—Mira, haz una cosa, ponte en contacto con Fazio y dile que me telefonee ahora mismo aquí a Marinella.
Colgó.
—¡Esto parece un mercado! —dijo una voz a su espalda.
Montalbano se giró. Era Livia, con los ojos brillantes de rabia. No llevaba la bata, sino la camisa que él había utilizado la víspera. Al verla de aquella manera sintió el impulso de abrazarla, pero se contuvo, pues sabía que de un momento a otro recibiría la llamada de Fazio.
—Livia, te lo ruego, mi trabajo...
—Tu trabajo deberías hacerlo en la comisaría. Y sólo cuando estés de servicio.
—Tienes razón. Te lo ruego, vuelve a la cama.
—¡Pero qué cama ni qué cama! ¡Ya me has despertado! Voy a la cocina a preparar café.
Sonó el teléfono.
—Fazio, ¿tienes la bondad de explicarme qué coño está ocurriendo? —preguntó Montalbano levantando la voz; las precauciones ya no eran necesarias, pues Livia no sólo se había despertado sino que estaba enfadada.
Y en efecto, ella le gritó desde la cocina:
—No digas palabrotas.
—Pero ¿no se lo ha dicho Catarella?
—Catarella no me ha dicho una puñetera mierda.
—¿Quieres parar, sí o no? —dijo Livia.
—Me ha hablado sólo del secuestro de un ciclomotor, un secuestro que no han realizado ni los carabineros ni la Policía Fiscal. Entonces, ¿qué cojones...
—¡Te he dicho que basta!
—... venís a contarme a mí? ¡Comprobad si ha sido la Guardia Urbana!
—No,
dottore
. El secuestro se refiere en todo caso a la propietaria del ciclomotor.
—No entiendo.
—
Dottore
, han secuestrado a una persona.
¿Una persona secuestrada? ¿En Vigàta?
—Explícame dónde estáis, voy enseguida —dijo sin pensar.
—
Dottore
, es muy complicado llegar aquí. Dentro de una hora como máximo, si le parece bien, estará en su puerta el coche de servicio. Así no tendrá que conducir.
—De acuerdo.
Se dirigió a la cocina. Livia había puesto la cafetera al fuego y estaba extendiendo el mantel sobre la mesa. Al alisarlo se inclinó toda hacia delante, y la camisa del comisario le quedó un poco corta.
Montalbano no pudo reprimirse. Avanzó dos pasos y la abrazó por detrás.
—Pero ¿qué te pasa ahora? —preguntó Livia—. ¡Anda, déjame! ¿Qué pretendes?
—Intenta adivinarlo.
—Pero puede hacerte da...
El café salió. Nadie apagó el fuego. El café borboteó. El fuego permaneció encendido. El café empezó a hervir. Nadie se preocupó. El café rebosó de la cafetera, se derramó y apagó el fuego. El gas continuó saliendo.
—¿No notas olor a gas? —preguntó lánguidamente Livia al cabo de un rato, soltándose del abrazo del comisario.
—No —contestó Montalbano, que tenía el olfato anegado en el perfume de ella.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Livia, y corrió a cerrar el gas.
A Montalbano le quedaban veinte minutos escasos para afeitarse y ducharse. El café, hecho por secunda vez, se lo bebió de un trago porque ya estaban llamando a la puerta. Livia ni siquiera le preguntó adónde iba ni por qué. Había abierto la ventana y permanecía tumbada con los brazos levantados hacia los rayos de sol.
Por el camino, Gallo le contó lo que sabía del asunto. La muchacha secuestrada —pues ya no parecía haber ninguna duda de que se trataba de un secuestro— se llamaba Susanna Mistretta, era muy guapa, acababa de matricularse en la Universidad de Palermo y estaba preparando su primer examen. Vivía con sus padres en un chalet en el campo, a cinco kilómetros del pueblo. Desde hacía aproximadamente un mes, iba todas las tardes a estudiar a casa de una amiga de Vigàta, y después, a eso de las ocho, regresaba en el ciclomotor.
La víspera, tras aguardar su llegada durante una hora, su padre telefoneó a la amiga de su hija, que le dijo que Susanna había salido como siempre a las ocho, minuto más, minuto menos. Entonces el hombre llamó a un chico del que su hija se consideraba novia, que se mostró sorprendido porque se había visto con ella en Vigàta antes de que fuera a casa de su amiga y le había dicho que esa noche no iría al cine con él porque tenía que volver a casa a estudiar.
Al oír eso, el padre empezó a preocuparse de verdad. Ya había llamado varias veces al móvil de su hija, pero estaba apagado. En cierto momento, el teléfono de la casa sonó y él corrió a contestar pensando que sería ella. Pero era su hermano.
—¿Susanna tiene un hermano?
—No, señor, es hija única.
—Entonces ¿el hermano de quién? —preguntó desesperado Montalbano, pues entre lo rápido que conducía Gallo y la carretera llena de baches por la que circulaban, le dolía no sólo la cabeza sino también la herida.
El hermano en cuestión era el del padre de la chica secuestrada.
—Pero ¿es que ninguna de esas personas tiene nombre? —inquirió el comisario, exasperado, con la esperanza de que el conocimiento de los nombres le permitiera seguir mejor el relato.
—Por supuesto, cómo no, pero a mí no me lo han dicho —contestó Gallo, y añadió—: El hermano del padre de la secuestrada, que es médico...
—Llámalo el tío médico —sugirió Montalbano.
El tío médico llamaba para interesarse por su cuñada. Es decir, por la madre de la secuestrada.
—¿Y eso por qué? ¿Se encuentra mal?
—Sí, señor
Dottore
, pero que muy mal.
Entonces el padre informó al tío médico de lo ocurrido.
—No, en este caso tienes que decir «a su hermano».
Entonces el padre informó a su hermano de la desaparición de Susanna y le rogó que acudiera al chalet para atender a la enferma, y así él podría dedicarse por entero a la búsqueda de su hija. El médico llegó a la casa pasadas las once, tras resolver los compromisos que tenía pendientes.
El padre cogió el coche y recorrió una y otra vez el camino que solía tomar Susanna. A esas horas y en invierno no se veía ni un alma. En cierto momento se le acercó un ciclomotor. Era el novio de Susanna, que había llamado al chalet y el tío médico le había dicho que aún no tenían noticias. El muchacho le dijo al padre que iba a rastrear toda la carretera de Vigàta para ver si encontraba al menos el ciclomotor. El padre continuó buscando, incluso se paró a escudriñar en el interior de los coches estacionados. Cuando regresó a casa, eran casi las tres de la madrugada, y le sugirió a su hermano que llamara a todos los hospitales de Montelusa y Vigàta. Pero sólo obtuvieron respuestas negativas, lo cual los tranquilizó por una parte y por otra los alarmó. Así perdieron otra hora.
Después de un buen rato de dar vueltas por la campiña entraron en un camino de tierra batida. Gallo interrumpió su relato y señaló una casa que había unos cincuenta metros más adelante.
—Ése es el chalet.
Montalbano no tuvo tiempo de verlo porque Gallo giró a la derecha, enfilando otro sendero en pésimo estado.
—¿Adónde vamos?
—Al lugar donde han encontrado el ciclomotor.
Lo había descubierto el novio de Susanna. Tras haber buscado en vano por las calles de Vigàta, regresó al chalet por el camino más largo, y allí, a unos doscientos metros de la casa de la chica, vio el vehículo abandonado y corrió a avisar al padre.
Gallo se detuvo detrás del otro automóvil de servicio. Montalbano bajó y Mimì Augello se acercó a él.
—Esta historia pinta mal, Salvo. Por eso te he molestado.
—¿Dónde está Fazio?
—En el chalet, con el padre. Por si los secuestradores dan señales de vida.
—¿Se puede saber cómo se llama el padre?
—Salvatore Mistretta.
—¿Y a qué se dedica?
—Era geólogo. Ha recorrido medio mundo. Aquí está el ciclomotor.
Apoyado contra el murete construido sin argamasa que rodeaba un huerto, se encontraba el ciclomotor, en perfecto estado, sin abolladuras, con tan sólo una leve capa de polvo. Galluzzo estaba inspeccionando el huerto en busca de alguna pista, y lo mismo estaban haciendo Imbrò y Battiato en el sendero.
—¿Y el novio de Susanna...? Por cierto, ¿cómo se llama?
—Francesco Lipari.
—¿Dónde está?
—Lo he enviado a casa. Estaba muerto de cansancio y preocupación.
—Y ese Lipari... ¿No habrá sido él quien cambió de sitio el ciclomotor? A lo mejor lo encontró tirado m medio del camino y....
—No, Salvo. Ha jurado una y mil veces que lo descubrió tal como lo estás viendo ahora.
—Deja a alguien de guardia. Que nadie lo toque. De lo contrario, los de la Científica armarán la gorda. ¿Habéis encontrado algo?
—Nada de nada. Y eso que la chica llevaba una mochila con sus libros y sus cosas: el móvil, un billetero que guardaba siempre en el bolsillo trasero de los vaqueros, las llaves de casa... Nada. Es como si se hubiera cruzado con algún conocido y se hubiera parado a charlar un rato con él.
Pero Montalbano no parecía escucharlo. Mimì se dio cuenta.
—¿Qué ocurre, Salvo?
—No lo sé, pero algo no encaja —murmuró.
Retrocedió unos pasos, como quien se aparta de un objeto para contemplarlo mejor. Augello lo imitó pero sólo porque era el comisario.
—Está colocado al revés —dijo al fin Montalbano.
—¿Qué?
—El ciclomotor. Fíjate. Está en dirección a Vigàta.
Mimì movió la cabeza.
—Es cierto. Pero está a la izquierda del sendero es decir, en dirección contraria. Si iba a Vigàta, debería estar apoyado en el muro de enfrente.
—¡A los ciclomotores les importa un carajo ir en dirección contraria! ¡Pero si te los encuentras hasta en el rellano de casa! ¡Hasta por los cojones te pasan estos cacharros! Bueno, dejémoslo. Si la chica venía de Vigàta, el vehículo debería estar en sentido contrario. Y ahora yo me pregunto: ¿por qué está colocado de esta manera?
—Por Dios, Salvo, los motivos pueden ser muchos. Quizá le resultara más cómodo realizar un giro para apoyarlo contra el muro... o tal vez retrocediese unos metros al reconocer a alguien...
—Todo puede ser —lo cortó Montalbano—. Voy al chalet. Cuando hayáis terminado de buscar por aquí, reuníos allí conmigo. Y recuerda dejar a alguien de guardia.
El chalet de dos plantas debía de haber sido muy bonito en otros tiempos, pero ahora mostraba demasiadas señales de desidia y abandono. Y las casas, cuando uno ya no tiene la cabeza para dedicarse a ellas, lo notan y parecen hundirse en una vejez prematura. La sólida verja de hierro forjado estaba entornada.
El comisario entró en un espacioso salón decorado con oscuros y macizos muebles dieciochescos que a primera vista le pareció un museo, de tan lleno como estaba de estatuillas de antiguas civilizaciones precolombinas y máscaras africanas. Recuerdos de viajes del geólogo Salvatore Mistretta. En un rincón había dos sillones y una mesita con el teléfono y un televisor. Fazio y un hombre que debía de ser Mistretta estaban sentados en los sillones sin apartar los ojos del teléfono. Al ver entrar a Montalbano, el hombre miró a Fazio con expresión inquisitiva.
—Es el señor comisario Montalbano. Éste es el señor Mistretta.
El hombre se le acercó con la mano tendida y Montalbano se la estrechó en silencio. El geólogo era un sexagenario de rostro tan cocido como el de las estatuillas precolombinas, hombros encorvados, pelo blanco y desgreñado y unos ojos claros que vagaban de un extremo a otro de la estancia como los de un drogadicto. Era evidente que la tensión interior lo estaba devorando.
—¿Ninguna noticia? —preguntó Montalbano.
El geólogo abrió los brazos con gesto desolado.
—Quisiera hablar con usted. ¿Podríamos salir al jardín?
De pronto, sin saber por qué, el comisario sintió que le faltaba el aire. Aquel salón le resultaba tétrico; no penetraba la luz a pesar de las dos grandes cristaleras. Mistretta titubeó y se dirigió a Fazio.
—Si por casualidad oye sonar la campanilla de arriba... ¿sería tan amable de avisarme?
—Faltaría más —contestó Fazio.
El jardín que rodeaba la casa ofrecía un aspecto de abandono; era como un campo de plantas silvestres marchitas.
—Por aquí.
Guió al comisario hasta un semicírculo de bancos de madera situado en una especie de oasis verde bien cuidado y ordenado.
—Aquí es donde Susanna viene a estu... —No logró acabar, se derrumbó sobre un banco.
El comisario se sentó a su lado y sacó el paquete de cigarrillos.
—¿Fuma?
¿Qué le había recomendado el doctor Strazzera? «Procure abandonar el tabaco, si puede.» Pero ahora no podía.
—Lo había dejado, pero en estas circunstancias... —dijo Mistretta.
¿Lo ve, mi querido doctor Strazzera, como algunas veces no se puede prescindir de eso?
El comisario le alargó un cigarrillo y se lo encendió. Fumaron unos momentos en silencio y después Montalbano preguntó:
—¿Su mujer se encuentra mal?
—Se está muriendo.
—¿Se ha enterado de lo ocurrido?
—No. Está bajo los efectos de sedantes y somníferos. Mi hermano Carlo, que es médico, ha pasado la noche con ella. Se ha ido hace un rato. Pero...
—¿Pero?
—Incluso en ese estado de sueño inducido, mi mujer sigue llamando a Susanna como si presintiera que algo...
El comisario notó que empezaba a sudar. ¿Cómo abordar el tema del secuestro de su hija con un hombre cuya mujer se estaba muriendo? Quizá debería adoptar un tono burocrático-oficial, ese tono que, por su propia naturaleza, suele prescindir de cualquier rasgo de humanidad.
—Señor Mistretta, debo informar del secuestro a las autoridades competentes: el juez, el jefe superior de policía, mis compañeros de Montelusa... Y téngalo por seguro, la noticia llegará a oídos de algún periodista que se presentará aquí de inmediato con la inevitable cámara de televisión... Si no lo he hecho antes es porque quería estar seguro.
—¿Seguro de qué?
—De que se trataba de un secuestro.
El geólogo lo miró sorprendido.
—¿Y de qué otra cosa podría tratarse?
—Quiero advertirle de antemano que me veo obligado a hacer algunas suposiciones desagradables.
—Lo comprendo.
—Una pregunta. ¿Su mujer necesita muchos cuidados?
—Constantes, día y noche.
—¿Quién la atiende?
—Nos turnamos Susanna y yo.
—¿Desde cuándo se encuentra en estas condiciones?
—Su estado se agravó hace unos seis meses.