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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (101 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Capítulo XVIII

Un castillo en el aire

Muchas son las inquietudes que se derivan de la riqueza y la buena posición. La satisfacción del señor Dorrit al recordar que no había sido necesario anunciarse en Clennam y Cía., ni siquiera aludir al trato que hubiera podido tener con el entrometido que llevaba ese apellido, se disipó en el curso de la noche, cuando era todavía reciente, por culpa de una duda interior, pues no sabía si pasar por delante de Marshalsea en el camino de regreso y ver la antigua puerta. Decidió no hacerlo y asombró al cochero al enfadarse violentamente cuando éste le propuso cruzar el puente de Londres y volver a cruzar el río por el de Waterloo, un recorrido que le habría permitido vislumbrar su antigua residencia. Sin embargo, y a pesar de todo, la cuestión había creado un conflicto en su pecho; y por alguna extraña razón, o algún motivo irracional, se sentía vagamente insatisfecho. Incluso al día siguiente, sentado a la mesa de Merdle durante la cena, estaba tan incómodo que seguía dándole vueltas de un modo terriblemente incoherente con la buena sociedad que lo rodeaba. Le inquietaba pensar en la opinión que habría tenido de él el mayordomo si este ilustre personaje hubiera podido sondear con su ojo de plomo el curso de sus pensamientos.

El banquete de despedida fue esplendoroso y remató su visita con la mayor brillantez. Fanny combinaba el atractivo de su juventud y belleza con una soltura tal que parecía llevar casada veinte años. El señor Dorrit tenía la sensación de que podía irse tranquilo y dejarla transitando por los senderos de la distinción, y deseó que su otra hija se le pareciera, sin que por ello se redujera su deseo de protección ni su aprecio de las tranquilas virtudes de su favorita.

—Querida —le dijo a Fanny cuando se despedía—, nuestra familia confía en que tú afirmes nuestra dignidad y… ejem… mantengas su importancia. Sé que no nos defraudarás.

—No, papá —dijo Fanny—. Puede usted confiar en mí, me parece. Dele todo mi cariño a Amy y dígale que escribiré muy pronto.

—¿Quieres darme algún mensaje para… ejem… alguien más? —sugirió el señor Dorrit.

—Papá —dijo Fanny, ante la cual se alzó al instante la figura de la señora General—, no, gracias. Es usted muy amable, pero le ruego que me disculpe. No tengo nada que añadir que pudiera serle a usted agradable transmitir.

Se despidieron en un salón con ventanas a la calle, donde sólo estaba el señor Sparkler acompañando a su dama y aguardando obedientemente el momento de estrechar la mano. Cuando el señor Sparkler fue admitido a la audiencia de despedida, llegó el señor Merdle de puntillas: daba la impresión de no tener brazos dentro de las mangas, como si fuera el hermano gemelo de la señorita Biffin
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, en insistió bajar con el señor Dorrit las escaleras. Todas las protestas del señor Dorrit fueron en vano y disfrutó del honor de ser acompañado hasta el vestíbulo por aquel hombre distinguido que (como dijo el invitado cuando le estrechaba la mano en el umbral) lo había abrumado con sus atenciones y detalles en aquella visita memorable. Así se separaron; el señor Dorrit entró en el coche con el pecho henchido de orgullo y sin lamentar por un momento que su guía privado, que había ido a despedirse del servicio, tuviera la oportunidad de contemplar la
grandeur
de la ocasión.

Dicha
grandeur
seguía rodeando al señor Dorrit cuando se apeó del coche delante del hotel. Ayudado por el guía y media docena de empleados, cruzaba el vestíbulo con una serena magnificencia cuando tuvo una visión que lo dejó mudo y paralizado. John Chivery, vestido con su mejor traje, con el sombrero de copa bajo el brazo, el bastón con empuñadura de marfil obstruyendo elegantemente su paso y un puñado de cigarros en la mano.

—Joven, éste es el caballero —dijo el portero—. Este joven ha insistido en esperarlo, señor, y decía que usted se alegraría de verlo.

El señor Dorrit contempló al joven, se ahogó y dijo con el más suave de los tonos:

—Ah, John hijo, creo que es John hijo, ¿no es así?

—Sí, señor —contestó John hijo.

—Ah, ya me lo parecía —dijo el señor Dorrit—. Este joven puede subir —dijo a los empleados—. Por supuesto, puede subir. Permitan que John hijo me siga, hablaré con él arriba.

John hijo lo siguió con una sonrisa complacida. Llegaron a las habitaciones del señor Dorrit. Encendieron las velas. Los empleados se retiraron.

—Ahora, señor mío —dijo el señor Dorrit, dando media vuelta y agarrándolo por el cuello de la camisa, en cuanto estuvieron solos, a salvo de otras miradas—. ¿Qué pretende?

La perplejidad y el horror que se pintaron en el rostro del desgraciado John —porque, en realidad, él esperaba un abrazo— fueron tan expresivos que el señor Dorrit retiró la mano y se limitó a mirarlo con rabia.

—¿Cómo se atreve? —preguntó el señor Dorrit—. ¿Cómo tiene usted la presunción de presentarse aquí? ¿Cómo se atreve a insultarme?

—¿Insultarlo yo, señor? —exclamó John hijo—. ¡Oh!

—Sí, señor —contestó el señor Dorrit—. Insultarme. Que se haya atrevido usted a venir es una afrenta, una impertinencia, una audacia. Aquí nadie lo ha llamado. ¿Quién lo ha enviado? ¿Qué… ejem… qué demonios hace usted aquí?

—Pensaba, señor —dijo John hijo con la cara más pálida y consternada que jamás había visto el señor Dorrit, ni siquiera en los tiempos del Internado—. Se me ocurrió, señor, que tendría usted la bondad de aceptar unos cuantos…

—Malditos cigarros —exclamó el señor Dorrit con una rabia incontenible—. Yo… ejem… no fumo.

—Le ruego humildemente que me perdone, señor. Antes fumaba.

—Repita eso —exclamó el señor Dorrit, fuera de sí— y le doy con el atizador del fuego.

John Chivery fue retrocediendo hacia la puerta.

—Alto, caballero —exclamó el señor Dorrit—. Alto ahí. Siéntese, maldita sea.

John Chivery se desplomó en la silla más cercana a la puerta y el señor Dorrit empezó a dar vueltas por la habitación; al principio rápidamente, después más despacio. En una ocasión se acercó a la ventana y se detuvo con la frente apoyada en el cristal. De repente, se dio media vuelta y dijo:

—¿Para qué más ha venido?

—Para nada más, señor. ¡Santo cielo! Sólo para decirle que deseaba que estuviera bien y preguntarle si la señorita Amy estaba bien.

—¿Y a usted qué le importa? —contestó el señor Dorrit.

—Señor, no tengo ningún derecho. Nunca pensé en disminuir la distancia que nos separa, se lo aseguro. Sé que me he tomado una libertad, pero nunca se me ocurrió que fuera a sentarle tan mal. Palabra de honor, señor —dijo John hijo con emoción—, a mi nivel, soy demasiado orgulloso y nunca habría venido si me hubiera imaginado esto.

El señor Dorrit se sintió avergonzado. Regresó a la ventana y apoyó de nuevo la frente en el cristal durante un rato. Cuando se volvió, tenía el pañuelo en la mano y se había estado secando los ojos; parecía enfermo y cansado.

—John, siento muchísimo haber sido desagradable con usted, pero… ejem… algunos recuerdos no son felices y… ejem… no debería usted haber venido.

—Ahora me doy cuenta —contestó John Chivery—, pero no se me había ocurrido y sabe Dios que ha sido sin mala intención.

—No, no —dijo el seño Dorrit—. De eso estoy… ejem… seguro. Deme la mano, John, deme la mano.

John hijo se la tendió, pero el señor Dorrit le había partido el corazón y nada podía cambiar la expresión de John hijo, ni disipar su palidez y consternación.

—Venga, siéntese de nuevo, John —dijo el señor Dorrit, estrechándole la mano lentamente.

—Gracias, señor, pero prefiero quedarme de pie.

El señor Dorrit se sentó. Estuvo un rato sujetándose la cabeza con un gesto de dolor; luego se volvió hacia el visitante y dijo, esforzándose en ser amable:

—¿Y cómo está su padre, John? ¿Cómo están… ejem… todos, John?

—Gracias, señor. Están bastante bien, señor. No se quejan de nada.

—Y, por lo que veo, sigue usted dedicándose a lo mismo, John —dijo el señor Dorrit con una mirada al ofensivo hatillo de cigarros que había anatemizado.

—En parte sí, señor. Y también me dedico a los… —John vaciló un poco—… asuntos de mi padre.

—Ah, ¿sí? —dijo el señor Dorrit—. Se ocupa usted… ejem… de… ejem…

—Cerrar la puerta, sí, señor.

—¿Y hay mucho trabajo, John?

—Sí, señor; estamos bastante al completo. No sé por qué pero por lo general lo tenemos todo muy lleno.

—¿En este momento del año, John?

—En todas las épocas del año, señor. No creo que ninguna época sea muy distinta a otra para nosotros. Le deseo buenas noches, señor.

—Quédese un momento, John, quédese… ejem… un momento. Ejem. Le… ruego que me dé los cigarros.

—Por supuesto, señor —John los dejó sobre la mesa con mano temblorosa.

—Quédese un momento, John; quédese un poco más. Sería para mí un gran placer enviar un… ejem… pequeño testimonio a través de un mensajero de confianza para que lo divida entre… ejem… entre ellos… entre ellos… de acuerdo con sus necesidades. ¿Tiene usted algún inconveniente, John?

—Ninguno en absoluto, señor. Estoy seguro de que mejorará la situación de muchos.

—Gracias, John. Voy… voy a firmar un cheque, John.

Le temblaba tanto la mano que le costó mucho escribir y al final la letra resultó temblorosa. Era un cheque de cien libras. Dobló el papel, lo puso en la mano de John hijo y la apretó con la suya.

—Espero que… ejem… olvide usted lo que ha sucedido, John.

—No se preocupe, señor. Le aseguro que no le guardo rencor.

Pero, mientras siguió allí, nada pudo restituir el color y la expresión naturales del rostro de John ni devolverle sus modales.

—John —dijo el señor Dorrit, dando a la mano del joven un apretón final y soltándola después—, espero que… ejem… estemos de acuerdo en que hemos hablado de modo confidencial. Y se abstendrá usted, al salir de aquí, de decir nada a nadie que pudiera… ejem… sugerir… que… ejem… en otros tiempos…

—Oh, se lo aseguro, señor —contestó Chivery hijo—. Aunque soy pobre y humilde, soy demasiado orgulloso y honorable para eso.

El señor Dorrit no fue demasiado orgulloso y honorable para escuchar a través de la puerta y asegurarse por sí mismo de que John hijo se marchaba sin entretenerse en charlar con nadie. No le cupo duda de que se dirigió directamente a la puerta y salió a la calle con paso rápido. Después de un rato en soledad, el señor Dorrit llamó al guía, que lo encontró en el sillón delante de la chimenea, dándole la espalda y mirando el fuego.

—Puede coger usted esos puros para el viaje, si quiere —dijo el señor Dorrit con un gesto descuidado de la mano—. Es un pequeño regalo… ejem… del hijo de un… antiguo arrendatario.

Al día siguiente, el sol vio el carruaje del señor Dorrit por la carretera de Dover, en la que cada postillón de chaqueta colorada era insignia de una casa cruel establecida para expoliar sin piedad a los viajeros. Como entre Londres y Dover no existe para la raza humana otra actividad que el latrocinio, al señor Dorrit lo atracaron en Dartford, lo desvalijaron en Gravesend, lo saquearon en Rochester, lo desplumaron en Sittingourne y lo despojaron en Canterbury. Sin embargo, y dado que era misión del guía privado mantenerlo alejado de las manos de los bandidos, éste pagó el debido rescate en cada etapa y así las chaquetas rojas brillaron alegremente por el paisaje primaveral, subiendo y bajando regularmente, entre el señor Dorrit, en su cómodo rincón, y el siguiente promontorio en la polvorienta carretera.

El sol del día siguiente lo vio en Calais. Y tras dejar que el canal se interpusiera entre él y John Chivery, empezó a sentirse seguro y a pensar que el aire del extranjero era más fácil de respirar que el de Inglaterra.

Y de nuevo rumbo a París por las densas carreteras francesas. Recuperada casi por completo la ecuanimidad, acurrucado en su acogedor rincón, el señor Dorrit empezó a construir castillos en el aire. Pasó el día levantando torres, derribándolas, añadiendo un ala por aquí, unas almenas por allá, contemplando las murallas, reforzando las defensas, adornando el interior y, en todos los aspectos, construyendo un castillo soberbio. Su rostro preocupado mostraba con tanta claridad su empeño que cada lisiado que encontraba en las casas de postas y que le metía la baqueteada lata de metal por la ventana del coche pidiendo caridad en nombre del Cielo, caridad en nombre de Nuestra Señora, caridad en nombre de todos los santos, sabía perfectamente, mientras no fuera ciego, a qué se dedicaba aquel caballero, de la misma manera que lo habría adivinado su compatriota Le Brun si hubiera hecho al viajero inglés objeto de un tratado fisionómico
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.

Una vez en París, descansó ahí tres días y se dedicó a pasear por las calles solo, contemplando los escaparates y en especial las joyerías. Finalmente, entró en la más famosa y dijo que quería un regalo para una dama.

Se lo dijo a una mujer menuda y encantadora, una mujercita vivaracha, vestida con un gusto perfecto, que salió de un reservado de terciopelo verde para atenderlo y que estaba poniendo al día unos libros de contabilidad pequeños y primorosos en los que difícilmente se podía imaginar que registrara la entrada de artículos que no fueran besos, y en un primoroso mostrador pequeño y brillante, que parecía un dulce.

Por ejemplo, preguntó la mujercita, ¿qué tipo de regalo deseaba hacer? ¿Un regalo de amor?

El señor Dorrit sonrió y dijo, bueno, tal vez, no estaba seguro. Siempre era posible, teniendo en cuenta los encantos del bello sexo. ¿Podría enseñarle algo?

Con mucho gusto, dijo la mujercita. Halagada y encantada le enseñaría muchas cosas. Pero, disculpe, para empezar, tendría la bondad de señalarle que había regalos que eran muestras de amor y otros que eran regalos nupciales. Por ejemplo, esos maravillosos pendientes con un soberbio collar a juego eran lo que se llamaba una muestra de amor. Aquellos broches y aquellos anillos, de belleza tan grácil y celestial, era lo que se denominaba, con permiso de
monsieur
, regalo nupcial.

Tal vez sería buena idea, insinuó el señor Dorrit con una sonrisa, comprar los dos y ofrecer primero el regalo de amor y luego el regalo nupcial.

¡Cielos!, dijo la mujercita, uniendo las yemas de los dedos de ambas manitas, eso sería generosísimo, sería muy galante. Y, sin duda, la dama cubierta de regalos los encontraría irresistibles.

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