Authors: Irving Wallace
—Ángela… es decir, la señorita Monti… cree que el profesor ha tenido algún que otro momento lúcido.
El doctor Venturi se encogió de hombros.
—Ella es su hija, y si eso la hace más feliz, nosotros no la vamos a contradecir.
—Ya veo —dijo Randall pensativamente—. ¿Y con respecto a las visitas? ¿Recibe el profesor Monti otras visitas aparte de sus dos hijas?
—Sus hijas, sus nietos en días de fiesta y en su cumpleaños, y el ama de llaves.
—¿Ningún extraño?
—A nadie se le permite la entrada —dijo el doctor Venturi—. Algunos han solicitado permiso para visitarlo, pero se les ha negado. Las hijas del profesor decidieron que la presencia de su padre aquí, al igual que su desafortunado estado, debe mantenerse en secreto hasta donde sea posible. Únicamente los familiares más cercanos al profesor Monti, o sus acompañantes, pueden visitarlo.
—Pero los extraños —persistió Randall—. Usted mencionó a algunos que solicitaron permiso para visitar al profesor. ¿Recuerda quiénes eran?
El doctor Venturi negó, moviendo su pipa de espuma de mar.
—No podría recordar los nombres. Algunos de sus viejos camaradas y colegas de la universidad. Solamente se les dijo que padecía una alteración nerviosa y que debía descansar. Varios intentaron verlo los primeros meses, pero fueron rechazados. No hemos vuelto a saber de ellos.
—¿Alguien más? —preguntó Randall—. ¿Algún otro intento de alguien más en los meses recientes?
—Pues, ahora que usted lo menciona… hubo uno, y lo recuerdo porque ocurrió recientemente y su nombre es muy conocido.
—¿Quién fue? —inquirió Randall con interés.
—Un eminente clérigo, el reverendo Maertin de Vroome. Hizo una solicitud por escrito para visitar al profesor Monti. Debo decirle que me impresionó. Yo no sabía que él y Monti fueran amigos. Poco después se me informó que no lo eran… que no eran amigos. Yo había confiado en que una visita del reverendo podría estimular a mi paciente, así que pasé a las hijas la solicitud del reverendo De Vroome. Ellas la rechazaron, y con bastante firmeza, debo añadir. Así pues, yo informé al reverendo De Vroome que no se permitían las visitas. En realidad, usted es el primer extraño a quien se le permite ver al profesor Monti desde que fue recluido aquí. —Echó un vistazo al reloj que estaba sobre su escritorio—. ¿Tiene usted alguna otra pregunta, señor Randall?
—No —dijo Randall, poniéndose de pie—. No tengo nada más que preguntar… o que averiguar.
El recorrido de regreso a Roma, en el «Opel» de Giuseppe, con aire acondicionado, fue lóbrego.
En el asiento trasero, con Ángela acurrucada contra él, un Randall renuente se vio forzado a rememorar lo que había acontecido durante su reunión con el profesor Monti y después con el doctor Venturi.
Ángela hacía reminiscencias breves, melancólicas acerca de su padre, tal como había sido en los años anteriores; recordaba la viveza y la agudeza de su mente. Era una lástima, dijo ella con infinita tristeza, que su padre nunca conocería las maravillas a las que su descubrimiento seguramente conduciría.
—Ahora lo sabe —le aseguró Randall—. Lo supo desde el momento en que hizo su descubrimiento, y disfrutó plenamente de lo que estaba proporcionando al mundo.
—Eres bueno —Ángela lo besó en la mejilla.
Ella lo invitó a cenar con su hermana y los hijos de ésta en la casa de la familia. Él estuvo tentado a aceptar, pero lo reconsideró y luego cambió de parecer.
—No, yo creo que lo mejor será que estés a solas con tu familia —dijo él—. Después de esto tendremos mucho tiempo para estar juntos. Además, debo regresar a Amsterdam. El tiempo apremia. Tal como están las cosas, Wheeler se enfurecerá porque estuve fuera de la oficina el día de hoy.
—¿Vas a regresar a Amsterdam esta noche?
—Tal vez muy de noche; necesito despachar algo de correspondencia personal mientras estoy aquí. Cuando vuelva a Amsterdam ya no habrá oportunidad. Debo escribirles a mis padres y a mi hija. También tengo pendientes algunos asuntos de negocios. Como el de Jim McLoughlin, el individuo del Instituto Raker. Ya sabes quién. Mi abogado no ha podido localizarlo todavía, así que pensé que sería mejor que yo le escribiera personalmente una carta para que le sea remitida. Sí, probablemente tomaré el último vuelo de regreso.
—Dile a Giuseppe que te deje primero a ti en el «Excelsior» —dijo Ángela—. Después, puede llevarme a mí a casa.
Randall dio instrucciones al chófer y se volvió hacia Ángela una vez más.
—¿Regresarás a Amsterdam mañana por la mañana?
Ella sonrió pícaramente.
—Mañana por la noche, si mi jefe no me despide. Quisiera ir de compras con mi hermana y llevar a mis sobrinos a los Jardines Borghese, y quizá visitar a algunos amigos. Mañana por la noche tu secretaria regresará, si te parece bien.
—No me parece bien, pero la estaré esperando.
Ella estaba observándolo. Su sonrisa había desaparecido.
—Quiero preguntarte algo, Steven…
—¿Qué cosa?
—Una vez que estemos de vuelta en Amsterdam, ¿qué te propones hacer?
—Trabajar, por supuesto. Trabajaré afanosamente para terminar con el proyecto. —Él vio la intención de Ángela en su rostro y comprendió—. Oh, quieres decir que… ¿si voy a continuar tratando de averiguar algo más acerca del fragmento del papiro… acerca de la fotografía? No, Ángela. Tu padre fue el último intento. Es un callejón sin salida. Aun cuando quiera continuar, ya no hay ningún sitio adónde ir. Voy a almacenar mi lupa y mi gorro de cazador, junto con mis impulsos de Sherlock Holmes. Ya volví al negocio de las promociones. Me dedicaré por completo a vender la Palabra.
—¿Aunque tengas dudas?
—Ángela, a eso he venido a Roma. Siempre tendré dudas acerca de los misterios, de la misma manera como siempre tendré un cierto grado de fe. ¿Conoces la oración de Ernesto Renán? «Oh Dios, si existe un Dios, salva mi alma, si tengo un alma.» Ése soy yo ahora.
Ángela se rió.
—¿Y puedes vivir así?
—Tengo que hacerlo. No hay alternativa —Randall apretó la mano de Ángela—. No te preocupes, seguiré adelante… Ya llegamos al «Excelsior». Está bien, querida, un beso más. Nos veremos mañana.
Después de que se había bajado del «Opel» con su portafolio y había visto alejarse al automóvil, se dirigió hacia el fresco
hall
del «Hotel Excelsior». Se detuvo brevemente ante la mesa del conserje para recoger su llave y cruzó el vestíbulo hacia los ascensores.
Uno de los ascensores acababa de llegar a la planta baja y de él estaban saliendo los pasajeros. Randall se hizo a un lado hasta que quedó vacío; luego entró al ascensor, dando media vuelta para oprimir el botón del quinto piso. Al hacerlo, se dio cuenta de que alguien más había entrado al ascensor, inmediatamente detrás de él, y ahora extendía el brazo por encima de su hombro para oprimir el botón del cuarto piso. Era un brazo que estaba cubierto por un atuendo clerical.
Cuando las puertas se cerraron tras ellos y el ascensor comenzó a ascender lentamente, Randall se dio la vuelta para mirar a su compañero.
Se quedó sin aliento.
Sobrepasándolo en estatura y envuelto en una sotana negra, el cadavérico rostro le brindó una levísima sonrisa con los ojos. Era el
dominee
Maertin de Vroome.
—Así que volvemos a encontrarnos, señor Randall —dijo el
dominee
De Vroome—. Espero que su visita de esta tarde a nuestro profesor Monti haya sido productiva.
Totalmente desconcertado, Randall dijo abruptamente:
—¿Cómo demonios supo usted que lo vi?
—Usted vino a Roma para verlo, así como yo lo hice antes. Es sencillo. He convertido en uno de mis deberes sagrados el estarlo vigilando a usted, señor Randall. Desde la última ocasión en que estuvimos juntos, he observado cada uno de sus movimientos subsecuentes con creciente interés y con un respeto cada vez mayor. Tal como me lo imaginé desde un principio, usted es un buscador de la verdad, de los cuales no hay muchos. Usted es uno de ellos. Yo soy otro. Me complace saber que nuestras búsquedas son iguales y que nuestros senderos convergen. Tal vez ha llegado la hora de que tengamos, aquí en la Ciudad Eterna, otra charla privada.
Randall se puso rígido.
—¿Acerca de qué?
—Acerca de la falsificación del Evangelio según Santiago y del Pergamino de Petronio.
—¿Por qué… por qué demonios está usted tan seguro de que son falsificaciones?
—Porque acabo de ver al falsificador en persona y me he enterado de todos los detalles del fraude… Bien, hemos llegado; éste es mi piso. Confío en que usted también se quedará aquí. ¿O no, señor Randall?
En el esplendor de la amplia y afelpada sala de la
suite
del
dominee
De Vroome en el «Hotel Excelsior», Randall se sentó aturdido.
Totalmente estupefacto por las contundentes palabras del clérigo, Randall lo había seguido dócilmente hacia fuera del ascensor, cruzando el pasillo regiamente alfombrado y llegando finalmente hasta la propia
suite
.
Randall quería creer que ésta era una trampa, un engaño, alguna clase de juego que De Vroome deseaba jugar con él. Aun cuando había estado tan escéptico acerca del proyecto, tan lleno de dudas, Randall quería dudar ahora del enemigo del proyecto. Pero no podía. Hubo algo en el tono de voz de De Vroome, cuando le habló en el ascensor, que le indicaba que por fin estaba a punto de saber la verdad.
Se hundió en el sillón de terciopelo café, todavía sin decir palabra. No le quitó los ojos de encima al
dominee
De Vroome. El clérigo le había preguntado si deseaba que subieran a la habitación algún bocadillo, unos
hors d'oeuvres
. Le había recomendado el caviar Beluga o el prosciutto di Parma. Randall había negado con la cabeza, incrédulo ante la naturalidad de su anfitrión.
—Entonces un trago —dijo el
dominee
De Vroome—; seguramente apetecerá un trago.
El clérigo había caminado silenciosamente sobre los tapetes orientales hacia lo que resultó ser un refrigerador con puerta de madera que estaba entre la chimenea de mármol y el antiguo escritorio de caoba. Examinó las botellas que estaban en la bandeja que había encima del pequeño refrigerador.
Todavía dando la espalda a Randall, preguntó:
—¿Qué desea beber, señor Randall? Yo me serviré un coñac y agua.
—Escocés con hielo, por favor.
—Muy bien.
Mientras preparaba las bebidas, De Vroome continuó hablando:
—La mayoría del personal que colabora en la producción del Nuevo Testamento Internacional (sí, señor Randall, ahora ya sé cuál es el nombre) es gente decente; hombres profundamente espirituales, como usted lo ha señalado. Ellos creen en la esencia de la Palabra, al igual que yo. Pero están tan ansiosos por contemplar una renovación de la fe universal que se han sometido a quienes habrían de manipularlos. Ellos mismos se han dejado cegar por esos comerciantes de la religión, hambrientos de poder; aquellos que utilizarían cualquier recurso con tal de sobrevivir. —Hizo una pausa—. Aun la falsificación.
De Vroome se alejó lentamente del bar empotrado, llevando un vaso en cada mano.
—No abrigue dudas, señor Randall. Usted ha estado sobre la pista correcta. Existe un falsificador y nosotros lo hemos escuchado. Lo hemos visto.
Llegó hasta la pequeña mesa de madera color oscuro, colocó frente a Randall el vaso con escocés y se sentó cómodamente en el sofá color café más cercano a Randall.
Levantó su copa y, con una intencionada sonrisa, hizo un brindis.
—Por la verdad —propuso el reverendo.
Sorbió su coñac, dándose cuenta de que Randall no había tocado su vaso y asintiendo comprensivamente.
Dejó su copa sobre la mesa, se cubrió las piernas con su sotana negra y se encaró a Randall directamente.
—Los hechos —dijo—. ¿Cómo fue que localizamos al falsificador? No teníamos manera de localizarlo, a pesar de que estábamos seguros de que existía o había existido. No, nosotros no lo encontramos. Él nos encontró a nosotros. El señuelo fue, impensadamente, la serie de artículos de Cedric Plummer acerca del cisma que hay dentro de las Iglesias cristianas, de mis esfuerzos en favor de la Reforma, de los preparativos de la jerarquía ortodoxa para sostenerse con la publicación de un Nuevo Testamento, drásticamente revisado, basado en algún nuevo descubrimiento secreto en Italia. Los artículos del señor Plummer, como usted sabe, se difundieron internacionalmente, y uno de los principales diarios que publicaron una traducción fue
Il Messaggero
, el periódico de gran circulación aquí en Roma.
Hasta ahora todo parecía ser verdadero, pensó Randall. No hacía más de una hora que el doctor Venturi le había mencionado haber leído los artículos de Plummer en
Il Messaggero
.
—Como usted podrá imaginarse —continuó el
dominee
De Vroome—, el señor Plummer recibió una cantidad considerable de cartas de los lectores en respuesta a su sensacional serie. Una de estas cartas, escrita a mano y en papel corriente fue remitida al señor Plummer a cargo del diario romano, el cual a su vez la envió, junto con otras cartas, al diario del señor Plummer, el
London Daily Courier
. El director del periódico de Plummer en Londres automáticamente envió el paquete por correo una vez más, dirigido al hotel de Plummer en Amsterdam. Si bien es cierto que nuestro amigo y periodista británico puede tener muchos defectos, la falta de respeto por su público lector no es uno de ellos. Siguiendo su costumbre, Plummer leyó cada una de las cartas que iban dirigidas a él… y una en particular, con el matasellos de Roma, la leyó y la releyó varias veces, antes de llevármela a la Westerkerk. Esa carta especial (y altamente estimulante) estaba escrita por un caballero que se presentaba a sí mismo como un francés que había residido durante muchos años en Roma en calidad de expatriado. No firmaba la carta con su nombre verdadero, sino con un seudónimo divertido y autodeprecativo. Firmaba… Duca Minimo. ¿Conoce usted la lengua italiana, señor Randall?
—No la conozco —dijo Randall.
—Duca Mínimo, en italiano, quiere decir Duque Mínimo, o sea, insignificante. Un refinado contrapunto del contenido de la carta que sí era algo. Debo añadir que el remitente no indicaba a Plummer su domicilio, excepción hecha del
Yermo Posta, Posta Centrale, Roma…
Lista de Correos en la oficina central de correos en Roma. Ahora bien, pasemos al contenido de la carta… —El
dominee
De Vroome tomó otro sorbo de coñac antes de proseguir—: …que parecía demasiado atractivo para ser cierto. Este expatriado francés residente en Roma escribió diciendo que había leído los artículos de Plummer con gran interés. Ésas fueron sus palabras. Gran interés, en verdad. Una proposición en la que ciertamente no se decía todo. En su carta, prosiguió diciendo que esta nueva Biblia (el Nuevo Testamento Internacional, según creía él que sería llamada) estaba basada en una excavación realizada por el arqueólogo italiano, profesor Augusto Monti, de la Universidad de Roma, en el perímetro del antiguo pueblo de Ostia Antica, hacía unos seis años. La excavación había producido un extraordinario descubrimiento, un nuevo evangelio escrito en arameo por Santiago el Justo, hermano de Jesús, y que se suponía de fecha anterior a cualquier otro evangelio dentro de los cánones existentes. Junto con este nuevo quinto evangelio, Monti había descubierto, además, los restos de un antiguo pergamino oficial enviado de Jerusalén a Roma, un documento que contenía un breve relato del juicio de Jesús. En base a este hallazgo, escribió el Duca Minimo, el Nuevo Testamento Internacional estaba siendo producido. Pero, según escribió el que se firmaba como Duca Minimo, todos los fundamentos para la nueva Biblia eran una gran mentira; el descubrimiento de Monti no era más que una falsificación cuidadosa y doctamente urdida que había tomado varios años de preparación. El nuevo hallazgo era un fraude, y el Duca lo sabía porque él mismo había sido el falsificador. Estaba orgulloso de poder decir que la aceptación y autenticación de los documentos lo colocaban en el rango principal de falsificadores literarios, sobrepasando todo lo realizado en el pasado por Ireland, Chatterton, Psalmanazer o Wise.