—Olvidemos el tema, que te estás alterando.
—Claro que me estoy alterando. Si tu abuelo levantara la cabeza y te escuchara.
—¿Cuál de todos? —La fustigué con bastante mala leche, al fin y al cabo no había sido ella un modelo de abstinencia—. Cálmate, que te va subir la tensión. —Traté de enrabietarla ahora que tenía tema para darle cuerda—. ¿Te preparo una tila?
—Tómatela tú, demonio, que eres capaz de decir que no hay Dios bajo la capa del Cielo.
—Hoy tienes el día beato.
—¡Tengo el día que me da la gana!
—Pues estamos aviados.
—Seguro que también te parece bien que dos hombres se metan mano, ¿verdad?
—¿Qué tiene eso que ver ahora?
—Todo. Si te parece sano que una mujer se acueste con varios hombres, estarás de acuerdo en otras desviaciones.
—¿Quién ha dicho que yo esté de acuerdo? Además, ¿por qué lo llamas desviaciones?
—Porque no es natural. Dos fulanos con bigote dándose el morro es asqueroso.
—Pareces un cura dando un sermón.
—¿A ti te resulta bonito?
—Y dale con el tema. Abuela, hay que dejar vivir a la gente.
—Vamos, que te parece bonito.
—Ni bonito, ni feo, simplemente no me parece nada. Cada persona es libre de elegir su propio camino mientras que no jorobe al resto. Haz el amor y no la guerra, se dice.
—Eso lo has sacado de los
tippis
esos de melena larga que no hacen más que dar alaridos, moviéndose como unos obscenos en los escenarios.
—Se dice hippie.
—¡Se dice leches! No me cambies de tema.
—La que cambias de tema eres tú, que me estabas contando lo de Trini y ese médico y te has ido por los cerros de Úbeda.
—¡Pues sí! Lo de ese médico y su hermano, el abogado, tan cabrón como él.
—Vamos, entonces, que sigas y dejes de discutir, a ver si ahora vamos a liarnos en una trifulca filosófica sobre lo que hace la gente bajo las sábanas, ¡no te fastidia!
—¿En una trifulca de qué?
—Acaba de contarme lo de esa mujer, si es que vas a hacerlo, tengo que bajar a por aceite y me cierran la tienda. Claro que si no quieres, me bajo ahora mismo y le cuentas tus historias al Sursuncorda.
Al ver que me levantaba, cambió de actitud. Si algo le repateaba a la abuela era que alguien la dejase con la palabra en la boca.
—Está bien, pero ponme otra «pajarita».
—Llevas dos, vas a acabar piripi —le avisé para zaherirla más que otra cosa porque de alcohol apenas llevaba unas gotas de anís.
—A veces me gustaría pasarme el día borracha, como mi difunto Paco, al menos no escucharía tantas sandeces como dices.
Le preparé su tercer vaso, demorándose en continuar dando vueltas a la bebida entre sus arrugadas manos, fija la mirada en el trocito de hielo que bailaba dentro. Luego dijo:
—A Salvador le ponía ver a la Trini con otro hombre, me lo contó todo aquella noche, entre sollozos y quejidos a medida que le curaba los cortes del labio y de la ceja. El hijo de puta le había dejado la cara como un mapa.
Según la escuchaba iba aumentando mi mala uva. Era en momentos como ése cuando me gustaba fantasear que me convertía en Bruce Lee, el maestro de artes marciales que fascinó a toda una generación, causante directo de que me apuntara a un gimnasio para tomar clases de kárate junto a un amigo que estaba tan loco como yo. Pero es que fabricarme el sueño de poder hacer justicia a gentuza como Salvador, me motivaba. Curiosa manera de resolver conflictos aplicando impropia justicia a los malos, cuando siempre mediaba en las peloteras entre los amigos para que hubiera paz.
—¿No lo denunció?
—No lo hizo. ¿Tú sabes lo que era denunciar a un falangista en ese tiempo?
—Pues algo se podría hacer, imagino.
—Sí, claro: ajo, agua y resina, es decir joderse, aguantarse y resignarse, lo que hizo ella. Todo ocurrió una tarde de verano, tan asquerosamente calurosa como la de hoy. Salvador le engatusaba con que la liberación de Evaristo estaba al caer y ella, la pobre, esperanzada, se arregló con uno de sus vestidos de ocasión, se calzó zapatos de aguja, se acicaló para recibir su visita. No le importaba prostituirse de nuevo para él, ni someterse a la humillación de que el abogado se la trajinara en presencia del hermano, sólo le importaba ver a Evaristo fuera del presidio, soñar que volverían a estar juntos. «Ya me encargaré yo de cuidarle, Emilia», me decía con los ojos encandilados, brillantes por la emoción.
—Entonces…
—Entonces le llegó una carta. Era de otro preso en circunstancias semejantes a las de Evaristo, al que por uno de esos golpes de fortuna, milagrosamente, retiraron los cargos y quedó libre. Parece que habían sido compañeros de celda. En esa carta le daba el pésame.
—¿Cómo que el pésame?
—Evaristo había sido fusilado en la prisión dos meses antes. Salvador nunca se lo dijo, quería seguir manteniendo una esclava.
—¡Qué hijo de perra! Yo le hubiera matado.
—Ella lo intentó, claro que lo intentó. Leyendo la carta se vino abajo y cayó en un mar de lágrimas. Después, el odio tomó el relevo. Tiró por la ventana sus regalos, sus frascos de perfume, su abrigo de pieles… pero poco más. Se fue calmando y se dio cuenta de la situación en que se encontraba, sola, destruida por dentro, arrancada de cuajo la razón por la que merecía la pena hacer lo que fuera, su Evaristo. Se repintó, borró los churretes que las lágrimas habían dejado en su cara y esperó, sentada, como una estatua, la llegada de Salvador.
—¿Qué fue lo que pasó?
—Llegó solo, un poco bebido, con urgencias. Se saltó los prolegómenos ordenándole que se desnudara de inmediato, exigiendo su tributo sin miramientos. Trini hizo lo que pedía, como siempre, alargando en lo posible el momento de entregársele, consciente de que el muy desgraciado no sólo no había hecho nada por Evaristo, sino que la había envilecido hasta el punto de que ya todo le importaba un pito. Su marido había muerto y ella se había convertido en la fulana de un ser despreciable y odioso contra el que nada podía hacer, así que ¿qué le quedaba?
—Su vida, por supuesto, y el premio de la venganza.
—Trini nunca fue una mujer echada para adelante, hasta ese día. Otra, en su lugar, tal vez hubiera llorado la muerte de su marido, tratando de rehacer su futuro, marchándose de Madrid quizá para borrar su vida y a Salvador, qué sé yo. Ella no. No vio otra salida que la de morir también, pero llevándose al médico por delante. Había escondido la navaja de afeitar de Evaristo bajo la almohada, que afiló debidamente con sangre fría mientras esperaba. Ya te puedes imaginar lo que pasó.
—Que no fue capaz de hacerle frente.
—Al contrario —le brillaron los ojos al decirlo—. Al contrario, Nuria, sí que fue capaz de usar la navaja. Le pegó un mandoble en un hombro, cerca del corazón, que era su objetivo. Sólo que no llegó a más. Contra un tipo mucho más fuerte que tú, o aciertas a la primera o estás perdida. La desarmó y la inmovilizó por más que ella pateara, braceara y le escupiera su inquina por la muerte de Evaristo.
—¿Cuándo ibas a decírmelo, hijo de puta? —se le enfrentó— ¿Cuándo?
—No pude hacer nada, mujer, los expedientes llevan su curso…
—¡Basta ya de mentiras! Me has mantenido engañada todo este tiempo, he sido tu prostituta y la de tu hermano para nada, ¿verdad? ¡Para nada! Eres un cabrón repugnante, malparido.
El insulto lo enfervorizó, zarandeándola a conciencia, escupiendo insultos que fueron incendiando su estado violento.
—Has sido mi puta, sí, ¿acaso sirves para otra cosa? ¿Qué eras cuando te conocí sino un despojo humano?
—Una mujer con principios —repuso ella, llorando.
—No, cariño, no. Entonces ya eras una puta en potencia, sólo que desnutrida y sucia. Yo te saqué de la mierda, te regalé ropa, te he dado dinero…
—Puedes meterte tus regalos en los cojones, Salvador —le contestó con toda su rabia—. Se acabó, ¿me oyes? Se acabó. Sal ahora mismo de mi casa y no vuelvas o soy capaz de…
—¿De qué? —Fue entonces cuando le atizó la primera bofetada, partiéndole el labio y lanzándola contra el aparador—. ¿De qué vas a ser tú capaz, zorra, que no eres más que una zorra barata? ¿Qué me recriminas? El desgraciado de Evaristo ha salido ganando muriendo, librándose de una furcia como tú.
La abuela se tomó una pausa, recolocándose el pelo que el aire del ventilador por un lado y su abanico por otro habían ido enmarañando.
—Salvador perdió los papeles y empezó a darle patadas. No la mató porque a las voces de socorro de Trini acudieron algunos vecinos; antes que pudiera abrirles el muy cobarde se dio a la fuga saltando por la ventana del patio. Como sabían que nos llevábamos bien, la trajeron a casa.
—¿A nadie se le ocurrió llevarla a la Casa de Socorro?
—Mira, hija, las broncas de vecindario eran asuntos vecinales y a la gente no le gustaba retratarse. Si la hubieran llevado a urgencias habría intervenido la policía, flaco favor a la Trini que estaba fichada ya, por revolucionaria.
—Entonces, el fulano se fue de rositas.
—Así eran las cosas.
—¡Pues vaya mierda!
—Sí, Nuria, sí, vaya mierda, pero era lo que había. Trini no fue sino otra de tantas mujeres a las que la vida golpeó a conciencia. Si aún vive, no creo que se olvide jamás de aquel día.
—¿Dónde fue a parar?
—Seis meses después de estos sucesos, me escribió una postal desde Murcia. No volvimos a saber de ella.
Se me hacía tarde. Con la moral tocada por tanta víctima inocente, por tanto sinvergüenza sin castigo, tomé el monedero dispuesta a airear el mal humor que me había dejado su relato bajando a la calle.
—Vuelvo enseguida, abuela.
Tiraba ya del picaporte de la puerta cuando la escuché decir:
—¿Sabes, Nuria…? Me encontré con aquel hijo de mala madre algún tiempo después, en las escaleras de la calle del Toro, yendo de paseo con Amalia.
Paré en seco y me volví a mirarla. Conocía la calle, había caminado por allí con los amigos de la pandilla. Lo que me llamó la atención fue el modo en que la abuela dejó caer la palabra
escaleras
. Piensa lo peor y acertarás, me dije. Acerté de pleno. Ella me observaba con una sonrisa ladina asintiendo con la cabeza.
—¿Qué hiciste, abuela?
—¿Yo? Nada, hija, qué iba a hacer. Fue mi muleta, que se enredó con su pierna, sin querer claro, y le mandó escaleras abajo dando tumbos. A mí porque me sujetó Amalia, que si no…
—¡Ya…!
—Se rompió una pierna y la clavícula, al decir de los enfermeros que lo metieron en la ambulancia.
—¡Ya! —repetí, alegrándome en mi fuero interno.
—Volvimos a verlo Amalia y yo, años más tarde, en Gran Vía. Iba tan repeinado como siempre, tan pulcro como cuando visitaba a Trini. Caminaba con la ayuda de un bastón.
Me eché a reír, realmente aliviada.
—Que le joda, pensé. ¿No te parece, niña?
—Eso, abuela, que le joda.
En 1976, mi hermana se afanaba en acabar sus estudios, yo estaba a punto de casarme y mi abuela se apagaba poco a poco, sin saltarse el guión de ser la Corrompe de siempre, continuando en ser la espina clavada en el trasero de cada uno de nosotros, demostrándolo con hechos además de con palabras. Lo mostraba en un simple tic que la definía: su costumbre infantil de ponerle los cuernos a mi padre cada vez que pasaba a su lado. A lo que él sonreía cansadamente, viéndola por el reflejo del espejo. Era ya como un protocolo cotidiano que daba ínfulas a una e ignoraba el otro.
Las normas debían ser las que marcaba ella. No oía, pero si mi padre encendía la radio demandaba silencio a voz en grito. Y si apagaba la radio y dejaba la luz encendida para leer en la cama, lo reprochaba igual.
—Eso, tú gasta electricidad, que luego la pago yo —censuraba.
En el esquema mental que se había creado de redentora de la economía familiar, tantas y tantas veces repetido a quien quisiera oírlo, terminó por dar validez a su propia mentira: ella tenía pensión, todos vivíamos en su casa, luego se hacía allí lo que ella mandaba.
Mi padre, por no discutir, e inducido por el «déjala, Fernando» de mi madre, acababa por ceder, apagaba y dejaba el libro para otra ocasión.
Mi abuela esperaba un rato, sin convencerse del todo aunque la luz que saliera por debajo de la puerta se hubiese apagado. Se levantaba, se acercaba, creía ella que sigilosamente porque al no oír no sabía que la muleta rechinaba a cada paso, al cuarto de mis padres y abría la puerta. Ése era el momento en que mi progenitor llevaba a cabo su pequeña venganza. Aprovechando la claridad que se colaba por la ventana, ahuecaba la sábana simulando una erección de campeonato. Los ojos de Emilia recorrían las siluetas bajo la ropa, resoplaba indignaba y cerraba la puerta murmurando:
—¡Cerdo! ¡Más que cerdo!
Muy de tarde en tarde, cada vez menos porque yo me ocupaba ya de preparar mi nuevo hogar, sin apenas tiempo libre, aún manteníamos algunos ratos de conversación.
Casi al anochecer de un día de primavera, filtrándose muy lejana, a través del patio, con la megafonía de fondo de altavoces de los vehículos que pregonaban propaganda de los partidos políticos, me sorprendió contándome un episodio que me intrigó. Con el horizonte de unas elecciones generales en perspectiva, las tertulias de taberna, las reuniones de amigos, las sobremesas vibraban en charlas, cuando no discusiones, ponderando, ensalzando o vaticinando el futuro de tal o cual candidato.
La escasa luz se tamizaba a través de los cristales y visillos e incidía en su rostro, pálido y cansado tras haber superado otro internamiento en el hospital.
—Le vi hace un mes, Nuria.
—¿A quién?
—A él.
No hizo falta que dijera su nombre, lo adiviné. Al amparo de sus viejas confidencias supe de quién se trataba. La tomé de la mano y me transmitió su pulso desbocado, como el de una jovencita rememorando su primera cita de amor. Tantos y tantos años y aún se alborotaba su baqueteado corazón por su recuerdo.
No me atrevía a preguntar nada, reprimiendo el impulso de intriga que pretendía escudriñar en sus secretos y sus sentimientos. ¿Era posible que después de cuatro lustros aún aflorara una chispa de ternura hacia Alejandro? De difícil aceptación para quien la conociera mínimamente, pero no para mí porque estaba enamorada y mi espíritu y mi cuerpo bullían al abrigo del que iba a convertirse en mi marido. Yo era joven. Ella, una anciana. Pero el corazón no entiende de tiempos ni de edades.