La noche de los tiempos (88 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: La noche de los tiempos
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—Veo que consiguió librarse de Stevens. Pero debe usted tener cuidado con estos bosques, Ignacio. Como habitante de ciudad no conoce sus peligros.

—¿Hay animales salvajes?

—Hay algo peor, que no creo que ustedes tengan en España:
poison ivy.

—¿Hiedra venenosa?

—Está usted sentado ahora mismo muy cerca de ella. No se imagina los picores, la intoxicación. Pero es fantástico verlo, con su traje de Madrid, en nuestra
American wilderness.
Me gustaría que Judith lo viera.

Se miran sin decir nada, de un lado a otro en el claro del bosque, ahora que el nombre ha sido pronunciado. Una lluvia muy tenue ha empezado a caer, su sonido todavía imperceptible en las hojas. De un campo de deportes llega una ráfaga de aplausos dispersos y el sonido reiterado y agudo de un silbato. Ignacio Abel ha cerrado el cuaderno y se lo ha guardado en un bolsillo de la americana, esperanzado sin motivo, alarmado, tan sólo por escuchar el nombre de Judith, la constancia de su existencia objetiva.

—Usted quiere preguntarme si sé algo de Judith, pero no se decide. Como aquella noche en Madrid, ¿no se acuerda? La ciudad ardía y usted sólo pensaba en buscarla. Es usted muy reservado, cosa que apruebo. Dada mi educación luterana yo también lo soy. Pero no me gusta que usted desconfíe de mí. Le he dado pruebas de mi lealtad. No fue fácil sacarlo de España y conseguir que viniera a América, a Burton College.

—Lamento no haberle dado las gracias.

—No le pido que lo haga.

Una brisa más fuerte había disipado las gotas de lluvia, haciendo que las hojas cayeran más copiosamente, con un rumor de roces de puntas secas arrastradas por el suelo. El cielo era ahora de un gris más oscuro que acentuaba las sombras en la hondura del bosque. No tardaría en llover muy fuerte. Antes de hablar Ignacio Abel tragó saliva notando una presión áspera en la garganta.

—¿Fue usted su amante cuando vivían en París?

—Espléndidos celos españoles. —Van Doren lo miró sonriendo, con simpatía, casi condescendencia —. Yo imaginaba que usted daba por supuesto que a mí no me atraen las mujeres.

—A lo mejor sólo le atraía Judith.

—No lo diga en pasado. Judith me atrae mucho. Más que ninguna otra mujer y más que muchos hombres. Me gustó desde la primera vez que la vi, desde el primer minuto en la cubierta de aquel barco, recién salida de América. En eso usted y yo nos parecemos. Me gustó su deseo de disfrutar de todo, de verlo todo, sin ironía, como una estudiante modelo, que es lo que debió de ser. Hace falta mucha nobleza para sentir verdadero entusiasmo. El doctorado de Judith era Europa. Todo lo que hay en Europa, toda la arquitectura, todos los museos y cada uno de los cuadros que hay en ellos. No creo que nadie haya pasado más tiempo que ella o haya sido más feliz en el Louvre, o en el Jeu de Paume, o en los Ufizzi, o en el Prado. Pero le causaba el mismo éxtasis sentarse en un café y escribir una postal o una carta poniendo en el remite una dirección de París. Aquellas cartas que le estaba escribiendo siempre a su madre, ¿se acuerda? Páginas y páginas, contándoselo todo, como ejercicios de clase en los que le demostraba cuánto había aprendido. Los americanos que llegan a París se instalan cuanto antes en un café de Saint-Germaindes-Prés y ponen el gesto fatigado de que ya lo han visto todo y no tienen que seguir haciendo de turistas. Ser turistas es una condición humillante, terrible. Pero Judith no tenía esas reservas. Quería subir a la torre Eiffel y asistir a una misa gregoriana en Nótre-Dame y pasearse de noche en un
bateau mouche
por el Sena. También quería ir a Shakespeare and Company y quedarse horas mirando todos los libros que deseaba leer y haciendo guardia a ver si aparecían James Joyce o Hemingway. Judith es la gran entusiasta americana. Más americana todavía porque sus padres son judíos rusos que hablan inglés con un acento terrible. Su madre, como usted sabe, lo sacrificó todo para que ella pudiera hacer ese viaje a Europa y Judith tenía que demostrarle que sacaba provecho hasta del último céntimo. Uno invierte el dinero ganado con mucha dificultad y espera un beneficio.
To squeeze dry every penny ofit.
Ella se escandalizaría si me oyera decirlo, pero es una idea muy judía del rendimiento del dinero. Muy judía y muy americana. A nosotros el dinero no nos provoca ese pudor que tienen ustedes en Europa, más aún en España. Cada centavo que su madre había guardado en una caja de lata, escondiéndola en la cocina, era una pequeña proeza, si usted piensa en lo que han sido estos últimos años en mi país, para la gente de la clase a la que pertenece Judith. Céntimo a céntimo, el sonido del cobre en la caja de lata, los billetes muy manoseados de un dólar. Pero quizás la vida de usted no fue muy distinta cuando era joven, si no me equivoco. Tengo el don de imaginar lo que viven o lo que han vivido otros. Ese es mi único talento. Igual que usted tiene el don de ver anticipadamente lo que todavía no existe.

—No ha contestado usted a mi pregunta.

—¿Amantes, Judith y yo? De haber sido así, usted no necesitaría preguntarlo. Judith se lo habría dicho. Honestidad americana.
Full disclosure
, decimos nosotros.
Just to set the record straight.
En París lo que me gustaba más de Judith no era tanto ella misma como el entusiasmo que irradiaba, el resplandor que había en ella. Andaba tan rápido que el viento le apartaba el pelo de la cara. Entraba en un café lleno de humo una de esas horribles tardes negras de lluvia y parecía que la iluminaba la
search light
de un teatro. Pero me enamoré más en Madrid. No de Judith sino del amor de usted por ella, de lo que usted estaba viendo al mirarla, y de lo que ella vio en seguida en usted. Yo quería ser usted cuando la veía mirarlo. Me acuerdo bien de todo. Usted no me vio a mí pero yo vi cómo entraba en mi apartamento de Madrid y casi enrojecía al descubrir a Judith entre mis invitados de aquella tarde. Un
coup-de foudre
si alguna vez he visto uno. Supondrá usted que es inevitable que me guste la ópera, con toda su falsedad que es más verdadera cuanto más exagerada y más inverosímil. Usted era Tristán en el momento en que se aparta la copa de los labios y mira a Isolda. Habría que hacer las óperas en trajes de calle y en lugares normales, Tristán e Isolda o Pélleas y Melisande encontrándose en un café después de cruzar la puerta giratoria. Bebiendo un martini helado en vez de una copa medieval de veneno. Pero entenderé si el ejemplo de Wagner se le ha vuelto a usted antipático. Quizás el de Debussy le sea más tolerable. Estuve en Bayreuth viendo
Tristán
hace dos años. Cuando ya todo el mundo estaba sentado para escuchar el preludio se formó un gran barullo de uniformes y de trajes de gala porque al parecer acababa de entrar el canciller Hitler en el palco de honor, pero yo no llegué a verlo. Da igual. Carezco de la habilidad para contar algo en línea recta. Uno no se disciplina como narrador si lleva toda la vida rodeado de gente que tiene la obligación de escucharlo. Ni usted ni Judith lo sabían aún, pero en el momento en que se vieron los dos estaban perdidos. Me moría de envidia. La corriente magnética que iba del uno al otro pasaba por mí, atravesaba el aire de mi casa. Quería verlos desde fuera y quería ser cada uno de ustedes. Pocas cosas que me hayan ocurrido a mí me han sacudido tanto. En realidad ninguna. El mundo me parece una producción de teatro carísima montada exclusivamente para que yo la vea. Yo solo, en un palco de un teatro enorme y vacío, como Ludwig de Baviera asistiendo al estreno de una ópera de Wagner. Él no podía permitírselo y acabó en quiebra. Yo sí puedo. Y lo que me gusta no es presenciar una representación sino la vida real. Los actores son vanidosos y venales y si uno se acerca a ellos ve esos maquillajes desagradables que se les derriten en las caras por el calor de los focos y por el sudor. Observando vidas verdaderas no hago daño ni fuerzo a nadie. No me rebajo a pagar para que otros finjan amor hacia mí. Prefiero ver el amor no fingido de otros, o cualquier pasión que los haga más nobles. Judith en París, mirando muy de cerca la
Olympia
de Manet, o cuando asistía en Madrid a uno de esos bailes flamencos tan fatigosos, o cuando me enseñó una vez ese museo desierto al que usted la había llevado un poco antes, la Academia de San Fernando, feliz de mostrarme algo que era casi un secreto, no esas salas del Prado llenas de extranjeros. O usted, hace un momento, tan sumergido en su cuaderno que no me escuchó llegar. Yo nunca he aprendido a hacer nada. Mi pasión es observar las pasiones de otros. Si ellos consienten, o si no lo saben, ¿quién sufre algún prejuicio? —Usted nos espió en la casa de la playa. Nos la ofreció para poder seguirnos. —No me dé tan poco crédito, Ignacio. No me imagine babeando en el cuarto de al lado, mirando por un agujero. Tenía bastante con imaginarlos esos días. Con verlos desde una cierta distancia. Un catalejo es la más conveniente de las invenciones.

Pero está volviendo a llover. Gotas diminutas brillan en la cabeza afeitada de Van Doren, que sigue mirando fijo a Ignacio Abel, indiferente a ellas, sus facciones móviles pasando de la ironía a la apariencia del afecto o de complicidad o a una especie de tristeza.

—Espero que no se ofenda. Judith no me lo pidió pero yo hice todo lo que pude por traerlo aquí. No es que fuera difícil.
Your name carries weight even this far into the woods.
Había que buscar una solución, aunque fuera provisional, un respiro para ustedes dos. Yo ya conocía su trabajo y por eso lo invité aquella tarde a mi casa, pero entonces no era más que un proyecto, como tantos otros que pueden no llegar a nada. En cuanto a Judith, ya no podía seguir retrasando su regreso a América. Los ahorros de su madre no iban a durar siempre. Había que traerlos a ustedes dos aquí.

—¿Para seguir espiándonos?

—Para que tuvieran una parte de la vida que se merecían. Para que gracias a su talento de usted Burton College tenga la biblioteca moderna más bella. Algo que yo pueda hacer beneficiará objetivamente el orden del mundo.

Indiferente a la lluvia que arrecia Van Doren se vuelve al escuchar el motor ronco de un automóvil que sube por el camino ya embarrado. Con aire de consternación, de ilimitado alivio, Stevens asoma la cabeza por la ventanilla, toca el claxon con una vehemencia triunfal, como si hiciera sonar unas trompetas. Los llevaba buscando a los dos desde hace no sabe cuánto tiempo, dice, saliendo del coche con un paraguas abierto, ha estado en todas partes, hasta temía que hubiera sucedido alguna desgracia, que el profesor Abel se hubiera perdido. Escolta primero a Van Doren, le abre la puerta de atrás, vuelve hacia Ignacio Abel, le recuerda que dentro de menos de una hora han de estar en casa del presidente del
college,
que por ningún motivo pueden retrasarse. La lluvia azota el parabrisas cuando Stevens ha dado la vuelta al automóvil para regresar hacia el campus y las hojas se quedan un instante adheridas al cristal y luego son barridas por las varillas de limpieza. Gotas gruesas redoblan en el techo de cuero. Ignacio Abel se vuelve hacia Van Doren, que se está secando el cráneo y la cara con un pañuelo oloroso a colonia y mira por la ventanilla hacia el bosque, como si no recordara su presencia. Pero tiene que decidirse, a pesar de la aspereza en la garganta, de la cobardía, del miedo a no saber, y también del miedo a saber.

—¿Sabe usted dónde está ahora Judith?

—Por fin me lo pregunta. Es usted un hombre lleno de orgullo.

—Se lo pediré por favor si usted quiere.

—Me enteré de que su madre murió de cáncer este verano. Luego me contaron que obtuvo un puesto de
assistant professor
en Wellesley College. No muy lejos de aquí, a unas horas de viaje. Le escribí para decirle que usted venía, pero no ha contestado a mi carta. Se parece a usted. También está llena de orgullo.

34

Se acordará del temporal de esta noche; de la lluvia como una oleada chocando contra el parabrisas y rebotando en el techo del coche en el que Stevens lo llevaba de vuelta a la casa de invitados, después de la cena con el presidente de Burton College, durante la cual había bebido demasiado, por nerviosismo sobre todo, por no saber bien qué decir o qué hacer con sus manos, por darse ánimos para hablar inglés y encarar la presencia de los desconocidos; recordará el mareo que le producían las curvas y que las varillas se movían a toda velocidad en un vaivén de abanico, aunque todo lo que veía por delante era la cortina de la lluvia y el reflejo en ella de los faros del coche, y un poco más allá, a los lados, las grandes ramas de los árboles retorcidas por el viento, las copas volcándose hacia la carretera en sacudidas que arrancabanremolinos de hojas mezclándolas con los chorros de lluvia. Él no ha oído nunca un viento así. No ha visto árboles tan fieramente estremecidos ni una lluvia que siga durando tantas horas, sus gotas violentas rebotando como metralla contra cristales, tejados, paredes de madera, sus oleadas verticales abatiendo las espesuras de los árboles como golpes de mar. Stevens conducía muy cautelosamente: de vez en cuando una racha de viento sacudía el coche como si fuera a volcarlo y Stevens apretaba con más fuerza el volante y adelantaba la cara queriendo atisbar la línea de la carretera entre la oscuridad y la lluvia. Pero ahora recordaba haber visto que Stevens bebía antes de la cena no menos ávidamente que él, y que en la mesa daba tragos sonoros a los vasos de vino, quizás nervioso él también, doblemente inseguro, en presencia no sólo de Van Doren sino también de la otra máxima autoridad ante la que se inclinaba con ademanes tan asiduos, un hombre destinado congénitamente a servir sufriendo la ansiedad de no saber hasta qué punto sus actos merecían la benevolencia inescrutable de sus superiores.
You take this from me,
le dijo cuando iban hacia el coche y ya estaban a una cierta distancia de la casa, obsequiosamente adelantando el paraguas para que Ignacio Abel no se mojara,
You have made quite an impression on the President.
Solidario, identificándose con él en la precariedad de una posición que dependía del favor de los omnipotentes, casi protegiéndolo, con la vehemencia añadida de haber bebido más de la cuenta, él también, de la digestión de la cena, carnes rojas y salsas en una abundancia a la que Ignacio Abel ya no estaba acostumbrado, platos con nombres en francés pronunciados con puntillosa corrección por la esposa del presidente, a cuya derecha estuvo él sentado en la mesa, enterándose de menos de la mitad de lo que la mujer le decía, aunque compensando la falta de comprensión con la energía de los movimientos afirmativos de cabeza, mientras los ventanales del comedor vibraban con la fuerza del viento, con las oleadas de la lluvia que rompían contra la casa. Se mareaba en el coche tan sólo acordándose de las conversaciones, de las caras que se habían acercado a él desconocidas y obsequiosas, los nombres que oía y olvidaba en el momento o que ni siquiera llegaba a descifrar, a no ser que su titular lo resumiera en un diminutivo, como había hecho el presidente nada más verlo: se llamaba, suntuosamente, Jonathan Joseph Almeida, pero le pidió que le llamara Jon, estrechándole enérgicamente la mano y poniendo encima la otra como para confirmar su bienvenida, la admiración por su trabajo, tal vez también la condolencia anticipada por la aflicción de la República Española, a la que según otro de los invitados a la cena, un profesor lúgubre de literatura inglesa medieval, no le quedaban mucho más de cuarenta y ocho horas. Había oído en la radio o leído en el periódico algo que repetía como si hubiera memorizado un titular,
The Rebels Appear to Be within Less than a Doy March from Madrid.
Al decirlo miraba a Ignacio Abel muy fijamente y muy de cerca, como desconfiando de que fuera de verdad quien decía ser o intrigado por inspeccionar con detalle la cara de alguien que en muy poco tiempo no tendría un país al que regresar. Entre humo de cigarrillos y neblina creciente de alcohol las caras se aproximaban a Ignacio Abel y retrocedían o más bien se difuminaban, igual que los nombres y las frases cordiales que le decían y las tarjetas de visita que le eran ofrecidas y que él miraba apreciativamente un momento y luego se guardaba en el bolsillo, disculpándose porque no podía corresponder. Había dejado sus tarjetas en España, se excusaba, pero al decirlo imaginaba que no sería creído, que nadie, no sólo el medievalista fúnebre, tomaba en serio de verdad el papel que esa noche le había tocado interpretar, con incompetencia tan visible, en un torpe inglés que la bebida no agilizaba, más bien volvía más densa la confusión de las palabras que no llegaba a comprender, o las que a él se le quedaban sin decir porque a mitad de una frase no las encontraba. Desde el otro lado de la mesa, cerca y lejos, con su aire a medias de protección y de ironía, Van Doren lo observaba, interviniendo a veces para sacarlo de un aprieto lingüístico, repitiendo las credenciales de Ignacio Abel como si también él tuviera dudas sobre su solvencia,

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