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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Histórico, Romántico

La página rasgada (26 page)

BOOK: La página rasgada
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—Alejandro fue el amor de mi vida, Nuria. Ese hombre al que te entregas sin reservas, al que ofreces el corazón y hasta el alma, con el que no te importa compartir penas, pasar hambre o convertirte en una paria a los ojos de la sociedad. Tú no puedes entenderlo ahora, pero cuando le conocí yo no era una jovencita a merced de los sueños, sino una mujer madura a los que esos sueños que tuve, alguna vez, se le habían hecho pedazos.

—¿Por ser coja?

—Por eso y por otras cosas más. La vida es muy cruel, cariño, te va marcando, va dejando regueros de heridas, cicatrices que no acaban de borrarse. Yo había pasado ya la edad del tortoleo, ya no pensaba enamorarme, sin embargo lo hice como una adolescente, con el mismo ardor e igual locura. A su lado, no me importaba nada. Él me hizo sentirme entera, no sé si me comprendes. No le importaba que me faltara una pierna, me quiso tal y como era, con todas mis trabas, que mira que ya eran un huevo entonces.

—Si era así, ¿por qué lo abandonaste?

Tuvo un sobresalto. Me miró con ojos escrutadores, como si se negara a aceptar que le hubiera hecho tal pregunta. Mordaz como era, yo casi podía esperarme que me mandara a freír gárgaras, algo habitual en ella cuando la irritabas. Su historia urdida a lo largo de los años, una mentira dilatada en el tiempo sobre su verdadera relación con Alejandro salía a la luz, había dejado de ser su secreto: una simple pregunta hacía saltar por los aires el velo de los secretos escondidos, la gangrena de una herida cuyo dolor se soporta en silencio, la tristeza de una añoranza que ella pensaba que era solamente suya y de nadie más, atesorado todo ello en el baúl de su memoria.

—¿Qué sabes tú de eso? —tanteó, pero sin pizca de resentimiento en la voz.

—Sé que no te casaste con él, como siempre cuentas, que no murió al caerse de un andamio, que lo dejaste al enterarte que estaba casado y tenía hijos.

Tragó saliva y clavó la vista en los regueros de gruesas gotas de lluvia resbalando por los cristales a modo de lágrimas, como las que corrían por su alma. Un relámpago atravesó el firmamento acompañado del fragor del trueno que lo sucedió estallando como un rugido de cólera. Después, una vez que el cielo hubo desahogado su enojo, cesó de llover; poco a poco, la luz del sol se fue abriendo paso e iluminó el cuarto y el rostro de mi abuela.

—¿Lo sabe tu madre? —Asentí—. Sí, claro, qué pregunta tan estúpida. Si lo sabes tú es porque ella te lo ha dicho. ¡Hay que joderse!

—Fue Amalia.

—¡Así se quede muda, la muy cabrona! Esa agonías no vuelve a entrar en esta casa.

—No te enfades con ella, no la dejé tranquila hasta que me contó todo. Ya sabes que cuando persigo algo…

—En eso eres como yo, es verdad. Eres igual de cabezota, claro que has mamado a mis pechos, como se suele decir, porque a ver quién sino yo te cuidó de pequeña, si tu madre la pobre no paraba en casa y se mataba a trabajar.

La alusión a mi madre, así, con un afecto que nunca había demostrado, me dejó atónita. ¿Sería posible que mi abuela no fuera realmente esa mujer sardónica que no aparentaba sentimientos? Debió adivinar mis pensamientos y medio sonrió al tiempo que palmeaba mi mano.

—¿Sabes lo que es sufrir de verdad, Nuria? No, gracias al Altísimo no lo sabes. Yo sí. Algún espíritu debió echarme el mal de ojo cuando nací, digo yo, que de otra forma no se explica que alguien tenga tan mala fortuna. Yo sé lo que es pasar hambre, padecer una invalidez maldita cuando empezaba a despertar a la vida, clavándome las uñas en las palmas para no renegar del Dios que rompía mis sueños de adolescente. Tuve que aprender a permanecer erguida, pero temblando de miedo mientras las bombas estallaban a mi alrededor mezclando su estruendo de muerte con los ayes de los heridos y los rezos de las madres que parapetaban con sus cuerpos a sus hijos —se le iba la voz, que más parecía un sollozo—. Sé lo que es sobrevivir en una sociedad desgajada en facciones que se iban desmoronando, refrenar las lágrimas que se desbordaban ante amigos de siempre, hombres guapos y fuertes como castillos regresando a casa tullidos… o que simplemente no regresando porque habían muerto en el frente. Sé lo que es respirar miseria, bañarse en ella y vestirse de ella. Era la vida o yo, Nuria, era la vida o yo. Supe entonces que, o me hacía fuerte o me dejaba morir. No podía tejer mi felicidad sobre el abandono a su mujer y a sus hijas, por eso no quise volver a saber nada de él. Rasgué esa página de mi vida en pedazos. Pero decidí seguir viviendo, aunque para eso tuviera que blindarme de frialdad e insolencia. El mundo o Emilia Larrieta, así de simple y así de triste.

—Todos piensan que eres una bruja, abuela.

Dejó que una larga carcajada flotara en el aire. Me asombraba que la divirtiera el comentario. Era una arpía, al menos si me remito a las faenas que les hizo a mis padres y el desapego con el que siempre trató a todos. Sin embargo, esa tarde, se abrió ante mí una Emilia bien distinta, tanto que era incapaz de reconocerla. Me pregunté por qué en la pugna de esas dos personalidades que bregaban por salir a flote, siempre ganaba la infame.

—Deja que lo piensen. ¿Sabes una cosa? Pues que de la buena gente nadie habla, nadie les recuerda cuando se van, son como hojas que arranca el viento revoloteando en el aire para acabar perdiéndose en el vacío. De los otros, los menos buenos, por el contrario, todos comentan. Ya sabes eso de «que hablen de mí aunque sea mal». Ten por seguro que a mí me despellejarán mucho tiempo después de que me vaya a la tumba.

—Eso no es del todo cierto, hubo santos que volvieron a la buena senda.

—¡Santos! ¡Ja! La de bobadas que te han enseñado las monjas.

—Hay gente buena y gente mala. ¿A ti te gustaría que todo el mundo fuera como tú? ¿Que yo fuera como tú?

—No, hija, no. Ni debes, ni sabrías. Para eso hay que estudiar latín. —Se reía con ganas—. Latín y hasta ruso, cariño. O mamarlo desde la cuna.

—Entonces, endurecerte te ayudó a olvidar a Alejandro —afirmé, tozuda, retomando el tema.

Esa vez su suspiro fue un lamento.

—Eres aún joven para entender ciertas cosas, Nuria. Algunas es imposible olvidarlas nunca, te acompañan hasta que te entierran. Nunca he olvidado a Alejandro, al padre de mi hija, al hombre que me hizo soñar un tiempo equiparándome al resto de las mujeres, que me iluminó con la idea de formar una familia como todas mis amigas. Se puede olvidar, quien pueda porque yo no, una mala época, incluso un fracaso amoroso que se diluye en el tiempo hasta desaparecer, pero ¿cómo hacerlo con los únicos instantes de felicidad de los que dispuse? Eso es tan imposible como lo que cuentan los curas del burro y el ojo de la aguja.

—Camello.

—¿Qué?

—Que es un camello el que no puede pasar por el ojo de la aguja, abuela y no un pollino.

—Lo mismo da. Total, no entraría ninguno. Hay que ver la cantidad de chorradas que sueltan los de la sotana.

—Es una metáfora.

—Si empezamos con palabrejas sigo cosiendo y te dan morcilla, Nuria.

—Una metáfora es… un cuento.

—Ah, bueno. Pues eso, carajo, que es imposible olvidar ciertas cosas y una de ellas ha sido Alejandro. ¿Qué ves en mi cara?

Me quedé en blanco. La observé con atención, fijándome en su rostro, ya marchito. El cabello tirante amarilleaba de puro viejo aunque no tenía más que algunas canas sueltas; la frente surcada por mil arrugas; los ojos habían empequeñecido tras las gafas pero mantenían una chispa de viveza astuta; la nariz inundada de puntitos negros —ni quería oír hablar de hacerse una limpieza de cutis, decía que eso eran mariconadas—; labios gruesos que diluían los frunces de la edad; algún pelo rebelde en la barbilla que yo insistía en arrancarle con las pinzas cuando era demasiado largo. ¿Qué veía? Pues un rostro que había perdido hacía mucho tiempo la tersura de la juventud, cuajado de pliegues y pequeñas manchas. Una cara de anciana, sí, pero que aún conservaba cierto porte de la belleza que la acompañó en su primavera.

—Sigues siendo guapa, abuela —respondí con sinceridad.

—No, pequeña, no. Hace mucho que no lo soy. La belleza es fugaz, se marchita como se marchita una flor.

—El tiempo pasa para todos. También yo estaré arrugada como tú cuando sea mayor.

—No es el tiempo lo que desluce, Nuria. Son las penas, las amarguras, la desolación y la burla.

—¿La burla?

—¿Qué crees que es la vida, cariño? Algo que se nos da sin pedirlo, que tenemos que aceptar y tratar de conservar a toda costa porque sólo hay una; después de ella, no hay nada, por mucho que los curas te digan que sí, que eso de la Vida Eterna es una mentira como un castillo. Y la vida nos arrastra, nos zarandea a su antojo, se ríe de nosotros porque sólo somos bufones del destino que nos ha tocado en suerte. Lo que ves en mi cara no son las arrugas del tiempo, niña, son las señales de la piel burlada, con las que nos va flagelando la existencia.

Era un diagnóstico cargado de desengaño y amargura que yo, entonces, no podía calibrar pero que me permitió verla mucho más humana. Ella siguió a lo que estaba, dando por finiquitada la conversación. Pero no había resuelto mis dudas e insistí.

—Bueno, entonces, ¿me dices o no qué tengo que hacer para que el rubio se fije en mí y ganar la apuesta?

Me señaló con las tijeras a modo de espada, moviéndolas delante de mis narices. Sonreía, condescendiente.

—Tírale tú los tejos, Nuria. No hay hombre que se resista al halago de una mujer. Plántale cara, dile que te gusta.

—¿Y si se ríe de mí?

—Mándale a la mierda y da por perdidos esos alfileres de colores. De lo uno y de lo otro hay millones en el mundo.

30

Compramos un televisor Werner.

A la abuela, amante del cine como era, le hizo ilusión, en parte porque podía disfrutar en casa de las proyecciones, en parte porque dilataba nuestras perseverantes visitas semanales a casa de mi tía, donde disfrutábamos de las series cada domingo.

Tener un televisor suponía un desembolso, pero también una diversión casera de la que mi padre no quiso privarnos. ¡Cuántos recuerdos me trae ese televisor en blanco y negro! Grande, aparatoso, combado, daba miedo hasta quitarle el polvo por si se nos estropeaba.

La abuela empezó a salir menos, sin hacer ascos a ninguna programación. Comedias, dramas, aventuras u Oeste, todo era bien recibido. Se pegaba al aparato y en su mundo, huérfano de sonido, se hacía el quién y el cómo a su medida. No por eso dejó olvidadas sus constantes visitas para irse a gastar su pensión en invitaciones a colegas aprovechadas.

La abuela no se enteraba de nada, pero guiándose de las imágenes casaba a los hermanos, liaba al padre con la hija…

—¡Ya podrá, el muy desgraciado! —Soltaba en medio de una escena—. ¡Un vejestorio así rondando a una criatura! A más de uno debían capar. ¡Fernando, apaga esa guarrada!

No había modo de hacerle ver que las películas no eran sino historias inventadas, a veces lo más opuesto a la vida cotidiana, y que ella no estaba entendiendo el argumento.

Mi padre no hacía ni caso, siempre era la misma monserga, ponía verde al actor de turno para arrellanarse luego en su sillón y quedarse atrapada en lo que veía, por más que despotricara, al precio de convertir al malo en héroe y a éste en villano a quien, por cierto, habían matado hacía bien poco en el duelo de otra película.

—¿Cómo es posible que ahora esté vivo? ¡Vaya jaleo!

Ésos eran los comentarios habituales con que iba amenizando las sesiones para malestar de la familia, que la hacía señas de silencio inútilmente.

Hubo también momentos entrañables en los que, con su simplismo, muchas veces llorábamos de risa.

Recuerdo sobre todo un programa que tuvo gran audiencia a mediados de la década de los setenta:
La clave
. El presentador, José Luis Balbín, daba paso a una película sobre la que se desarrollaba un coloquio posterior. Pues bien, cada semana, una y otra vez, la abuela preguntaba lo mismo:

—La clavé —decía muy seria, acentuando la «e» y achicando sus ojos para ver mejor la tele a través de los cristales manchados de sus gafas. Hacía un gesto raro, como de asco, como de no entender de qué iba la cosa. Luego esperaba a ver el argumento de la película y al cabo de cierto tiempo nos miraba interrogante—. ¿Qué es lo que le clava?

¿Para que batallar por hacerle ver que sólo se trataba del título del programa?

Deliciosa era su manera de adecuar los nombres de ciertos actores a su propia lectura: Gargable, Jonvaine o Tironepover. Por no hablar de las presentaciones de la MGM.

Todos buscábamos acomodo. La abuela en su sillón —tenía el suyo y de ahí no la apeaba nadie— se calaba las gafas sobre el puente de la nariz y esperaba el fin de los anuncios como el resto. Pero en cuanto aparecía el famoso león chascaba la lengua, maldecía por lo bajo y se levantaba para irse a su cuarto renegando:

—¡Vaya por Dios! ¡Ya la hemos visto!

—Mamá, que es una nueva.

—Déjala, María del Mar —pedía mi padre, la mirada fija en la pantalla—, después de tantos años sigue sin aprender. Al menos veremos la película tranquilos.

Con mi abuela era quimérico explicarle lo que no quería concebir. Ni asimilaba que el fulano muriera para resucitar después, ni admitía que los televisores tenían entonces dos únicos canales —UHF y VHF—, y que en todos los hogares que gozaban de aparato se veían los mismos programas.

—Si es que tu padre no compra más que mierda —se quejaba cuando estábamos a solas—. En casa de Cayetana sí que se ven cosas entretenidas, no como aquí. Lo que vale, hay que pagarlo, Nuria. Ese televisor es barato, por eso no echan más que cosas repetidas.

—Compra tú uno nuevo —pinchaba yo, harta ya de escucharla despotricar de cuanto hacía mi progenitor.

—¡Sí hombre, sólo faltaba eso, que pague los vicios! Yo pongo esta casa, que a mi nombre está, con los muebles. ¿Comprar yo uno de esos cacharros? ¿Para qué? ¿Para que lo disfrute tu padre cuando yo la diñe? ¿Para eso?

—No, para que la veas tú. ¿No dices que la de tu amiga Cayetana es más entretenida?

—Lo digo y lo mantengo.

—¿De qué marca es su televisor? Anda, dímelo.

—¡Qué coño sé yo de marcas! Un televisor, cuadrado, que se enchufa, como todos, ya lo has visto.

Hacerla razonar era como intentar ablandar una piedra a golpes de cabeza, acababas con los sesos hechos papilla. En la llegada del hombre a la luna traté, con toda mi paciencia, de explicárselo. No me atizó con la muleta de milagro, convencida de que me estaba burlando de ella.

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