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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Histórico, Romántico

La página rasgada (32 page)

BOOK: La página rasgada
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Clavamos los ojos la una en la otra y sonreímos, cómplices de un pequeño secreto que a nosotras y a nadie más pertenecía.

—En el mismo Cardenal Cisneros, niña, por donde paseamos tantas veces.

—¿Hablasteis?

Se tornó en mueca su expresión, movió la cabeza y luego la dejó descansar sobre la almohada.

—¿Para qué? Ya no se puede avivar un fuego que se ha convertido en cenizas, las que seremos ambos dentro de muy poco.

—No digas eso, abuela.

—Negar lo inevitable es de estúpidos, Nuria, ya sabes que yo no lo soy. Al pan, pan y al vino, vino. A todos nos llega la hora y la mía está al caer. O como dice tu hermana, que sé que lo dice refiriéndose a mí, a todo cerdo le llega su san Martín. Apenas quedan granos de arena en el bulbo superior del reloj e irremediablemente se agotan, hija.

—A ti te queda mucho por guerrear, abuela, que bicho malo nunca muere.

Se le escapó una risa cascada y seca apretando mi mano.

—Pienso durar hasta que se vote en España, nunca he votado. Mi padre sí lo hizo, ¿sabes? No quiero ser menos.

—¿Por quién votarás? Te advierto que no puedes hacerlo por Rusia —bromeé yo para animarla.

—No, mujer —seguía mi chanza—, por ese guapetón moreno que sale en la tele tan repeinado. ¿A quién representa?

—A la UCD. Unión de Centro Democrático.

—Suena bien, aunque no sé qué coño quiere decir. ¿Por qué no se ha quedado Arias Navarro? Pobre hombre, cómo lloraba cuando anunció la muerte del Caudillo.

—¡No iba a llorar…! —Me mordía la lengua para no decir lo que pensaba sobre el asunto—. Se tiene que ir porque el Rey, don Juan Carlos, no está de acuerdo con su forma de gobernar.

—Ese muchacho llegará lejos. Juan Carlos, quiero decir. Parece un poco tímido, ¿verdad? Quién lo iba a decir, después de casi medio siglo. Aún me acuerdo del día en que su abuelo, Alfonso XIII, tuvo que salir a escape de España, y mira ahora, su nieto en el trono. España es monárquica, Nuria, eso no tiene remedio.

—Si tú lo dices.

—¿Cuándo hay que ir a las urnas?

—A mediados de junio.

—No falta nada. Aguantaré hasta entonces. Luego, hala, a la caja de pino. Oye, recuerda lo que te dije una vez, Nuria, que a mí de quemarme nada, que ni se les ocurra.

—Anda que te ha dado fuerte con el tema.

—A mí que me entierren como está mandado. Así se joden y tienen que ir a visitarme de cuando en cuando —se jactaba de su humor negro.

—Abuela…

—No, si seguro que luego no irá ni Cristo al cementerio, que ya me conozco yo el paño. Anda, abre el primer cajón de la cómoda y saca la bolsita roja que hay a la derecha.

Me incorporé para hacer lo que me pedía.

Al abrir el cajón, se me hizo un nudo en la garganta. Hasta entonces, nunca había hurgado en los cajones de mi abuela, ella no dejaba que nadie arreglara su cuarto. Una vaharada a hierbabuena se expandió por la habitación. Dentro, una fotografía antigua, manoseada, doblada por los bordes, me devolvió la mirada de mi abuelo Rafael. Un rostro que nunca olvidaré, de ojos vivaces y mejillas redondas y sonrosadas. A su lado, unos cuantos pañuelos bordados con motivos florales, impecablemente doblados, una cajita de porcelana, algunas medias enrolladas, un repuesto de la goma de la muleta, una toquilla que mi madre le había regalado por Navidad, su monedero rojo —se negaba a usarlos de otro color—, un rosario que había pertenecido a su madre y me había enseñado en varias ocasiones, un fajo de cartas atadas con una cinta azul, los naipes sobadísimos de tanto usarlos para hacer solitarios, el parchís con sus cubiletes, fichas y dados de colores…

Y la bolsita que me pedía.

A primera vista parecía que allí estaba todo su mundo, que su vida se reducía a esos breves retazos de sus vivencias apolillándose en el cajón de su vieja cómoda. Pero no era así, había mucho más, lo que yo alcanzaba a ver con un dolor punzante en la boca del estómago. Veía sus fantasías de niña, sus travesuras, sus juegos, los sueños de adolescente, risas y llantos, amores olvidados, añoranza de cartas de amor nunca leídas y otras que no se escribieron, fruto solamente del pensamiento o tal vez del deseo; sus miedos, sufrimientos, júbilos y tristezas, sus delirios de grandeza, nostalgias del ayer, alborozo, desdicha, fracaso… Cada objeto, pulcramente dispuesto, hablaba de primaveras lejanas con olor a lilas, de veranos ardientes aliviados por las viejas fuentes de Madrid, de otoños ocres de vientos raudos atizando las hojas cuya caída parecía un lamento, del invierno que se ceñía ya sobre mi abuela.

—Qué frágil es una vida, ¿verdad, Nuria? —escuché que preguntaba a mi espalda, como si hubiera adivinado mis pensamientos.

Sin responder, tomé la bolsita, cerré el cajón y volví a sentarme en el borde del lecho. La tomó con dedos temblorosos, tiró del cordel que la abría, volcó en su palma el contenido observándolo brevemente y luego, tomando mi mano, lo pasó a la mía.

—Mi cadena con la medalla y mis pendientes. Son tuyos.

Me quemaron la piel porque izaban bandera de rendición y atenazó mi garganta un ramalazo de angustia. Ella, cuyo sentido de la posesión evitó siempre darnos nada, excepto disgustos, ¿me regalaba ahora lo único de valor que poseía?

—No lo quiero, abuela, es tuyo y así debe seguir siendo.

—No tengo más. Sé que es poca cosa, algo más podría haberte dejado, pero me gasté todo el dinero, qué voy a contarte a ti. La cadena y la medalla, ya lo sabes, las compró tu abuelo Rafael en una joyería de la Puerta del Sol. Los pendientes… —se le ahogó la voz—. Los pendientes son un regalo suyo.

—¿De Alejandro?

—No quise venderlos nunca, Nuria. Muchas veces el hambre nos roía las entrañas, ya sabes lo que pasamos durante la guerra. ¡Cuántas veces tuvimos que apañarnos con cáscaras de sandía para hacer un pisto, o lavar las mondas de patatas para freírlas después y llevarnos algo al estómago! Pero no podía venderlos, era lo único que aún me unía a él.

—Guárdalos, no prescindas de tus recuerdos. Me quedaré con la medalla si quieres, pero no con los pendientes.

—Hazme caso aunque sea por una puñetera vez, cabezota. Yo sólo me voy a mover de esta cama para ir a meter el puñetero papel en la urna, para eso no hacen falta abalorios. Luego, donde iré, hay que presentarse como llegamos, Nuria, sin nada. Sólo quiero que me dejéis las alianzas —mostró su mano temblorosa para que viera su anillo y el que fue de mi abuelo—. Éstas, sí quiero llevármelas a la tumba, Rafa se lo merecía; nunca le tuve demasiado en cuenta hasta que murió, lamento que ya fuera tarde para pagarle todo lo que hizo por mí y por tu madre.

Carraspeé, tragué con esfuerzo y reintegré las joyas a la bolsa para guardarlas en el bolsillo de mi bata.

—Si te vas a quedar más tranquila… Cuando te acompañe al colegio electoral te las pones.

—No. He de romper con todo, hija. Haberle visto otra vez, después de tantos años, me ha hecho decidirme. Alejandro es un fantasma del pasado que yo he mantenido vivo porque me resistía a rechazar su ausencia. Cada vez que recordaba sus manos, su sonrisa, sus promesas, algo se rebelaba en mí. He sido una persona amargada que no ha sabido valorar todo lo bueno que la vida me ha dado después. Es hora de dar fin a ese pasado y a los espectros que me han acompañado desde entonces. Guárdalo tú y úsalo, si quieres, cuando me haya ido.

Todavía conservo las joyas de mi abuela y, desde entonces, llevo colgada al cuello su medalla y me pongo los pendientes.

38

La abuela se recuperó de esa recaída, aunque pasaba ya más tiempo en la cama que sentada frente al televisor.

Una noche se fue la luz en toda la barriada por no sé qué problema. Un vecino, comentando la incidencia con otros en los descansillos de la escalera, centro siempre de reunión cuando sucedía algo que afectaba a la mayoría, a la luz de las velas, afirmó haber oído decir que el causante había sido un condenado gato, electrocutado al fisgar donde no debía.

—Siempre es bueno que haya niños para echarles las culpas, Lucinio —negaba otro—. Le digo yo que esto es cosa de la compañía eléctrica; ya verá, ya, a que nos suben la luz en el recibo del mes que viene, a cuenta del apagón.

—Mire que es usted mal pensado, Teo.

—Piensa mal y acertarás, dice el refrán.

—Lo malo es que la película que ponían estaba la mar de entretenida, y nos la van a chafar —protestaba la del cuarto derecha, doña Eloísa, una mujeruca que se arrebujaba en una bata de franela que le llegaba hasta los pies, de color indefinido, como siempre que la veía por la escalera, cubierta su prominente calvicie con un pañuelo negro, al estilo de los piratas.

Estaba en lo cierto, la película se nos había fastidiado del todo. Era un oeste espléndido,
Duelo al sol
, protagonizada por Jénifer Jons, José Coten y Gregorio el Pecas, entre otros, al decir de mi abuela. A ella siempre le llamó la atención Joseph Cotten, protagonista de ese filme que, según se decía, se rodó para lucimiento de Jennifer Jones. A Peck, sin embargo, le catalogaba de crudito y falto de garra.

—Coten un tío como Dios manda —solía exclamar cada vez que se asomaba a la pantalla—, aunque donde esté Gargable o mi Antoñito Molina…

Pues bien, la tal película parecía no haber sido puesta para que nosotros la viésemos esa noche. Mi padre nos había contado a todos, varias veces, la escena de una doma que llevaba a cabo Gregory Peck, se ilusionaba sólo con recordarla. Así que antes del apagón, recién empezada la proyección (en esta ocasión mi abuela no se levantó de su sillón cuando apareció rugiendo el dichoso león de la MGM, diciendo que ya habíamos visto la película, como era su costumbre), estábamos todos locos por ver el western de romance que mi progenitor tanto alababa.

Por desgracia, el viejo aparato marca Werner se conjuró también contra nosotros, justo cuando se acercaba la famosa escena de la doma, le dio por parpadear a la imagen hasta que desapareció aunque permanecía el sonido.

Mi padre se puso a jurar en arameo, qué voy a contar.

—¡Maldita sea la hora! —despotricaba cabreado, aporreando la caja por ver si volvía la imagen en esa actitud tan común que busca apaciguar nuestra frustración.

Acostumbrado a ser el manitas para familiares y vecinos, se dispuso a desmontar la carcasa trasera poniendo manos a la obra. Era difícil que a mi padre se le resistiera algún aparato, igual daba que se tratara de un frigorífico o un despertador; por ese lado estábamos tranquilas, seguro que solucionaba el problema antes o después. A qué punto de la película llegaríamos, era otra cuestión. Pero no hubo suerte, el aparato se negaba a transmitir, se resistía y se resistía. Lo que hizo que mi padre se fuera encrespando poco a poco. Y nosotros con él. La impaciencia se iba apoderando de nosotros, la avería no llevaba trazas de solución y mi padre renegaba con mayor violencia a medida que el tiempo pasaba.

—Mira que le doy un meneo que lo dejo para el arrastre, María del Mar —amenazaba mirando a mi madre, aunque quien realmente le airaba era el maldito trasto que había desbaratado nuestras expectativas de cine—. Mira que le doy…

—Vamos, Fernando, cálmate —mediaba ella—. No te vayas a desquiciar por tan poca cosa, ya veremos la película en otra ocasión, seguro que la repiten.

Él seguía allí, con el televisor en el suelo, erre que erre, agachado sobre el perverso artilugio que nos estaba chafando la diversión, sudando ya tinta china mientras hurgaba con una aguja de hacer punto entre el cableado que sujetaba con un alicate con otra mano.

Yo pensaba que no merecía la pena tanto trabajo, mi madre llevaba razón; además la tele tenía ya sus años, iba siendo hora de jubilarla. Pero mi padre no cedía, empeñado en solucionar la avería porque estaba acostumbrado a salir del paso por sí mismo, aunque después fuese a la tienda a comprarse un aparato nuevo.

—Es ya cuestión de orgullo, María del Mar —argumentaba, quitándose con su antebrazo las gotitas de sudor que perlaban su frente.

—Pero si es que te estás matando para nada.

—¡Cuestión de orgullo, coño!

Almudena y yo observábamos el puño que se levantaba a cada poco, debatiéndose entre el control necesario para seguir confiando en un posible arreglo o un arrebato colérico que llevaría al televisor al cubo de la basura. El problema era que mi padre no se caracterizaba, precisamente, por ser paciente.

La abuela, revitalizada viéndole así, asistía complacida al cabreo de su yerno, con el que estaba gozando más que una rana en una charca.

—Dale, ya, hombre —lo animaba—. Si es una mierda, poco se va a perder, a ver si el próximo que compres tiene una programación más entretenida, como el de Cayetana.

—Mamá, cállate.

—¡No me da la gana, que estoy en mi casa!

—Abuela, por favor.

Mi padre intentaba hacer oídos sordos a las puyas de las que se sabía sujeto destinatario, afanándose en su ardua tarea sin poder evitar abstraerse de los comentarios. Apagaba, tiraba de cabes, recolocaba el circuito, encendía la tele de nuevo. Nada. No había manera.

—¡La madre que lo parió, nos la vamos a perder!

—¿Qué? —Fustigaba la vieja, ponzoñosa—. ¿Lo rompes o no lo rompes?

—¡Que te calles, abuela! —me enfadé de veras, viendo que a mi padre ya se la iban y venían las ganas de atizar un buen golpe al aparato, caliente por no ser capaz de solucionar la avería y más caliente aún por los comentarios tóxicos que ella vertía.

—A mí no me grites, Nuria.

—Lo que voy a hacer es ponerte un bozal.

—Eso se lo pones a tu padre, que es el único perro que hay aquí.

Muchas veces me pregunto cómo soportábamos la carga de su mala uva. Y cómo lo logramos durante tanto tiempo. Era una persona mayor, estaba imposibilitada y además sorda como un tabique, sí, pero desbordaba con creces la paciencia de cualquiera. Decidimos no hacerla más caso que el que oye llover, por si con un poco de suerte se marchaba a su cuarto, aburrida de esperar una película que no iba a poder ver.

Todos salvo ella confiábamos ciegamente en la habilidad laboral de mi padre para manejar este tipo de arreglos. No había reparación que se le resistiera. Y si no, se le aparecía la Virgen, como en aquella cierta ocasión en que se las apañó para reparar el filtro de aceite del coche —nos habíamos quedado tirados en medio de la Nada—, confeccionando una junta con la suela de tocino de una sandalia de mi madre y una navaja. Era único. Años más tarde le regalábamos el oído diciéndole que se habían inspirado en él los guionistas de MacGyver, la serie protagonizada por Richard Dean Anderson, en la que abría una caja fuerte con un simple clip o fabricaba una bomba con la hebilla de un zapato y un petardo de feria.

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