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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Historico, Testimonio

La noche de Tlatelolco (28 page)

BOOK: La noche de Tlatelolco
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EL C. AGENTE DEL M. PÚBLICO

LIC. GERMÁN VALDEZ MARTÍNEZ

T. DE A.

ALBERTO LÓPEZ ISLAS

T. DE A.

LÁZARO RODRÍGUEZ MORALES

Se inicia una descarga más intensa que cualesquiera de las otras, que se prolonga más, más y más. Ésta es la representación del genocidio, en su justa, dolorosa dimensión. Sesenta y dos minutos de fuego nutrido hasta que los soldados no soportan el calor de los aceros enrojecidos.

• Leonardo Femat, «Cinta sonora que relata el drama». La noche de Tlatelolco,
Siempre
!, no. 799 16 de octubre de 1968.

Yo salí de la Universidad con un grupo de compañeros. Llegamos a la Plaza de las Tres Culturas y comenzó a lloviznar. Se formaron contingentes y yo iba con una pancarta de mi escuela que decía: «Facultad de Derecho, Presente». Había otras: «La sangre de nuestros hermanos no habrá sido derramada en vano». Yo estaba sentada en las gradas frente al Chihuahua cuando vi las luces de bengala y en unos cuantos segundos empecé a oír lo que más tarde supe era el tableteo de las ametralladoras. El compañero en la tribuna dijo: «¡No se muevan, calma, siéntense!». Y yo me senté con mi pancarta; no la solté. No creí o no me di cuenta de la gravedad de lo que estaba pasando y seguí allí agarrando mi pancarta hasta que un compañero me gritó: «¡Tira esa cosa!» porque con la pancarta era yo un blanco perfecto. La aventé y corrí junto con Tita. Corrimos hacia un costado de las banderas, las asta-banderas en la Plaza de las Tres Culturas, sobre un lado de la Vocacional 7 y allí nos agachamos Tita y yo tratando de protegernos. Oí entonces a una muchacha que pedía ayuda: «Mamacita, mamacita, ayúdenme…». También oí cosas como: «Mi bolsa, mi bolsa, ¿dónde está mi bolsa?». En un momento dado brincamos esos muritos prehispánicos y caímos en unas especies de fosas. Yo me caí y sobre de mí cayeron otras gentes. Se oían gritos, ayes de dolor, lloridos y entonces me di cuenta que la balacera continuaba cada vez con más intensidad. Tita y yo salimos corriendo hacia Manuel González y los soldados nos gritaban: «¡Jálenle, jálenle!». En el momento en que salimos pasó un Volkswagen blanco que ya iba lleno de estudiantes y nos gritaron: «¡Súbanse!». No sé si nos llamaron por nuestros nombres: «¡
Nacha
! ¡Tita, súbanse!» y una de las cosas cómicas es que tampoco sé cómo logramos entrar en ese carro ya atestado de estudiantes. De allí fuimos todos por Paseo de la Reforma hacia República de Cuba y allí Tita se bajó porque era muy conocida y fácil de distinguir. Se lo decíamos. «Por tu volumen, te pueden reconocer a un kilómetro de distancia». Yo regresé en el mismo carro con dos compañeros de Físico-Matemáticas del Poli, —pero no sé sus nombres— para ver si podíamos encontrar a algunos compañeros que no sabíamos qué suerte habían corrido. Los muchachos se estacionaron en la Avenida en que está Relaciones Exteriores, pero no sé su nombre porque yo no soy de aquí, soy de Taxco, Guerrero; se bajaron: «Tú quédate en el coche» y yo me quedé sola esperándolos, pero a medida que pasaba el tiempo me iba poniendo muy nerviosa; los tiros no cesaban, al contrario, llegaban ambulancias con su horrible sirena, pasaban más y más soldados, tanques, soldados armados hasta los dientes. Frente a mí se estacionó una ambulancia y en ese momento subieron a un muchacho con toda la cabeza ensangrentada; una masa sanguinolenta. Yo lo vi a una distancia de tres o cuatro metros y sentí un vuelco en el estómago. Después pasó un tropel de gente que gritaba: «¡Se está quemando el edificio Chihuahua!». Levanté la vista y vi humo. Se cayó un cable de alta tensión; toda la gente que pasaba junto al Volkswagen gritaba, entonces me dio miedo y salí del coche como desesperada y me fui corriendo. Debo haber corrido mucho tiempo sin notarlo porque cuando volteé ya estaba yo en el Sanborn's de Lafragua. Allí me detuvo un conocido y me dijo: «¿Qué te pasa?». Entonces me di cuenta que había yo estado llorando porque tenía toda la cara manchada por el rímel; todo se me había corrido; bueno estaba yo mal, mal, mal. Allí me hicieron que tomara un café: «cálmate, cálmate, cálmate, por favor»; me lo trajeron a la puerta porque yo estaba temblando y a la puerta salieron varios muchachos más. Lo único que pude decirles es: «Están matando a los estudiantes». De allí, ello; mismos me fueron a dejar a un departamento en la Avenida Coyoacán No. 1625 donde yo vivía con Tita y con otra amiga.

• Ana Ignacia Rodríguez,
Nacha
, del Comité de Lucha de la Facultad de Leyes,
UNAM
.

Nunca pensamos que el 2 de octubre hubiera agresión por parte del gobierno porque días antes hubo un mitin en Tlatelolco y en la mañana varios del
CNH
—los más inteligentes y los más preparados— yo nunca digo nombres ¿eh? fueron a la Casa del Lago a hablar con Caso y de la Vega y nosotros pensamos que ya existía una especie de tregua tácita puesto que ya había visos de que se llegaría a un acuerdo. Por lo tanto programamos el mitin y desistimos de la marcha al Casco de Santo Tomás ocupado por el ejército para que no se pensara en una provocación y esto se anunció casi inmediatamente en la tribuna… No, yo no estaba en la tribuna; me quedé en la explanada con
Nacha
… Pero pues nos resultó el tiro por la culata…

• Roberta Avendaño,
Tita
, delegada de la Facultad de Leyes de la
UNAM
, ante el
CNH
.

Había mucha sangre pisoteada, mucha sangre untada a la pared.

• Francisco Correa, físico, profesor del
IPN
.

Protegía mi nuca con las manos entrecruzadas; la mejilla y el estómago y las piernas estampadas en el suelo de la habitación. Yo era el último de entre las filas. Estaba casi pegado a la puerta de entrada al departamento. Los estallidos de armas de todas clases me hicieron reaccionar y les pedí a los compañeros de piso que se corrieran lo suficiente como para permitirme aprovechar la mínima protección que brindaba la pared lateral que dividía la primera parte del departamento donde nos encontrábamos. Escuchaba por la puerta:

—¡Aquí Batallón Olimpia, no disparen, aquí Olimpia!

Mis compañeros de suelo hicieron lo que les pedía y logré colarme hacia la pared. Allí estuve no sé cuánto tiempo pensando, pensando, pensando:

«Hijos de puta, hijos de mala madre, perros asesinos».

No hablábamos, sólo una que otra frase del mismo tipo que mis pensamientos saltaba en el impresionante «silencio» lleno de balas que nos envolvía. Había perdido mis anteojos.

Dos o tres sollozos de algún compañero o compañera se escucharon y recuerdo haber oído —o tal vez lo imaginé—: «No llores, este momento no es para llorar, no es para lágrimas: es para grabárselo a fuego en lo más profundo del corazón y recordarlo para los momentos en que tenga que pagarlo quien deba pagarlo». Quizá lo soñé.

En algún momento la tormenta de balas amainó. A rastras nos recogimos en dos habitaciones que tenía el departamento en su parte posterior. En el trayecto vi a varios compañeros del
CNH
, tenían miradas extrañas. No era terror, ni tan siquiera miedo; era un brillo de odio reconcentrado, unido al suplicio de la impotencia. Nos introdujimos en el pequeño dormitorio.

Una vez dentro, se desató una nueva granizada de balas. Nuevamente nos tendimos en el suelo, pero ahora estaba mojado, con una capa de agua, y nos empapamos las ropas. Con el avance de la noche empezó a hacer frío. Dentro del múltiple estallido de balas, se escuchó un disparo anormalmente fuerte, en seguida empezó a llover. Nos preocupamos un poco más, con el fuerte disparo se había cimbrado el edificio. Dos palabras lo dijeron todo: «Una tanqueta».

• Eduardo Valle Espinoza,
Búho
, del
CNH
.

¿Me está saliendo mucha sangre?

• Pablo Berlanga, a su madre Rafaela Cosme de Berlanga.

No era posible dejar de correr. Las balas nos pasaban por todos lados. Corríamos dos o tres metros a cubierto y tres o cuatro al descubierto. Las balas suenan muy parecido al despegue de un jet. No había manera de dejar de correr. Oíamos cómo los vidrios de las tienditas de la planta baja del Chihuahua explotaban y corrimos justo a la escalera donde nunca debimos habernos parado nuevamente. Ya abajo, a pesar de que yo seguía diciendo majaderías me acordé de la gran cantidad de amigos y compañeros que había en el mitin y tuve una contracción en el estómago. Recordé nombres, caras. Al llegar a ese cubo de la escalera por donde antes subía y bajaba la gente del
CNH
que estaba en la tribuna me encontré a Margarita y a Meche y me dijeron desesperadas: «María Alicia, nuestros hijos están en el cuarto piso». Por primera vez sentí que podría hacer algo que valiera la pena entre tanta confusión y tanto dolor, sentí una impotencia brutal y les dije: «Yo las acompaño». El muchacho que me salvó la vida al aventarse sobre mí y tirarme al suelo de la tribuna cuando los primeros balazos, seguía como mi abrigo, como mi capa, como mi suéter. No sé quién es. Tengo una memoria fotográfica pero no registré la cara de este muchacho… Intentamos las tres subir la escalera y en el primer descanso apareció otro muchacho. Ya lo había visto en la tribuna del tercer piso del Chihuahua hablar familiarmente con varios compañeros. Me impresionó porque tenía la muñeca izquierda herida y un pañuelo blanco cubriéndole la mano y me dijo:

—Maestra, no se vaya, esto va a ser muy breve.

Yo iba a bajar porque vi a unas amigas en la explanada. Me tomó del antebrazo y muy correctamente me ayudó a subir. Yo emocionada ante otro estudiante héroe me dejé llevar. Entonces Mercedes gritó: «Señor, mis hijos están allá arriba». Margarita la secundó y yo me quedé viéndolo y pensando que el heroísmo de los muchachos es a veces así, increíble. Muchas horas después supe que era uno de los asesinos que habían copado la escalera para que no escaparan los del
CNH
. Me reconoció. No nos dejó subir. Nos regresó. Recuerdo que una oleada de gente nos empujó y nos arrastró hasta la mera punta del Chihuahua, mientras continuaban los disparos desde los edificios. Una muchacha gritaba: «¡Asesinos, asesinos!». La abracé, traté de calmarla pero ella gritaba cada vez más fuerte, hasta que el muchacho que iba detrás de mí la sacudió. En ese momento me di cuenta de que a ella le faltaba todo el pabellón de la oreja y sangraba. La gente seguía amontonándose para que le tocara un pedacito de techo, nos apretujábamos; yo sentía que estaba en medio de una gran multitud o en una lata de conservas. Me fijé en la punta del zapato café de una mujer. Una ráfaga de metralla pasó rociando el lugar en donde estábamos. Vi el impacto de una bala a unos cuantos centímetros del zapato. La mujer dijo nada más «¡ay!» y otra voz le respondió: «Tienes que hacer un esfuerzo. Camina porque es peor que te quedes herida aquí». Todos empezamos a caminar y vi un datsun rojo, manejado por una muchacha. A ella le dio una bala; la vi caer sobre el volante y escuché el claxon que se quedó pegado… El muchacho me repetía: «No veas, no veas». Seguimos corriendo hacia uno de los edificios atrás del Chihuahua…

• María Alicia Martínez Médrano, directora de guarderías.

Entonces oí cosas como: «Guante blanco, guante blanco, no disparen». Después otros que gritaban: «Necesitamos aquí el radio, el radio, que no disparen para acá, avisen por radio». Eran gritos desesperados. Los gritos venían de abajo de nosotros o sea del tercer piso y de arriba, o sea del quinto o sexto piso: «¡Batallón Olimpia!» y empezaron a sonar los silbatos esos, tiu, tiu, tiu… «Batallón Olimpia, formados para acá». Y luego oí nada más: «H 8 y el 14»… «8 ¿están todos?»… «14 ¿quiénes faltan del 14?». Después gritaron: «¿Qué ya salieron todos los del elevador?» y de nuevo los silbatitos tiu, tiu, tiu, tiu, «Batallón Olimpia, Batallón Olimpia, aquí, Batallón Olimpia, contesten». Siguieron durante mucho tiempo los gritos angustiosos de policías: «¡No tiren, la mano blanca, son de la mano blanca!». Esto da una idea de que la cosa fue absolutamente caótica por un lado y que por otro adquirió una magnitud que rebasó totalmente el control de sus organizadores. Lo que sí puedo asegurar es que obviamente todo estaba preparado, el gobierno sabía lo que iba a hacer. Se trataba de impedir cualquier manifestación o brote estudiantil antes y durante las Olimpiadas. Las luces de bengala fueron la orden de tirar y se disparó de todas partes y los supuestos francotiradores —y te lo digo, porque los que estuvimos allí y lo vimos podemos decirlo con toda conciencia sin temor a equivocarnos— los francotiradores eran parte de la organización gubernamental.

• Mercedes Olivera de Vázquez, antropóloga.

El gobierno dijo: «Acaben con esto, pero ya». No contó con que los granaderos, los soldados, los agentes, tienen iniciativa propia, y mucha.

• Roberta Ruiz García, maestra de primaria.

Hubo un agente a quien le entró el
cus-cus
y disparó. Por eso se desató todo.

• Luis Argüelles Peralta, estudiante de la
ESIME
, Cuarto año de Geología.

Cientos de personas vieron que desde el tercer piso del Chihuahua, luego de detener a los que ahí se encontraban, los agentes con guante blanco empezaron a disparar sobre los asistentes al mitin y también contra la tropa que se acercaba. Inmediatamente después, en cuanto los soldados respondieron al fuego, los agentes se cubrieron tras el barandal de concreto de la tribuna mientras encañonaban a los prisioneros que continuaban de pie y con las manos en alto, totalmente descubiertos. Primero el tiro de los soldados daba en el techo; pero conforme la tropa avanzaba sobre la plaza el tiro bajaba y las esquirlas saltaban ya de la pared. Entonces se ordenó a los prisioneros que se tiraran al suelo y cuando arreció el fuego sobre el Chihuahua, los individuos del guante blanco, que esporádicamente se identificaban como Batallón Olimpia empezaron a gritar a coro para hacerse oír durante lo más nutrido del tiroteo: «Batallón Olimpia, no disparen». Como el fuego era cada vez mayor y empezaban a oírse las descargas de los tanques y sus ametralladoras de alto poder, iniciaron la búsqueda de un
woki-toki
con verdadera desesperación. El que al parecer iba al mando del batallón dio la orden de no disparar más. Se oían gritos de «Ya no dispare nadie, busquen un
woki toki
». En los últimos disparos habían reconocido el estampido de los «fijadores»; bombas de bajo poder arrojadas por los tanques para abrir muros y permitir los disparos de la infantería. Con el guante o pañuelo blanco en la mano izquierda pasaban continuamente arrastrándose sobre los codos; no tenían al parecer manera de comunicarse con la tropa que abajo disparaba contra todo. A nosotros sólo nos extrañaba el que se tardaran tanto en asesinarnos.

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