Authors: Irving Wallace
—Lo siento, señor Randall —dijo ella—. El señor Kremer ya se fue y no volverá hasta mañana. ¿Puedo sugerirle a alguien más, señor? Hans Bogardus, el bibliotecario, lleva registro de dónde se guarda cada copia. Normalmente él trabaja hasta tarde. ¿Quiere que intente comunicarlo con él?
Un momento después, Randall estaba al habla con el bibliotecario.
—Señor Bogardus, le llama Steven Randall. Me gustaría obtener una copia del Nuevo Testamento Internacional que pueda yo leer y…
Del otro lado de la línea llegó una risita divertida y afeminada.
—Y a mí me gustaría tener el diamante Kohinoor, señor Randall.
Irritado, Randall dijo:
—Me han dicho que usted lleva un registro de dónde está cada copia en todo momento.
—A nadie que tenga en su poder una copia se le permitiría dejar que usted la viera. Yo soy el bibliotecario del proyecto y aún no se me ha permitido verla.
—Bueno, a
mí
se me ha prometido, amigo mío. El señor Wheeler me prometió que yo la vería en cuanto llegara a Amsterdam.
—El señor Wheeler ya se fue. Si usted espera hasta mañana…
—Yo quiero una copia esta noche —dijo Randall, exasperado.
La voz de Bogardus se había vuelto más seria, más solícita.
—Esta noche —repitió— En ese caso, únicamente el doctor Deichhardt puede ayudarle. En la bóveda de abajo hay una copia en inglés, pero solamente él podrá autorizar que se saque de allí. Casualmente, sé que el doctor Deichhardt está todavía en su oficina.
—Gracias —dijo Randall, colgando abruptamente el aparato.
Se levantó de su silla, y a zancadas salió de su oficina. En el privado secretarial, Lori estaba acomodando sus efectos en el escritorio.
Mientras pasaba apresuradamente frente a ella, Randall le dijo:
—Llame por mí al doctor Deichhardt y dígale que voy en camino a verlo. Que sólo necesitaré medio minuto. Dígale que es importante.
Se precipitó hacia el corredor, listo para la batalla.
Veinte minutos después, Randall se hallaba acomodado en el asiento trasero de la limusina «Mercedes-Benz», y Theo, el chófer, lo conducía a través del Dam en la oscuridad de la incipiente noche.
Había ganado la batalla.
Aunque con gran renuencia, el doctor Deichhardt había estado de acuerdo en que si el consorcio de editores quería que su Nuevo Testamento Internacional fuera promovido, entonces su director de publicidad debería tener la oportunidad de leerlo. Pero le había impuesto ciertas condiciones explícitas respecto del préstamo de la Biblia. A estas alturas, a Randall se le facilitaría la copia solamente durante una noche. Debería leerla dentro de los confines de su habitación. No debería hacer anotaciones. Debería devolverle la copia al doctor Deichhardt a la mañana siguiente. No debería revelar a nadie —ni siquiera a los miembros de su equipo— lo que había leído. Debería limitar el uso del contenido de la obra a esbozar sus ideas publicitarias, y debería conservar tales ideas en su archivo de seguridad.
Al cabo de dos semanas, Herr Hennig llegaría a Amsterdam procedente de Maguncia llevando ejemplares terminados de la Biblia. Entonces, y sólo entonces, Randall y sus colaboradores recibirían las copias que les correspondían. A partir de ese momento, Randall estaría en libertad de discutir las ideas que pudieran haberle surgido de su lectura privada de esa noche, y todo el equipo publicitario podría entonces preparar su campaña promocional.
Randall había aceptado instantáneamente esas condiciones y se había comprometido a tomar todas las precauciones. Después de eso, había aguardado con expectación hasta que el guardián de la bóveda, el señor Groat, hubo aparecido con la edición norteamericana de las pruebas de galerada.
El señor Groat resultó ser un holandés alegre y de baja estatura que parecía tan irreal como una figura de cera del Museo de Madame Tussaud. Usaba un tupé plano y mal ajustado, lucía un pequeño bigote como de dentista, mostraba modales de burócrata inferior y llevaba una enorme y extraña pistola (Randall averiguó después que era una F.N. 7.6, de manufactura belga) dentro de una pistolera que llevaba bajo la axila y que se dejaba ver bajo la desabotonada chaqueta negra que evidentemente le iba pequeña. Groat le había facilitado la Biblia a Randall (las pruebas encuadernadas en unas blanquísimas carpetas alargadas y estampadas con una gran cruz azul) de una manera formal, solemne, como si le estuviera confiriendo en propia mano un mensaje del Creador.
Ahora, al lado de su asiento, llevaba el portafolio repleto de documentos que contenían el Nuevo Testamento Internacional, las fotografías del descubrimiento de Ostia Antica y los papeles que le habían entregado sus colaboradores. Randall se relajó para disfrutar de ese tranquilo interludio, mientras iba dejando atrás su primer día entero con Resurrección Dos.
A través de la ventana trasera del automóvil, Randall pudo ver que estaban saliendo del Dam y entrando a una ancha calzada, delineada por árboles, llamada Rokin. Pronto, Rokin desembocó en la calle Muntplein y luego el auto continuó por Reguliersbreestraat. Theo aminoró la velocidad de la limusina cuando cruzaron una plaza ruidosa. Era Rembrandtsplein, una de las plazas más populares de la ciudad, que los holandeses llamaban su Broadway. A través del pequeño parque central, Randall pudo distinguir el «Hotel Schiller», el «Hof van Holland», con su terraza, y una fila de jovencitos frente a la taquilla del Teatro Rembrandtsplein.
Una vez que dejaron atrás la plaza, la ciudad se tornó repentinamente silenciosa. Excepto por el tránsito de unos cuantos automóviles, había muy poco movimiento; la calle sobre la que iban parecía agradable. Randall echó un vistazo en la oscuridad para localizar el nombre de la calle (quería recordarla para dar un paseo por allí un día), y finalmente supo que se llamaba Utrechtsestraat.
Espontáneamente, Randall sintió un deseo irresistible de caminar; de estirar las piernas y respirar aire fresco. Todavía no tenía apetito y, a pesar de que estaba ansioso por leer el Nuevo Testamento que traía en su portafolio, no le importó dejar de lado ese entusiasmo para un poco más tarde. La mera idea de salir de un recinto, el «Krasnapolsky», hacia los confines de un segundo recinto, este «Mercedes», para todavía volverse a encerrar en un tercer recinto, su
suite
en el «Hotel Amstel», le resultaba deprimente. Definitivamente (tomando las precauciones recomendadas por Heldering), Randall se permitiría una caminata y un respiro del limpio y fresco aire holandés.
—¿Qué tan lejos estamos del «Hotel Amstel», Theo?
—Wif zinjn niet ver van het hotel
. Cerca, no lejos. Seis, siete manzanas tal vez.
—Está bien. Deténgase aquí en la esquina, Theo; la esquina de la intersección con el canal.
El chófer, asombrado, dio media vuelta sobre su asiento.
—¿Usted quiere que me detenga, señor Randall?
—Sólo para bajarme. Quiero caminar lo que falta para llegar al hotel.
—Mis instrucciones, señor Randall, son de no perderlo de vista hasta que lo haya dejado a salvo en el hotel.
—Ya sé cuáles son sus instrucciones, Theo, y pretendo que las siga. Usted me tendrá a la vista; puede ir tras de mí pisándome los talones, seguirme todo el camino hasta el hotel. ¿Qué le parece eso?
Theo se veía indeciso.
—Pero…
Randall meneó la cabeza. Esos autómatas siguiendo sus malditas instrucciones; programados, literales, siempre inflexibles.
—Mire, Theo, nos estamos apegando a las reglas. A mí me interesa que así se haga, tanto como a usted. Me tendrá puesto el ojo todo el camino. Es simplemente que no he salido a la ciudad desde que llegué. Necesito un poco de ejercicio. Así es que, por favor, déjeme aquí, y usted puede ir quince metros detrás de mí.
Emitiendo un audible suspiro, Theo se acercó a un lado de la calle y se detuvo. Saltó de su asiento para abrir la portezuela trasera, pero Randall ya había salido del auto con su portafolio en la mano.
—Nada más dígame dónde estoy —dijo él—. Señáleme la dirección correcta.
Theo señaló hacia la izquierda, a lo largo del canal.
—Camine de frente al lado de este canal, el Prinsengracht, hasta el final. Entonces llega al río Amstel. Siga derecho una, dos, tres calles, hasta Sarphtistraat, y luego a la izquierda cruzando el puente, y la próxima calle pequeña es Profesor Tulpplein, donde llegamos al «Hotel Amstel». Tocaré la bocina si se equivoca.
—Gracias, Theo.
Randall permaneció en donde estaba parado hasta que Theo se puso tras el volante del inmóvil «Mercedes-Benz».
Luego, ofreciendo al chófer una breve señal apreciativa, Randall empezó a caminar. Sintiéndose libre por primera vez desde su llegada, Randall inhaló hondamente llenando de aire sus pulmones; luego exhaló, dio un confortable apretón a su pesado portafolio y continuó andando tranquilamente por en medio del angosto camino que corría junto al canal Prinsen.
Después de uno o dos minutos, Randall echó un vistazo sobre su hombro. Obedientemente, a unos quince metros, Theo mantenía el «Mercedes-Benz» avanzando lentamente tras de él.
«Está bien —pensó—; instrucciones, reglas.» Mientras tanto, la caminata le venía maravillosamente, y se sintió profundamente revivido.
Aquí todo era encantador, tranquilo, pacífico, después del alboroto del día. La tensión le comenzaba a desaparecer de los músculos y los nervios de brazos y espalda. Varios automóviles minúsculos estaban estacionados frente a parquímetros nocturnos. A uno de sus lados, en la oscura calle tenuemente sombreada por el débil alumbrado público, había hileras de casas de exquisito arcaísmo, con breves escalones que conducían a las viejas puertas frontales; casas principalmente sin cortinas ni iluminación, y casi sin señales de vida tras las ventanas. «Los buenos burgueses de Amsterdam —pensó Randall—, se han acostado temprano.»
Al otro lado de él, visibles a través del azul lechoso de la noche, no muy lejos de la angosta calle, estaban las quietas aguas del canal. Podía contemplar los botes anclados, algunos de los cuales eran atractivos barcos vivienda, con las luces interiores encendidas. En uno de ellos había una niña en camisón que pasó frente a una ventana. Los reflejos de las luces del bote resplandecían trémulamente sobre el agua.
Mientras caminaba lentamente hacia el final del canal Prinsen, la mente de Randall recorrió vagamente los sucesos del día. Pensó en Darlene, y deseó que ella hubiera disfrutado de sus paseos por la ciudad. Pensó brevemente en la reunión que había tenido con su equipo, tanta gente joven, alerta y despierta. Y pensó también en el almuerzo con los magnates editores y sus teólogos; en el gran conflicto que había debajo de un propósito común. Y pensó en Lori Cook. Esto condujo a su mente más hacia atrás, a su hija Judy, y pensó cuánto deseaba que ella estuviera ahora con él y cuán molesta debería estar su hija con motivo de la demanda de divorcio. Sin embargo, los rostros de aquellos que estaban involucrados en su vida… Judy, Bárbara, Towery, McLoughlin, su padre, su madre, Clare, Tom Carey… todos parecían vagos y distantes en esa quieta noche.
Se detuvo brevemente, mientras un gato con manchas caminaba sin rumbo maullando frente a él y, justo en el momento en que reanudaba su caminata, las brillantes luces de un automóvil le golpearon la cara, cegándolo momentáneamente. Instintivamente, se protegió los ojos y pudo vislumbrar la figura del vehículo que había virado sobre esta calle viniendo de dirección del río, y que ahora se dirigía calle abajo, hacia donde él estaba, a una velocidad acelerada.
Paralizado durante unos segundos por lo inesperado, Randall vio cómo el sedán negro se precipitaba hacia él más y más amenazante, agrandándose para atropellado. ¿Qué, no lo había visto ese estúpido maldito? ¿O no había visto a Theo detrás de él? El monstruoso auto casi le daba alcance, cuando los zancos que Randall tenía por piernas volvieron a la vida. Comenzó a irse hacia atrás, como un cangrejo, poniéndose fuera del camino del veloz vehículo, pero el brillo implacable de las luces amarillas lo seguía.
Entonces vio que el auto se había desviado directamente hacia él y, acercándose rápidamente, casi lo atropellaba. Pronta y confusamente se dirigió hacia el canal en un intento por salvarse, pero entonces tropezó y empezó a caerse, el portafolio se le escapó del puño y abrió las palmas de las manos para protegerse el cuerpo al caer sobre el pavimento que se le venía encima.
Randall cayó de frente, cuan largo era. Tumbado, sin aliento, dolorido, esperó a que el coche pasara. Pero, a cambio de eso, hubo un patinazo y el chirrido de los frenos y las llantas sobre el cemento. Randall rodó hacia un lado justo a tiempo para ver que el pequeño sedán patinaba quedando completamente de lado frente al «Mercedes», obligando a Theo a frenar repentinamente.
Postrado como estaba, Randall pudo distinguir que un hombre que usaba una gorra con visera, el chófer, abandonaba el sedán y de un tirón abría la puerta de Theo. De inmediato, Randall dirigió su atención hacia otra figura, un segundo hombre, mientras la puerta trasera del vehículo se abría de golpe. Un hombre sin cabello, sin rostro… grotesco, aterrador… un hombre con una media apretadamente colocada sobre la cabeza… había salido y se alejaba apresuradamente del auto, pero no hacia Randall, sino hacia un objeto que estaba en la calle, detrás del automóvil.
En ese instante, Randall sintió que se le helaba el corazón.
El objeto que yacía allí tirado era su portafolio.
Todos los nervios de su cuerpo lo impulsaron a ponerse de pie. Empujándose hacia arriba recuperó la verticalidad. Luego se tambaleó, sus rodillas doblándosele como goznes, y se agarró de un parquímetro para mantener el equilibrio.
La monstruosa y repelente figura, con su grotesco cráneo envuelto en una placenta de nylon, había levantado el portafolio y estaba dando la vuelta para regresar a su auto.
Los ojos de Randall buscaron a su protector tras el volante del «Mercedes»; pero Theo no estaba allí. Theo no se veía por ninguna parte. El otro atacante, el chófer con la gorra, estaba otra vez dentro del sedán negro, abriéndose camino frente a la limusina «Mercedes» y dirigiendo su automóvil hacia abajo, sobre la vacía calle. Y su cómplice, portafolio en mano, casi había llegado al sedán.
—¡Suelte eso! —gritó Randall—. ¡Policía! ¡Policía!
Luego, saltó hacia delante. El otro tipo había alcanzado la puerta abierta, haciendo una pausa antes de entrar, cuando Randall rápidamente acortó la distancia que había entre ellos y se lanzó sobre el hombre, derribándole por las rodillas. Contra el hueso de la mejilla sintió el impacto de los toscos pantalones y las duras piernas del ladrón, y pudo oír un sofocado grito mientras ambos daban un bandazo contra la puerta del auto y luego caían sobre la calle.