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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Histórico, Romántico

La página rasgada (19 page)

BOOK: La página rasgada
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—¡Que me hacen daño, abuela! —seguía yo protestando.

—Calla, insolente —me regañaba, a lo que asentía la portera—. Si son preciosos.

Petra, la portera, era un bicho para los chiquillos de la finca, siempre imprecando:

—¡Niña, no juegues ahí! ¡No grites tanto! ¡Cerrar la puerta, que nos helamos! ¡Niño, a jugar a la calle!

Bajita, vestida de oscuro siempre, como un cuervo, de gesto avinagrado, con el cabello oscuro muy tirante y los zorros en la mano sacudiendo puertas y barandilla como si tuviera algo contra ellos. A mí me recordaba a la madrastra de Blancanieves. Era el azote de los críos y la Gaceta de los adultos. Desde ese día en que murió el abuelo me cayó aún peor, hasta el punto de llegar a desearle, lo admito con vergüenza, que hubiera sido preferible que fuera ella quien nos dejara.

Mezclando todas esas reflexiones, apartada en el rincón, rumiando una pérdida cuyo significado no entendía, la señora que vivía en la puerta continua a la nuestra, una beata de las que se vestían de negro riguroso y atravesaban el pasillo central de la parroquia de rodillas con el rosario en la mano dándose golpes de pecho, pero insensible a la necesidad ajena por muy menesteroso que fuera el pobre que solicitaba una limosna, se acercó a mí muy tiesa. Al verla se me vino a la cabeza lo que decía los domingos, cuando salía para ir a misa:

—Rezaré por vosotros, sobre todo por ti, Fernando, que eres un ateo.

—Rece, doña Jacinta, rece —contestaba siempre mi padre con una sonrisa irónica—, que falta nos hace.

Doña Jacinta inclinó su huesudo cuerpo y me tomó del brazo tirando de mí.

—Vamos, niña, ven conmigo a casa de Carmen.

Me deshice de la argolla de fríos dedos que me sujetaba y me enderecé.

—Quiero ver a mi abuelo.

—¡No digas majaderías, Nuria! Aquí estás estorbando.

Protagonicé tal alboroto que se me recordó hasta muchos años después.

Aún sigo sin explicarme lo que pasó por mi cabeza en ese momento, pero seguro que fue esa vena roja de la que a veces hablaba mi padre cuando se cabreaba. Toda la rabia, la impotencia y la pena se fusionaron en el volcán en erupción que era una niña como yo en su desamparo. ¿Quién era ella para intentar sacarme de mi casa? ¿Con qué derecho quería privarme de lo yo más deseaba, en ese momento despedirme de mi abuelo, mirarle a la cara por última vez antes de que ese Dios cruel al que todos nombraban con tanta ligereza se lo llevara definitivamente? Educada en el recato y los principios del respeto nunca debí rebelarme del modo en que lo hice, socavando la armonía vecinal por la que tanto se había luchado en casa. Me desagradaron sus maneras porque, en realidad, nunca me gustaron sus hechuras de bruja. Mi paciencia explotó:

—¡Aquí la única que estorba es usted! —grité a pleno pulmón, con los ojos saltones y roja de ira.

Casi le da un soponcio.

—¡Yo, que sólo estoy aquí para ayudar, que he echado una mano a tu madre para amortajar el cuerpo, que he rezado por el alma de tu abuelo! ¡Hay que ver la insolente! ¡Claro que no es de extrañar con la educación que recibes, que ni siquiera entiendo cómo te han dado la comunión!

La llamé algo muy gordo, fruto de las palabrotas escuchadas en boca de mi abuela, propensa a regalar adjetivos a todo el mundo. El caso fue que a las voces acudió mi madre y alguna otra vecina. Hubiera querido estrangular a doña Jacinta, pateado sus esqueléticas canillas enfundadas en medias oscuras, pisado el callo del que siempre se estaba quejando. Todo lo que hice fue aporrear la puerta con mis pequeños puños y la punta de mis zapatos de Segarra, que eran como acorazados.

—¡Quiero ver a mi abuelo! ¡Quiero verlooooooooooo! —chillaba fuera de mí, atizando golpes por doquier.

Mi pobre madre, deshecha por un dolor que se pintaba en su rostro, se puso de hinojos ante mí, tomó mi cara entre sus manos, unas manos tan frías como los sucesos del día, y trató de calmarme.

—Nuria, cariño, el abuelito está dormido.

—No. Está muerto, lo he oído —negué rompiendo, entonces sí, a llorar—. ¿Por qué se ha ido sin despedirse de mí?

—Nuria…

—Tengo que decirle adiós, mamá. Tengo que hacerlo —hipaba con desconsuelo—. No puede irse sin mi beso, ¿no lo entiendes? ¿Quién va a besarlo desde ahora?

Mi madre se abrazó a mí, convulsionándose por el llanto que se mezclaba con el mío, dando rienda suelta a nuestra pena. A ella acababan de robarle un padre; a mí, a un ser que, bajo mi prisma infantil, merecía no morir nunca.

Enjugándose las lágrimas se incorporó, me tomó de la mano y lentamente, como si nuestras piernas fueran de plomo, recorrimos el pasillo hasta la habitación donde habían instalado el ataúd.

Era la primera vez que yo veía una caja de ésas. Me pareció horrible. Grande, oscura, apenas si cabía en ella el grueso cuerpo de mi abuelo, que parecía encajado. Se me vino la idea de que no podía estar cómodo.

Mi aparición en el velatorio —en ese tiempo se hacía en las casas— debió sorprender a los asistentes, que me miraban atónitos. Mi abuela, tan enlutada como las demás mujeres, hizo intención de levantarse de la silla que ocupaba, pero la que estaba a su lado la retuvo. Elevé los ojos hacia mi madre porque no entendía aquella reunión de gente silenciosa y caras largas vestidas de negro, sentadas alrededor del féretro. Ni el motivo por el que grandes cirios ardían en la cabecera del cajón donde habían colocado al abuelo.

La ventana estaba cerrada, las cortinas echadas, impidiendo que entrara la luz del día, olía a cera derretida y a algo más que no identifiqué.

Y para colmo, habían cubierto el rostro de mi abuelo con un paño blanco.

—¿Por qué…? —no pude terminar. Mi madre me abrazó con fuerza por los hombros, se inclinó hacia mi oído y susurró muy bajito.

—Sé que eres valiente, Nuria, pero no deberías estar aquí.

—Tengo que despedirme —insistí, en el mismo tono tenue que ella empleara.

—Luego tendrás pesadillas, cariño.

—No.

—Tesoro, nunca has visto a alguien que se ha… que ha…

—¿Muerto?

La vi tragar saliva. Eché una ojeada a los presentes, todos pendientes de mí como si yo fuera un bicho raro, y de mi madre, a quien dirigían miradas inquisitivas. Una de las mujeres se levantó y se acercó.

—¿Te has vuelto loca, María del Mar? Saca de aquí a la niña.

La duda se apoderó de la cara de mi madre que se mantuvo en silencio y luego asintió. Me di cuenta de que me iban a prohibir hacer lo que yo estaba deseando. Terca ya desde pequeña me aferraba a lo que defendía con uñas y dientes, sin importarme las consecuencias. Sin que tuvieran tiempo de reaccionar me aupé sobre el ataúd y retiré el paño que cubría el rostro de mi abuelo querido.

Oí que gemían, no sé si fue mi madre, y la angustiada voz de mi abuela rezando.

Mi abuelo Rafael tenía el rostro morado. Me extrañó tanto que me quedé atónita. Una mano me agarró del brazo y tiró de mí. Me deshice del contacto como pude, sin apartar los ojos de una cara que siempre fue sonrosada, salpicada de ligeras venillas azules en las mejillas. Mil preguntas se agolparon en mi mente pero no busqué respuestas, no las necesitaba. Estuviera como estuviese, la desagradable visión era un hombre al que quería. Apoyé mis pequeñas manos en el borde del ataúd, me incliné hacia él y deposité un beso en su frente.

Aún ahora sigo sin explicarme por qué no se me derramaban las lágrimas si me escocían los ojos a más no poder. Estaba aturdida, pero sobre todo cabreada, indignada. Me sentía víctima de un ultraje, pero no lo comprendí hasta mucho después, cuando pasó el tiempo.

—Nuria, por Dios… —rogaba mi madre.

Una vez logrado mi objetivo me quedé como una estatua. La mano arrugada de mi abuela volvió a tapar la cara de mi abuelo y entonces sí, clavando en ella mi mirada, viendo la suya acuosa, dejé que me sacaran del cuarto perdiéndose los cuchicheos a mis espaldas. Regresé al rincón de la entrada y volví a sentarme en el suelo. Nadie pudo moverme de allí.

Se decía que el abuelo había muerto por culpa de mi abuela.

—Lo ha matado ella —escuché musitar a la del primero cuando abandonaba la casa.

—Desde luego no le ha puesto una pistola en el pecho, pero dejarle bajar y subir tantas veces esta maldita escalera…

—Estaba grueso y a veces subía los cinco pisos congestionado.

Si fue culpa de la abuela o propia, acaso por acceder a alguna de sus peticiones, nunca lo supe. Pero lo cierto fue que el abuelo llegó a casa boqueando, se metió en el baño, se sentó en la taza y cuando se agachó para subirse los pantalones ya no le fue posible incorporarse.

—Tu padre estaba arreglando el piso del cuarto, el de don Sebastián —me explicó Carmen, la única que se avino a charlar conmigo y responder a las preguntas que le hice sobre lo que había pasado—. Le avisamos de inmediato. Subió a la carrera y entre él y mi marido llevaron a tu abuelo a la cama.

—¿Ya estaba muerto?

—No, cariño, aunque su corazón se había parado. Tu padre le aplicó masajes en el pecho intentando que volviera a latir. Nuria, olvida todo —me atusaba las trenzas con cariño—, el abuelito está ahora en un lugar mejor y es feliz.

—El abuelo es feliz aquí, con nosotros. ¿Dónde se lo van a llevar?

—Al cielo.

—Allí no conoce a nadie.

Ella calló, porque no se puede rebatir la fuerza de la razón por más que venga de una niña. O precisamente por eso.

Mi padre había conseguido mantener vivo al abuelo hasta la aparición del doctor, pero ya no había solución. Ahora estaba a mi lado, sin reparar en mi diminuta presencia ni en la de Carmen —parecía como ido atendiendo a un señor de traje oscuro y cabello engominado que olía a colonia, con una carpeta negra bajo el brazo.

—¿Han pensado ya en los recordatorios? ¿En las flores?

Me extrañó el tono hosco con el que mi padre, que siempre trataba bien a todo el mundo, le respondió:

—¡Haga usted lo que le dé la gana!

Era un agente de seguros de la compañía de entierro, agrió el gesto y se marchó. Carmen, por enmendar la respuesta, acompañó al tipo al descansillo.

Yo clavé los ojos en mi padre. Nunca le había visto tan hundido, con la mirada perdida, tambaleándose levemente. Entró en la cocina, se apoyó en el quicio de la puerta y yo me acerqué en silencio, tratando de pasar desapercibida, de no molestar, cantinela que se habían encargado de repetirme que era lo que estaba haciendo al permanecer en casa.

Al final del pasillo, dentro del cuarto donde se estaba velando, escuché que empezaban a rezar el rosario. Entonces me di cuenta de que ni siquiera había dicho una oración por el abuelo y se me vino a los labios el Padrenuestro, letanía que quedó interrumpida viendo que mi padre se acodaba en la ventana, se mesaba el oscuro cabello y se echaba a llorar. Su cuerpo se convulsionó en sollozos desgarrados, gacha su cabeza encogida entre sus hombros.

Hasta ese día, yo veía en mi padre un ser especial, un súper-hombre, un héroe como los de aventuras que el abuelo solía comprarme en el quiosco, mi
Capitán Trueno
, mi
Príncipe Valiente
, mi
Jabato
; capaz de todo, al que nada ni nadie podía doblegar. Pero le vi llorar.

En ese instante dejó de ser el paladín de tebeo para convertirse en un ser de carne y hueso como los demás, que sufría, al que los zarpazos de la vida habían herido ya demasiadas veces. Se volvió completamente humano a mis ojos de niña. Lejos de sentirme defraudada, me embargó un tibio sentimiento que me impulsó a quererle aún más y abrazarme a sus piernas.

Se agachó, me envolvió entre sus fuertes brazos y se tragó las lágrimas. Ese vínculo eterno que no necesita palabras para expresarse fue lo que me hizo comprender que el abuelo Rafa se había marchado para siempre.

Mi abuela, entretanto y sin soltar un quejido, cumplía con su rol de viuda desolada guardando el féretro de su marido, desgranando entre sus dedos las cuentas de un rosario. Yo sabía de su sentimiento de pérdida, aunque nunca vi que le diera muestras de verdadero cariño en vida. Puede que el resto del mundo no lo advirtiera, pero yo sí, lo vi en sus ojos. La conocía demasiado bien y su aparente insensibilidad no era más que una coraza tras la que se parapetaba. Si a los demás la vida les había propinado rasguños, a la abuela la había cosido a puñaladas. Hasta ella, distante y dura como el pedernal, tenía claro que acababa de morir un hombre bueno, su fiel esposo.

23

Una Lube fue el explosivo que desencadenó la disputa más gorda que yo nunca viese en casa.

Una Lube. Una motocicleta de pequeña cilindrada que en la actualidad sería una porquería pero que, en aquel entonces, resultaba de extraordinaria utilidad para los desplazamientos de mi padre.

A causa de su compra se desvelaron todos los trapicheos de la abuela y fue consciente del vacío que se le hacía en todo el barrio.

Mis padres volvían a casa y, en la esquina, entraron a comprar unos caramelos para mí y para mi hermana, golosa donde las hubiera, en la tienda de ultramarinos de Silvestre.

—Buenas tardes. Póngame doscientos gramos de Sacis, haga el favor.

El tendero, sin devolverles el saludo, tomó una bolsa de papel de estraza y fue echando puñaditos sobre el plato de la báscula. Entretanto, un par de parroquianas sobaban las patatas, por si les encontraban grumos, chismorreando en voz baja y mirando de soslayo a mi padre. Él se dio cuenta, como se la dio mi madre, y el tendero, tal vez por quitar hierro al asunto, preguntó:

—¿Qué tal el trabajo? ¿Chungo?

—Todo lo contrario, jefe. Ahora hay trabajo hasta aburrirse. ¿Tiene algún familiar que esté parado? En la pintura hay tajo para entrar mañana mismo, si se quiere —respondió, tendiéndole una tosca tarjeta que ofrecía a los clientes con la leyenda: Pinturas Marey.

El gesto del tendero fue de sorpresa a la par que de estupor. Las dos comadrejas se quedaron mudas y tres pares de ojos se clavaron en mis progenitores como si de alienígenas se tratara. El señor Silvestre balbució algo, atendió a las dos cacatúas, salió de detrás del mostrador y sujetando a mi padre de un brazo habló con él.

—Belmonte, el droguero, me decía que no era cierto, muchacho, pero su suegra, su madre —especificó dirigiéndose a la mía—, cuenta tantas cosas…

—¿Qué cosas?

—Bueno, ya sabe…

—No. No sé. ¿Qué cosas? —empezaba a tensarse como cuerda de violín, con un pálpito de lo más negativo.

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