Read La oscuridad más allá de las estrellas Online
Authors: Frank M. Robinson
Tags: #Ciencia Ficción
Me llamo Gorrión. Tengo diecisiete años y soy un ayudante técnico a bordo de la
Astron
.
Estaba muy complacido conmigo mismo.
—Todo está en su sitio —dijo Bisbita de manera casual—. Lo he comprobado.
Había leído todos y cada uno de mis pensamientos. En el espejo, mi cara enrojeció.
—Espero que lo hayas disfrutado —gruñí. Me deslicé el faldellín hasta la cintura y me lo até, percatándome en ese instante de que a pesar de lo que hubiera olvidado, no había olvidado cómo era hacer
eso
.
Bisbita se quitó sus sandalias de agarre y las deslizó bajo su faldellín. Entonces desactivó la pantalla de intimidad sobre la escotilla.
—¿Te gustaría ver la nave?
Miré hacia el pasillo brillantemente iluminado que se abría delante de mí y a los tripulantes que se empujaban mientras flotaban por él, para perderse al fin a lo lejos.
Quería ver la nave. Muchísimo.
F
lotamos a través de la escotilla al pasillo que había fuera, alfombrado de tuberías pintadas en códigos de colores que servían como indicadores para las diversas áreas de trabajo y alojamiento. Nombres y asignaciones desfilaban continuamente en una franja iluminada al fondo del techo. Bisbita agarró un anillo que sobresalía de uno de los mamparos y tiró para empujarse, frenándose de la misma manera.
—Haz exactamente lo mismo que yo —me dijo—. Es más difícil de lo que parece.
Pero en realidad no lo era, era algo que había hecho antes y no me llevó mucho tiempo reaprenderlo.
En ese primer tour de la nave, la
Astron
era un mundo que se extendía por una docena de niveles diferentes, con compartimentos repletos de maquinaria brillante y pasillos que se extendían al infinito. Bisbita me enseñó los talleres de maquinaria donde se trabajaba en el mantenimiento del equipo, la enorme cubierta hangar para la Estación Intermedia y la lanzadera, más las sondas submarinas y aerostáticas. Entonces me llevó a través de los diferentes talleres donde vi trajes de exploración y equipos de soporte ordenadamente colocados en hileras que recorrían las particiones.
Incluso vi de refilón un comedor populoso donde había tripulantes que comían en mesas de acero inoxidable y trabajaban en las cocinas. Ninguno levantó la vista cuando me detuve en la escotilla a mirar, recordándome a los pacientes de la enfermería. Bisbita finalmente me empujó para que siguiera adelante, comentándome que la mayoría de las divisiones, la mía incluida, tenían su propio comedor personal.
La siguiente parada fue Comunicaciones, un compartimento grande y resplandeciente repleto de equipos de radiocomunicaciones y una docena de personas demasiado ocupadas para prestarnos atención. En el mamparo exterior había un sujetapapeles con un fajo de los últimos mensajes semanales de la remota Tierra impresos en relucientes hojas de plástico. Eché un vistazo a uno o dos mensajes, resúmenes de noticias políticas y económicas. Bisbita tiró de mi brazo para que la siguiera.
Hidropónica estaba en la sección posterior de la nave. Me quedé mirando boquiabierto los bancales de plantas verdes que se apilaban en estantes desde la cubierta al techo en hileras que se extendían cientos de metros. Bisbita me hizo señas para que la siguiera y flotamos hacia un área apartada del compartimento, donde había unos bancales de plantas ocultos tras las tuberías de nutrientes. Cogió una hoja de una de las plantas, la trituró entre los dedos y me la acercó para que la oliera. La fragancia me hizo cosquillas en la nariz.
—Menta —dijo, alargando la mano para coger una hoja de otra planta—. Anís. —Me puso los dedos sobre los labios—: No lo cuentes.
Salió disparada y fui tras ella, todavía algo perplejo por los diferentes aromas de sus dedos.
A popa, me quedé pasmado ante el enorme estanque lleno de agua, azul por la radiación Cherenkov, que albergaba los reactores de fusión Locke-Austin de la nave. El compartimento tenía tres niveles de altura, y pasé varios minutos contemplando absorto a los técicos semidesnudos, protegidos por sus escudos, que revoloteaban alrededor de la enorme maquinaria. Entonces Bisbita volvió a tironear de mí, diciendo que ya era hora de irnos.
Los alojamientos de la tripulación eran pequeños cubículos a los lados del pasillo principal, subdivididos por pantallas de intimidad para crear espacios habitables para familias o solteros. Todos ellos estaban repletos de cómodos muebles de espuma y tapices magnéticos que se pegaban a los mamparos. Quise detenerme y quedarme a charlar con los tripulantes que vi en el interior, pero Bisbita negó con la cabeza, frunciendo el ceño.
—Hay demasiadas cosas que ver —dijo como protesta.
Unos cuantos de los tripulantes que veía en los pasillos llevaban antifaces de plástico transparente que les cubrían los ojos y los oídos. Supuse que trabajarían en las cámaras de los impulsores, donde el resplandor era casi cegador. A diferencia de los tripulantes que había visto en el comedor, varios de ellos me saludaron con un asentimiento de cabeza y me llamaron por mi nombre. Me pregunté si los conocía bien y si habíamos trabajado juntos.
Un pasillo atestado estaba repleto de luces parpadeantes, señales destellantes y toldos de telas de colores que me quedé mirando, fascinado.
—Es el bazar de la nave —dijo Bisbita, inquieta.
Eché un vistazo más de cerca y decidí que éste debía ser el lugar donde los tripulantes intercambiaban o vendían artículos que ya no querían u objetos que habían hecho ellos mismos. Quería ver qué había a la venta, pero Bisbita se agarró a mi brazo, negando con la cabeza.
—Estás esforzándote demasiado —me advirtió—. Es hora de volver.
Estaba cansado, pero no
tan
cansado, y la preocupación de Bisbita había empezado a irritarme. Me escabullí de ella pasillo abajo, perdiéndome entre los toldos, las pilas de objetos y la muchedumbre de tripulantes.
Pero aunque las estanterías estaban llenas hasta arriba de fardos de ropas, instrumentos musicales, juguetes y ropa de cama, los mostradores estaban casi vacíos. En realidad no había mucho a la venta: dos o tres libros de finas hojas de plástico, algunos collares hechos de cuentas de colores, una tablilla similar a las que tenían Noé y Abel metidas en el cinto...
Lo que finalmente atrajo mi atención fue el puesto de un librero. Abrí un antiguo volumen de poesía que yacía solitario en el mostrador. El libro era bonito, la letra de las páginas de plástico seguía siendo nítida y negra. lo ojeé rápidamente, absorto por las palabras que bailaban ante mis ojos.
—¿Cuánto vale? —pregunté a la mujer de edad avanzada que lo vendía. La estantería que tenía detrás estaba repleta de libros pero sólo estaba dispuesta a deshacerse de aquel delgado libro de poemas.
—Cien horas —murmuró—. Yo ya no puedo leerlo. —Por primera vez, me di cuenta de las cataratas que le nublaban los ojos. No deberían haber sido un problema, no si se tenía en cuenta el equipo que había visto en la enfermería.
Bisbita me encontró y me agarró el hombro.
—Deberíamos volver —me volvió a advertir—. Ya es hora de volver.
Me reí y salí impulsado a toda velocidad por el pasillo. Cuando divisé una escotilla, me metí dentro... y de repente me quedé sin aliento. Estaba en el centro de lo que parecía el interior de una rueda gigantesca que giraba lentamente a mi alrededor. Había tripulantes de pie sobre la lejana pared que era la circunferencia exterior de la rueda, haciendo ejercicios con aparatos. Había asideros en el mamparo rotante que conducían hasta la pared exterior y agarré el que tenía más cerca, ansioso por ver qué hacían los tripulantes.
No tenía ni idea de que me encontraría entre ellos tan pronto. Me aferré durante un momento a mi asidero; y luego me fue arrancado de la mano y caí hacia el borde exterior. Me agarré a los asideros que pasaban ante mí, frenando mi caída, y luego m equedé tendido sobre la cubierta del fondo, mirando a la escotilla oblonga que giraba y giraba allá arriba, muy por encima de donde estaba.
Ahora tenía peso y me era difícil moverme. Mi respiración era trabajosa y podía sentir que mi corazón estaba haciendo un gran esfuerzo.
—Has conseguido encontrar el gimnasio —oí que decía Bisbita detrás de mí. Y luego, con menos sarcasmo—: ¿ahora sí estás listo para volver?
Asentí débilmente y Bisbita me ayudó a ponerme en pie.
—Tómatelo con calma —dijo una voz detrás de mí. Me volví y me encontré a Cuervo, que me ayudaba a estabilizarme. La piel le relucía de sudor, y sus ojos mostraban tanta preocupación como los de Bisbita. Otros habían dejado de hacer sus ejercicios con los tensores y las bicicletas para mirarme. Me sentí idiota, más incluso cuando divisé al tripulante de la faz pálida entre ellos. Cuervo y Bisbita me ayudaron a volver a subir a la escotilla. Me dolía el cuerpo donde me había golpeado con los asideros en mi caída y me estremecía de dolor con cada movimiento.
Al reentrar en la enfermería, me olvidé de frenar. Intenté agarrarme frenéticamente a cualquier cosa para detenerme, y luego crucé los brazos delante de mí mientras me dirigía hacia una de las camas al lado de la mía. Me preparé para una desagradable colisión contra el paciente que la ocupaba mientras mi boca ya formaba una serie de disculpas.
La cama y su ocupante resultaron ser tan insustanciales como el aire mismo. No me detuve hasta que no golpeé el mamparo opuesto, atravesando dos camas y sus respectivos pacientes. Se desvanecieron en un parpadeo cuando pasé a través de ellos, y luego volvieron a aparecer con otro parpadeo cuando retrocedí.
Me quedé inmóvil, concentrado en los demás pacientes mientras hablaban entre sí o se sentaban al borde de sus camastros al tiempo que comían sus almuerzos. Ninguno de ellos parecía consciente de mi entrada repentina, o, como era normal, ni siquiera de que existía. Alargué el brazo para tocar al más cercano y mi mano pasó a través de él sin ninguna resistencia.
Los había observado durante semanas, pero jamás me había dado cuenta de su obvia carencia de realidad. Dormían en camas sin ningún tipo de cinta para sujetarlos, comían de bandejas de comida normales y se sentaban al borde de sus camas como si estuvieran en un planeta.
Miré a Bisbita con furia, y luego hice la conexión con los tripulantes en el pasillo que llevaban los antifaces.
—Dame un antifaz —dije con la voz pastosa por la ira.
Había una docena de tiras de plástico transparente atadas a una clavija en el mamparo cercano. Bisbita me alcanzó una sin decir palabra. Me la ajusté alrededor de la cabeza, y me quedé boquiabierto cuando el entorno familiar desapareció.
La enfermería era en realidad un compartimento pequeño y casi vacío que contenía una media docena de camas. Yo era el único paciente. Los mamparos eran mates y de aspecto grasiento, jamás hubiera podido ver mi reflejo en ellos. La cubierta era una erosionada lámina de metal desgastada por el paso de generaciones de sandalias magnéticas. Unos pocos tubos luminiscentes parpadeaban en las uniones entre el techo y los mamparos. Los diagramas anatómicos tenían un aspecto descolorido y desconchado; uno de los paneles luminosos estaba roto, el otro a oscuras.
No había una partición de cristacero mediante la cual podía ver las hileras de maquinaria resplandeciente de un inmaculado quirófano. De hecho, no había quirófano. Ni había portillas desde las que contemplar las estrellas u observar un planeta girando mayestáticamente a mil kilómetros por debajo de la nave.
Había estado viendo la nave tal y como había sido, no como era ahora. Por debajo de las imágenes formadas por planos de luz que se intersecaban, la
Astron
era
vieja
, más vieja que nada de lo que pudiera imaginarme.
Bisbita se quedó allí inmóvil, mordisqueándose el labio, intentando encontrar palabras con las que calmarme. La ignoré y floté hacia el pasillo exterior.
En mi visita con Bisbita, la nave parecía espaciosa y limpia, reluciente de cromados y acero inoxidable. Ahora era vieja y estaba abarrotada, los pasillos eran más cortos, los compartimentos diminutos, los mamparos estaban manchados de óxido. El aspecto, la sensación y el sabor a metal envejecido eran omnipresentes; el hedor a aceite era como una neblina. Me pregunté por qué no me había percatado antes, y entonces me di cuenta de que mis ojos habían cegado a mis demás sentidos: no había olido el hedor ni me había dado cuenta de cómo los mamparos se humedecían con generaciones de sudor humano.
Comunicaciones era un pequeño compartimento atestado en el que había tres tripulantes que me miraron con curiosidad un instante y luego volvieron a comprobar sus instrumentos. Una tablilla con la última comunicación de la Tierra garabateada en ella, un breve mensaje de ánimo, colgaba del mamparo exterior. Tenía fecha del año pasado.
Las hileras de bancales hidropónicos en bandejas eran reales, pero no tan extensas como recordaba. Las plantas eran igual de verdes, pero algunas de las luces brillaban con poca intensidad y otras se habían fundido. El compartimento que albergaba el motor de fusión, aunque seguía siendo enorme, parecía más pequeño. No había comedor, ni filas de tripulantes que esperaban a que les sirvieran, ni cocinas repletas de hornos y fuegos. Donde antes estuviera, ahora había un pequeño compartimento vacío que no contenía ni los olores de una cocina ni resto de comidas.
La vieja seguía en el pasillo, ahora desnudo, vendiendo su preciado volumen de poesía. No había estanterías repletas de libros detrás de ella. Me miró con compasión desde detrás de sus ojos empañados. Yo sentí lo mismo por ella: la
Astron
no tenía ni el equipo ni los conocimientos necesarios para curarla y devolverle su vista.