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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Histórico, Romántico

La página rasgada (35 page)

BOOK: La página rasgada
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Buscó una mirada entre la barahúnda de cuerpos, maldiciendo la aglomeración que la confundía. Gracias al Cielo, avistó a un hombre vestido con uniforme de ferroviario que se aupaba agarrado al pedestal con una mano, llevando la gorra en la otra, oteando sobre el gentío como si esperara a algún colega. Clavando el codo, sin consideración, en la espalda de cuantos le cortaban el paso, la abuela fue acortando distancias, haciéndole señas.

El hombre la vio. Calándose la gorra, se soltó del pedestal y fue a su encuentro.

Paso a paso, hueco a hueco, con esfuerzos ímprobos frente a un vendaval humano que les zarandeaba, se fueron acercando hasta casi tocarse.

No llegaron a conectar.

Justo entonces, el general de todos los ejércitos hizo acto de presencia, la mano derecha en alto como solía aparecer. Alrededor de ellos medio millón de almas congregadas en la plaza estalló en una salmodia enardecida que expandía por el cielo de Madrid un grito que el eco multiplicaba: «Franco, Franco, Franco.»

Pero no todos se habían reunido por la misma razón. Emilia tuvo tiempo de ver el destello criminal de una puñalada hundiéndose en el costado de su contacto. Después quedó aprisionada entre los cuerpos, la riada humana la arrastró, el hombre con el que tenía la cita fue engullido por la febril marea que necesitaba acercarse a su dirigente…

En su impotencia, Emilia gritó como nunca antes lo había hecho. Gritó de rabia, de frustración, gritó de miedo. Pero fue en vano porque su voz se perdió entre el rugido de la muchedumbre. Luego, el tumulto volvió a jalar de ella.

Medio aturdida, conmocionada por lo que acababa de presenciar, bamboleada por los embates de la masa, se dejó llevar intentando mantener la muleta a su costado para no caer y ser pisoteada.

Acababa de ser testigo de un asesinato y ya nada se podía hacer. Todo se había ido a la mierda.

—¿Por eso dices que no llegaste a tiempo, abuela? —pregunté yo cuando hubo acabado su relato, no sin captar en su rostro curtido un cierto gesto de abatimiento, una desazón amarga a causa de una situación que no pudo controlar y que, a pesar de los años transcurridos, reabría circuitos de su memoria que aún escocían.

—Si no se hubiera formado aquel atasco en las calles —se lamentó, enhebrando con pulso quebradizo hilo rojo en una aguja para coser el bajo de una falda—. Sólo con cinco minutos antes que hubiera llegado… Ese hombre habría cogido el sobre, se habría marchado y quién sabe hasta dónde hubiera cambiado el destino de Juana y su familia. Desde luego, el que lo mató no hubiera podido hacerlo.

—Eso no lo sabes. Lo más probable, si nos atenemos a lo que cuentas, es que le hubieran seguido; sospecharían de él seguramente, quizá porque sabían de qué lado estaba.

—Durante meses no se me iba de la cabeza cómo boqueaba, agrandados sus ojos por el efecto traidor de una cuchillada que marcó en su cara dolor y asombro a la par. No se me va del todo.

—¡Vaya historia! Parece de espías.

—¿Verdad que sí? —De pronto rompió a reír, como si así arrojara al infierno tan lúgubres recuerdos.

A mí no me engañaba, yo sabía que era una salida ficticia, un escudo para esconder que seguía doliéndole el suceso.

—Casi deberías dar gracias por no haber contactado con ese hombre, abuela —le dije palmeando sus hombros—. De haberlo hecho, igual os habría matado a los dos, o hubieras acabado, como dice mamá, en Yeserías, por conspiradora.

—Todo es posible.

—¿Qué pasó con Juana?

—Le entregué el dinero y quemamos la documentación falsa. Días después se marchó. A Portugal. Había parné suficiente para que montara un pequeño negocio, es lo que decidió. Los maquis se portaron bien a la postre.

—Entonces, no todo salió tan mal.

—Supongo que hay que verlo de ese modo —convino conmigo—. Seguro que Juana encontraría a algún hombre con el que emprender una nueva vida, ya te digo que era muy guapa, tanto que ni siquiera la caterva de chiquillos echaba para atrás a los tíos. Oye, ¿tú no habías quedado esta tarde con los de la pandilla?

Eché un vistazo al reloj y me levanté como si me hubieran colocado un puercoespín en el asiento.

—Llego tarde. —Tomé el bolso, me incliné para darle un beso en la mejilla y salí disparada hacia la puerta.

Antes de abrir me volví para preguntar:

—Abuela, ¿qué tuvo al final Juana, niño o niña?

—Niña.

—¿Qué nombre le puso?

—Jacinta, era lo que tocaba.

40

La abuela no sólo acudió a votar por aquel político guapo, moreno y repeinado —como ella decía—, sino que aguantó hasta que, el 6 de diciembre del 78, los españoles hubimos de decantarnos en referéndum por la Constitución.

Después, como si ya hubiese cumplido su rol en esta vida, se dejó llevar.

La última vez que la internaron en el hospital, su afección parecía de tan poca importancia como las anteriores y mandaron a mis padres a casa, invitándoles a visitarla al día siguiente.

Esa misma noche, le falló el corazón.

La abuela había muerto.

Pero Emilia Larrieta era mucha Emilia, por eso urdió su última y macabra broma incluso después de morirse, hasta el punto de que su incontinencia verbal nos jugara una muy mala pasada a la par que macabra. Desde el Otro Lado seguía metiendo cizaña.

Recibieron mis padres una llamada del hospital citándolos para una entrevista. Acudieron sin demora convencidos de que se trataba de ultimar algún formulismo en relación con su fallecimiento.

El médico empezó a interrogarlos sobre las enfermedades de la abuela. Mi madre, que acababa de quitarse un peso de encima, liberada de la presencia agobiante de la abuela, aunque un dolor sordo la acompañaba por su ausencia, pormenorizó las vicisitudes por las que la anciana había pasado. Su cojera a los trece años, el intento frustrado de implante, la intervención en la que descubrieron su feto, la pérdida del oído… Al acabar su relato el facultativo dejó a un lado la libreta en la que había ido tomando notas. Sacó un puro, ofreció otro a mi padre, que lo rechazó, y comenzó a dar vueltas al habano entre los dedos.

—Miren, no sé cómo empezar.

—¿Qué pasa, doctor?

—Su madre, señora, ha fallecido aparentemente de un paro cardíaco.

—¿Aparentemente? —preguntó mi padre—. ¿Es que no lo saben a ciencia cierta?

—Anoche, en la última ronda, confesó a una enfermera que estaban intentando envenenarla.

¡Ahí estaba la última putada de mi abuela!

De las más gordas.

Sembrando la sospecha, nada menos, que de su muerte incierta.

El pasmo caló en la expresión de mi padre en tanto a mi madre la sangre se le iba del rostro. El médico dejó que la información penetrara en ambos antes de hablar.

—Ustedes comprenderán que…

Como por ensalmo, afloró el temperamento de mi madre. Lo saca pocas voces a flote, pero cuando lo hace enseña sus garras de leona para defender a los suyos.

—No nos estará acusando de nada, ¿verdad, doctor?

—Yo no acuso a nadie, señora, pero no podemos hacer oídos sordos a las últimas palabras de un enfermo.

—Pues usted dirá qué hacemos. —Lo miró sin pizca de temor.

—Tendremos que hacer la autopsia…

—Cuanto antes, mejor. ¿Dónde hay que firmar?

Durante meses, cavilamos qué fue lo que pretendió la abuela con aquella última charada que sólo sirvió para que no la enterraran como ella siempre quiso, entera. ¿Jugársela una vez más a mi padre? ¿Tal vez hacerle purgar de esa forma los desplantes que, según ella, había recibido de él en vida? ¿O fue simplemente una fijación extemporánea y postrera? Claro que a ella, a esas alturas, poco podía importarle lo que hicieran con su cuerpo, estaba ya más allá del bien y del mal, había abandonado un mundo tremendamente cruel con ella, del que solamente recibió sufrimiento, apenas sin pizca de alegría.

Por descontado, del supuesto veneno no se encontró ni rastro. Aun así, el facultativo solicitó todo el historial de la abuela a los distintos hospitales, muy interesado, según explicó a mis padres, en el seguimiento de sus avatares médicos.

—No he visto un caso como el de su madre, señora —confesó.

Sin motivo aparente flotó sobre mí un sentimiento de culpa. Como si nadara en un mundo irreal, como si no estuviera pasando, me vi envuelta en una sensación etérea, en la que un cúmulo de pensamientos encontrados chocaban con la visión de su cadáver envuelto en un sudario blanco que sólo mostraba su rostro cerúleo, sin vida, los ojos cerrados, la nariz más afilada taponada con algodones, los pómulos hundidos, vencida en un ataúd oscuro y sencillo.

—No has sido buena, abuela —le susurré pasando un dedo por su frente, fría como el hielo.

No iba a contestarme y mandarme al infierno como solía hacer siempre. No podía ya sonreír de esa forma ladina a la que me tenía acostumbrada. Ya no tendría oportunidad de volver a explicarle cuánto más grande era Rusia que España, discutir si el hombre había llegado de veras a la Luna o todo era un tongo de la televisión y de los americanos; no volveríamos a jugar al cinquillo, ni al tute, ni al parchís en otras tardes de invierno al calor de la estufa de butano.

Creo que, sobre todo, me sentía culpable porque había muerto sola. Nadie debería morir solo.

Compré unas flores, el ramo más vistoso que encontré. No sé quién se encargó de arrojar las flores sobre su cuerpo. A solas, escribí un corto poema para ella, que deslicé entre su cuerpo y la pared de la caja. No quería que nadie lo encontrara, era un secreto entre ella y yo, el último de todos nuestros secretos.

No recuerdo si recé, seguramente no.

Una vez de vuelta a casa, después del entierro, ayudé a mi madre a reunir los pocos objetos que le habían pertenecido a ella. Sólo nos quedamos con la fotografía del abuelo Rafael. Debajo de sus pañuelos, un sobre cerrado rezaba: «Para mi hija
.
» Dentro, diez mil pesetas y una nota escrita con innumerables faltas de ortografía:

«Para que digáis misas por mí. Ojalá se me perdone todo el mal que os he hecho.»

Epílogo

De mi abuela sólo quedan un par de fotos, ninguna de su juventud, aunque yo recuerdo una en particular en la que miraba airosa a la cámara, sonriendo irónica, vestida con un traje blanco de chulapona, los brazos en jarra y el cabello negro como el carbón. Tal vez por eso, porque apenas quedan recuerdos tangibles de su paso por este mundo, me he decidido a contar sus andanzas, puede que algunas disparatadas, pero no por ello menos ciertas, con la pretensión, acaso vana, de que si alguien que la conoció lee sus vivencias, la recuerde, si no con cariño, al menos con benevolencia.

Así debía recordarla el hombre al que encontré, dos meses después de su muerte, junto a su tumba.

Era viejo. Muy viejo. Se apoyaba con ambas manos en un bastón gastado con empuñadura de plata que hacía más pronunciada una espalda que habían encorvado los años. Su rostro cetrino era un conjunto de surcos que el tiempo había horadado en la superficie de su cara, coronada por un cabello ralo muy corto, blanco como la nieve.

Estábamos a mediados de diciembre.

Un viento racheado se colaba por entre los búcaros que sostenían rosas marchitas o gladiolos de plástico deslucido en la base de soporte de la cruz de las tumbas, haciendo gemir el silencio del camposanto enmarcado en un cielo plomizo que acechaba con romper a llover.

Aquel anciano, sin embargo, parecía no percibir el hálito helado en el que estaba envuelto Madrid ese día. No se movía, fija su mirada en las letras negras grabadas en la lápida de mármol blanco:

EMILIA LARRIETA

1892-1979

DIOS TE ACOJA EN SU GLORIA

Sobre este frío guión con que se cerraba el telón de una vida, una fotografía del rostro de mi abuela nos miraba desde el Más Allá con el mismo sarcasmo que desplegaba cuando aún respiraba, como si se burlara de su propia muerte.

No me atrevía a acercarme. ¿Quién era aquel hombre? ¿Por qué su fijación ante la tumba de mi abuela? Permanecí estática donde estaba, a unos metros de la lápida, conteniendo la respiración apenas sin darme cuenta. Él no parecía dispuesto a alejarse y a mí me parecía que acercarme e interrumpir sus pensamientos era poco menos que un agravio. Así que decidí esperar. Me subí el cuello del abrigo, recoloqué el bolso en mi hombro y metí las manos, que se me estaban quedando heladas, en los bolsillos.

Poco después, el anciano exhalaba un suspiro profundo. Cambió de postura y se volvió, cruzándose nuestras miradas. No sé el motivo pero acabé por desviar la mía hacia la tumba porque había sufrido un sobresalto. De pronto, el corazón me palpitaba muy deprisa. En esos ojos cansados, escoltados de mil arrugas, de párpados caídos, encuadrados en una cara acanalada por surcos que la vida había ido pintando año tras año, se adivinaba el trasluz amargo de su vejez marchita.

Él se retiró un paso apoyándose en su bastón, haciéndome hueco. Avancé despacio, como si necesitara su visto bueno, clavando mi mirada en la suya, azul como el mar, como el cielo en un día de verano.

Azul, azul, azul…

Cohibida y extrañada esperé. Una lenta y triste sonrisa se fue perfilando en sus labios cuarteados, abriéndose a una dentadura mellada y amarillenta.

De repente me sentí como una estúpida. Me encontraba al lado de un hombre al que no conocía, ante la tumba de mi abuela, con el proceder reservado de una intrusa. No estaba siendo yo. ¿Por qué mi vacilación? Carraspeó y me atreví a preguntar:

—Perdone, ¿conoció usted a mi abuela?

Él tardó un momento en responderme.

—La conocí, sí —era una voz cascada a la vez que aterciopelada, de tono decidido—. Pero de eso, hace ya mucho tiempo.

Nos quedamos en silencio, sin perdernos de vista. Yo permanecía observando el azul intenso de sus ojos que, por alguna razón, me mantenían rígida, intrigada, esperanzada… Todo a la vez. Las palabras se me atascaban en la garganta y él no parecía dispuesto a decir nada más, sólo bebía mi imagen, como si estuviera viendo a otra persona.

Cuando se movió, viniendo hacia mí, tuve un sobresalto. Apoyando todo el peso de su cuerpo flaco en el bastón, levantó un brazo tembloroso posando la yema de su dedo en mi sien derecha. Su tacto fue más frío aún que el persistente viento que nos azotaba.

—Tienes su mismo lunar —dijo.

¡Ahí estaba! ¡Era él! La realidad, por más que esperada, no dejó de golpearme.

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