismo tiempo está sintiendo en los talones, en los latidos del corazón, en la boca del estómago, que podría marcharse ahora mismo y conducir durante horas para ir en busca de Judith o sentarse en un banco de la estación esperando un tren que lo llevara a Wellesley College. Sin ninguna esperanza, casi sin propósito, tan sólo dejándose llevar, sobrecogido por el hecho indudable de la presencia de Judith Biely en el mundo. «Estoy segura de que podremos encontrar la manera de que se reúnan con usted cuanto antes. Imagino cómo se sentirá, tanto tiempo sin poder abrazar a sus hijos, a su esposa.» El alcohol volvía fácil la compasión de sí mismo, la parte de impostura que Van Doren no dejaba de advertir desde su distancia benévola, atrapando hilos sueltos de la conversación, sumándose voluntariosamente a ella, los puños de la camisa replegados sobre las muñecas peludas, los músculos del cuello agobiados por la presión de la corbata: habría que buscar influencias en la Cruz Roja Internacional, dijo, mirando a Ignacio Abel a los ojos, secundado con entusiasmo por Stevens, si era preciso él recurriría a sus contactos en el Departamento de Estado. Y mientras decía todo eso le estaba preguntando en silencio a Ignacio Abel si de verdad quería reunirse con su mujer y con sus hijos o si era capaz de reconocer ante sí mismo que lo único que deseaba era ver de nuevo a Judith Biely.

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