Read La oscuridad más allá de las estrellas Online
Authors: Frank M. Robinson
Tags: #Ciencia Ficción
Titubeé. Ya me habían mentido una vez, y no quería que me volvieran a mentir.
Cuervo se encogió de hombros.
—Si quieres llevar siempre puesto el antifaz, pues tú mismo... pero te volverás loco viendo las mismas cosas para siempre en toda tu vida. —Buscó las palabras adecuadas, intentando hacerme comprender lo que Bisbita no había sido capaz de hacerme entender—: No estás en un velero que recorre los mares, Gorrión. Si quieres ver algo diferente, no puedes simplemente tumbarte a mirar al cielo y ver cómo cambian las formas de las nubes. —Sonrió y acarició la terminal—. Además, es algo que no has visto antes y quiero presumir un poquitín.
Gavia dejó de tocar la armónica, expectante. Me quité el antifaz. El postizo del cubículo fue toda una conmoción, aunque lo primero que me afectó fue el murmullo bajo de música.
—Nos llevó mucho tiempo —dijo Cuervo con orgullo.
El compartimento se había convertido en una habitación espaciosa con enormes ventanales que daban a una plaza dos pisos por debajo. Las ventanas estaban abiertas, la «luz solar» entraba a raudales gracias a un tubo luminiscente dispuesto para que diera luz indirecta y las cortinas de encaje se movían agitadas por una brisa que en realidad no existía. Era un detalle bonito. La imagen del claro del bosque y el modelo del cañón seguían ocupando la pared de enfrente, pero ahora la cubierta tenía baldosas de colores, había una mesa de comedor donde antes sólo estaba la repisa y un nicho empotrado que contenía una cama a nivel con la moqueta que recubría la cubierta. Había sillas mullidas, un sofá oscilante suspendido del techo en la misma posición que la hamaca, y una larga pantalla en un rincón, llena de remolinos de colores.
Podían dormir sobre la moqueta o en la hamaca, comer en la mesa o usar la pantalla como terminal del ordenador de la nave. Había poca cosa que pudiera hacer que se rompiera la ilusión. Seguí a Cuervo hasta las «ventanas».
—Lo llamaban la plaza de San Marcos —dijo, lleno de entusiasmo por su propia creación—. Pero no me preguntes quién era San Marcos.
La plaza estaba alfombrada de densas bandadas de pájaros y con peatones que se abrían camino entre ellos. Un poco más allá había un antiguo campanario y un canal donde pequeñas embarcaciones se balanceaban en las olas algo encrespadas. Cada embarcación llevaba a varios pasajeros y tenía un barqueros que empuñaba un remo en la popa. En la distancia, varias estelas de cohetes señalaban la localización del espaciopuerto local.
Cuervo incluso había incluido los sonidos de fondo de los pájaros picoteando a saltitos sobre las piedras de la plaza, el distante rumor de los cohetes y el quedo murmullo de la gente charlando.
—Gavia hizo el sonido —añadió Cuervo.
—Encaja perfectamente —dije.
Gavia me quiñó un ojo.
—Creía que no lo mencionaría.
Me volví hacia Cuervo, acusador:
—Tuvisteis ayuda.
Cuervo asintió, complacido por mis dudas.
—Lo copiamos de una imagen en la matriz de memoria del ordenador.
Se asomó por una de las ventanas abiertas y sentí un poco de vértigo antes de percatarme de que había programado su pared de fantasía a unos doce centímetros del mamparo real. Sus movimientos eran fruto de la práctica, la ilusión era perfecta.
—Me sigo preguntando de quién son las barcas y quiénes son los que viajan en ellas —musitó—. O si recogían regularmente los excrementos de los pájaros para enviarlos a Reducción. Creo que debían hacerlo, ¿tú que crees?
No tenía ni idea. Cuervo se sentó en el alféizar de la ventana y durante un momento creí que el compartimento tenía gravedad.
—Ojalá hubiera vivido en ese entonces... y ahí —dijo lentamente. Gesticuló hacia la escena en el exterior—: Es bonito, ¿no?
Tenía añoranza de un planeta en el que nunca había estado, de una ciudad que ya no existía. Se quedó mirando al exterior de la ventana durante un momento más, luego se «deslizó» de la cornisa hacia el sofá/hamaca con un movimiento experto. No se trataba sólo de que el atrezo fuera una obra de arte, también era la forma en que se movía en su interior.
Se aovilló en la hamaca, entrelazó los dedos detrás de la cabeza y me miró con una expresión que era todo un estudio sobre la inocencia.
—Si hay algo que pueda contarte, Gorrión, pregúntamelo. No te mentiré.
En el momento en que me dijo que no me mentiría supe que lo haría. Con las mejores intenciones y por mi propio bien. Y porque, por alguna razón, estaba extrañamente ansioso de complacerme.
C
rucé los brazos por delante del pecho y me abracé los costados, dejándome flotar con las corrientes de aire.
—Tú y yo éramos amigos, ¿no?
Asintió con la cabeza para confirmarlo.
—¿Cuál era mi trabajo... qué hacía? —pregunté.
—Trabajabas en Exploración con Ofelia, yo mismo, y los demás. Descripción planetaria, comprobación de equipos, monitorización de los equipos eléctricos... ese tipo de cosas. Eras muy bueno en todas ellas.
Lo que en realidad no era lo que quería que me dijera. Ya sabría dentro de muy poco cómo era mi trabajo.
—¿Qué me hacía diferente? —dijo lentamente—. Qué me hacía... ser yo.
Repentinamente se quedó titubeando, intentando traducir sentimientos en palabras... o intentando decidir qué podía decir y qué no.
—Te gustaba jugar al ajedrez... solías jugar con Noé. Te gustaban todo tipo de juegos. Leías mucho, trabajabas duro, a veces eras algo rarito. Y era fácil llevarse bien contigo.
Inventarió más de mis virtudes, pero no había nada personal, nada con sustancia. ¿Eructaba después de comer, hablaba en sueños, dejaba pasar demasiado tiempo entre duchas, alguna vez nos fuimos juntos a saquear la sección de Hidropónica? ¿Quién me odiaba y qué había hecho para merecerlo? Y si ésa no era la pregunta apropiada, ¿quién me amaba? ¿Y por qué?
Quizá Cuervo y yo nos conocíamos demasiado bien después de todo. Pero yo
abía
que sí nos habíamos conocido.
—No encontramos nada en Seti IV, ¿verdad? —dije cuando hubo terminado.
Para entonces tanto Cuervo como Gavia tenían la cara sudorosa y me preguntaba si se contradecirían el uno al otro si les hacía las mismas preguntas por separado.
—¿En Seti IV? No, no encontramos nada, Gorrión.
¿Cuánto tiempo nos habíamos quedado en el planeta? ¿Habría algún indicio de que alguna vez la vida tocó el planeta, aunque sólo por un instante? Podría preguntárselo a Cuervo, pero no me fiaba de su posible respuesta.
—Mi madre... no vino a verme a la enfermería.
—Murió hace años —dijo Cuervo precipitadamente.
Aparte de la inesperada sensación de pérdida, me quedaba la sospecha de que había respondido demasiado rápido, de que quizá había ensayado sus respuestas con Noé.
—¿Y mi padre?
—¿El biólogo? —Pareció genuinamente sorprendido—. Ninguno de nosotros conoce a nuestros padres, Gorrión... te has olvidado de ese detalle. —Repentinamente pareció quedarse sin voz por la emoción y giró la cara hacia la ventana de forma que no pudiera verle los ojos—. Tu padre es... quienquiera que muestre interés.
Se hizo el silencio en el compartimento, el único sonido era el de los pájaros en la plaza.
—Alguien debió mostrar interés —dije desesperadamente.
—Muchos lo hicieron. —Entonces, titubeando incluso más que antes—: Hubo otra baja en Seti IV. Laertes. Una erupción volcánica, los gases lo asaron vivo en su traje. —Cuervo debió de estar presente cuando ocurrió, pero lo dijo con toda la emoción de alguien que ha memorizado una frase.
—¿Era mi padre?
—Mostró interés.
Me ajusté el antifaz sobre la cara, el plástico me cubrió los ojos y los oídos. Las ventanas y las cortinas ondulantes desaparecieron, la ciudad se desvaneció, cesaron los murmullos de pájaros y viandantes. Los tres estábamos solos en un cubículo diminuto con mamparos sudorosos.
—Quiero ver dónde vivo —dije en tono bajo.
Cuervo se empujó y desapareció por la pantalla de intimidad que había detrás de él. Lo seguí y me encontré en otro compartimento pequeño, no muy diferente del suyo. Una mesa y moqueta, una hamaca, una taquilla y media docena de faldellines atados a una clavija del mamparo.
Y una estantería para libros con unos veinte volúmenes o más.
Tiré con suavidad para romper el agarre de la banda magnética que mantenía a uno de ellos pegado a la estantería y lo abrí. El «papel» plástico parecía grasiento y frágil en mis manos. Había libros de ficción, más de ensayo e historia, unos pocos de poesía y algunos manuales técnicos que parecían a punto de deshacerse.
Los libros eran increíblemente costosos, y me pregunté cómo los había conseguido. Volví a examinar el compartimento de nuevo, pero lo único notable eran los libros. Pese a ello, tenía el aire indefinible de que alguien había vivido allí antes que yo. Me era difícil aceptar la ironía. El fantasma que encantaba el compartimento era yo mismo.
Cuervo no estaba seguro de cómo juzgar mi silencio.
—La división tiene su propio comedor, Gorrión. Normalmente comemos juntos. Si quieres que te enseñe...
—No tengo hambre —dije con un tono distante.
—¿Amigos? —repitió. Había una agonía de incertidumbre en su voz.
Me volví frío.
—Intimidad, Cuervo.
Pareció herido y se desvaneció por la pantalla.
—¡Eres un idiota! —me gritó Gavia—. ¡Cuervo moriría por ti, y yo también! —Y entonces él también se escabulló por la pantalla de intimidad.
Tenía diecisiete años, estaba enfadado y sabía que Cuervo me había mentido acerca de mi padre y mi madre e incluso sobre mí mismo.
Todos ellos me habían mentido, pensé con rencor, empezando por Bisbita.
L
eí durante diez minutos, luego me deslicé en silencio de mi hamaca y salí a explorar: quería ver la nave por mí mismo.
Los pasillos estaban casi desiertos; los pocos tripulantes que vi me saludaron con un cabeceo o me ignoraron por completo. Había un tubo luminiscente que todavía seguía encendido en Exploración, pero el compartimento estaba vacío. Seguí adelante hacia uno de los grandes pasillos residenciales, escuchando los vagos sonidos de los durmientes o el leve zumbido de las conversaciones desde el otro lado de las pantallas de intimidad. Para cuando llegué al final, tenía reparos acerca de mi visita en solitario. Estaba cansado, y no quería otra cosa más que acurrucarme en mi hamaca y dejarme dormir.
Acababa de tomar la decisión de volver cuando me llamó la atención una señal de cuarentena en una de las pantallas de intimidad. Me detuve con curiosidad. Si había alguien enfermo, ¿por qué no estaba en la enfermería? Pensé en ello unos instantes más, pero mi imaginación había estado demasiado ocupada conjurando misterios sobre la nave y me venció la curiosidad. Atravesé en silencio la pantalla, preparado para disculparme por mi intrusión.
El compartimento estaba vacío. Los únicos signos de ocupación eran algunos faldellines sueltos que flotaban en las débiles corrientes de aire y unos cuantos libros en la repisa de la terminal. Miré los títulos, percatándome de que había una página doblada en uno de ellos, un sacrilegio en algo tan frágil. Lo cogí y leí el párrafo marcado sobre la vida y la muerte. El simple hecho de leerlo me hizo estremecer.
Me di la vuelta para salir, pero entonces me di cuenta de que había manchas oscuras en la moqueta del suelo y en el mamparo alrededor del eyector de desperdicios. Pasé los dedos suavemente sobre la moqueta. Las manchas no estaban secas; la moqueta seguía húmeda al tacto. Alcé los dedos ligeramente manchados de rojo. Me estremecí y me impulsé de una patada hacia la pantalla de entrada.
Volví a detenerme al llegar a la escotilla y me quité el antifaz. El atrezo del compartimento era muy diferente del de Cuervo y Gavia. Estaba en la ladera de una colina, justo debajo de las ruinas de un castillo cuya torre principal estaba rodeada de escalones de piedra. La planicie que tenía por debajo estaba desnuda de toda hierba, y los pocos árboles que había carecían de hojas, con sus troncos ennegrecidos por el fuego.
Mis ojos se detuvieron en los escalones alrededor de la torre y automáticamente los siguieron hasta la cima... o lo intentaron. Había algo mal en la perspectiva: los escalones jamás llegaban arriba. Subías y subías, pero al mismo tiempo descendías...
Era una ilusión óptica muy inteligente. Supuse que el atrezo estaba diseñado como una broma aunque una muy lúgubre. Entonces lo relacioné con el párrafo del libro y me pregunté si había sido programado como un comentario sobre la vida. Por primera vez se me ocurrió que puede que hubiera tripulantes a bordo de la nave con problemas más serios que los míos.