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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (114 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Porque en ese momento ya se sabía que el malestar del señor Merdle había sido, lisa y llanamente, la estafa y el robo. Él, ese zafio objeto de tanta adulación, ese asiduo de los festines de los prohombres, ese huevo de roc
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de las asambleas de grandes damas, ese conquistador de lo exclusivo, ese vencedor del orgullo, ese mecenas de mecenas, ese instigador de cambalaches que conseguía, por mediación de un ministro, puestos vitalicios en el Negociado de Circunloquios, ese hombre que en diez o quince años, como mucho, había alcanzado mayor reconocimiento en Inglaterra que todos los benefactores públicos que actuaban con discreción, que todos los personajes destacados de las artes y las ciencias, de cuyo valor daban cuenta sus obras, en los doscientos años anteriores… Ese hombre, ese prodigio resplandeciente, esa nueva estrella que iban a seguir los Reyes Magos cargados de regalos, hasta que la estrella se detuvo delante de ciertos despojos humanos del fondo de una bañera y desapareció, no había sido otra cosa que el mayor estafador y el mayor ladrón que jamás había conseguido escapar de la horca.

Capítulo XXVI

Se recoge lo que se siembra

Con el sonido anticipatorio de una respiración acelerada y un andar acelerado, el señor Pancks entró como un vendaval en el despacho de Arthur Clennam. La investigación judicial se había cerrado, la carta se había difundido, el banco había quebrado, las otras modélicas estructuras de paja habían ardido y se habían convertido en humo. El admirado barco pirata había explotado en medio de una enorme flota de navíos de todas las categorías, de embarcaciones de todos los tamaños, y en el mar sólo había ahora restos destrozados, sólo había cascos arrasados, santabárbaras destruidas, grandes cañones que habían disparado sin que nadie lo ordenara, llevándose por delante a amigos y vecinos, sólo había náufragos que se aferraban a palos poco resistentes y que se ahogaban uno tras otro, nadadores agotados, cadáveres flotantes y tiburones.

La diligencia y el orden que habitualmente reinaban en el despacho donde Clennam llevaba las cuentas de la fábrica habían desaparecido. En el escritorio se veían cartas sin abrir y papeles desordenados. En medio de tales muestras de energía vencida y esperanza abandonada, el señor del despacho estaba sin hacer nada en su sitio de siempre, con los brazos cruzados encima de la mesa, mirándoselos con la cabeza gacha.

El señor Pancks entró impetuosamente, lo vio y se detuvo. En seguida apoyó también los brazos en la mesa y se los miró con la cabeza gacha, y, durante un rato, los dos se quedaron en esa postura, callados, sin hacer nada, en la amplitud del pequeño espacio entre uno y otro.

Fue Pancks el primero que levantó la cabeza y dijo:

—Yo le insistí en que lo hiciera, señor Clennam. Lo sé. Diga lo que quiera. No puede reprocharme nada de lo que yo no me haya acusado ya. No puede decirme nada que no merezca.

—¡Ay, Pancks, Pancks! —respondió Clennam—. No hable de merecer. ¿Y qué merezco yo?

—Mejor suerte —dijo el hombrecillo.

—¡He arruinado a mi socio! —prosiguió Arthur, sin prestarle atención—. ¡Pancks, Pancks, he arruinado a Doyce! A ese viejo amigo, recto, independiente, infatigable, que ha trabajado toda la vida para salir adelante; a ese hombre que ha conocido tantas decepciones, sin perder su temperamento tan bondadoso y optimista; a ese hombre que tanta simpatía me inspira y a quien tan fiel y útil quería ser… ¡lo he arruinado, lo he arrastrado a la vergüenza y la humillación, lo he arruinado!

La angustia que estas ideas causaban en el ánimo de Clennam resultaba tan desgarradora que el señor Pancks se agarró del pelo y empezó a arrancárselo, desesperado ante el espectáculo.

—¡Échemelo en cara! —exclamó—. ¡Échemelo en cara, señor, o de lo contrario yo mismo me haré daño! Dígame: «¡Idiota, granuja!». Dígame: «¡Imbécil, cómo ha podido hacer esto! ¡Animal, en qué estaba usted pensando!». Zarandéeme. ¡Insúlteme!

Todo esto lo dijo gritando, sin dejar de arrancarse el espeso cabello del modo más despiadado y cruel.

—Si no hubiera cedido a esa obsesión fatal, Pancks —respondió Clennam, con un tono más misericordioso que vengativo—, ¡habría sido mucho mejor para usted y mucho mejor para mí!

—¡Atáqueme más, señor! —gimió el hombrecillo, rechinando los dientes de remordimiento—. ¡Atáqueme más!

—Si no hubiera hecho usted esos malditos cálculos y no hubiera llegado a esos resultados con una claridad tan abominable —se lamentó Clennam—, ¡habría sido mucho mejor para usted, y mucho mejor para mí!

—¡Atáqueme más! —gritó Pancks, apartando la mano del pelo—. ¡Siga, siga!

Sin embargo, Arthur había visto que Pancks ya empezaba a calmarse, y él ya había dicho todo lo que quería decir, y más. Se retorció las manos y sólo añadió:

—¡Un ciego se ha dejado llevar por otro ciego, Pancks! ¡Un ciego se ha dejado llevar por otro ciego! Pero Doyce, Doyce, Doyce… ¡a mi socio lo he perjudicado!

Con estas palabras volvió a bajar la cabeza.

Volvió a ser Pancks quien puso fin a las mismas posturas de antes y al mismo silencio de antes.

—Todavía no me he acostado, señor, desde que empezó a circular la noticia. He removido cielo y tierra en busca de un resquicio de esperanza, para salvar algo de la quema. Ha sido inútil. Todo ha desaparecido. Todo se ha esfumado.

—Demasiado bien lo sé —respondió Clennam.

El señor Pancks llenó el silencio con un gemido que le salió de lo más profundo del alma.

—Precisamente ayer —reveló Arthur—, precisamente ayer, había tomado la firme decisión de venderlo todo, de cobrarlo y de acabar con todo.

—Yo no puedo decir lo mismo —se lamentó Pancks—. Aunque me asombra la cantidad de personas que, según me han contado, ¡justo ayer, de los trescientos sesenta y cinco días del año, iban a liquidarlo todo, si no hubiera sido demasiado tarde!

Pancks resoplaba como un motor de vapor, pero lo que normalmente tenía un efecto gracioso, era ahora más trágico que si gimoteara; por otra parte, todo él, de pies a cabeza, estaba tan mugriento, desastrado y maltrecho que podría haber pasado por un auténtico retrato de la Desgracia, aunque apenas visible por la falta de aseo.

—Señor Clennam, lo había invertido… ¿todo?

A Pancks le costó superar la pausa antes de la última palabra, que también le fue muy difícil pronunciar.

—Todo.

El hombrecillo volvió a llevarse la mano al espeso cabello, y se dio un tirón tan fuerte que arrancó varios mechones en punta. Después de contemplarlos con un gesto de odio salvaje, se los guardó en el bolsillo.

—Debo actuar inmediatamente —dijo Arthur, enjugándose unas lágrimas que le corrían en silencio por las mejillas—. Las míseras reparaciones que puedan estar en mi mano, debo emprenderlas. Tengo que limpiar el nombre de mi desventurado socio. No me puedo quedar con nada. Tengo que transferir a nuestros acreedores la capacidad de gestión que tan mal he empleado, y debo dedicar lo que me queda de vida a enmendar todo cuanto pueda enmendarse de mi falta, o mi delito.

—¿Y le es imposible, señor, capear el temporal por el momento?

—Totalmente imposible. No hay nada que capear, Pancks. Cuanto antes se haga cargo del negocio otra persona, mejor. Esta misma semana hay que atender unos compromisos, y no tardaría en producirse una catástrofe si esperara, si retrasara mi decisión un solo día, sabiendo en secreto lo que sé. Ayer me pasé toda la noche pensando qué hacer, y lo único que me queda es hacerlo.

—Pero no completamente solo, ¿verdad? —preguntó Pancks, con una cara tan mojada que parecía que el vapor se le convertía en agua en cuanto lo exhalaba lastimeramente—. Busque ayuda legal.

—Quizá no sería mala idea.

—Acuda a Rugg.

—No hay gran cosa que hacer. Él me servirá tan bien como cualquier otro.

—¿Voy a buscarlo?

—Si se tomara usted la molestia, se lo agradecería enormemente.

El hombrecillo se puso el sombrero inmediatamente y se marchó a Pentonville entre nubes de vapor. En su ausencia, Arthur no llegó a levantar la cabeza, sino que se quedó mirando la mesa.

Pancks volvió acompañado por Rugg, su amigo y asesor profesional, quien se había percatado con tanta claridad, durante el trayecto, del estado de ánimo irracional en que se hallaba su amigo, que comenzó el asesoramiento profesional pidiéndole que se marchara. Pancks, abatido y sumiso, obedeció.

—Le pasa a usted lo mismo que a mi hija cuando, en su nombre, presenté una demanda contra un tipo llamado Bawkins por incumplimiento de compromiso matrimonial —aseguró el abogado—. El caso le toca muy de cerca, es demasiado personal y afecta a sus sentimientos. En nuestra profesión no conseguimos nada si nos dejamos llevar por los sentimientos.

Mientras se quitaba los guantes y los metía en el sombrero, le bastó con mirar un par de veces por el rabillo del ojo para comprender que se había producido un gran cambio en su cliente.

—Lamento advertir —prosiguió Rugg— que se ha dejado usted llevar por los sentimientos. No lo haga, se lo ruego. Todos lamentamos mucho esta clase de pérdidas, pero hay que mirarlas de frente.

—Señor Rugg, si el dinero que he tirado fuera mío —afirmó Clennam con un suspiro—, me preocuparía mucho menos.

—No me diga, señor —respondió el letrado mientras se frotaba las manos con semblante alegre—. Me sorprende usted. Qué peculiar. Según mi experiencia, la gente suele mostrarse puntillosa con su propio dinero. He visto a muchas personas que pierden grandes cantidades de dinero de otros y que lo llevan bien, pero que muy bien.

Tras estas reconfortantes observaciones, el señor Rugg se sentó en una silla delante del escritorio y fue al grano:

—Señor Clennam, con su permiso, metámonos en harina. Examinemos el caso. La pregunta es sencilla. Se trata de la pregunta de siempre, la menos complicada, la más sensata: ¿cómo puedo salir lo mejor parado de ésta?

—Eso no es lo que yo me pregunto, señor Rugg —respondió Arthur—. Confunde usted el sujeto de la frase. Habría que decir: «¿Cómo puede mi socio salir lo mejor parado de ésta? ¿Cómo puedo ofrecerle la mejor reparación posible?».

—Señor, si me permite decírselo —intervino el jurista—, me temo que sigue usted dejándose llevar por los sentimientos. No me gusta nada la palabra «reparación» si no es un abogado quien la pronuncia, y como una triquiñuela. Creo que es mi obligación darle un consejo: trate por todos los medios de no dejarse llevar por los sentimientos.

—Señor Rugg —respondió Arthur, armándose de valor para alcanzar la meta que se había fijado, y sorprendiendo al otro caballero al demostrar, pese a su desánimo, que había tomado una decisión firme—, sus palabras me dan la impresión de que no está usted muy dispuesto a tomar el rumbo que he decidido seguir. Si sus reticencias le impiden adoptar las medidas necesarias en este asunto, lo lamento, pero tendré que recurrir a otra persona. Y le advierto desde ahora que intentar disuadirme es una batalla perdida.

—Muy bien —dijo el abogado con un gesto de indiferencia—. Muy bien. Dado que alguien tendrá que ocuparse del caso, me encargaré yo. Ése fue el principio al que me ceñí en el caso de Rugg contra Bawkins. Ése suele ser el principio al que me ciño.

Entonces Arthur le contó cuál era la decisión que había tomado. Le dijo que su socio era un hombre de gran sencillez e integridad; que, en todo lo que se había propuesto, lo guiaba su fe en el carácter de su socio y el respeto por los sentimientos de éste. Le explicó que en esos momentos Doyce se hallaba ausente por un importante trabajo, y que le correspondía a él cargar públicamente con la culpa de sus imprudentes actos, y públicamente exonerar a su socio de toda responsabilidad para que el éxito de ese trabajo no se viera amenazado en otro país por la mínima sospecha sobre su honor y crédito. Le dijo que no tenía otro modo de expiación posible que librar a Doyce de toda responsabilidad moral, y declarar públicamente y sin reservas que él, Arthur Clennam, de la empresa del mismo nombre y sin la intervención de otra persona, incluso actuando de forma contraria a las advertencias expresas de su compañero, había invertido los bienes de la empresa en las estafas que acababan de descubrirse; y que, como expiación, a Doyce le serviría mucho más que a la mayoría; y que por tanto era lo primero que tenía que hacer. Teniendo eso en cuenta, había decidido publicar una declaración, que ya había redactado, en la que se afirmase todo lo anterior; amén de enviársela a todos aquellos con quienes la empresa tenía tratos, también quería que saliese en los periódicos. Además de esta medida (cuya descripción llevó al señor Rugg a poner mala cara y a retorcerse las manos en múltiples ocasiones), iba también a mandar una carta a todos sus acreedores para desvincular formalmente a su socio y anunciar que la empresa cerraba hasta que ellos aclararan lo que pensaban hacer y hasta que él pudiera comunicarse con su socio, para someterse humildemente a lo que decidieran. Si los acreedores, considerando la inocencia de su socio, vieran posible volver a una situación en la que fuera posible reconstruir el negocio de forma provechosa y superar la catástrofe actual, Arthur cedería su parte a Doyce, como única compensación económica que le podía ofrecer por la angustia y las pérdidas que lamentablemente le había ocasionado, y él, con un pequeño salario que le diera para vivir, pediría permiso para seguir prestando sus servicios como fiel empleado.

Aunque el señor Rugg vio con toda claridad que no había manera de impedir que se consumasen tales medidas, su mal gesto y su retorcimiento de manos exigían tan rotundamente una protesta que acabó por expresarla:

—No pongo ninguna objeción, señor. No voy a discutirle ningún punto. Haré lo que me ha pedido, pero manifiesto mi disconformidad.

A continuación, el abogado refirió, con todo lujo de detalles, los motivos fundamentales de su disconformidad, a saber: como toda la ciudad, o incluso toda la nación, estaban en plena oleada de indignación a raíz del reciente descubrimiento, y las acusaciones contra las víctimas serían implacables, los que no habían sido engañados indudablemente montarían en cólera contra las víctimas por no haber sido tan listas como ellos, y los que sí habían sido engañados indudablemente encontrarían excusas y motivos para lo que habían hecho, excusas que indudablemente no encontrarían para los otros afectados, por no hablar de la elevada probabilidad de que cada afectado llegara por su parte, dominado por el rencor, a la conclusión de que, si no hubiera sido por el ejemplo de los otros afectados, no se habría visto sometido a semejantes sufrimientos. Y una declaración como la de Clennam, hecha pública en ese momento, le granjearía con toda seguridad un vendaval de hostilidad que haría imposible prever la comprensión o siquiera la unanimidad de los acreedores; asimismo, se convertiría en el único blanco de un furioso fuego cruzado, que podía alcanzarlo simultáneamente desde varios puntos.

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