—¿No sería posible que Susanna, al ver a su madre en semejante estado, agotada por las noches en blanco y los estudios, hubiera huido voluntariamente de una situación que ya no podía resistir?
La respuesta fue inmediata.
—Lo descarto. Susanna es fuerte y abnegada. Ella no me haría una cosa así. Además, ¿adónde iba a ir?
—¿Llevaba dinero?
—Treinta euros como máximo.
—¿No tiene familiares o amigos con los que se relacione?
—Sólo visitaba la casa de mi hermano, pero muy de tarde en tarde. Y también se veía con ese chico que me ha ayudado en la búsqueda. Iban juntos al cine o a la pizzería. Pero no tenía confianza con otras personas.
—¿Y la amiga con la que estudiaba?
—Es sólo una compañera de la universidad, creo.
Estaban entrando en terreno difícil y había que formular las preguntas con mucha cautela para no hurgar en la herida. Montalbano respiró a fondo el aire matinal, que, a pesar de todo, era dulce y perfumado.
—Oiga, el amigo de su hija... ¿cómo se llama?
—Francesco. Francesco Lipari.
—¿Susanna se llevaba bien con él?
—En líneas generales sí.
—¿Qué quiere decir con «en líneas generales»?
—Que a veces la oía discutir por teléfono... pero eran bobadas, cosas de jóvenes enamorados.
—¿No podría ser que Susanna hubiese conocido a alguien que la hubiera engatusado y convencido de que...?
—¿... se fuera con él? Comisario, Susanna siempre ha sido una muchacha leal. Si hubiera iniciado una relación con otro, se lo habría dicho a Francesco y lo habría dejado.
—O sea que usted está convencido de que se trata de un secuestro.
—Por desgracia, sí.
—Fazio se asomó a la puerta.
—¿Qué ocurre? —preguntó el geólogo.
—He oído sonar la campanilla de arriba.
Mistretta se levantó presuroso y Montalbano lo siguió con semblante pensativo. Entró en el salón y se sentó en la butaca, delante del teléfono.
—Pobre hombre —dijo Fazio—. ¡Me da una pena tremenda!
—¿No te parece raro que los secuestradores no hayan llamado? Son casi las diez.
—No soy muy experto en secuestros.
—Ni yo. Y tampoco Mimì.
¿Qué suele decirse en esos casos? «Hablando del rey de Roma...» Justo en ese momento entró Mimì Augello.
—No hemos encontrado nada. Y ahora ¿qué hacemos?
—Comunica la noticia del secuestro a todos a quienes haya que comunicársela. Dame la dirección del novio de Susanna y los datos de la chica con la que estudiaba.
—¿Y tú? —preguntó Mimì mientras anotaba en un papel lo que le había indicado el comisario.
—En cuanto baje el señor Mistretta, me despediré de él e iré al despacho.
—Pero ¿no estabas convaleciente? Te he pedido que vinieras sólo para que echaras un vistazo, no...
—¿Y tú tienes el valor de dejar la comisaría en manos de Catarella?
Se produjo un embarazoso silencio.
—Si los secuestradores dan señales de vida pronto, como espero y deseo, avísame enseguida —dijo con tono tajante el comisario.
—¿Por qué desea que los secuestradores den señales de vida? —preguntó Fazio.
Antes de contestar, Montalbano leyó el papel que le había entregado Augello y lo guardó en el bolsillo.
—Porque así estaremos seguros de que el secuestro se ha llevado a cabo con ánimo de lucro. Hablemos claro. Una chica como Susanna sólo puede haber sido raptada por dos motivos: por dinero o para ser violada. Gallo me ha dicho que es una muchacha muy guapa. En el segundo caso, las probabilidades de que la hayan matado después de la violación son muy altas.
Hielo. En el silencio se oyeron las pisadas del geólogo, que regresaba arrastrando los pies. Al ver a Augello preguntó:
—¿Han encontrado algún...?
Mimì negó con la cabeza.
Mistretta experimentó un acceso de vértigo y Mimì se apresuró a sujetarlo.
—Pero ¿por qué lo han hecho? ¿Por qué? —dijo, ocultando el rostro entre las manos.
—¿Que por qué? —replicó Augello, creyendo consolarlo con sus palabras—. Ya verá cómo le pedirán un rescate. Es muy probable que el juez le permita pagar y...
—¿Y con qué pago? —gritó el hombre, desesperado—. ¿Acaso no sabe todo el mundo que vivimos de mi pensión y que lo único que poseemos es esta casa?
Montalbano, que se encontraba muy cerca de Fazio, lo oyó susurrar:
—¡Virgen santa! Entonces...
* * *
Ordenó a Gallo que lo dejara ante la casa de la compañera de Susanna, que se llamaba Tina Lofaro. La muchacha vivía en la calle principal del pueblo, en un edificio de tres pisos un tanto vetusto, como todos los del centro. El comisario estaba a punto de llamar al timbre del portero electrónico cuando se abrió la puerta y salió una mujer cincuentona con un carrito de la compra.
—No cierre, señora —dijo él.
La mujer sujetó la puerta con el brazo, debatiéndose entre la amabilidad y la prudencia; sin embargo, tras haber examinado de arriba abajo a Montalbano, accedió a su petición y se alejó. El comisario entró y cerró la puerta a su espalda. No había ascensor. Miró en los buzones y vio que la vivienda de los señores Lofaro correspondía al número seis, lo cual significaba que, habida cuenta de que en cada planta había dos apartamentos, tendría que subir tres pisos. No había anunciado previamente su visita, pues sabía por experiencia que la repentina aparición de un representante de la ley genera, en el mejor de los casos, cierto malestar incluso en las personas más honradas, las cuales se preguntan: «Pero ¿qué he hecho yo de malo?» Porque las personas honradas piensan siempre que han hecho algo malo, tal vez sin darse cuenta. Mientras que las que no lo son creen que han actuado siempre con honradez. Por consiguiente, tanto los honrados como los que no lo son experimentan cierta inquietud, lo que sirve para descubrir grietas en la coraza defensiva de todos ellos.
De modo que cuando llamó al timbre, confió en que fuese Tina quien abriera. Pillada desprevenida, la muchacha revelaría con toda certeza si Susanna le había confiado algún secretillo que resultara útil para las investigaciones. Abrió la puerta una joven de veintitantos años, feúcha y baja, regordeta y con gafas de gruesos cristales. Sin duda era Tina. Y el factor sorpresa funcionó. Pero al revés.
—Soy el comisario Mon...
—... talbano, ¡seguro! —dijo la joven con una sonrisa que le rasgó el rostro de oreja a oreja—. ¡Madre mía, qué maravilla! ¡Jamás habría imaginado que algún día lo conocería! ¡Qué increíble! ¡Estoy sudando de emoción! ¡Qué alegría!
Montalbano parecía haberse convertido en una marioneta sin hilos. No podía moverse. En su confusión constató un fenómeno: la joven había empezado a emitir un vapor acuoso que la envolvía por todas partes. Tina se estaba derritiendo como un trozo de mantequilla expuesto al sol estival. Después la chica le tendió una sudorosa mano, lo agarró por la muñeca, tiró de él y cerró la puerta. A continuación permaneció extática y muda ante él, con el rostro rojo como una sandía madura, las manos unidas en actitud de oración y los ojos brillantes. Por un momento el comisario se sintió la virgen de Pompeya.
—Quisiera... —se aventuró a decir.
—¡Por supuesto! ¡Disculpe! ¡Venga conmigo! —dijo Tina despertando del éxtasis y lo precedió hacia el consabido salón—. ¡Cuando lo he visto en la puerta, en carne y hueso... por poco me desmayo! ¿Cómo está? ¿Ya se ha recuperado? ¡Qué increíble! Lo veo siempre que sale en la televisión. ¿Sabe?, soy una gran aficionada a la novela negra, pero usted, comisario, es mucho mejor que Maigret, que Poirot, que... ¿Un café?
—¿Quién? —preguntó Montalbano, aturdido. Como la joven hablaba sin interrupción, había oído «Tucafé», quizá un personaje creado por algún escritor sudamericano que él no conocía.
—¿Le apetece un café?
Puede que lo necesitara.
—Sí, si no es molestia...
—¡Pero qué dice! Mamá ha salido hace un momento a comprar y la asistenta no viene hoy, pero se lo preparo yo en un santiamén.
Desapareció. ¿Estaban solos? El comisario se preocupó. Aquella chica parecía capaz de cualquier cosa. Oyó un ruido de tacitas y una especie de murmullo proveniente de la cocina. ¿Con quién charlaba si había dicho que no había nadie en casa? ¿Hablaba sola? Se levantó y se dirigió despacio a la cocina, la segunda puerta a la izquierda. Tina hablaba en voz baja por el móvil.
—¡Te digo que está aquí, en mi casa! ¡No, no es broma! ¡Se ha presentado de repente! Si llegas antes de diez minutos, seguro que todavía lo encuentras. Ah, Sandra, avisa a Manuela, que también querrá venir. Ah, y trae la cámara. Nos haremos una foto con él.
Montalbano volvió sobre sus pasos. ¡Lo que faltaba! ¡Tres veinteañeras asaltándolo como a una estrella de rock! Decidió librarse de Tina en menos de diez minutos. Se bebió el café quemándose los labios y empezó con las preguntas. Pero como el efecto sorpresa no había resultado en el sentido que él esperaba, apenas obtuvo nada de aquella conversación.
—Amigas, lo que se dice amigas, yo diría que no. Nos conocimos en la universidad, y cuando descubrimos que las dos vivíamos en Vigàta, decidimos preparar juntas el primer examen, así que desde hace un mes o algo más ella venía a casa de cinco a ocho de la tarde.
»Sí, creo que quiere mucho a Francesco.
»No, no me ha hablado de nadie más.
»No, ni siquiera de chicos que la cortejaran.
»Susanna es generosa, leal, pero no puede decirse que sea una persona extrovertida. Tiende a guardárselo todo dentro.
»No, anoche se fue como de costumbre. Y quedamos para hoy a las cinco.
»En los últimos tiempos estaba como siempre. La salud de su madre era una preocupación constante para ella. A eso de las siete hacíamos una pausa en el estudio y ella aprovechaba para llamar a casa y preguntar cómo se encontraba su madre. Sí, ayer también lo hizo.
»Comisario, yo no creo que se trate de un secuestro. En ese aspecto estoy bastante tranquila. ¡Oh, Dios mío, qué bonito, ser interrogada por usted! ¿Quiere saber mi opinión? ¡Virgen santa, qué alegría! ¡El comisario Montalbano quiere conocer mi opinión! Pues mire, creo que Susanna se ha ido por su propia voluntad y que regresará dentro de unos días. Ha decidido tomarse un descanso, ya no resistía ver cómo su madre se apagaba día tras día y noche tras noche.
»¡Cómo! ¿Ya se va? ¿No me pregunta nada más? ¿No puede esperar cinco minutos para hacernos una foto juntos? ¿No me citará en la comisaría? ¿No?
En cuanto vio que Montalbano se levantaba, Tina brincó de su butaca e hizo un movimiento que él interpretó erróneamente como un principio de danza del vientre. Se asustó.
—La citaré, la citaré —dijo, dándose prisa hacia la salida.
Cuando vio aparecer al comisario, Catarella por poco se desmaya.
—¡Virgen santa, qué alegría! ¡Virgen santa, qué contento estoy de verlo nuevamente de nuevo por aquí,
dottori
!
Montalbano acababa de entrar en su despacho cuando la puerta golpeó estrepitosamente contra la pared. Como ya había perdido la costumbre, se asustó.
—¿Qué pasa?
Catarella jadeaba en el umbral.
—Nada,
dottori
. Se me ha ido la mano.
—¿Qué quieres?
—¡Ah,
dottori, dottori
! ¡La felicidad de su llegada me lo ha quitado de la cabeza! Pasa que el señor jefe superior lo buscaba con urgencia urgentísima.
—Muy bien, llámalo y pásamelo.
Catarella lo hizo.
—¿Montalbano? Antes que nada, ¿cómo está?
—Bastante bien, gracias.
—Me he tomado la libertad de llamarlo a su casa, pero su... la señora me ha dicho... y entonces...
—Dígame, señor jefe superior.
—Me he enterado del secuestro. Una historia muy fea, ¿no le parece?
—Feísima.
Los superlativos con el jefe superior siempre daban resultado. Pero ¿a qué venía aquella llamada?
—Verá... lo llamo para que se reincorpore al servicio, momentáneamente se entiende, y siempre que usted esté en condiciones de... Tarde o temprano, el
dottor
Augello habrá de coordinar las investigaciones in situ y no tengo a nadie que pueda sustituirlo en Vigàta. ¿Me comprende?
—Por supuesto.
—Muy bien. Le comunico oficialmente que el
dottor
Minutolo se encargará de las investigaciones, ya que, siendo calabrés...
Pero ¿qué estaba diciendo? Minutolo era de Ali, en la provincia de Mesina.
—... siendo calabrés, es experto en secuestros.
Por lo tanto, siguiendo rigurosamente la lógica del jefe superior Bonetti-Alderighi, bastaba con que uno fuera chino para ser experto en fiebre amarilla.
—Le ruego que no interfiera, como tiene por costumbre, en el trabajo ajeno —prosiguió—. Limítese a ejercer una acción de apoyo o, como máximo, desarrolle de modo independiente alguna línea de investigación lateral que no lo canse demasiado y que pueda confluir con la principal del
dottor
Minutolo.
—¿Puede ofrecerme algún ejemplo práctico?
—¿De qué?
—De cómo puedo confluir con el
dottor
Minutolo.
Se divertía haciéndose el imbécil con el jefe superior, pero lo malo era que éste lo creía de veras un imbécil total. Bonetti-Alderighi lanzó un suspiro tan profundo que Montalbano lo oyó. Tal vez fuera mejor no insistir con el jueguito.
—Disculpe, disculpe, creo que lo he comprendido. Si la investigación principal la lleva adelante el
dottor
Minutolo, él sería algo así como el río Po y yo su afluente, el Dora Riparia o el Dora Baltea, da igual. ¿Correcto?
—Correcto —contestó con tono cansino el jefe superior, y colgó.
Lo único positivo de la llamada era que la investigación se había encomendado a Filippo Minutolo, llamado Fifì, una persona inteligente con la que se podía razonar.
Telefoneó a Livia para decirle que lo habían incorporado de nuevo al servicio, aunque sólo para desempeñar el papel del río Dora Riparia (o Baltea). Pero no contestó. Seguramente había ido a dar una vuelta en coche por el valle de los templos o al museo, como hacía siempre que estaba en Vigàta. La llamó al móvil. Nada. Estaba apagado. Más concretamente, el contestador le dijo que el abonado en cuestión no podía atenderlo en ese momento. Y aconsejaba volver a probar al cabo de un rato. Pero ¿cómo conseguir que te atendiera alguien que no podía hacerlo? ¿Sólo probando y volviendo a probar al cabo de un rato? Por regla general, los teléfonos daban respuestas absurdas. Decían, por ejemplo, que tal número no existía. Pero ¿cómo se atrevían a hacer semejante afirmación? Todos los números que a uno se le ocurran existen. Si fallara un número, uno solo, en la secuencia infinita de los números, todo el mundo se hundiría en el caos. ¿Eran conscientes de eso los de los teléfonos?