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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Histórico, Romántico

La página rasgada (18 page)

BOOK: La página rasgada
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Dos cosas hay en España

que no las hay en el mundo:

el Valle de los Caídos

y el Pozo el Tío Raimundo.

Mi padre tuvo un amigo que vivía en una de esas barracas. Tenía siete chiquillos, manteniéndose con lo que él ganaba en la construcción, trapicheando en compra-venta de metales o incluso regateando con «mandanga» que llegaba de África a través de «camellos» o legionarios. Su mujer no trabajaba, tenía de sobra con cuidar de su prole.

Al principio, cuando yo era muy pequeña e íbamos a hacerles alguna visita, la chabola constaba de sólo dos habitaciones, sin servicio y sin cocina, apenas dos cubículos en los que se arracimaban los nueve. Con el tiempo la fueron ampliando, todo un arte burlando a la policía y los municipales.

Se clavaban primero un par de palos sobre los que se tendía un toldillo.

—¿Qué es esto? —preguntaba la autoridad.

—No es más que un toldo para que se resguarden los chiquillos, señor guardia —contestaban—, no se me quemen al sol, ¿sabe usted?

Los policías no veían mayor inconveniente en el asunto, de modo que seguían su ronda hasta la próxima vez. Para entonces, ya había dos palos más y tal vez cuatro ladrillos o quizás un cuartito adosado al primero. Con tanto niño correteando y las inclemencias del tiempo ya no había remedio y lo dejaban correr.

O tenías medios o activabas la picaresca, siguiendo la vieja tradición de los autores de comedia de la Edad de Oro.

Pero nosotros vivíamos ya en la nueva casa, en las afueras de la capital, eso sí, rodeados por fábricas de madera, solares vacíos, prados y alguna que otra vaquería.

En aquel Madrid las vaquerías lindaban con los edificios vecinales y el olor de los animales impregnaba el aire y se expandía por la calle porque las puertas de madera de las cuadras estaban casi siempre abiertas. Algo así como la ilusión de poseer una casita en el campo.

21

Las relaciones entre mis padres y mi abuela acabaron por avinagrarse del todo cuando nos acomodamos en el barrio de Prosperidad.

Ante Emilia se abría un mundo nuevo con que nutrir el cotilleo y las fantasiosas mentiras que le gustaba esparcir sobre mi padre. Vecinos de antaño, agraciados también con esa promoción de viviendas y que se trasladaron con nosotros, ya conocían de sus argucias, pero no así los nuevos, maduros para la siembra de su cizaña, que apoyaba en su limitación física. Siendo así, ¡pobre mujer! ¿Cómo no creerla?

A sus marcadas dotes interpretativas había que sumar que le gustaba hablar con todo el mundo, desde la portera hasta el vendedor de periódicos; que se gastaba el dinero con el primero que la escuchaba diez minutos; que era una mujer de hacer regalos a los recién conocidos con tal de camelarlos. Le resultó muy fácil reunir a su alrededor a una serie de personajillos que asentían a cuanto decía, dando pábulo a injurias que a fuerza de repetirlas se convertían en asertos. Así fue tejiendo una leyenda negra que envolvió a mi padre como una mortaja.

—Es un borracho —contaba, apoyando su razón en un gesto despectivo—. Un pendenciero. Una bestia que maltrata a mi hija. Incluso se atreve con mi marido y hasta conmigo. Claro que conmigo no puede. ¡Vamos! Cualquier día le abro la cabeza con la muleta. ¡A mí con chulerías! ¡Que me he criado en el barrio de Chamberí y soy hija de mi madre!

El vecindario recién estrenado escuchaba esa sarta de barbaridades con los ojos como platos. Entonces no existían los Reality Shows, pero ya estaba mi abuela para proporcionarlos de modo gratuito incluso convidando a pasteles, en tanto mis padres ahorraban hasta el último céntimo.

Los mayores, los de su edad, la miraban con lástima. A la abuela le encantaba levantar compasión, así servía su ración de venganza contra mi padre. Si todos creían que era una mala persona, ella ganaba.

—Es terrible, señora Pepa, terrible vivir con un degenerado así, pero no me queda más remedio. ¿Dónde voy a ir yo, imposibilitada como estoy? Yo sé que si pudiera me enviaba a un asilo para que se hiciera cargo de mí la beneficencia. Mi pobre Rafa iría detrás, no crea, y eso que el único sueldo que entra en esa casa es el suyo, que me lo gasto en darles de comer y en pagar sus vicios.

Con el tiempo, yo conocí a algunas de esas personas, las que le bailaban el agua, porque las historias tardaron años en desaparecer. Mi padre era una oveja negra, pero el pobre no se enteraba porque salía de casa al amanecer y no regresaba hasta la noche, trabajando a veces en varias obras a la vez. Mi madre, que también se iba temprano a trabajar en la limpieza de una sala de cine, tampoco tenía tiempo para charlas vecinales, paraba lo justo en la tienda antes de subir a casa y ponerse a la máquina de coser. Por tanto, estaba tan ignorante como él.

—Un jodido borracho, se lo digo yo —insistía—, que se gasta todo en vino. Ya se sabe lo que pasa con el vino, señora Angustias, ya se sabe, que el vino es muy malo. Si lo sabré yo que tuve un marido así, menos mal que se murió, Dios le tenga en su gloria aunque me hizo padecer mucho.

Era el colmo de la infamia porque mi padre no bebía alcohol, su bebida era el café, era cafetero en grado sumo. Cuando no había más que malta, pues malta, pero si podía tomarse su cafelito, miel sobre hojuela. No era raro que tomara tacita tras tacita sin que sirviera de mucho que se le dijera lo malo que era para el corazón, a él su brebaje negro no se lo quitaba nadie cuando podía permitírselo. Pero de vino, nada. Nunca bebió, si acaso un culín de tinto al que añadía gaseosa hasta el borde, y eso en las celebraciones. Pero ya se sabe: difama, que algo queda.

—No me diga nada más, Emilia —siempre le bailaba el agua alguna de esas cotillas, más interesadas en las suciedades que salían por la boca de mi abuela que en la roña de sus espíritus mezquinos—. No me lo cuente. El otro día me crucé con él en la escalera y apestaba a vino.

Sí, hasta ese nivel se llegaba. Mi padre podía oler a pintura, a yeso, a barniz, al sudor del trabajo duro, a Varón Dandy los domingos, pero a vino era imposible. Ya se sabe que el rumor no suele ser aliado de la razón y la de los vecinos estaba abducida por los embustes.

Pero no hay mal que cien años dure. Poco a poco las cosas fueron mejorando, mi madre fue dejando de coser en casa y mi padre se estableció por su cuenta asociándose a su amigo Reyes. Tener más tiempo significó salir más a pasear por el barrio, llevarme al parque a jugar, empezar a hacer un poco más de vida social. Les extrañaba que a su paso, cuando saludaban, el que más y el que menos mirara a mi madre con lástima cuando no con sonrisas condescendientes.

—Qué raritos son en este barrio —comentaba mi padre, pero sin más.

Como a ellos no les gustaba meterse en la vida del prójimo se limitaban a no faltar a la cortesía.

Si mi padre iba solo era peor. Cuando se cruzaba con alguien, o no respondían a su saludo o lo miraban con aprensión.

De ese modo transcurría el tiempo y yo crecía quedándome a cargo de mi abuela hasta que a los tres años ingresé en el colegio. Como a mi madre le era imposible llevarme y traerme, era la abuela quien se encargaba de hacerlo y de darme la comida. Eso sirvió para afianzar en las mentes del vecindario, la convicción de que era ella la que mantenía la casa y hacía las veces de madre. Sin que yo fuera consciente de sus manejos, la estaba sirviendo de palanca para socavar el honor de mi padre. Pero es innegable que fue la abuela quien me crio, tal vez por eso se desarrolló en ella un cariño hacia mí que no tuvo para con nadie más. Ni siquiera para el abuelo Rafa cuando falleció.

22

¿Cómo se puede explicar la impotencia, el desfallecimiento, las ganas de gritar cuando no puedes, las de llorar sin lágrimas? ¿Cómo hacerlo si no entiendes bien lo que está pasando, si sólo sabes que la persona a la que quieres no va a estar más a tu lado? Esa mezcla de rabia, de desesperación, el dolor que late en la boca del estómago, la necesidad imperiosa de desahogo, tal vez rompiendo objetos, los que sean, para liberar la furia que te corta el aire y hace que tu corazón lata tan aprisa que se desboca como un potro.

¿Cómo puede una niña asumir esa primera verdad inmutable que viene a significar convivir con una herida que nunca va a cicatrizar en una vida apenas iniciada?

Siendo adulto puedes blasfemar, refugiarte en la fe, elevar la vista y preguntar a Dios por qué te carga con tal desgracia. Pero con pocos años sólo sabes que el castillo de naipes de un entorno que crees imperturbable se te viene abajo. Por eso, cuando aquel día mi hermana y yo llegamos del colegio y mi madre, tras llevar a Almudena a casa de una vecina, me dijo lo que sucedía, me quedé muda, no solté una lágrima, sólo dejé mi cartera y me refugié en un rincón de la entrada, sentada en el suelo y abrazándome las rodillas, como perro apaleado, tembloroso y abandonado. Fue como si el mundo se hubiera derrumbado sobre mi cabeza.

Me olvidé de las buenas notas del examen de matemáticas y la banda azul con la que se destacaba a las mejores estudiantes, que había vuelto a conseguir. Un distintivo que sólo servía para alardear ante las compañeras y rezar el rosario diario en lugar de privilegio, en la primera bancada. Yo ya estaba acostumbrada a ganármela y no me hacía tanta ilusión, pero a mi abuelo… Él la recibía como un logro personal que le llenaba de alegría.

Pero acababa de irse, así que ¿a quién demonios importaba ya la maldita banda azul?

—Nuria, princesa, vete a casa de Carmen a jugar con tu hermana. Aquí no puedes estar.

Levanté la mirada hacia mi madre. Doliente, me dejaba para saludar al vecino que acababa de entrar, porque la puerta estaba de par en par, estrechando su mano. Tras él, la portera con cara compungida, que le dio dos besos. Mi madre los recibía con ojos enrojecidos y las lágrimas surcándole las mejillas. Me pareció un títere al que hubieran cortado los hilos y así me sentí también, sin fuerzas para levantarme.

El desfile de personas era constante: unos entraban con cara larga, me revolvían el pelo en una caricia repleta de lástima y otros salían con la mirada húmeda; los hombres movían la cabeza y las mujeres —todas con ropa oscura— se santiguaban.

—Era un bendito.

—Pobre hombre, ¿quién iba a decirlo?

—Dios siempre se lleva a los mejores.

Las frases me sonaban huecas, como si nada tuvieran que ver conmigo y con mi abuelo. De tanto escucharlas se me antojaron insoportables. Por momentos, quería irme a casa de la vecina, donde Almudena trasteaba, ajena a todo porque aún era muy pequeña, pero yo a esa edad era una personilla de mente afilada a la que no bastaba una respuesta sin más. Quería, necesitaba saber el porqué de las cosas, llegar hasta el fondo, desenredar lo que parecía un misterio, como la noche de Reyes del año anterior, en que una vez más interpelé:

—¿Cómo es posible que los Reyes Magos puedan repartir tantos juguetes en una sola noche, abuelo?

No era la primera ocasión en que le preguntaba. No me cuadraba, por mucho que los camellos corriesen; simplemente me parecía imposible, el mundo era demasiado grande.

—Porque son magos, Nuria, por eso pueden —me contestaba muy serio.

Yo ya estudiaba geografía e incluso quebrados, caray, así que a otro perro con ese hueso. La curiosidad me impulsó a levantarme esa noche. Vigilé que mi hermana estuviera dormida y bien dormida como nos habían recomendado, de otro modo los Reyes no nos dejarían regalos, y me levanté con el mayor de los sigilos. En el comedor había una luz tenue y mi corazón empezó a latir a mil por hora, entre el temor de que los Magos de Oriente me pillasen despierta y me castigasen sin regalos, y la necesidad de averiguar. Mis padres y el abuelo Rafa estaban colocando los pocos juguetes que habían comprado.

—Este año nos hemos pasado con los gastos, María del Mar. Y a usted, abuelo, se le han ido las propinas.

—Todo es poco para mis nietas, hijo, todo es poco —repuso él.

Lo entendí todo escuchándoles. Lejos de ver derrumbados mis sueños infantiles una corriente de agradecimiento hacia los tres se expandió por mi cuerpo como una marea cálida. No pude ocultar por mucho tiempo que había descubierto el secreto que tanto me hizo soñar, como a tantos y tantos niños, hasta escuchar incluso los cascos de los camellos. Ahora cobraban otro sentido las palabras de mi abuelo: eran magos, sí, pero eran ellos, los mejores magos del mundo. Por eso en la Navidad que llegó meses después de la muerte del abuelo, sólo pedí una pistola de plástico. Me gustaban los juguetes de chicos y renegaba de las muñecas que no me motivaban nada. Yo prefería jugar al balón prisionero o al rescate. Como en años anteriores la carta a los Reyes constituía una lista tan larga que a veces tenía que utilizar dos cuartillas, mis padres se intrigaron por tan brusco viraje. Hube de confesar que les había visto.

Con la muerte de mi abuelo me embargó igual ansia de buscar la verdad. Necesitaba cerciorarme de si él, realmente, ya no estaba conmigo.

Desde luego no tenía muy claro el significado de la muerte, pero sí sabía que cuando murió una compañera de colegio nos dijeron que Dios se la había llevado con Él y no volvimos a verla más. Si al abuelo se lo llevaba también Dios, ni Almudena ni yo volveríamos a subirnos a su espalda para peinarlo, ni nos traería más bambas de nata, ni nos contaría cuentos.

—Rafael se ha librado ya de Emilia y de las penurias de la vida —escuché que decía una vecina que se llevaba a matar con la abuela.

Discreto como era, mi abuelo murió como había vivido, sin un grito ni una mala palabra, en silencio, como lo había hecho todo. Un día estaba tan alegre y al siguiente no existía.

En tales momentos, aislada en el rincón, viendo pasar el incesante ir y venir de todo el vecindario, recordé sus muecas de burla a espaldas de la abuela cuando ya estaba un poquito chispa en el convite de mi Primera Comunión, a cuenta de mis zapatos.

La abuela decidió comprarme los zapatos para la celebración porque le gustaban a ella. No recuerdo si eran bonitos o feos, simplemente que eran blancos y que me hacían daño. Lo dije al probármelos, pero ¿por qué iban a hacer caso a una cría de pocos años?

—Te están como un guante —sentenció.

—Pero ¿cómo le van a ir como un guante si se está quejando la niña? —aventuró el abuelo.

—Anda, calla la boca. ¡Qué sabrás tú! —cortó ella. Y así salimos de la zapatería con la caja bajo el brazo.

En cuanto llegamos a casa hizo que me los pusiera para pasearme por la finca, puerta por puerta, mostrándome a los vecinos como un trofeo, haciendo hincapié en que ella, y sólo ella, los había pagado.

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