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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Histórico, Romántico

La página rasgada (21 page)

BOOK: La página rasgada
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—¿Para qué tengo que arreglarme ahora?

—Vamos a casa de Cayetana.

—¿Otra vez?

—Las que hagan falta. Venga, muévete que se nos hace tarde.

—Pero si estuvimos la semana pasada.

—Calla y arreando, que es gerundio.

La abuela formaba parte de ese grupo de gente que, si se cae el techo de su casa, no les pilla dentro. En cuanto terminaba su novela, ponía pies en polvorosa, arrastrando con ella al abuelo… —Cuando vivía, siempre renegando el pobre hombre: que si no le dejaba descansar, que si tenía que soportar a las pedorras de sus amigas, que si se gastaban un dineral en pasteles y taxi va, taxi viene, que si ni siquiera le dejaba probar una copita de vino dulce—. Luego me tocó el turno de acompañarla a mí.

La muerte del abuelo había supuesto para ella una inyección de libertad, como si al ver el final más de cerca hubiese determinado aprovechar el tiempo que le quedaba con más bríos. Por otro lado, había cobrado el seguro de vida del abuelo. Cien mil pesetas de la época nada menos. Un buen pellizco si se tiene en cuenta que mi madre ganaba 105 pesetas a la semana. Así que empezar a gastar a manos llenas todo fue uno. Con los de fuera, eso sí, no con los de casa.

¡Qué buena falta nos hubiera hecho una ayuda por su parte! Pero mi padre se resistió a pedirle un duro aunque el jornal se les fue en medicinas para mí tras detectarme una gastritis de esas que no daban tregua.

—Prefiero robar a pedir un céntimo a semejante arpía —rebatía él a la insistencia de mi madre—. Mira lo que te digo, María del Mar, antes prefiero robar.

Al ser yo la nieta mayor, y estando mi hermana Almudena en la lista negra de la Corrompe desde que nació —nunca entendí el motivo de esa inquina—, en vida aún de mi abuelo, yo había sido un entretenimiento para ellos dos, el juguete del que presumían ante las amistades. El abuelo porque gozaba llevándome consigo a todas partes; ella porque veía en mí un trofeo que ganar a mi padre. Fui una niña melindrosa a la hora de las comidas, siempre ponía pegas, casi nada me gustaba, un suplicio para mi madre que apenas conseguía hacerme engullir dos bocados seguidos. Me resarcía cuando salía de visita o de paseo porque entonces no tenía más que pedir y me lo daban. Chorizo frito, calamares, morcilla. Lo que se me antojara. Ni mis abuelos, ni yo, ni mis padres, que no tenían idea de lo que yo comía fuera de casa, fuimos conscientes de que esa alimentación era puro veneno.

Empecé a vomitar todo cuanto comía. Sin saberlo, a punto estuve de irme al otro barrio.

—Son los nervios —recriminaba a mi madre la abuela—. Si es que a nadie se le ocurre dejar que la niña haga lo que le dé la gana, por el amor de Dios, que no sé en qué estás pensando, María del Mar. Apenas sabe limpiarse las narices y tú le das cumplimiento en todo.

—No son nervios —me defendía yo, acaloradamente—. Es que me duele el estómago.

—¡No te va a doler! Hasta el alma debería dolerte, pero no a ti, sino a tu madre, por burra.

—Cariño, ¿no habrás cogido frío?

—No, mamá. Ya sabes que me tapo muy bien y me pongo la bufanda.

La molestia remitía y a otra cosa, a veces estamos a punto de morir y a la media hora sanos y correteando como lebreles. Me seguía doliendo el estómago, pero para evitar oír las monsergas de la abuela, ocultaba el malestar. Lo que no pude ocultar fue la pérdida de peso. Yo era flaca como un hueso de pollo, en eso había salido a mi padre que, siendo un crío, hasta le daba vergüenza ir al río con los amigos porque se le notaban las costillas. Lo malo fue que la delgadez persistía hasta alarmar a todos.

—No se preocupe usted, señora, su hija está perfectamente, no tiene nada. Es terquedad. Lo mejor que puede hacer es darle huevos fritos, verá cómo dentro de poco empieza a engordar.

El facultativo de turno de la Seguridad Social vestía bata blanca como algunos de sus colegas, pero ahí acababa toda similitud, porque de medicina no tenía ni pajolera idea.

Mi madre siguió al pie de la letra la dieta que el zoquete recomendó para mí: huevos fritos.

—Mire usted, señora, ya le he dicho que su hija no tiene más que ganas de hacerse notar —insistió el médico cuando volvimos a la consulta—. Acabo de examinarla otra vez y está sana como una manzana. No come porque no quiere y ustedes deben obligarla.

Lo hacían. En especial mi abuela. Las reuniones alrededor de la mesa empezaron a ser una verdadera batalla campal: mis padres hasta acabaron intimidándome para que comiera y yo me resistía como gato panza arriba porque el organismo me lo rechazaba.

—¿Qué quieres, Nuria? —repetía mi madre, alarmada por mi desgana, a la vez que las visitas al inodoro para vaciar mi estómago de lo poco que ingería, aumentaban—. Si no te gusta esto, dime qué te apetece, cariño.

—Nada.

Hubiera pedido caviar y me lo habrían comprado aunque no estuviera a nuestro alcance. Aun así, y quitándoselo ellos de la boca unas veces, comprándomelo mi abuela a escondidas otras, para que no pensara nadie que se estaba ablandando, trataban de complacerme con alimentos de calidad. Apenas lo probaba, de carrera al servicio con unas arcadas que me dejaban medio muerta. Vuelva al ambulatorio y así una y otra vez.

Comenzaron a plantearse acudir a un médico privado, la cuestión era cómo pagarlo porque mi padre seguía emperrado en no pedir dinero a mi abuela. El tarugo que me había atendido no acertaba a dar con lo que tenía y mis padres desesperaban: no sólo no ganaba peso, era todo hueso, con ojeras cada vez más pronunciadas, apenas me apetecía bajar a la calle a charlar con las amigas después de estudiar.

Pero siempre aparece algún rayo de luz entre las tinieblas. Tal vez por eso, por aquellos días, mi padre acabó la obra que tenía entre manos junto a su socio en la casa en la que había estado trabajando los dos últimos meses.

El dueño, las manos cruzadas a la espalda, paseaba por las distintas dependencias, inspeccionando el resultado. Ellos, un paso detrás, esperaban su comentario de aceptación, orgullosos como pocas veces de la labor encomendada: acabados perfectos y pintura tan satinada que las paredes asemejaban espejos.

—Magnífico —comentó por fin su empleador—. Nunca he visto nada tan bien rematado, muchachos. Vosotros dos sí que sabéis lo que es hacer un buen trabajo. Pienso recomendaros. Venid mañana a mi despacho —les tendió una tarjeta— y liquidaremos, ¿os parece bien?

—Como usted diga.

En la tarde del siguiente día mi padre se personó, con traje pero sin corbata —afirmaba que no estaban hechas para él—, en el segundo piso de una finca de la calle Velázquez. Llevaba en su mano la tarjeta de visita que le entregaran el día anterior, un poco sobada de tantas vueltas entre los dedos, donde se anunciaba lo que confirmaba una placa dorada en la puerta: Nicolás Céspedes. Era un especialista en el aparato digestivo.

Habían quedado en hacer un trabajo en una propiedad cuyo dueño les había contratado. Aparte de eso, nada más sabían de él. Una vez enterado mi padre de su profesión, vio el cielo abierto: le pediría consejo sobre lo que me aquejaba.

La consulta destilaba clase. Parqué, paredes de madera, sillones de piel, óleos magníficamente enmarcados, un par de lámparas de línea moderna, jarrones de cristal. Sí, la consulta olía a dinero. Y a recepcionista de campeonato, una señorita que le recibió ataviada con bata blanca bajo la que pugnaban unos senos de los que quitan el aliento a un hombre.

El doctor Céspedes hizo pasar a mi padre con modales cordiales y campechanos al despacho donde atendía a sus pacientes.

—Siéntate, siéntate. ¿Has traído la factura?

—Sí, señor.

Se la tendió por encima de la mesa. El doctor echó un vistazo rápido al desglose de partidas, asintiendo complacido.

—Ni un duro más de lo que se acordó.

—Bueno, sí… Si usted se fija, hay alguna lata más de pintura…

—Eso son pequeñeces, hombre. ¿Quién os va a poner pegas por un poco más de pintura cuando habéis dejado el piso como el palacio de Versalles? —Se apresuró a zanjar la diferencia el médico al tiempo que abría el cajón de su escritorio—. Mi mujer está como loca, anoche mismo quiso ir a verlo. Ahora dime: imagino que para vosotros es mejor cobrar en metálico que un cheque.

—Si a usted le viene mejor usar la chequera…

—¿Me creerás si te digo que la odio? Me paso el día extendiendo recetas con letra de médico, como ya supones, y no me libro de lo que se dice, que escribimos como lo haría el diablo y no hay quien nos entienda. —Se echó a reír—. No es el primer cheque que me devuelven los del banco.

Sacó una caja pequeña, la abrió y volviendo a dar un vistazo a la factura, separó los billetes necesarios. Los dejó sobre la mesa y empujó el montoncito hacia mi padre, que los tomó, guardándoselos en el bolsillo interior de su chaqueta. No respiraría tranquilo hasta ingresar el dinero en el banco. Se incorporó, tendiendo la mano al médico.

El doctor Céspedes no se la estrechó, sino que volvió a hurgar en la caja para poner sobre la mesa seis billetes de cien pesetas, uno a uno.

—Eso es una gratificación para ti y tu socio, por lo bien que habéis trabajado, rápida y profesionalmente. Por cierto, me vas a pasar una tarjeta; ya me encargaré yo de hacerla circular entre mis amistades y conocidos que, no me cabe duda, usarán de vuestros servicios a no tardar.

La propina era muy generosa, inusualmente abundante. Mi padre tomó sólo tres de los billetes y le dijo:

—Le doy las gracias en nombre de mi socio, doctor, y por supuesto del mío, pero… —empujó las trescientas pesetas que le correspondían hacia él. Céspedes enarcó las cejas, sorprendido por un rechazo que no esperaba—. Yo preferiría, en lugar del dinero, un favor de usted.

—Tú dirás. Pero toma asiento, hombre, que no hay prisa. No tengo consulta hasta dentro de media hora, así que hablemos. —Se levantó para acercarse a un armario bajo, colocado justo debajo de una ventana—. ¿Una copita de coñac?

—No, muchas gracias.

—¿Anís, tal vez? —Abrió el frontal mostrando un limitado, pero selecto muestrario de bebidas—. A estas horas de la tarde, suelo concederme un capricho.

—No bebo, doctor, pero se lo agradezco igualmente.

Después de servirse un dedo escaso de licor, volvió a sentarse y se retrepó en su butacón.

—¿Y bien…?

—Me preguntaba si usted querría ver a mi chica.

—¿Qué le pasa?

—No come apenas y vomita todo. Lleva tiempo así y el médico del ambulatorio dice que es cosa de cabezonería, pero yo no lo veo claro. Dura ya demasiado y se está quedando en los huesos.

Céspedes consultó la agenda de la cabecera de la mesa. Infló sus ya regordetes carrillos rascándose a la vez una incipiente calva con su estilográfica. Mi padre le contó después a mi madre que no le llegaba la camisa al cuerpo esperando su respuesta. Cabía dentro de lo normal que en el entorno que desarrollaba su profesión se me quitara de en medio con una excusa —cavilaba—. No formábamos parte de la orilla adinerada que solía llevar a los hijos al colegio en un coche conducido por chófer, atendidos por criadas que se venían a Madrid huyendo del pueblo. No éramos de los que enviaban a sus cachorros a revisión acompañados por un sirviente —la madre tenía hora en la peluquería y el padre estaba demasiado ocupado en sus negocios—. En la otra orilla, la de los menos favorecidos, santuarios como aquella consulta estaban vedados y debíamos conformarnos con lo que había, que ya era mucho según el Gobierno.

—¿Puedes traérmela el miércoles, a las seis de la tarde?

—Por supuesto.

—¿Cómo se llama tu chica?

—Nuria.

—Entonces, hecho —anotó mi nombre—. Procura estar en punto, me gustaría hacerle algunas pruebas.

—Mil gracias, doctor, no sabe cómo se lo agradezco.

El día de la cita, mis padres apuraban los minutos para no llegar tarde y yo renegaba por volver al médico, circunstancia esta que, como a cualquier persona, no me gustaba nada.

El doctor Céspedes me pesó, me auscultó y finalmente me hizo tomar una papilla asquerosa, que parecía yeso, para diagnosticar una gastritis.

—Está muy avanzada. Hay que tratarla de inmediato, pero debéis saber que la medicación es cara.

—Lo que sea, doctor —no lo dudó mi padre.

—Quiero volver a verla el mes que viene. Y no te preocupes de nada, forma parte de tu gratificación, ya lo sabes —extendió las recetas con rapidez y antes de dárselas le miró fijamente—. Yo, que tú, denunciaría a ese matasanos que la ha estado tratando.

—¿Quién me va a hacer caso? Todos sabemos que el Colegio de Médicos…

—Puedo ayudarte en eso.

—Lo pensaré, doctor. Muchísimas gracias por todo.

Céspedes se levantó, se acercó y me puso la mano en el hombro. Era su rostro el de un ser bondadoso, de ojos claros, al que perdoné de inmediato que me hiciera tragar la vomitiva papilla.

—Nada de picantes, señorita, ni de chocolate o Coca-Cola. ¿Me lo prometes?

Tuve que asentir un poco renuente, pero lo que manda el médico va a misa.

Mi padre no denunció al final al médico de la Seguridad Social por no meterse en papeleos. Lo que sí hizo fue ir al ambulatorio, entrar en la consulta como un ciclón, agarrar al mequetrefe por las solapas de la bata arrastrándole por encima del escritorio y soltarle un sopapo de los que hacen época. El paciente a quien atendía, boquiabierto, no reaccionó, pero la enfermera empezó a gritar como si la estuvieran matando.

Al alboroto que se montó acudió una pareja de la Policía Nacional que estaba de ronda y se lo llevó detenido.

Cualquier ciudadano de a pie temblaba en presencia de los grises
;
mi padre no era menos, pero ya no había vuelta atrás, al matasanos le había sobado la cara, se había quedado muy a gusto, y ahora había que pechar con las consecuencias.

—Pero, hombre de Dios, ¿cómo se te ocurre atacar a un médico? ¿Te has vuelto loco? —le reprendía uno de los policías de camino a la comisaría—. Te va a caer una buena, muchacho.

Mi padre les contó durante el trayecto. La fortuna le sonrió a él y, de paso, a toda la familia, a escasos metros del cuartelillo. Los policías se frenaron, hablaron entre sí y decidieron:

—Márchate. Que no vuelva a verte por el ambulatorio. Reconozco que si le hubiera hecho eso a mi hija, yo le habría pegado un tiro. ¡Vamos, largo! —le instó quien antes le recriminara.

El coste de las medicinas agotó los magros ahorros de mis progenitores. ¡Cuántas veces se fue mi padre a la obra con sólo una taza de malta La Braña en las tripas y un par de Celtas en el bolsillo como único vicio! Sin consentir, eso sí, que a mi abuela se le dijera una palabra del costoso tratamiento porque nada quería de ella.

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