Authors: Irving Wallace
Era un bosquejo infantil, primitivo y enigmático, de un pez atravesado por un arpón.
Éste era el regalo de Santiago, un talismán que salvaría a Randall, según había prometido el profesor. Para Randall no tenía ningún sentido, y se preguntaba cuál sería el significado que le había dado la mente nebulosa del profesor Monti. Randall suspiró. Nunca lo sabría, y ya no parecía importarle.
Randall oyó que la puerta del cuarto se abría.
Rápidamente, dobló el dibujo y lo deslizó dentro del bolsillo de su chaqueta. Dio las gracias al profesor Monti por ese regalo, y nuevamente le agradeció el tiempo que le había concedido. Luego dejó al padre de Ángela junto al escritorio y se dirigió hacia la señora Branchi, que estaba en la entrada.
Al llegar al corredor, vio cómo la enfermera cerraba la puerta con llave. Acercándose a él, ella le dijo:
—Ahora lo llevaré de vuelta con la Signorina Monti.
Pero Randall no estaba listo para marcharse todavía. Se le había ocurrido algo más.
—Señora Branchi, me estaba preguntando… ¿hay algún médico o psiquiatra en el sanatorio que esté encargado del caso del profesor Monti? Quiero decir, ¿hay algún doctor que haya atendido de cerca al paciente?
—Sí, por supuesto. Hay siete doctores en nuestro cuerpo médico, pero el director es el doctor Venturi. Él ha vigilado al profesor Monti desde que fue admitido a la Villa Bellavista. Tiene su despacho en la planta alta.
—¿Sería posible verlo, aunque fuera brevemente?
—Espere aquí. Veré si está desocupado.
El doctor Venturi estaba desocupado.
El director del cuerpo médico era un esbelto italiano semicalvo, de benévolos y límpidos ojos oscuros, nariz arqueada y manos inquietas. No tenía la apariencia de médico, y Randall pensó que esto era porque vestía una alegre chaqueta a cuadros en lugar de la tradicional bata blanca.
Cuando Randall le preguntó por la bata, el doctor Venturi le explicó amablemente:
—La bata acostumbrada en las clínicas establece una barrera entre médico y paciente, cosa que nosotros no estimamos deseable. Queremos que nuestros pacientes se sientan en igualdad con sus doctores. Para nosotros es importante que ningún paciente (incluyendo al profesor Monti) se sienta diferente de nosotros. Deseamos que nos tengan confianza y que se relacionen con nosotros como amigos.
La oficina del doctor Venturi era tan poco médica como su propia persona. Sentado en una silla con tapiz floreado frente al escritorio imperial del médico, Randall se encontraba en medio de una habitación amueblada con modernos sofás, plantas exuberantes y pinturas abstractas.
Randall, en un último esfuerzo desesperado por encontrar alguna pista acerca del misterio del Papiro número 9, había estado informando al doctor Venturi de su infructuosa reunión con el profesor Monti. Acababa de relatarle la fantasía de Monti de creer que él era Santiago, hermano de Jesucristo.
—¿Se ha comportado el profesor Monti de esa manera con anterioridad? —inquirió Randall.
—Frecuentemente —dijo el doctor Venturi, tomando un abrecartas y dejándolo; levantando un lápiz y volviéndolo a dejar—. Y eso nos resulta muy desconcertante. Ese comportamiento no corresponde a sus síntomas generales. Mire usted, alguien que cree que es un mesías (o el hermano de Jesús en este caso) generalmente es un paranoico con un complejo de superioridad. El profesor Monti, por otra parte, padece de pérdida de la memoria y tiene síntomas catatónicos relacionados con la histeria y que se fundamentan en sentimientos de culpa. Sería clínicamente comprensible que él tuviera fantasías, pero por lo común un paciente bajo sus condiciones no creería tener la identidad de una persona prominente como Jesús o Santiago, sino más bien la de alguien que tal vez se siente culpable de haber dañado a Jesús o a Santiago. Su comportamiento de hoy con usted, representando al hermano de Jesucristo, sigue siendo incomprensible para mí. Pero, naturalmente, nosotros conocemos muy poco acerca del pasado interior del profesor Monti, de su mente, y es poco probable que alguna vez tengamos la oportunidad de saber más.
Randall se agitó en su silla.
—¿Quiere usted decir que no sabe nada acerca de los antecedentes profesionales del profesor Monti y de sus excavaciones arqueológicas?
—Ah, señor Randall, entonces,
¿usted
sabe acerca del descubrimiento de Monti en las afueras de Ostia Antica? Yo no podía hablar de eso hasta que…
—Yo formo parte del proyecto, doctor Venturi.
—No estaba yo seguro. Sus hijas me hicieron jurar que jamás hablaría de eso con ningún extraño, y he cumplido mi palabra.
—¿Qué sabe usted acerca del trabajo del profesor? —preguntó Randall.
—De hecho, muy poco. Cuando me llamaron para hacerme cargo del caso, el nombre del profesor Monti ya me era familiar, por supuesto. Su nombre es muy conocido en Italia. Por sus hijas me he enterado de que él había hecho una excavación cerca de Ostia Antica que tendría gran importancia en los campos de la historia bíblica y la teología. Se me dijo que sería la piedra angular de una nueva Biblia.
—Pero, ¿no conoce usted la esencia del descubrimiento?
—No. ¿Está usted sugiriendo que si la conociera podría yo entender mejor sus fantasías acerca de creerse Santiago, hermano de Cristo?
—Podría arrojar alguna luz, doctor. Y sí, lo que el profesor Monti descubrió se convertirá en una nueva y trascendental Biblia.
—Eso es lo que sospechaba. Recientemente, en
Il Messaggero
, nuestro diario romano, leí un artículo en tres partes escrito por un periodista británico… se me olvida su nombre…
—¿Cedric Plummer?
—En efecto, Cedric Plummer. Los artículos eran vagos (extensos, aunque escasos de hechos concretos), acerca de los preparativos secretos que se llevan a cabo en Amsterdam para la publicación de una nueva Biblia, cuya versión estará basada en unos nuevos descubrimientos y respaldada por los eclesiásticos conservadores para sostener el
statu quo
. Me pareció intrigante, pero tan lleno de especulaciones y rumores que me resultó difícil tomarlo en serio.
—Puede usted tomarlo en serio —dijo Randall.
—Ah, entonces, ¿ésa es la Biblia que próximamente se publicará y de la cual nuestro paciente es el responsable? —El doctor Venturi giró distraídamente una página de su calendario de escritorio y la volvió a su sitio—. Qué lástima que el profesor Monti no podrá gozar de los frutos de su trabajo. Por lo que respecta a sus fantasías, aunque esta Biblia nos las podría esclarecer, yo dudo que tuvieran alguna significación médica para él. ¿Ocurrió algo más durante su reunión con Monti allá abajo?
—Me temo que no —dijo Randall. Luego lo recordó y buscó dentro del bolsillo de su pantalón—. Excepto por esto. —Desdobló la hoja de papel y se la enseñó al médico—. El profesor Monti hizo este dibujo y me lo dio cuando iba yo a salir. Dijo que era un regalo que me traería la salvación.
—Ah, el pescado —dijo el doctor Venturi, reconociéndolo.
No tomó el dibujo de manos de Randall, sino que buscó entre los expedientes que había en su escritorio y abrió uno. De ahí sacó varias hojas de papel y se las mostró a Randall, una tras otra, seis en total. Cada una era una variante del bosquejo del pez arponeado que Randall sostenía en las manos.
—Como usted puede ver, señor Randall, yo tengo mi propia colección privada de la producción del profesor Monti —dijo el médico—. Sí, él hace ocasionalmente esos dibujos para regalarlos a sus enfermeras o a mí, y me temo que su creación artística está limitada a este único sujeto… el pescado.
Está obsesionado con él. Nunca se ha sabido que haya dibujado ninguna otra cosa desde que ha estado aquí bajo nuestro cuidado. Sólo el pez.
—Debe tener alguna significación —rumió Randall—. ¿Tiene usted alguna teoría acerca de lo que está tratando de comunicar?
—Naturalmente, pero no puedo imaginar con precisión de qué se trata, excepto que ese pez está estrechamente relacionado con su fantasía de vivir en el siglo I. Como sin duda usted sabe, los primeros seguidores de Cristo, los primeros cristianos, cuando fueron perseguidos y acosados, empleaban el símbolo del pez para identificarse secretamente uno con otro. El origen de esta contraseña visual es interesante. Para sus primeros discípulos, el Mesías era conocido como «Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador», lo cual, traducido al griego, el idioma usado por las fuerzas romanas de ocupación, era
Iesous Christos, Theou, Uios, Soter
. Las iniciales de esas cinco palabras en griego, que se deletreaban I-CH-TH-U—S, se han convertido a ICTHYS… la palabra griega que significa pez. Hoy en día, el estudio de los peces se llama ictiología. Así que, como usted ve, las iniciales del nombre de Jesucristo junto con sus títulos formaban la palabra
pez…
el símbolo de identificación entre los seguidores del culto de los cristianos.
—Fascinante —convino Randall, examinando una vez más el dibujo de Monti—. Pero el arpón no era parte del símbolo, ¿o sí?
—No —dijo el doctor Venturi, devolviendo su colección de dibujos al expediente—, no, eso parece ser una añadidura hecha por el profesor Monti. El arpón… o jabalina o lanza… sea lo que fuere… parece ser un símbolo negativo. No obstante, ¿quién podría decir qué es lo que verdaderamente pasa por su mente? Al creerse Santiago, el hermano, ¿está proyectando una rivalidad fraternal hacia Jesús, el pez, arponeándolo? ¿O acaso piensa que la lanza atravesando el símbolo de su hermano es un arma que traspasa su propia persona? No podemos decirlo. Yo me temo que este símbolo, al igual que tantas otras cosas relacionadas con el profesor Monti, permanecerán en el misterio.
El doctor Venturi sacó una vieja pipa de espuma de mar y una bolsa de tabaco.
—¿Le molesta? —preguntó el médico.
Randall señaló su propia pipa de brezo, y después de que hubieron intercambiado mezclas de tabaco y de que comenzaron a fumar, ambos volvieron al asunto del profesor Monti. Fue entonces que Randall decidió remontarse al pasado.
—Doctor —dijo—, ¿cuándo fue el profesor Monti confinado a esta clínica por primera vez? Y, si es que está usted en libertad de decírmelo, ¿cuáles fueron las circunstancias bajo las que fue remitido aquí?
—¿Las circunstancias? —El doctor Venturi echó bocanadas de humo—. Naturalmente, la historia clínica es confidencial, pero cuando Ángela Monti me avisó que iba a traerlo a usted, también solicitó que el personal le fuera franco y claro acerca del estado de su padre.
—Ella está en la sala de espera —dijo Randall apresuradamente—. Si desea usted consultarla nuevamente…
—No hay necesidad. —El doctor Venturi inhaló pensativamente el humo de su pipa de espuma de mar, y finalmente la colocó en un cenicero de cerámica—. Yo intervine en el caso… permítame recordarlo… hace aproximadamente un año y dos meses. Un colega (que era el médico de la familia Monti) me notificó que mis servicios se requerían con urgencia para uno de sus pacientes que estaban en el Policlínico, un hospital que está en los terrenos de la Universidad. El paciente resultó ser el profesor Augusto Monti. Había sufrido un repentino y agudo colapso nervioso. Inmediatamente fui a verlo, lo examiné y diagnostiqué su estado.
—¿Qué fue lo que provocó que lo recluyeran en el hospital?
Distraídamente, el doctor Venturi tomó su pipa, la dejó, buscó un lápiz y comenzó a garrapatear en un bloc de notas.
—¿Usted desea conocer las circunstancias que indujeron a la reclusión? Dos días antes del colapso, según supe posteriormente, el profesor Monti estaba siguiendo su rutina habitual en la Universidad de Roma. Había estado impartiendo su cátedra en el Aula di Archeologia. Había estado conferenciando con sus colaboradores de facultad. Había preparado una solicitud para una subvención que le permitiera realizar una nueva excavación en Pella. Ese día, además, al igual que en la mayoría de sus días ocupados, había llevado un programa de citas y había recibido a los visitantes.
—¿Qué tipo de visitantes?
—El tipo que normalmente recibe un prominente arqueólogo. Algunas veces veía a colegas y catedráticos de otros países o bien a funcionarios gubernamentales. Tal vez a vendedores de equipo para excavaciones, estudiantes graduados o directores de publicaciones arqueológicas. Yo no conozco con exactitud sus actividades de ese día. Su hija podrá decirle más al respecto. Yo sólo sé que había estado en la universidad la mayor parte de la mañana, que había salido una o dos veces para cumplir con unas citas y que había regresado nuevamente a su despacho para continuar trabajando. Por la noche, puesto que no había regresado a su casa para cenar, su hija Ángela telefoneó a la escuela para pedir al conserje de guardia que le recordara a su padre que era hora de volver a casa. El conserje subió por la escalera a la oficina del director del departamento de arqueología y llamó a la puerta, pero no recibió respuesta, lo que le pareció extraño puesto que las luces estaban encendidas. Se decidió a entrar, y allí encontró al profesor en su escritorio (el escritorio estaba desordenado y una lámpara volcada) murmurando ininteligiblemente, diciendo incoherencias, justo la clase de plática que acaba usted de escucharle. Estaba totalmente desorientado. Luego, sobrevino un estupor. El conserje, asustado, llamó a Ángela Monti y solicitó inmediatamente una ambulancia.
Randall se estremeció al imaginar la escena, reviviendo lo que debió haber sido un verdadero horror para la pobre Ángela.
—¿Estaba coherente el profesor Monti…?, o, mejor dicho, ¿después de eso volvió a coordinar alguna vez?
—Ni una sola vez en el año y meses que han transcurrido —dijo el doctor Venturi con un suspiro—. Sencillamente, algo se había interrumpido, por así decirlo, dentro de su cerebro. Para usar el lenguaje vernáculo, literalmente había perdido la razón. Desde entonces no ha tenido contacto alguno con la realidad.
—¿No existe esperanza alguna de que se recupere?
—¿Quién puede decirlo, señor Randall? ¿Quién sabe lo que el futuro nos traerá en los campos de la ciencia, la medicina, la psiquiatría, o los progresos venideros en la bioquímica de las anormalidades mentales? En la actualidad no hay nada. Puede usted estar seguro de que lo hemos intentado todo. Después de varios días, hice que el profesor Monti se mudara aquí, a la Villa Bellavista. Llevamos a cabo, en vano, varias formas de tratamiento… psicoterapia, medicación farmacológica, electrochoques bajo anestesia. Ahora, sólo nos esforzamos porque siempre esté cómodo y en paz, para que pueda dormir. Además, lo estimulamos para que se mantenga ocupado. Lo motivamos para que asista con regularidad a nuestro taller a trabajar en el telar o para que use nuestra piscina, pero tiene muy poco interés en esas cosas. La mayor parte del tiempo se sienta frente a la ventana mirando hacia fuera o escuchando música, y algunas veces ve la televisión, aunque yo no creo que capte lo que ve.