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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (106 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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—Vuelve con ellos —contestó la señorita Wade—: vuelve con ellos.

—Sabe usted muy bien —contestó Harriet a su vez— que no quiero volver con ellos. Sabe muy bien que he cortado con ellos y nunca querré ni podré volver con ellos. Así que, por favor, déjelos usted en paz, señorita Wade.

—Prefieres su riqueza a vivir en la pobreza aquí —contestó ella—. A ellos los exaltas y a mí me menosprecias, ¿qué otra cosa podía esperar? Debería habérmelo imaginado.

—No es eso —protestó la muchacha sonrojándose intensamente— y no habla usted en serio. Yo sé lo que quiere decir. Me lanza reproches disimulados porque no tengo a nadie más que a usted. Y porque no tengo a nadie más que a usted en quien confiar, cree que puede obligarme a hacer o a no hacer lo que se le ocurra y que puede ofenderme con cualquier pretexto. Es usted tan mala como ellos punto por punto. Pero a mí no me domará ni me volverá sumisa. Insisto en que fui a ver la casa porque había pensado muchas veces que me gustaría volver a verla. Y me intereso de nuevo por saber cómo están porque en otros tiempos los aprecié y a veces creía que eran buenos conmigo.

Clennam dijo entonces que estaba seguro de que la recibirían con afecto si deseaba volver.

—¡Jamás! —exclamó la joven enérgicamente—. Nunca volveré. Nadie me conoce mejor que la señorita Wade, aunque me hiere porque me ha hecho depender de ella. Yo lo sé y sé que disfruta cuando tiene ocasión de recordármelo.

—¡Buena actuación! —exclamó la señorita Wade con la misma altivez, amargura y rabia—. Pero demasiado trillada para ocultar lo que yo veo con toda claridad. Mi pobreza no puede competir con su dinero. ¡Será mejor que vuelvas con ellos ahora mismo, vuelve con ellos y terminemos con todo esto!

Arthur Clennam las miró, una en frente de otra, separadas por una distancia escasa en la habitación triste y cerrada, las dos alimentando su rabia con orgullo; cada una con una idea fija, torturándose y torturando a la otra. Dijo una o dos palabras de despedida, pero la señorita Wade se limitó apenas a inclinar la cabeza, y Harriet, con la humillación consciente de quien siente su condición de dependencia y servidumbre (aunque no sin desafío), actuó como si fuera demasiado insignificante para fijarse en él o para que él se fijara en ella.

Clennam bajó hasta el patio por las oscuras escaleras de caracol, percibiendo con mayor intensidad la tristeza de la pared muerta, de los arbustos muertos, de la fuente seca y de la estatua ausente. Pensando en lo que había visto y oído en la casa, así como en el fracaso de sus esfuerzos en la búsqueda de pistas sobre el personaje sospechoso en paradero desconocido, volvió a Londres y a Inglaterra en el paquebote en que había venido. Por el camino, desplegó las hojas de papel y leyó en ellas lo que se reproduce en el siguiente capítulo.

Capítulo XXI

Historia de una mujer que se tortura

Tengo la mala suerte de no ser idiota. Desde muy pequeña he sabido ver lo que quienes me rodeaban creían ocultarme. Si hubiera podido acostumbrarme a las imposiciones de los demás, en vez de acostumbrarme a descubrir la verdad, podría haber vivido en la tranquilidad en que vive la mayoría de la gente idiota.

Pasé la infancia con una abuela, es decir, con una señora que desempeñó ese papel y que se atribuyó ese título. No tenía ningún derecho a él, pero no sospeché nada, porque por entonces aún era un poco tonta. Esta señora acogía en su casa a algunas niñas de su familia y a algunas niñas de otras personas. Ni un solo chico; en total diez, contándome a mí. Vivíamos juntas; nos educamos juntas.

Debía de tener unos doce años cuando empecé a darme cuenta de hasta qué punto esas niñas se creían mejores que yo. Me dijeron que era huérfana. Yo era la única, y advertí (ahí apareció la primera desventaja de no ser tonta) que toleraban mi compañía con una insolente compasión, con un sentimiento de superioridad. Pero no acepté la veracidad de mi descubrimiento a la ligera. Las puse a prueba muchas veces. Casi nunca conseguía que riñeran conmigo. Cuando lo lograba alguna vez, la niña en cuestión venía siempre al cabo de un par de horas a reconciliarse. Las puse a prueba una y otra vez, pero siempre les costaba entrar en el juego. Nunca dejaban de perdonarme, eran engreídas y displicentes. ¡Reflejos en miniatura de los adultos!

Elegí a una como amiga. Quería a esa estúpida enana con una pasión que no merecía y que siempre me avergüenza recordar, aunque yo no fuera más que una chiquilla. Ella tenía lo que suele denominarse un carácter apacible, cariñoso. Podía dedicar, y dedicaba, bonitos gestos y sonrisas a todas. ¡Creo que allí no había ni una sola persona, sin contarme a mí, que supiera que lo hacía expresamente para herirme, para que yo rabiara!

Sin embargo, quería tanto a esa muchacha tan insulsa que mi vida se convirtió en un tormento por el cariño que me inspiraba. Continuamente me sermoneaban y me regañaban por «pincharla», decían ellos; en otras palabras, por acusarla de pequeñas perversidades y por hacerla llorar al demostrarle que había adivinado sus intenciones. Pero la quería, y mucho, y en una ocasión pasé las vacaciones en su casa.

En su casa se comportó peor que en el colegio. Vivía rodeada de un sinfín de primos y conocidos; allí se organizaban bailes, ella también iba a bailes en otras casas, y, tanto dentro como fuera, ponía a prueba mi amor de una forma insoportable. Había planeado que todo el mundo se encariñara con ella para volverme loca de celos. Intimar y ser afectuosa con todo el mundo para volverme loca de envidia. Por la noche, a solas en nuestra habitación, yo se lo reprochaba, pues conocía perfectamente su vileza; ella lloraba y lloraba y decía que yo era cruel; después la abrazaba hasta el amanecer, queriéndola más que nunca, y lamentando muchas veces no poder dejar de sufrir tanto, no poder sumergirme en un río abrazándola así, y seguir abrazándola hasta después de que hubiéramos muerto.

Todo terminó, lo que supuso un alivio para mí. En la familia había una tía a la que yo no le caía simpática. No creo que llegara a caer muy bien a ningún miembro de la familia, pero ésa nunca había sido mi aspiración, pues sólo me interesaba ella. La tía era una mujer joven que no me quitaba los ojos de encima. Era muy descarada, y me miraba sin ambages compadeciéndose de mí. Después de una de las noches que ya he descrito bajé al invernadero antes del desayuno. Charlotte (el nombre de mi joven y falsa amiga) había bajado antes que yo; al entrar, oí que la tía le hablaba de mí. Me detuve en seco, entre las hojas, y escuché.

—Charlotte —decía la tía—, la señorita Wade te está dejando exhausta, y esto no puede seguir así.

Repito palabra por palabra lo que escuché.

¿Y qué respondió ella? ¿Acaso dijo: «Soy yo quien la está dejando exhausta, quien la está sometiendo a indecibles torturas, y a pesar de todo ella me dice todas las noches que me quiere con toda su alma, aunque sabe lo que la obligo a aguantar»? No: en ese primer incidente memorable se confirmó lo que ya sabía de ella, y lo que todos los incidentes posteriores me han confirmado, y respondió:

—Tía, tiene un carácter muy difícil; otras chicas del colegio, no sólo yo, intentan que mejore; todas nos esforzamos por conseguirlo.

Tras esta declaración la tía la acarició como si hubiera dicho algo noble en vez de algo deleznable y falso, y continuó con la infame farsa diciendo:

—Pero todo tiene un límite, querida mía, y veo que esta pobre y desgraciada muchacha te causa una angustia tan constante y tan inútil que ni siquiera una intención loable puede justificarla.

La pobre y desgraciada muchacha salió de su escondrijo y dijo: «Quiero volver a casa». No les dirigí ni una palabra a ninguna de las dos aparte de «¡Quiero volver a casa, y si no me dejáis me iré andando sola, sea de día o de noche!». A mi vuelta, le dije a mi supuesta abuela que, si no me mandaba a otro sitio a terminar los estudios, antes de que esa chica volviera, antes de que volviera cualquiera de ellas, me tiraría al fuego y me quedaría ciega antes que volver a ver a esas conspiradoras.

En seguida me vi rodeada de mujeres jóvenes, pero no me parecieron mejores. Bonitas palabras y bonitos fingimientos, seguras de sí mismas y despreciativas conmigo, no eran mejores que las otras. Antes de marcharme de allí me enteré de que no tenía abuela ni ningún familiar conocido. A la luz de este dato iluminé tanto mi pasado como mi futuro. Así recordé un montón de ocasiones en que la gente me había menospreciado cuando simulaba tratarme con consideración o prestarme un servicio.

Un hombre de negocios me había guardado cierta suma de dinero en fideicomiso. Se había decidido que debía convertirme en institutriz; me hice institutriz y fui empleada por la familia de un noble venido a menos, que tenía dos hijas, dos niñas pequeñas; pero los padres preferían que se educaran con una preceptora. La madre era joven y guapa. Desde el principio llevó a gala tratarme con delicadeza. No dejé que se notara mi resentimiento, pero no se me escapaba que todos esos melindres eran sólo porque ella era mi señora y yo su sirvienta, y me podría haber tratado de forma muy distinta si se le hubiera antojado.

Afirmo que no mostré mi resentimiento, y es cierto, pero sí le hice ver, al no entrar en el juego, que no me engañaba. Cuando insistía en que tomara vino, yo me servía agua. Si había algún manjar en la mesa ella siempre me lo ofrecía, pero yo declinaba y comía lo que los demás no querían. Al decepcionarla en su afán protector le estaba devolviendo astutamente el golpe, y eso me daba cierta sensación de independencia.

Las niñas me caían simpáticas. Eran tímidas, pero en general se las veía dispuestas a cogerme cariño. No obstante, había en la casa un ama de cría, una mujer coloradota que siempre fingía con grandes alharacas estar muy alegre y de muy buen humor, que las había criado a las dos y que se había ganado su afecto antes de que yo las conociera. Si no hubiera sido por esa mujer, casi podría haber aceptado mi destino. Sus artimañas para estar siempre con las niñas, para competir continuamente conmigo, podrían haber embaucado a muchas mujeres en mi posición, pero yo me di cuenta de lo que se traía entre manos desde el principio. Con la excusa de limpiar mis habitaciones, de atenderme y ocuparse de mi ropa (tareas en las que se esforzaba), nunca me perdía de vista. El más artero de sus trucos, uno entre mil, era simular que quería que las niñas sintieran más afecto por mí. Me las traía y las obligaba a acercarse a mí. «Id con la señorita Wade, que es muy buena; id con la querida señorita Wade, que es muy guapa. Os quiere mucho. La señorita Wade es una dama muy lista y ha leído un montón de libros, y os puede contar cuentos mucho mejores y más interesantes que yo. ¡Id a escuchar a la señorita Wade!» ¿Cómo iba yo a conseguir que me atendieran si me consumía la rabia por esos torpes tejemanejes? ¿Cómo iba a sorprenderme que esos rostros inocentes se apartasen de mí, que sus brazos se aferrasen al cuello de esa mujer y no al mío? Entonces ella me miraba mientras les apartaba los rizos de la cara y me decía: «No tardarán en perder el miedo, señora; son muy buenas y muy cariñosas; no se apene, señora»… ¡Se jactaba de su triunfo!

Además, esa mujer hacía otra cosa. En ciertas ocasiones, cuando veía que con sus métodos me sumía en negras y desesperadas cavilaciones, señalaba mi estado a las niñas para destacar la diferencia entre ella y yo. «¡Chitón! La pobre señorita Wade no se encuentra bien. No hagáis ruido, tesoros, le duele la cabeza. Venid a consolarla. Venid a preguntarle si se encuentra mejor; decidle que se acueste. Espero que no le preocupe nada, señora. ¡No sufra, señora, no ponga esa cara de pena!»

La situación se volvió intolerable. Un día que estaba sola apareció la señora y me encontró en uno de esos momentos en que la sensación de no poder aguantar más era más fuerte, y le dije que debía marcharme. No soportaba la presencia de esa Dawes.

—¡Señorita Wade! La pobre Dawes la adora, ¡haría cualquier cosa por usted!

Yo sabía de antemano que iba a decir eso y estaba preparada; sólo respondí que yo no era quién para contradecir a mi señora, pero que debía irme.

—Espero, señorita Wade —respondió, adoptando rápidamente ese tono de superioridad que nunca había llegado a disimular del todo—, que nada de lo que yo haya dicho o hecho desde que nos conocemos justifique que haya recurrido usted a una expresión tan desagradable como «mi señora». Habrá sido algo involuntario por mi parte. Por favor, dígame a qué se debe esta expresión.

Respondí que no tenía ninguna queja que presentar, ni a mi señora ni de mi señora, pero que debía marcharme.

Ella dudó un momento; luego se sentó a mi lado y puso su mano sobre la mía. ¡Como si ese honor pudiera borrar los recuerdos!

—Señorita Wade, me temo que es usted una mujer desgraciada por motivos que escapan a mi influencia.

Sonreí al pensar en las experiencias que estas palabras me recordaban, y dije:

—Tengo mal carácter, supongo.

—Yo no he dicho eso.

—Pero es una forma fácil de explicar las cosas —insistí.

—Es posible, pero no es lo que he dicho yo. Lo que quiero decirle es algo muy distinto. Mi marido y yo hemos estado hablando, porque hemos visto con gran desilusión que usted no ha estado cómoda con nosotros.

—¿Cómoda? ¡Oh! Pero si son ustedes personas muy importantes, señora —objeté.

—Quizá la palabra haya sido desafortunada, si evidentemente ha dado a entender lo contrario de lo que pretendía. —No se esperaba mi respuesta, y la había avergonzado—. Sólo quería decir que no ha sido feliz con nosotros. Hay una cuestión difícil de tratar, pero de mujer joven a mujer joven, quizá… en resumidas cuentas, tememos que usted haya permitido que ciertas circunstancias familiares, de quien nadie es menos responsable que usted, enturbien su ánimo. Si así ha sido, le rogamos que no se deje apesadumbrar por ellas. Como todo el mundo sabe, mi marido tuvo una hermana muy querida que no lo era de forma legítima, pero a quien todos querían y respetaban…

Vi claramente que me habían acogido para sustituir a esa mujer muerta, fuera quien fuera, para vanagloriarse de ello y aprovecharse de mí; vi que, como el ama de cría lo sabía, se lo había tomado como una invitación a torturarme; también vi, en el retraimiento de las niñas, la vaga impresión de que yo no era como los demás. Me marché esa noche.

Después de un par de experiencias breves y muy parecidas, que ahora no vienen al caso, fui contratada por otra familia en la que sólo tenía una pupila: una muchacha de quince años, hija única. Los padres era gente mayor, gente de categoría y dinero. Entre otras muchas personas, solía visitar la casa un sobrino al que habían criado, y éste empezó a cortejarme. Yo decidí rechazarlo, pues, nada más llegar, me había prometido que nadie me compadecería ni me trataría con paternalismo. Pero él me escribió una carta. Esta carta condujo a un compromiso de boda.

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