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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (94 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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Habla sin moverse y sin apartar los ojos de Judith. Las palabras brotan de su boca con una determinación sin pausa, aunque apenas separa los labios. Habla y no piensa en lo que va a decir y el sonidode su propia voz lo incita a seguir hablando. En las palabras está la furia, no en él. Él mantiene una especie de monótona neutralidad, como si testificara en un juicio, o como si hiciera una declaración teniendo cuidado de no hablar demasiado rápido para el mecanógrafo que la está transcribiendo. Hablar lo alivia y lo exalta. Le devuelve en oleadas la vergüenza y la lucidez y le restituye sin que se dé cuenta todavía una sombra maltratada pero no abolida de integridad personal. No ha de ser sólo el que ha huido, el que se esconde tras una cortesía sumisa, el que antes de hablar deberá calcular que no ofende ni importuna a nadie. Las manos siguen posadas sobre la mesa, la una encima de la otra, y los músculos de la cara tampoco se mueven, aunque los resplandores desiguales del fuego y de la lámpara de petróleo modifiquen la distribución de las sombras. Pero se ha ido irguiendo a medida que hablaba, imperceptiblemente, ha ido levantando un poco más la voz o quizás es que ha pronunciado las palabras con más precisión y con otra energía, igual que no ha bajado la mirada en ningún momento, ni se ha interrumpido cuando Judith separaba los labios y aspiraba el aire y parecía que iba a decir algo. Tanto tiempo ha callado que aunque quisiera no podría dejar de contar. Es ahora, acuciado por sus propias palabras, cuando empieza a darse cuenta de la duración de su silencio, del volumen ingente de lo que ha callado, su proliferación monstruosa, el silencio como un hábito y un refugio y una manera de acomodarse en el mundo y luego transformado en el espacio mismo que lo circundaba, la celda y la campana de cristal en la que ha vivido durante los últimos meses. El silencio en su casa de Madrid, en las noches de insomnio y luces apagadas y postigos cerrados, yendo por las habitaciones con los muebles y las lámparas cubiertos por sábanas; el silencio en la oficina de la Ciudad Universitaria, delante de la gran maqueta que empezaba a estar cubierta de polvo, como las máquinas de escribir tapadas con sus fundas y los teléfonos que no sonaban, la extensión plana de las obras más allá de los ventanales, las máquinas paradas, los edificios recién terminados y todavía sin cristales ni puertas deteriorándose antes de que nadie hubiera llegado a usarlos; mirar y callar, apartar los ojos, no decir nada, viajar en silencio en los trenes y no hablar con nadie ni escuchar ninguna voz en las habitaciones de los hoteles, en la cabina del barco que cruzaba el Atlántico, en las cafeterías de Nueva York en las que se sentaba a mirar la calle detrás de una cristalera con rótulos pintados en colores vivos. Tanto ha callado y ahora vienen las palabras a su boca sin que él tenga que pensarlas, sin que hayan existido antes en el pensamiento, las unas traídas por las otras, como las imágenes de lo que ha visto y lo que quisiera contarle con toda exactitud a Judith aunque sospecha que no va a lograrlo, que ninguna explicación podrá transmitir la experiencia, la verdad horrible y absurda que sólo puede conocer quien la ha vivido, aunque quiera vanamente convertirla en palabras, aunque mueva los labios como si boqueara y se empeñe en no apartar ni un momento los ojos de Judith; mirándola ahora con una franqueza que al principio no ha tenido, poco a poco complaciéndose en los pormenores de cada una de sus facciones rescatadas, en el hecho de su cercanía, en la maravilla de que exista, ahora que no tiene esperanza y que el deseo ya parece proscrito por el hermetismo físico de ella, por la inercia de una amarga capitulación masculina, vanidad herida y humillación sexual. Pero es la falta de esperanza lo que le permite ver a Judith con más claridad que nunca, su atención por primera vez despejada de los turbiones y las fantasmagorías, de la exasperación del antiguo deseo, que no se apaciguaba nunca, que en la plenitud de su cumplimiento estaba siendo minado por el miedo a la fugacidad y a la pérdida. Está viendo a Judith exactamente tal como es. Su voz le llega con tanta precisión como el roce de una mano en los párpados.

—Entonces, si tú sabes tanto, dime cuál es la manera recta de actuar. A lo mejor no me daba cuenta y he venido aquí sólo para eso. Dime si tú crees que hay una forma justa de acción.

—Yo no sé nada. Yo no sé si soy tan farsante como los otros. Cada uno justifica como puede su comportamiento vergonzoso. Los únicos sin culpa son los inocentes sacrificados, y uno tampoco quiere ser uno de ellos. El profesor Rossman, o Lorca.

—No podía creérmelo, cuando lo leí en el periódico. El profesor Salinas estaba descompuesto. Quería pensar que sería un rumor, una noticia falsa. ¿Por qué lo matarían?

—Por nada, Judith. Porque era inocente. ¿Te parece poco delito? A los inocentes no los quiere nadie.

—Por fin has dicho mi nombre.

—Tú todavía no has dicho el mío.

—«Vivir en los pronombres». ¿Te acuerdas? Yo no entendía bien el sentido de ese poema y tú me lo explicaste. Los amantes sólo se pueden llamar tú y yo para que no los descubran.

—No te vayas. Quédate conmigo.

—Ya tengo comprado el pasaje. El barco sale mañana de Nueva York. Vamos más de trescientos. Vendrán muchos más en los días siguientes. Por grupos, para no llamar la atención. Unos irán primero a Francia y otros a Inglaterra.

—Estarán cerradas las fronteras.

—Iremos por pasos de contrabandistas.

—No es una novela, Judith. No es una película de aventuras.

—Ya vuelves a hablarme con ese tono de burla.

—No quiero que te maten.

—Te he pedido que me digas lo que se puede hacer y no me has contestado.

—No hay nada que tú puedas o debas hacer. Tienes la suerte de que no sea tu país. Olvídate de él, tú que puedes. EnAbisinia ha habido muchos más muertos que en España y ni a ti ni a mí nos han quitado el sueño. Ni a las democracias, ni a la Sociedad de Naciones. Hitler quiere expulsar de Alemania a todos los judíos y ha encerrado en campos a los socialdemócratas y a los comunistas y no ha habido una sola protesta internacional. ¿Se va a escandalizar alguien porque ahora le ayude a Franco en España? En Rusia se mueren de hambre por millones y no le importa a nadie, y todas las personas generosas y amantes de la justicia se emocionan con la propaganda soviética. Tampoco es tan difícil. Con excepciones, el mundo entero es un lugar espantoso, y lo más normal es el sufrimiento y el crimen. ¿No linchan en el sur de tu país a los negros? ¿Cuántos muertos hubo hace tres o cuatro años en Paraguay por la guerra del Chaco? Centenares de miles. Puede que ni hayas oído hablar de ella. ¿Eres tan vanidosa que crees que tus actos, justos o injustos, pueden servir de algo? Si quieres tranquilizar la conciencia apúntate a un comité de solidaridad con la República Española. Haz colectas por la calle, recoge ropa de abrigo. Los milicianos ya la están necesitando en la Sierra. Con que les mandes un jersey o una manta ya les habrás sido de más utilidad que dejándote matar. Con que recojas para ellos una sola lata de leche condensada o un paquete de cigarrillos.

—Te oigo hablar y no te conozco.

—No estoy aquí para decirte lo que quieres oír.

—No debería haber venido. Ahora podría estar ya en Nueva York.

—Adelante. Igual cuando consigáis llegar a España aún no se ha hundido la República. Os recibirán con pancartas y con bandas de música. Os llevarán a hacer turismo por algún frente tranquilo. En Madrid os darán un banquete y un baile en el palacio de la Alianza de Intelectuales. La comida que os sirvan en ese banquete será mucho mejor y más abundante que el rancho que les dan a los soldados en el frente, si es que hay camiones para llevarles el rancho, o si hay gasolina para esos camiones, porque puede ser que falte para ellos y la estén gastando en desfiles o en llevar gente al matadero. Alberti y toda su banda de poetas con monos azules bien planchados os recitarán kilómetros de versos. Os llevarán a una corrida y a un tablao flamenco. Os harán fotos y saldréis en los periódicos. Os presentarán como una prueba más de que en todo el mundo crece la simpatía por la lucha del pueblo español contra el fascismo. A continuación os pondrán en la frontera y podréis volver a vuestro país con la conciencia tranquila y con la alegría de haber vivido una aventura peligrosa y exótica. Hasta volveréis bronceados, como los turistas.

—Me voy para no seguir oyéndote. Me avergüenzo de ti.

Se ha levantado y ahora lo mira desde arriba, como desafiándolo a que diga algo más, a que se levante él también y quiera cerrarle el paso. Ignacio Abel no se acordaba de lo fácilmente que enrojece su piel tan clara. Las dos manos están ahora separadas, paralelas sobre la mesa, pero ése ha sido el único movimiento que ha hecho. Ha alzado hacia ella los ojos y luego se ha quedado mirando hacia el fuego, hacia el lugar donde Judith estaba hace sólo un momento. Se irá y cada paso que dé será un adiós definitivo. Se acuerda de Moreno Villa, este verano, en su cuarto de la Residencia: ahora hemos aprendido que hay cosas que nos están sucediendo por última vez; que no hay despedida casual que no pueda ser parasiempre. Atravesará la biblioteca en sombras, el vestíbulo. Él oirá la puerta resonando en toda la estructura de la casa al cerrarse de golpe y luego deberá poner más atención y esperar a que se encienda el motor del automóvil. Irritada y nerviosa Judith tardará en ponerlo en marcha. El sonido del motor se volverá regular después de dos o tres tentativas. Sin moverse de la posición en la que se encuentra ahora, sin apartar los ojos del fuego, oirá cómo el sonido va debilitándose hasta que llegue un momento en el que se haya perdido: las luces rojas traseras apagándose como ascuas débiles en la oscuridad al fondo del camino, del túnel que forman las ramas entreveradas de los árboles. En el silencio volverá el repicar de la lluvia, los chasquidos del fuego, un breve alud de troncos ardiendo. Al cabo de un rato no quedarán indicios de que Judith ha venido: sólo el plato con la cena sin terminar, la botella de cerveza mediada. Subirá a acostarse alumbrándose con la lámpara de petróleo y buscará en vano el olor de Judith en una toalla. Se mirará en el espejo para lavarse los dientes, la mitad de la cara borrada por la oscuridad, sus propios ojos eludiéndole. No alza una mano para retenerla, ahora que todavía la tiene a su alcance. Judith habla enmarcada por la puerta que acaba de abrir y que de un momento a otro va a cruzar y la ira no le hace levantar la voz.

—Crees que lo sabes todo y no sabes nada. Los voluntarios que yo conozco no van a España a hacer turismo, puedo asegurártelo. Muchos de ellos ya están allí y reciben entrenamiento militar para unirse al ejército de la República. Muchos más van a seguir llegando de América y de medio mundo. Si todo estuviera tan perdido como tú dices creer no seríamos tantos. Si hubiera tan poca diferencia entre un lado y otro y todo fuera nada más que salvajismo y sinsentido no habría tantas personas inteligentes y valerosas dispuestas a jugarse la vida en España. Tú sabes que yo no soy una fanática. Ni siquiera siento mucha simpatía por los comunistas. Pero son ellos los que están organizando el reclutamiento y por ese motivo voy a ir a España con ellos, y con otros muchos que tampoco lo son. Si no me hubiera enamorado tanto de ti a lo mejor no me habría enamorado tampoco de España. Pero ya es mi otro país y lo que está pasando allí me rompe el corazón. Sólo cuando leo en el periódico los nombres de los pueblos o los escucho en la radio, tan mal pronunciados. Cuando dicen «Madrid». Es mi ciudad porque tú me la enseñabas. Viví dos años en Londres y en París y nunca dejé de sentirme extranjera. Una extranjera que visitaba museos extraordinarios con la mala conciencia de aburrirse demasiado pronto en ellos y no ser europea. Llegué a Madrid y en cuanto me di el primer paseo por la plaza de Santa Ana entre los limpiabotas y las verduleras fue como si me encontrara en Nueva York. Me gustan los españoles. Me caen bien, como vosotros decís. Me gustan los tranvías tan lentos y destartalados y me gustan las macetas de geranios rojos en los balcones. Me gusta lo mismo el Rastro que el Museo del Prado. Pero no es romanticismo de americana, aunque tú lo pienses. Es sentido común político. Me emocionaba la gente pobre haciendo cola con tanta dignidad para votar el día de las últimas elecciones. Me gustaba ir por tu barrio y ver a la gente entrando y saliendo de ese mercado nuevo tan moderno que tú hiciste, con su bandera en la fachada. Si Hitler y Mussolini les ayudan a los militares a ganar en España qué va a pasar a continuación en el mundo. Yo no quiero que esa gente entre en Madrid.

—Yqué harás para evitarlo.

—Lo que sea. Lo que yo pueda. Puedo conducir una ambulancia y ayudar en un hospital. Hablo francés, yiddish y bastante ruso, aparte de inglés y español. Puedo hacer de intérprete. Alguien tendrá que ayudar a que toda esa gente que llega se entienda con los españoles. Tú dices que no eres valiente ni eres un revolucionario y yo tampoco lo soy. Dices que lo que te gusta es hacer algo muy bien y eso es lo que quiero yo. Tampoco voy a decir esas palabras abstractas que ahora te desagradan. No pienso discutir de política con nadie. Desde que estuve casada tengo horror a aquellas discusiones tan agresivas sobre Stalin y Trotsky y los kulaks y los planes quinquenales y la revolución mundial y el socialismo en un solo país. Quiero trabajar para la República Española. Quiero traducir bien o conducir tan rápido como pueda una ambulancia, sin que sufran mucho los heridos que vayan en ella. Quiero estar en Madrid, igual que estaba el año pasado por ahora.

—Ese Madrid ya no existe.

—No puede haber desaparecido en tan poco tiempo.

—Cuando vayas no lo reconocerás.

—Prefiero comprobarlo yo misma.

—Quédate conmigo. Si te vas ahora yo sé que no volveré a verte nunca.

—Tampoco ahora contabas con volver a verme. No va a pasarme nada en España.

—Aunque no te pase nada. Si te vas ahora ya no volverás. Piensa en lo grande que es el mundo, lo complicado que es que dos personas se encuentren. Si hemos tenido esa suerte dos veces ya no habrá otra ocasión. Si has venido esta noche es por algo.

—Sólo he venido para despedirme.

—Podías no haberlo hecho.

—Me pillaba de camino.

—No es verdad. Has tenido que dar un rodeo muy largo. Lo he visto en un mapa.

—Tengo que irme ahora.

—Quédate sólo esta noche. No te pido nada más.

—Ya no soy tu amante.

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