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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (111 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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La proverbial guadaña iba segando con tanta parsimonia que, sin que nadie se diera cuenta, ya habían pasado tres meses desde que habían enterrado a los dos hermanos ingleses en una tumba del cementerio de forasteros de Roma. El señor y la señora Sparkler se habían instalado en una casa propia, una pequeña mansión muy del estilo de Tite Barnacle, todo un triunfo de la incomodidad, impregnada de un perpetuo olor a caballo y a sopa de dos días antes, pero carísima, pues se encontraba precisamente en el centro del orbe habitable. En esta envidiable residencia (pues, efectivamente, mucha gente la envidiaba), la señora Sparkler se había propuesto iniciar de inmediato la obra de destrucción del Busto, pero las hostilidades abiertas habían quedado suspendidas tras la llegada del mensajero que trajo las noticias fatales. La señora Sparkler, que no carecía de sentimientos, había reaccionado con un violento acceso de dolor que le duró doce horas, después de las cuales se había recuperado para ocuparse del luto en todos los detalles y para cerciorarse de que le favoreciera tanto como en su día a la señora Merdle. Después, la pena también se apoderó de más de una familia distinguida (según las crónicas más amables), y el mensajero regresó a Italia.

Era una calurosa y estival noche de domingo. Los señores Sparkler habían cenado solos, embargados de dolor, y la señora se había echado en un sofá del salón. La residencia del centro del orbe habitable, siempre cerrada y con el aire viciado, como si padeciera un resfriado incurable, resultaba particularmente asfixiante esa noche. Las campanas de las iglesias habían difundido el más terrible estrépito, que un eco disonante había repetido por las calles; y las ventanas de las iglesias ya no tenían el tono amarillo que les daba la luz gris del ocaso, y se habían fundido en un negro impenetrable. La señora Sparkler estaba tumbada en el sofá y miraba la calle por la ventana abierta, desde detrás de unas cajas de resedas y flores; estaba cansada de aquella imagen. La señora Sparkler miró hacia otra ventana, en cuyo balcón se encontraba su marido; estaba cansada de aquella imagen. La señora Sparkler se miró con la ropa de luto; incluso de aquella imagen estaba cansada, aunque, como es natural, no tanto como de las otras dos.

—Esto es como estar en el fondo de un pozo —protestó mientras cambiaba nerviosamente de postura—. Caramba, Edmund, si tienes algo que decir, ¿por qué no lo dices?

El señor Sparkler podría haber respondido, con gran agudeza: «Pero ¡si no tengo nada que decir!». Sin embargo, como no se le ocurrió esta réplica, se limitó a salir del balcón y a trasladarse al lado del sofá de su mujer.

—¡Por amor de Dios, Edmund! —exclamó Fanny, todavía más nerviosa—. ¡Te estás metiendo la reseda por la nariz! ¡Quítatela, por favor!

El señor Sparkler, con la cabeza en otro sitio (quizá más en otro sitio de lo que suele dar a entender la expresión), había olisqueado con tanto ahínco un ramillete que tenía en la mano que a punto estaba de cometer la afrenta mencionada. El joven sonrió, dijo: «Perdóname, querida», y tiró el ramito por la ventana.

—Me está entrando dolor de cabeza de verte en esa postura, Edmund —se quejó la señora Sparkler, dirigiendo la mirada a su marido al cabo de otro minuto—. Con esta luz pareces insoportablemente alto. Siéntate, te lo ruego.

—Cómo no, querida —dijo Edmund; cogió una silla y se sentó en el mismo sitio.

—Si no supiera que el día más largo del año ya ha pasado —añadió Fanny, bostezando con hastío—, habría afirmado con rotundidad que el más largo era hoy. Nunca había tenido un día igual.

—¿Este abanico es tuyo, amor mío? —inquirió el señor Sparkler mientras cogía uno y se lo enseñaba.

—Edmund —respondió la dama con un hastío aún mayor—, no me hagas preguntas idiotas, te lo suplico. ¿De quién va a ser si no?

—Sí, me ha parecido que era tuyo.

—Entonces no sé para qué preguntas —replicó Fanny. Al cabo de unos instantes se removió en el sofá y exclamó—: ¡Hay que ver, hay que ver, nunca había tenido un día tan largo como hoy!

Al cabo de unos instantes más se levantó poco a poco, se paseó por la sala y volvió al punto inicial.

—Querida mía —dijo el señor Sparkler, a quien se le había ocurrido de pronto una idea muy original—, creo que te encuentras algo inquieta.

—¡Ah! ¿Que estoy inquieta? ¡No sigas!

—Adorable niña mía —le pidió Edmund—, ¿por qué no recurres al vinagre aromático? He visto que mi madre lo utilizaba muchas veces, y creo que le sentaba bien. Y mi madre es, como muy bien sabes, una mujer excepcional y muy sensa…

—¡Dios mío! —gritó Fanny poniéndose de nuevo en pie—. ¡Esto no hay quien lo aguante! ¡Es imposible que haya habido un día más aburrido que hoy en la historia de la humanidad!

El señor Sparkler la siguió dócilmente con la mirada mientras ella iba de un lado a otro de la estancia; también parecía un poco asustado. Fanny, después de manosear algunos objetos y mirar la calle oscura por las tres ventanas, volvió al sofá y se desplomó entre los cojines.

—¡Edmund, ven! Acércate un poco más, que quiero alcanzarte con el abanico, para que te enteres bien de lo que te voy a decir. Así está bien. ¡Madre mía, qué enorme eres!

El señor Sparkler se disculpó por tal circunstancia, alegó que no podía evitarla y le contó que «cierta gente», sin especificar de qué gente se trataba, lo llamaba Quinbus Flestrin hijo, u Hombre Montaña
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—Me lo tendrías que haber dicho antes —protestó Fanny.

—Querida mía —respondió el señor Sparkler, muy contento—, no sabía que esto te interesara. De haberlo sabido, no se me habría pasado contártelo.

—¡Ya basta! Por lo que más quieras, cállate —le pidió Fanny—, que quiero hablar yo. Edmund, tenemos que buscar compañía. Debo tomar medidas para no volver a caer en la horrible depresión en que he caído esta noche.

—Querida —respondió Edmund—, tú que eres, como muy bien saben todos, una mujer excepcional y muy sensa…

—¡Oh, por amor de DIOS! —exclamó Fanny.

Al señor Sparkler lo dejó tan perplejo la energía del exabrupto en el que prorrumpió la dama mientras se levantaba con muchos aspavientos y se volvía a sentar, que transcurrieron un par de minutos antes de que reuniera fuerzas para responder:

—Lo que quería decir, querida, es que todos saben que estás destinada a brillar en sociedad.

—Destinada a brillar en sociedad —repitió Fanny, muy irritada—, ¡cómo no! Pero ¿qué ha pasado? En cuanto me recupero lo suficiente para recibir visitas de la conmoción sufrida por la muerte de mi pobre padre y de mi pobre tío, aunque reconozco perfectamente que este último deceso ha sido una suerte, porque, si una persona no es presentable, es mucho mejor que se muera…

—Amor mío, ¿no te estarás refiriendo a mí, verdad? —intervino humildemente el señor Sparkler.

—Edmund, Edmund, agotarías la paciencia de un santo. ¿Acaso no me estoy refiriendo expresamente a mi pobre tío?

—Preciosa, me mirabas de forma tan penetrante —dijo el marido— que me he sentido un poco incómodo. Gracias, amor mío.

—Me has hecho perder el hilo —anunció Fanny, moviendo resignada el abanico—, así que me voy a la cama.

—No te vayas, mi amor —rogó el señor Sparkler—. No tengas prisa.

Fanny no tuvo ninguna prisa: siguió recostada con los ojos cerrados y las cejas enarcadas en un gesto de desesperación, como si hubiera decidido desentenderse de todos los asuntos de este mundo. Al fin, de improviso, volvió a abrirlos y volvió a tomar la palabra en un tono conciso y brusco:

—¿Y qué ha sucedido? ¿Qué ha sucedido? Que me encuentro, precisamente en el momento en que más podría brillar en sociedad, cuando más me gustaría hacerlo por motivos de suma importancia, en una situación que hasta cierto punto me impide cultivar la vida social. ¡También es mala suerte!

—Querida mía —objetó el señor Sparkler—, tampoco creo que sea necesario que no salgas de casa.

—Edmund, mira que eres bobo —le espetó Fanny, muy indignada—. ¿Crees que una mujer en la flor de la vida, con cierto atractivo personal, puede, en un momento así, aparecer al lado de una mujer muy inferior en todos los aspectos y rivalizar con ella? Si te parece posible, es que tu estupidez es infinita.

El señor Sparkler adujo que había pensado que esa dificultad «podía superarse».

—¡Que puede superarse! —repitió Fanny con un indecible desdén.

—Durante una temporada —propuso Edmund.

Sin dignarse responder a esta tímida sugerencia, la señora Sparkler declaró con amargura que realmente había que tener mala suerte, ¡que en una situación así más le valía estar muerta!

—Sin embargo —prosiguió cuando se hubo recuperado un tanto de la sensación de agravio personal—, por mucho que me subleve el asunto, por cruel que parezca, supongo que debo resignarme.

—Sobre todo porque era algo previsible —apuntó el señor Sparkler.

—Edmund —dijo su mujer—, si no tienes nada mejor que hacer que insultar a la mujer con la que has tenido el honor de casarte cuando ésta atraviesa un período de adversidad, ¡creo que deberías ser tú el que se acueste!

Al señor Sparkler le produjo un gran pesar este ataque, y presentó una disculpa de lo más sincera y cariñosa. La disculpa fue aceptada, pero la dama le exigió que se dirigiera al otro extremo del sofá y que se sentara delante de la cortina para tranquilizarse.

—Edmund —prosiguió Fanny extendiendo el brazo, acercándole el abanico y tocándolo con él—, lo que iba a decir cuando has empezado, como de costumbre, a soltar tonterías, es que no voy a permitir que sigamos solos, y que, cuando las circunstancias no me permitan salir a voluntad, me las arreglaré para tener siempre a alguien aquí, porque no puedo soportar, ni voy a soportar, otro día como hoy.

La opinión del señor Sparkler respecto a semejante plan fue, en dos palabras, que le parecía muy sensato, y añadió:

—Además, ya sabes que muy probablemente dentro de poco tendrás a tu hermana…

—¡Sí, a mi querida Amy! —exclamó la señora Sparkler con un suspiro de afecto—. ¡Cuánto la quiero! Pero no basta con tener sólo a Amy.

El joven iba a decir: «¿No?», con gesto interrogativo. Pero se dio cuenta del peligro y convino:

—No, claro que no; no basta con tenerla sólo a ella.

—No, Edmund. No sólo porque las virtudes de esa niña excepcional, de carácter tan reposado, requieren un contraste, requieren que haya vida y movimiento en torno a ellas, para que se aprecien en su justa medida y a la gente le parezcan lo más adorable del mundo; sino también porque habrá que espabilarla en más de un sentido.

—Desde luego —confirmó el señor Sparkler—. Espabilarla.

—¡Edmund, te lo ruego! Esa costumbre tuya de interrumpir sin tener nada que decir me distrae. Tienes que dejar de hacerlo. Volvamos a Amy: mi pobre tesorito estaba muy apegada a mi pobre padre, y no me cabe duda de que su muerte la habrá afectado mucho, de que habrá sufrido mucho. Lo mismo me ha pasado a mí. Mis sufrimientos han sido espantosos. Pero estoy segura de que a Amy le ha afectado todavía más por haber sido testigo, por haber estado al lado de mi pobre padre hasta el final, cosa que, desgraciadamente, yo no he hecho.

En este momento Fanny dejó de hablar para derramar unas lágrimas y musitar: «¡Ay, querido, queridísimo papá! ¡Él sí que era un auténtico caballero! ¡Qué distinto de mi pobre tío!».

—Habrá que animar a mi muñequita —prosiguió— para que olvide los efectos de esta época difícil y también de los prolongados cuidados que ha prodigado a Edward en su enfermedad; unos cuidados que quizá deban prolongarse todavía cierto tiempo y que no dejan de perturbarnos a todos, porque nos impiden arreglar los asuntos de mi padre. Sin embargo, como todos los papeles que tenemos en manos de los agentes, afortunadamente, están sellados y a buen recaudo, como providencialmente los dejó mi padre cuando vino a Inglaterra, tales asuntos están ordenados y pueden esperar a que mi hermano Edward recobre la salud en Sicilia y pueda regresar, y administrar o ejecutar o hacer lo que haga falta.

—No podría tener una enfermera mejor para recuperarse —se atrevió a opinar el señor Sparkler.

—Asombrosamente, estoy de acuerdo contigo —confirmó su mujer, parpadeando un poco y volviendo la cabeza hacia él (normalmente le hablaba como si se dirigiera a un mueble)—, y puedo hacer mías tus palabras. No podría tener una enfermera mejor para recuperarse. Hay momentos en que mi querida niña resulta un poco agotadora para un espíritu despierto, pero, como enfermera, es la perfección en persona. ¡No hay nadie mejor que Amy!

El señor Sparkler, a quien su reciente triunfo había vuelto imprudente, comentó que a Edward todavía le quedaban una barbaridad de días de estar pocho, querida.

—Si en tu jerga —replicó la señora Sparkler—, cuando dices «pocho», te refieres a que está indispuesto, así es. Si no, no me siento capacitada para dar una opinión, visto el lenguaje soez con el que te diriges a la hermana de Edward. De lo que no cabe duda es de que ha contraído malaria en algún sitio, bien durante ese viaje sin paradas a Roma, donde, pese a todo, llegó demasiado tarde para ver a mi pobre padre antes de que muriera, o bien en otro entorno insalubre. Tampoco cabe duda de que la vida tan disipada que ha estado llevando le ha hecho un candidato idóneo a la enfermedad.

Al señor Sparkler le pareció que el caso recordaba al de una gente que conocía, que había contraído fiebre amarilla en las Indias Occidentales. Fanny volvió a cerrar los ojos y se negó a recibir cualquier noticia de esa gente, de las Indias Occidentales o de la fiebre amarilla.

—Volviendo a Amy —prosiguió la señora Sparkler cuando abrió los ojos de nuevo—, habrá que animarla para que se le pase el efecto de tantas semanas de tedio y angustia. Y también habrá que espabilarla para que se le pase una tendencia poco recomendable que sé que alberga en el fondo de su corazón. No me preguntes de qué se trata, Edmund, porque debo negarme a decírtelo.

—No iba a hacerlo, querida —aseguró su marido.

—Tengo que mejorar muchas cosas de mi preciosa hermana —continuó Fanny—, así que ardo en deseos de tenerla a mi lado. ¡Es demasiado buena esa niña! En cuanto al arreglo de los asuntos de mi padre, no es el egoísmo lo que me mueve. Fue muy generoso cuando me casé, y no puedo esperar nada o casi nada. Mientras no haya hecho un testamento válido en el que le haya dejado algo a la señora General, me daré por satisfecha. ¡Ay, querido papá!

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