Read La oscuridad más allá de las estrellas Online
Authors: Frank M. Robinson
Tags: #Ciencia Ficción
Me moría desangrado, ¿es que no se daban cuenta?
Tuve una fugaz impresión de una sala de control repleta de hileras de interruptores y pantallas ambarinas. Mis rescatadores me tumbaron sobre la camilla de aceleración y los cuatro se apiñaron a mi alrededor.
—... casco...
Uno de ellos accionó los cierres de la junta del cuello de mi traje, y luego alzó la burbuja de plástico. Hubo una ráfaga de aire mientras las presiones se igualaban. El aire del interior de la lanzadera era caliente y olía a sudor, pero al menos no apestaba a meados.
Una mujer me miró con atención, se había quitado el casco. Era la misma que me había examinado en la base de la escarpadura. Una cara rotunda, carnosa, de ojos grises, cejas tan densas que parecían pintadas con maquillaje, pelo negro corto y la misma mirada de preocupación que había visto antes. Las lágrimas refulgían en sus mejillas y me pregunté vagamente qué era yo para ella o ella para mí.
Su voz tenía un tono duro e imperioso.
—Quitadle el traje, de prisa, pero sin matarlo.
Tenía el cuerpo insensibilizado por las drogas, pero aun así me dolió cuando me extrajeron de mi capullo de tejido aislante y metal. La mujer se arrodilló en la cubierta a mi lado y recorrió con sus manos el traje interior, buscando huesos rotos con la profesionalidad de un cirujano.
—Fractura abierta del húmero izquierdo, desgarro de la arteria braquial, cortad el traje y hace unos torniquetes.
Miré al techo, consciente sólo a medias, indiferente al metal de las cizallas automáticas contra mi piel mientras cortaban el tejido y los tubos interiores. Uno de los tripulantes empezó a ajustar un vendaje de presión contra mi brazo y giré la cabeza para observarlo. Se había quitado el traje y el traje interior, y estaba arrodillado desnudo sobre la cubierta mientras manipulaba el vendaje restañador. Parecía tener unos diecinueve años, quizá veinte. Pómulos altos, piel pálida, cabello claro y cortado a la altura de los hombros, ojos claros que enmascaraban lo que pensaba en esos momentos, y un cuerpo delgado y carente de vello que parecía más ágil que fuerte. Tenía una delicadeza de rasgos que había eludido a sus compañeros de equipo, y estaba dotado de ese tipo de belleza que poseen algunos jóvenes antes de que todo el cartílago y la grasa infantil se transformen en hueso y magro. Arrugó la nariz.
—Apesta.
La mujer se inclinó para otro examen rápido.
—Límpialo. Ponle una bomba intravenosa, cúbrelo con mantas y átalo a la camilla.
Los ojos pálidos emitieron su juicio.
—No llegará a la Estación Intermedia.
Me pregunté cómo es que lo sabía, pero no había indicios en esa cara pálida.
Me pusieron de lado. Otro tripulante, de constitución más musculosa que el primero, con rasgos bastos que parecían inconclusos, trasteó con unas toallas, haciendo lo que podía para absober con una esponja la sangre y la orina que habían empapado el tejido alrededor de mi ingle. Tenía los dedos cortos y rechonchos, y parecía a punto de llorar.
—Creo que se va a morir.
El tripulante del cabello pálido me introdujo la aguja de un fino tubo en una vena en el anverso de mi mano y ajustó el flujo de la bomba intravenosa. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a la mujer que estaba detrás de él, murmurando.
—No quiere oír eso.
Pero lo había oído, y cortó la conversación secamente.
—Todo el mundo a sus puestos.
Unos segundos más tarde se deslizaron en sus asientos de control. Sentí cómo el colchón de la camilla se endurecía debajo de mí cuando la lanzadera saltó a los cielos. Empecé a desvanecerme de nuevo, las sensaciones corporales se hacían más lejanas. Si iba a acabar en Reducción, esta manera era mucho mejor que la mayoría.
Tras un minuto o dos de aceleración, la camilla se relajó y supe que estábamos flotando en la oscuridad del espacio. Hacía ya tiempo que el dolor había desaparecido; lo único que me preocupaba era que no podía ponerle nombres a los rostros que me rodeaban. Los observé mientras trabajaban con sus paneles de control y me pregunté quiénes serían. En un momento determinado la mujer me estudió durante varios minutos antes de volver a su tablero. Su expresión era de profunda tristeza y pérdida. Me moví ligeramente en la camilla para asegurarle que todavía estaba vivo.
El tripulante que me había limpiado la sangre y la orina y otro que no había visto hasta ese momento, más pequeño y de aspecto aprensivo, estaban ocupados con los paneles de instrumentos. El primero volvió la cabeza hacia atrás varias veces para comprobar cómo estaba. El segundo sólo me miró una vez, angustiado ante un moribundo.
Era obvio que todos me conocían. Yo no los conocía en absoluto.
El tripulante del pelo claro estaba ocupado tecleando cálculos en la consola de su ordenador. Pasó casi una hora antes de que se girara para mirarme. Recuerdo que pensé que era más que simplemente guapo, era hermoso. Durante un momento los ojos pálidos centellearon con emoción, y articuló unas palabras con la boca en silencio. Lo que me dijo fue:
—
Espero que te mueras
.
No sé si se trataba de una esperanza, la afirmación de un hecho o una amenaza; mi mente estaba demasiado nublada para encontrarle sentido o incluso para sentir alguna reacción. Lo que me preocupaba no era tanto que pudiera morir, sino morir sin saber quiénes eran esos tripulantes.
O quién era yo.
Entonces la sala de control y los que estaban en ella se desvanecieron. No me di cuenta de cuándo me transfirieron a la Estación Intermedia; me había sumergido en la inconsciencia y en la primera de muchas pesadillas.
E
n mis sueños, reviví cada segundo que había pasado en la exploración de esa mañana, empezando por el momento en que puse el pie en el primer peldaño de la escalerilla y descendí a la superficie del planeta. Antes de eso habia algo, pero no mucho. Estaba en un ataúd de metal con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplando a través de la tapa de plástico transparente, a una infinidad de gusanos plateados que se abalanzaban hacia mí. Detrás de ellos había rostros, cientos de rostros. El más vívido era el de la mujer que había estado al mando del equipo de exploración. Otro era el de un hombre con una débil sonrisa y ojos sardónicos que podían penetrar en mi mismísima alma, un hombre frio en uniforme negro que me asustaba más que los gusanos.
Más de una vez desperté de las pesadillas gritando y sudando, y la enfermera tenía que limpiarme con una esponja.
—Bébete esto. —Es todo lo que recuerdo que me decía, aunque sé que me hablaba con frecuencia y que incluso me daba la mano cuando me despertaba temblando. Era una mujer suave, todo en ella era suave: su pelo, sus manos, su piel morena, su voz...
Si hubiera sido una mujer severa, habría muerto.
Era joven, dieciséis años, su cuerpo regordete estaba cubierto por un faldellín blanco y un mandil fino. Me preocupaba que su juventud significara que estaba tan cerca de la muerte que una enfermera experimentada hubiera sido un malgasto de recursos en mi caso. Pero tampoco me preocupaba mucho. La mayoría del tiempo lo pasaba durmiendo, perdido en mis pesadillas.
Entonces hubo un periodo de tiempo en el que desperté, y ya permanecí despierto. Estaba en una enfermería, con la barandilla de la cama alzada y sujeto por delgadas cintas de plástico de forma que no saliera flotando. Había otros pacientes en el compartimento, quizás una docena en total. Había varios con bombas intravenosas introduciendo fluidos en sus venas como en mi caso, y supuse que eran miembros de otros equipos de exploración.
Una mampara de cristacero transparente dejaba aislado un quirófano que era una selva de maquinaria brillante. Los mamparos, la cubierta y el techo brillaban con la luminiscencia blanca de tubos insertados allí donde se unían los mamparos y la parte superior. En uno de los mamparos había diagramas anatómicos brillantemente iluminados por paneles luminosos dispuestos a ambos lados. Justo más allá de la pantalla de intimidad de la escotilla podía ver un pasillo, por el que transitaban continuamente tripulantes, que parecía extenderse kilómetros; su final se desvanecía a la vista en la distancia.
La nave era
enorme
.
Directamente sobre mi cama había una pequeña pantalla con imágenes que parpadeaban constantemente. Entretenimiento, supuse, aunque rara vez tuve el interés o la energía suficientes para intentar encontrarles sentido a las imágenes.
El verdadero espectáculo, sin embargo, estaba al otro lado de las tres grandes portillas en el mamparo exterior. Desde mi cama, contemplaba cómo las estrellas giraban lentamente y obtuve algún reflejo ocasional de la superficie del planeta que teníamos debajo. Gradualmente me percaté de que estábamos orbitando un mundo a un millar de kilómetros por encima.
—Bébete esto —dijo la enfermera-niña.
Me entregó una ampolla llena de un líquido grisáceo. Chupé de su tubo e intenté impedir las arcadas.
—¿Cómo te llamas? —murmuré.
—Bisbita. —Detrás de su sonrisa su mirada era alerta y llena de curiosidad. En otra chica la hubiera hecho parecer taimada, pero en Bisbita sólo hizo que no estuviera tan seguro de su edad.
—¿Y cómo me llamo?
No respondió, pero se inclinó para acariciarme la frente con sus suaves manos.
—Shh —susurró—. Volveré luego.
Entonces, en otro período de sueño, cuando la enfermería estaba a oscuras, alguien me despertó, murmurando:
—Abre el buche. —Y me acercó un tubo para beber a la boca. Pero la voz no sonaba como la de Bisbita, y las manos no parecían las de Bisbita. Me retorcí para alejarme, gritando. Las manos se volvieron más insistentes, intentando introducir el tubo a la fuerza en mi boca. Me resistí, pidiendo ayuda débilmente y manoteando a mi enemigo, demasiado débil para hacer mucho daño, pero con la fuerza suficiente para mantener el tubo lejos de mi boca. Sospechaba que si bebía del líquido a la ampolla, jamás volvería a despertar.
Entonces, quienquiera que fuese ya se había marchado; y Bisbita me acunaba entre sus brazos, calmando mi corazón desbocado. Me preguntó quién había estado allí, pero no había visto su rostro. Finalmente el cansancio me cerró los ojos y volví a dormirme. Hubo más sueños y pesadillas, entremezclados con breves períodos de vigilia. La mujer de la lanzadera vino a verme a menudo y recuerdo claramente al tripulante de piel pálida inclinado sobre la barandilla de mi cama. Me observó durante horas, sus ojos claros tan especulativos como a bordo de la lanzadera.
No dijo nada en absoluto.
En una ocasión Bisbita apareció de la mano con el tripulante que fue tan torpe y se mostró tan preocupado a bordo de la lanzadera. No llevaba sandalias de agarre y tuvo que agarrarse a la barandilla para que cualquier movimiento repentino no lo hiciera salir despedido.
—¿Cómo te encuentras?
Recordé los planos y ángulos obtusos de su cara, pero no me había olvidado del largo pelo castaño que se arremolinaba en torno a su cabeza como un halo, concediéndole una gracia de la que carecía su rostro. Pero la verdad es que no le presté demasiada atención: observaba cómo Bisbita manipulaba el dispensador de alimentos al otro lado del compartimento y pensaba en lo hambriento que estaba. Entonces volví a centrar la mirada en mi visitante con un parpadeo.
No sabía su nombre, pero supuse que venía a verme porque alguna vez fuimos amigos.
—¿Dónde estoy?
Puso cara de preocupación.
—A borde de la
Astron
.
—La
Astron
—murmuró. Me sonaba familiar—. ¿Quién eres?
No me molestó en disimular su decepción, claramente había deseado mucho que recordará quién era.
—Cuervo.
Una vez dicho, reconocí el nombre, pero eso era todo.
—Gracias —dije.
Se quedó en blanco.
—Por tu ayuda en la lanzadera.
Bisbita se acercó flotando y aseguró una bandeja de comida a la barandilla de mi cama. Levanté la cubierta de plástico con el brazo bueno y olisqueé el vapor que se desprendía de la carne y de la densa sala de consistencia pegajosa que la mantenía pegada al plato. Llené una cuchara recogedora y me tragué un bocado, disfrutando del sabor persistente de la salsa. Y entonces vomité de sopetón.
Me eché hacia atrás mientras Cuervo intentaba capturar frenéticamente los glóbulos con el extremos suelto de su faldellín. Aparte de los demás propósitos que tuviera Cuervo en la vida, aparentemente uno de ellos era limpiar lo que yo ensuciaba.
Me mieró, afligido, y me tapé la cara con la sábana, demasiado avergonzado para seguir hablando, y demasiado lleno de una envidia que ni él ni Bisbita podrían entender.
Los recuerdos de sus dieciséis o dieciocho años de vida les llenaba las cabezas como azúcar a rebosar en un cuenco. Pero yo tenía recuerdos. Para todos los propósitos, había nacido hacía pocas semanas. No guardaba recuerdo de padre o madre o de hermano o hermana o de amigos o enemigos o amantes. Los únicos recuerdos que poseía eran los del planeta, la lanzadera y las pesadillas en la enfermería.
No eran suficientes ni de lejos.
Ahora Bisbita siempre estaba presente, normalmente con varios niños pequeños que toqueteaban la cama y me estudiaban con gran curiosidad. Cuando no estaba atendiéndome (Bisbita no parecía ocuparse de los demás pacientes), Bisbita jugaba con los niños mientras flotaban por el compartimento. Parecía disfrutar del papel de hermana mayor o madre sustituta, y se le daba muy bien. Se anticipaba a la que iban a hacer los niños antes de que lo hicieran, e incluso los agarraba en el aire y los ponía sobre el vacío de un eyector de desperdicios si hacía falta meterlos en vereda.