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Authors: Elena Poniatowska

Tags: #Historico, Testimonio

La noche de Tlatelolco (31 page)

BOOK: La noche de Tlatelolco
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—A ver tú, ven para acá.

Y lo empezaron a golpear.

• Carlos Calvan, estudiante de Biblioteconomía de la
UNAM
.

…Pero las visiones aisladas son impresionantes: mujeres cosidas a la altura del vientre por las balas de las metralletas; niños con la cabeza destrozada por el impacto de los disparos de alto poder, pacíficos transeúntes acribillados; ambulantes y periodistas caídos en el cumplimiento de su labor cotidiana; estudiantes, policías y soldados muertos y heridos… quizá la visión más sobrecogedora fue la de numerosos zapatos ensangrentados que se desparramaban en el área, como mudos testigos de la desaparición de sus dueños.

• José Luis Mejías: «Mitin Trágico»,
Diario de la Tarde
, México, 5 de octubre de 1968.

Tocamos en todas las puertas del edificio 2 de Abril y nadie abrió. Una señora que vivía en Tlatelolco y había ido con su niña por el pan se puso histérica y empezó a gritar. Quisimos ayudarla y pasamos un papelito por debajo de la puerta de un departamento que decía: «Dejen entrar a una señora con su niña». Contestaron con otro papelito: «No podemos, tenemos miedo». Así, textual. Perdí el papel, bueno, ni pensé en guardarlo. Creo que contestaron para que dejáramos de golpear las puertas porque Lina y yo estábamos golpeando muy muy fuerte. No sé de dónde nos salieron tantas fuerzas; yo creo que del terror.

• María Ángeles Ramírez, estudiante de la Escuela de Antropología dependiente de la SEP.

Subimos al primer piso y tocamos a la puerta de algunos departamentos sin obtener respuesta. Entonces subimos al piso siguiente y así sucesivamente, íbamos sube y sube, desesperados y nadie nos abrió. Oíamos el golpe de los tacones de las botas de los soldados que venían tras de nosotros. Entonces me paré frente a la puerta de un departamento y grité: «¡Dejen entrar a mi esposa con los niños, por lo menos!».

• Ramón Oviedo, ingeniero geólogo del Instituto Mexicano del Petróleo.

En el departamento donde estábamos escondidos había chavos comiéndose sus credenciales.

• Genaro Martínez, estudiante de la Escuela de Economía de la
UNAM
.

Los soldados me ayudaron a salir con mi hija embarazada y mi nieta de cuatro años.

• Matilde Galicia, de setenta años.

En ese momento me dio un beso para infundirme valor y me dijo con voz suave pero muy firme: «¡Muévete!». Me tomó de la mano cuando vio que estaba engarrotada por el miedo. «¡Órale, muévete, no tienes nada!». Traté de avanzar. «¡Arrástrate…! ¡No te puedes quedar aquí!». Las balas nos pasaban por todos lados. Entonces él se aventó al suelo y empezó a jalarme como quien jala a un bulto…

• Magdalena Salazar, estudiante de Psicología de la
UNAM
.

Tengo seis hijos. Pepe, Sergio, estudiante de Biología a quien le decimos Pichi, Miguel Eduardo que todos conocen por
El Búho
, Chelo, la única mujer, y los cuates, Rubén y Rogelio, los dos que no tuvieron parte activa en el Movimiento. Eduardo en cambio es del
CNH
. A las tres de la tarde, Chelo y Sergio se prepararon para ir a la manifestación. Los acompañaba su padre Cosme Valle Miller, mi marido. Me quedé arreglando la casa. A las ocho regresó mi hija. Tocó. Traía su ropa toda desgarrada y sus rodillas estaban ensangrentadas. Al abrir la puerta y verla en ese estado, lo primero que le pregunté fue:

—¿Qué pasa, Chelo?

—Nos dieron, mamá, nos dieron.

Apenas podía hablar. Nunca había oído su voz tan entrecortada.

—¿Y tus hermanos?

Hacía veinte días que no veíamos a Eduardo porque como era del
CNH
andaba escondido. Me contestó llorando que la tropa había tomado la Plaza de las Tres Culturas, que el helicóptero había balaceado a los manifestantes y que los agentes que traían un guante blanco en la mano disparaban sin ver a quién. A ella le tocó ver a un agente de seguridad dispararle a tres niños que habían quedado rezagados, tres niños de cuatro a seis años, porque la mamá llevaba a uno más pequeño en brazos y se adelantó. Chelo andaba con mi marido. El le dijo: «Agáchate, Chelo, si no te van a matar». Tirada en el suelo se arrastró y esto le quemó la cara; se raspó toda una mejilla. «Las balas llovían como granizo, mamá». Logró llegar a una barda cercada por alambres atrás del Chihuahua. Allí vio por última vez a su papá que estaba ayudando a la gente a encontrar una salida. Él le indicó que corriera y a partir de ese momento lo perdió. Salió a la calle y ya en la avenida encontró a un soldado que le dijo:

—No te vayas a volver a meter porque te matan…

Chelo quería regresarse para buscar a su papá, a Sergio, a Miguel, pero siguió caminando y encontró a unos señores que llevaban su carro repleto de estudiantes. El conductor sacó diez pesos y le dijo:

—Toma un auto…

Dice que vio muchos coches particulares retacados de muchachos. Se paraban en la avenida a recogerlos, y arrancaban a toda velocidad para que no fueran a intervenir los soldados.

Chelo se fue hasta la fábrica donde trabajan Rubén y Rogelio y le dijo a Rogelio:

—Nos han pegado, hermano.

Rogelio la trajo a la casa. Allí esperamos a los demás. Sólo llegó mi marido:

—¡Han tomado a todo el
CNH
! A Eduardo lo vi asomarse por el balcón del tercer piso…

—¿Y Sergio?

—Se regresó a buscar a Eduardo.

Yo esperé toda la noche sentada junto a la ventana —vivimos en la unidad habitacional Loma Hermosa—, porque pensé que podrían llegar escondiéndose, con temor a que los siguieran. Pensé: «Tengo que estar alerta para abrirles la puerta apenas lleguen». Pero no, llegaron. Estuve toda la noche frente a la ventana tratando de percibir algún movimiento, oír algo, ver algo. Pero nada. ¡Cuántas veces abrí la puerta que da al pasillo creyendo oír un ruido!

• Celia Espinoza de Valle, madre de familia, maestra de primaria.

Acomodamos al estudiante en el piso del coche y lo escondimos debajo de una manta. Hasta me senté atrás poniéndole los pies encima para disimular. Antes traté de lavarle la herida, pero nos cortaron el agua en toda la unidad. ¡Ni agua, ni luz! Mi muchacha se sentó adelante, mi marido iba manejando y lo que más me preocupó durante el trayecto en que lo sacamos de Tlatelolco es que no lo oía respirar, no le oía ni el resuello. Por fin, lo dejamos en su casa… Después mi marido sacó a otro muchacho; lo escondió en la cajuela pero esta vez él fue solo, no fueran a sospechar algo los soldados. Cada vez que pasábamos, los soldados detenían el coche y nos pedían nuestras credenciales para certificar que vivíamos en Tlatelolco…

• Isabel Montaño de la Vega, habitante de la unidad Nonoalco-Tlatelolco.

¿Quién se salvó? ¿Se salvaron los muchachos? ¿Están todos? ¿Se salvó Marta? ¿Viste a Juan? ¿Quién vio por último a Juan?

• Rosalía Egante Vallejo, estudiante de Biología de la
UNAM
.

Dice la mamá de Concha, que Concha se llevó sus libros de escuela, que así se fue a la manifestación, con sus libros y sus cuadernos y que llevaba su suéter azul…

• Ernestina de la Garza, estudiante de Medicina de la
UNAM
.

Las puertas de los elevadores estaban agujeradas. Sólo un arma de alto poder pudo tener la fuerza para perforarlas así. Las habían atravesado a plomazos como atravesaron tantos cuerpos indefensos.

• Roberto Sánchez Puig, estudiante de la Vocacional 1.

Miré los estanques; los vi con mucha curiosidad. Con razón les dicen espejos de agua. Pensé: ¡Todavía ayer en la mañana, los niños jugaban, chapoteaban en estos estanques!… ¡Todavía ayer vi un globero en el jardín de San Marcos! Vine al tercer piso del Chihuahua el día anterior para ver cómo iba a quedar el sonido porque a mí me tocaba hablar a nombre de la Unión Nacional de Mujeres Mexicanas… ¡Todavía ayer había hombres que leían el periódico sentados en las bancas!… ¡Qué estúpida, pero qué estúpida soy! Cuando vi las tres luces de bengala detrás de la iglesia, pensé: «¡Qué padre! Estos muchachos son bien padres. En cada acto inventan algo nuevo. ¡Esto nos va a tocar con juegos pirotécnicos!». Me pareció como de feria, como de juego. Las luces artificiales siempre las asocia uno a la fiesta. A pesar de la tensión y de la presencia del ejército, en los mítines siempre hubo un ambiente de fiesta, saludos, abrazos, apretones de mano, quihubo cómo vas, ahí nos vidrios, órale no andes echando novia, quihubo, apúrate, cómo te ha ido, hombre, no seas sacón, ¿has visto a Luis?, su mamá anda rete apurada… Vi las luces desde el descanso de la escalera. Salían a la altura de la iglesia, a cinco o seis metros arriba de la cruz.

• María Alicia Martínez Medrano, directora de guarderías.

Era un mitin como cualquier otro de los muchos que habíamos hecho. Informes, análisis, directivas y orientaciones del Consejo y risas, chiflidos, porras, aplausos y gritos de los asistentes. Las noticias se recibían ávidamente y con aplausos. En la tribuna, representantes de numerosas organizaciones solicitaban hacer uso de la palabra para trasmitir sus saludos, plantear sus problemas y unirse públicamente al Movimiento. Ese día llegaron representantes de los médicos de ocho hospitales que estaban en huelga de apoyo a nuestros seis puntos, representantes de varios sindicatos pequeños; de sociedades de padres de familia, de maestros de primaria, de organizaciones femeniles, de ferrocarrileros, de campesinos… No era posible que hablaran todos, solamente se leían mensajes y cartas, telegramas y saludos y se anunciaban las nuevas organizaciones que se adherían al Movimiento.

• Raúl Álvarez Garín, del
CNH
.

La sangre que me había salpicada la camisa era roja, rojísima y ahora que me veía de nuevo se había vuelto café… Pensé: A lo mejor no es cierto, a lo mejor lo soñé…

• Cristina Fernández Ríos, trabajadora social.

¡Aguas! ¡Aguas! ¿Qué no me oyes? Por más que lo sacudí, no me contestó. Entonces eché a correr.

• Antonio Llergo Madrazo, de nueve años, habitante de la Unidad Nonoalco-Tlatelolco.

En el momento en que estábamos al pie de la escalera pasó una chica muy joven cubierta con un gran impermeable oscuro, temblando de miedo. Esta muchachita no gritaba, no hablaba, emitía unos sonidos muy raros, como si gruñera. Siguió caminando y también a ella le dispararon a los pies pero en vez de alejarse se aventó hacia donde estaban los balazos, por lo tanto hacia donde estábamos nosotras y lo único que se nos ocurrió fue jalarla y echarla atrás de nosotras y seguir gritando al pie de la escalera. Ella empezó a murmurar: «Me voy al edificio Guerrero… Necesito irme al edificio Guerrero… Necesito estar en el edificio Guerrero…». Yo le dije:

—No te vas a ningún lado, te quedas aquí…

Se paró detrás de nosotras. Yo sentía cómo temblaba, tiritaba, pero no de frío, de miedo y no dejaba de gruñir. Nosotras seguíamos gritándoles a los tipos que copaban la escalera: «¡Déjennos pasar! ¡Nuestros hijos están en el cuarto piso! ¡Allí tengo mi departamento! ¡Déjennos subir! ¡Nuestros hijos pueden estar lastimados! ¡Nuestros hijos están solos! ¡Déjenos, señor! ¡Han de estar muertos de miedo! ¡Quizá estén heridos! ¡Ayúdenos por favor! ¡Queremos verlos! ¡Por favor! ¡Nuestros hijos! ¡Súbannos ustedes mismos al cuarto piso y si no encuentran a nuestros hijos, allí mismo nos dan un tiro!». Entonces el agente de guante blanco comandante de esa sección decidió que o de veras nos daban allí mismo un tiro o nos dejaban pasar con tal de ya no oír nuestros gritos y nuestros chillidos. Ordenó: «¡Qué suban esas putas, esas quién sabe cuánto!». Nos escoltaron dos agentes. Obviamente en ese momento quienes tenían más miedo, eran ellos mismos; era tal su espanto que cuando yo abrí, temblando, la puerta de mi casa, uno de la mano blanca que nos escoltaba cerró la puerta bruscamente y me dijo: «Mire tal por cual, aunque vea a sus hijos muertos, no grite». No era un consejo tierno y cariñoso, era una amenaza porque tenía su pistola en mi espalda. Entramos y fue horrible porque vimos el departamento vacío, vacío, lleno de humo, de caliche, el piso cubierto de tierra, las paredes con agujeros, las cosas caídas, todo movido. A pesar de la recomendación tanto Margarita como yo gritamos y entonces salió del baño la cara de mi muchacha y me dijo: «Los tengo en el baño, señora». Para esto, ya era tal el terror de los policías que nos acompañaban que nos gritaron: «¡A gatas!». Nos encerraron en el baño y catearon la casa, mi muchacha fue con ellos. En el baño nos sentamos en el suelo a abrazar a los niños y también se sentó en el suelo del baño la muchachita que habíamos pescado abajo, la del gran impermeable, que probablemente no era de ella. Cuando se lo quitó, sacó un fajo de propaganda y los nervios de esa criatura fueron tantos que dejó caer un bote de colecta del
CNH
y el dinero rodó por todo el baño precisamente en el momento en que los policías estaban cateando la casa. Te imaginas la angustia que todos, hasta los niños, sentimos en ese momento. Si habían oído, ésa sería la prueba absoluta de que todos estábamos con el Movimiento. Nos agarró una tal indignación a Margarita y a mí que sin contenemos le dijimos:

—Pero niña idiota, sólo a ti se te ocurre traer esto. ¿Por qué no lo tiraste allá abajo?

Y la niña que estaba como pasmada nos contesta con una ingenuidad increíble:

—Pero ¿cómo? Si el dinero es del Consejo Nacional de Huelga. Si el dinero es del Consejo Nacional de Huelga ¿cómo voy a tirarlo?

Le quitamos la envoltura del
CNH
al bote de
Mobil-oil
, lo abrimos y sacamos el dinero. La niña lloraba:

—Pero es que yo no puedo tocar este dinero porque es dinero del Movimiento… Si es dinero del Consejo Nacional de Huelga, ¿Cómo? ¿Cómo?

—Mira, no importa de quién sea el dinero. Yo te lo voy a guardar y después lo voy a reponer al Movimiento…

Y sin hacerle caso le vaciamos el bote. Era una gran cantidad de veintes, creo que en total catorce pesos. En medio de la matazón, de las balas, del incendio, de las fugas de gas, de las tuberías perforadas, de las sirenas de las cruces que nos ponían los nervios de punta, a esta niña lo único que le importaba era preservar su bote del
CNH
. También le prendimos un cerillo a su propaganda porque ella no tenía conciencia de lo que significaba en ese momento tener volantes en las manos.

Oímos que alguien metía una llave en la cerradura del baño y le daba vuelta:

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