Authors: Irving Wallace
No hacía quince minutos que George L. Wheeler había sido llamado a través del sistema de intercomunicación del barco. Había una llamada telefónica desde Londres para él.
Empujando su silla hacia atrás mientras engullía el último trozo de su Chateaubriand, Wheeler había refunfuñado:
—¿Quién diablos puede estar llamando a esta hora?
Había caminado rápidamente entre las mesas, saludando a sus nuevos conocidos entre los pasajeros, y luego había subido dos pisos de escaleras alfombradas hasta la Mesa de Comunicaciones, a un lado de los ascensores centrales en la Cubierta Principal.
Mientras Randall ociosamente miraba al capitán de la mesa servir a Darlene su plato de crepes, escuchó la voz de Naomí que se dirigía al capitán.
—Ya vuelve el señor Wheeler; puede servirle también a él.
En efecto, el editor venía descendiendo las escaleras rápidamente, siguiendo luego su camino sin girarse ni a la derecha ni a la izquierda. Conforme se acercaba, Randall vio claramente que traía el rostro descompuesto.
Wheeler se dejó caer bruscamente sobre su silla, dando un resoplido de disgusto.
—Maldita mala suerte —musitó.
Levantó su servilleta y siguió rumiando.
—¿Qué sucede, señor Wheeler? —preguntó al fin Naomí.
Wheeler se percató de la presencia de los otros por primera vez.
—Era el doctor Jeffries llamando desde Londres. Puede ser que tengamos un problema.
El capitán de la mesa se había acercado a servir personalmente las crepes de Wheeler, pero éste lo rechazó bruscamente.
—No estoy de humor para eso ahora. Sírvame un poco de café americano.
—¿Qué clase de problema? —preguntó Naomí.
Wheeler se dirigió a Randall, sin prestar atención a Naomí.
—El doctor Jeffries sin duda estaba exaltado. Él comprende que le hemos concedido a usted un lapso muy limitado para preparar su campaña de publicidad, pero también sabe que no tenemos tiempo para demoras ni postergaciones. Si Florian Knight no está disponible en el momento en que lo necesitemos, estaremos metidos en problemas.
No era típico de Wheeler el hablar en circunlocuciones, por lo cual Randall estaba perplejo.
—¿Por qué no habría de estar el doctor Knight?
—Discúlpeme, Steven; debo aclararle esto. El doctor Jeffries fue hoy desde Oxfrod a entrevistarse con Florian Knight en el Museo Británico. El propósito de Jeffries era informar que Knight había sido comisionado para ir con usted a Amsterdam y prestar allí su colaboración, trabajando con usted como uno de los asesores de Resurrección Dos. De todos los consultores, él hubiera sido el más valioso. Los conocimientos que el doctor Knight tiene acerca del Nuevo Testamento (no sólo por lo que toca a las lenguas, sino también a su sapiencia bíblica del siglo primero) son muy profundos y completos. Bien, aparentemente ellos discutieron el nuevo nombramiento del doctor Knight, y luego el doctor Jeffries hizo arreglos para que se reunieran temprano esta noche a cenar y pudieran continuar su charla. Hace unas cuantas horas, cuando Jeffries salía del club para concurrir a la cita, recibió un telefonema de la joven prometida de Knight… La conocí una vez; brillante chica esa tal señorita Valerie Hughes. Bien, llamaba de parte de Knight para informar al doctor Jeffries que la cena tendría que cancelarse. Repentinamente, el doctor Knight se había puesto enfermo… muy enfermo, supuso Jeffries, puesto que no sólo estaba cancelando su compromiso de esta noche, sino también avisando que no podría ver a Jeffries ni a ninguno de nosotros mañana.
—Eso no suena demasiado grave —dijo Randall—. Si mañana no pudiera yo ver a Knight, aún podría…
—El problema no es mañana —le interrumpió Wheeler—. El punto es que la señorita Hughes le dijo al doctor Jeffries que Knight le había dado instrucciones en el sentido de que dijera que no estaría sintiéndose lo suficientemente bien como para trabajar en nuestro proyecto en Amsterdam en un futuro previsible. Sólo eso. Nada más. Bien, el doctor Jeffries estaba demasiado anonadado para continuar tratando el asunto en ese momento. Preguntó cuándo podría llamar a su protegido, pero la señorita Hughes le contestó vagamente, murmurando algo acerca de tener que discutirlo primero con el médico de Knight. Y después colgó. Es muy extraño y desconcertante. Si el doctor Knight quedara fuera del proyecto, sería una desgracia.
—Sí —dijo Randall lentamente—. En verdad suena extraño.
Darlene, que había estado sólo medio atenta, apuntó al editor, meneándole el tenedor lleno de crepes.
—Oiga, si no va a haber nadie en Londres, ¿por qué no seguimos directamente a El Havre?
Wheeler le lanzó una mirada.
—Sí
va a haber alguien en Londres, y
no
vamos a ir a El Havre, señorita Nicholson. —Luego se dirigió nuevamente a Randall—. Concerté una entrevista para que nos reunamos con el doctor Jeffries mañana a las dos de la tarde en el Museo Británico. Yo voy a insistir en que el doctor Jeffries ejerza su autoridad y obligue a Knight a regresar al proyecto tan pronto como se recupere. Esto es vital para nuestro futuro inmediato.
Randall se había quedado pensativo; luego, de una manera casi casual, dijo lo que tenía en mente.
—George —dijo— no nos ha dicho usted qué es lo que le ocurre al doctor Florian Knight. ¿Cuál es su enfermedad?
Wheeler estaba pasmado.
—Por Dios, ¿sabe usted qué…? El doctor Jeffries nunca me dijo qué es lo que ocurre a Knight. Ésta será una buena pregunta para hacérsela mañana, ¿no cree?
Al día siguiente habían llegado a un Londres nublado y desanimado, lo cual no les había mejorado el ánimo conforme se dirigían, en un «Bentley S-3» conducido por un chófer del «Hotel Dorchester», ubicado en Park Lane, hacia el majestuoso Museo Británico, en Bloomsbury. Ahí estaban los tres en el asiento trasero. Darlene había tomado una excursión con guía… la Abadía de Westminster, Picadilly Circus, la Torre de Londres, el Palacio de Buckingham.
Cuando llegaron a la serie de enormes columnas que están frente a la entrada principal del Museo Británico, sobre la calle de Great Rusell, Randall repentinamente recordó su única otra visita al museo…; la que había hecho con Bárbara cuando Judy era todavía pequeña.
Había recordado la gran esfera que constituye la sala de lectura; hileras de libros dentro de hileras de libros, formando una espiral, con la mesa de informes en el centro, y también los tesoros que había en las salas adyacentes, lo mismo que en las galerías del piso superior. Había recordado, además, los estimulantes objetos exhibidos: un mapa genuino, grabado en 1590, de la travesía de Sir Francis Drake alrededor del globo; la primera edición del Folio de los dramas de Shakespeare; los primitivos manuscritos de
Beowulf
; los Diarios de navegación de Lord Horacio Nelson; las anotaciones personales del viaje del capitán Scott al Antártico; el azuloso modelo de un caballo de la dinastía T'ang; la Piedra de Rosetta, con sus jeroglíficos tallados en el año 196 a. de J. C.
Ahora, después de haber sido saludados por el doctor Jeffries, su anfitrión, en el pasillo frontal, estaban siendo conducidos a través del piso de mosaico de mármol hacia la oficina del guardián, en la planta alta, donde el doctor Knight había estado trabajando. El doctor Jeffries se parecía mucho a la descripción que había hecho Naomí. Medía menos de un metro ochenta, de tórax robusto, de hirsuto cabello blanco, cabeza pequeña con ojos abolsados, nariz rosácea con los poros abiertos, un bigote desaliñado, cara arrugada, corbata de lazo a rayas, un binóculo y un traje azul que necesitaba planchado.
Conforme el distraído doctor Jeffries caminaba detrás de Wheeler y delante de Naomí y del propio Randall, éste se preguntó si el editor finalmente mencionaría el nombre de Florian Knight. Luego, como si Wheeler hubiera recibido el mensaje por percepción extrasensorial, Randall lo escuchó inquirir:
—Por cierto, profesor, ¿qué tan seria es la enfermedad del doctor Knight? Quise preguntárselo ayer por la noche. ¿Qué le sucede a nuestro doctor Knight?
Al doctor Jeffries pareció pasarle desapercibida la pregunta. De repente se detuvo, abstraído en sus pensamientos, y miró hacia atrás por encima del hombro.
—Hummm… señor Randall, hay algo que usted debería ver mientras estamos aquí en la planta principal. Nuestras dos más preciadas posesiones del Nuevo Testamento. El Códice Sinaiticus y el Códice Alexandrinus. Hummm… con toda seguridad nos escuchará usted mencionarlos frecuentemente en las discusiones. Si dispone de tiempo, yo sugeriría que hiciéramos ese breve recorrido.
Antes de que Randall pudiera contestar, Wheeler se adelantó y respondió por él.
—Por supuesto, profesor. Steven quiere verlo todo. Lo seguimos… Steven, adelántese acá con nosotros; Naomí no se sentirá abandonada.
Randall se apresuró hasta ponerse al lado del doctor Jeffries, quien se detuvo y giró hacia su derecha.
—Es justo a través del Salón de los Manuscritos, en un depósito reservado para nuestros más raros objetos, el Salón de la Carta Magna —dijo el doctor Jeffries—. Usted sabe, señor Randall, hasta… hummm… hasta el reciente y extraordinario hallazgo de Ostia Antica, nuestro fragmento más antiguo de los evangelios era uno muy pequeño del Evangelio según San Juan, de 9 por 6 ½ centímetros, en griego, descubierto entre unos montones de basura en Egipto y escrito antes del año 150 A. D. Ese fragmento está actualmente en la Biblioteca John Rylands, en Manchester. Después de eso, tenemos algunos papiros del Nuevo Testamento, adquiridos por A. Chester Beatty, un norteamericano que residía aquí en Londres, y también tenemos los papiros adquiridos por Martin Bodmer, un banquero suizo, los cuales pueden provenir aproximadamente del año 200 A. D. Por supuesto, un fragmento, el Papiro Bodmer número dos… —Jeffries retardó el paso y con el rabo del ojo echó a Randall una mirada divertida—. Pero eso no puede ser de interés para usted. Discúlpeme cuando me pongo tan terriblemente pedante.
—Yo estoy aquí para aprender, doctor Jeffries —dijo Randall.
—Hummm… sí, y aprenderá. Algunos de los eruditos más jóvenes, como Florian, le serán más útiles. Sin embargo, permítame decirle esto. Con la excepción de los fragmentos de Ostia Antica, o sea el Evangelio de Santiago y el Pergamino de Petronio (siempre los exceptúo, porque ningún descubrimiento en el campo bíblico ha sido jamás comparable en importancia a ésos) yo clasificaría los descubrimientos bíblicos más valiosos de los últimos mil novecientos años de la siguiente manera.
Jeffries se detuvo a la entrada del Salón de los Manuscritos, absorto en sus pensamientos, aparentemente meditando acerca del valor comparativo de los históricos descubrimientos de manuscritos.
—Primero —dijo el doctor Jeffries—, estarían los quinientos rollos de badana y papiro descubiertos en 1947 en los alrededores de Khibert Qumrân. A éstos se les conoce comúnmente como los Rollos del Mar Muerto. En segundo término, el Códice Sinaiticus, encontrado en su forma completa en el Monasterio de Santa Catalina, en el Monte Sinaí, en 1859. Éste es un Nuevo Testamento copiado en griego en el siglo cuarto, y ésa es una de nuestras posesiones que estoy a punto de mostrarle. El tercero en importancia es el hallazgo de los textos de Nag Hamadi, realizado en 1945 en las afueras de Nag Hamadi en el norte de Egipto. Este descubrimiento consistió en trece volúmenes de papiro, preservados en jarrones de barro, desenterrados por granjeros que buscaban humus para utilizarlo como fertilizante. En esos escritos del siglo cuarto estaban ciento catorce parábolas de Jesús, muchas de las cuáles eran desconocidas antes del descubrimiento de esa biblioteca cóptica. En cuarto lugar, el Códice Vaticanus, una Biblia griega escrita alrededor del año 350 A. D. y que se encuentra depositada en la Biblioteca del Vaticano, siendo desconocido su origen. En quinto término, el Códice Alexandrinus que posee el Museo Británico y que es un texto escrito en griego sobre papel vitela antes del siglo v. Llegó a Londres como un regalo que el Patriarca de Constantinopla hizo al Rey Carlos I en 1628.
—Odio confesar mi ignorancia —dijo Randall—, pero ni siquiera sé lo que la palabra
códice
significa.
—Hace usted bien en pedir explicaciones —dijo complacido el doctor Jeffries—. La palabra
códice
… hummm… tiene su raíz en el vocablo latino
codex
, que significa el tronco de un árbol. Esto se refiere a los manuscritos antiguos, en forma de tabletas, que se hacían sobre madera encerada. De hecho, el códice fue el principio del libro encuadernado, tal como lo conocemos hoy en día. En los tiempos de Jesucristo, las escrituras no cristianas se hacían principalmente en rollos de papiro o pergamino… que resultaban demasiado incómodos paira el lector. Hacia el siglo II, se comenzó a adoptar el códice. Los rollos de papiro fueron cortados en forma de páginas y luego sujetadas o pegadas por el lado izquierdo. Como dije, ése fue el principio del libro moderno. Bien, pues, ¿cuántos… cuántos descubrimientos bíblicos importantes, clasificados inmediatamente después de nuestro hallazgo en Ostia Antica, he mencionado?
—Cinco, profesor —dijo Wheeler.
El doctor Jeffries reanudó lentamente el paso.
—Gracias, George… Señor Randall, he de citar otros cuatro, que no irán en un orden específico. Sería una omisión de mi parte el no mencionar (especialmente en mi calidad de escolástico y traductor textual) los descubrimientos de Adolf Deissman, el joven clérigo alemán y erudito bíblico. Antes de Deissman, los traductores de los Nuevos Testamentos griegos pensaban que el griego bíblico difería del griego literario, suponiendo que aquél era algún tipo especial de griego puro, un lenguaje sagrado utilizado exclusivamente en los Nuevos Testamentos. Pero en 1895, después de estudiar multitud de antiguos papiros griegos descubiertos durante los cien años anteriores (fragmentos comunes y ordinarios de cartas escritas hacía más de dos mil años; presupuestos domésticos, facturas mercantiles, escrituras, arrendamientos, peticiones), Deissman pudo anunciar que ese griego coloquial de todos los ciudadanos, el griego vulgar de la vida cotidiana y de uso callejero (que se llama koine) era el mismo griego que utilizaban los evangelistas. Eso, por supuesto, causó una revolución en las traducciones posteriores.
El doctor Jeffries nuevamente miró de reojo a Randall.
—Los otros tres hallazgos importantes incluyen el descubrimiento de la tumba de San Pedro, en un antiguo cementerio ubicado diez metros abajo del Vaticano… presumiendo que la tumba sea auténtica. De cualquier manera, la doctora Margherita Guarducci descifró la clave de una inscripción en piedra (que data del año 160 A. D.) encontrada debajo de la nave de la basílica en la que se lee: «Pedro está enterrado aquí.» Después vino el descubrimiento, en Israel, durante 1962, de un bloque de construcción utilizado para dedicar una estructura al Emperador Tiberio, antes del año 37 A. D., cuya inscripción traía el nombre de Poncio Pilatos seguido por las palabras
prefectus Udea
, el mismo título que nosotros hemos autentificado en el Pergamino de Petronio. Luego, en 1968, en Giv'at ha'Mivtar, en Jerusalén, un hallazgo verdaderamente grandioso: un féretro de piedra conteniendo el esqueleto de un hombre llamado Yehohanan (su nombre inscrito en arameo sobre el ataúd), a quien le habían metido clavos de dieciocho centímetros a través de los antebrazos y los huesos de los talones. Esa osamenta de hace casi dos mil años representó la primera evidencia física que hemos tenido de un hombre que hubiera sido crucificado en Palestina en la época del Nuevo Testamento. La Historia nos dice que tal cosa había sucedido; los evangelistas dijeron que le había sucedido a Jesús; pero, con la exhumación de los restos de Yehohanan, el conocimiento literario fue al fin confirmado.