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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (102 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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El señor Dorrit no estaba seguro. Pero, por ejemplo, la mujercita vivaracha estaba segurísima, dijo. Así pues, el señor Dorrit compró un regalo de cada tipo y pagó los dos generosamente. Después, mientras iba hacia el hotel, llevaba la cabeza bien alta: las torres de su castillo eran mucho más altas que las dos torres cuadradas de Notre Dame.

Dedicándose a construir con gran energía, pero reservándose para sí los planos del castillo, el señor Dorrit partió para Marsella. Construyendo, construyendo, atareado, atareado de la mañana a la noche. Caía dormido y dejaba grandes bloques de material de construcción flotando en el aire; se despertaba para seguir trabajando y colocarlos en su sitio. Y, mientras tanto, el guía, sentado en el pescante posterior, fumaba los mejores cigarros de John Chivery y dejaba una fina estela de humo… tal vez construyendo también un par de castillos con el dinero que sisaba al señor Dorrit.

Ninguna de las ciudades fortificadas por las que pasaron en el curso del viaje era tan fuerte, la cúspide de ninguna catedral era tan alta como el castillo del señor Dorrit. Ni el río Saona ni el Ródano avanzaban con la rapidez de aquel edificio sin par; ni el Mediterráneo era más profundo que sus cimientos; ni los remotos paisajes de la carretera de la Cornisa, ni las montañas ni la bahía de Génova, la magnífica, eran más bellos. El señor Dorrit y su castillo sin par desembarcaron entre las sucias casas blancas y los más sucios delincuentes de Civita Vecchia y de ahí llegaron a Roma como pudieron a través de la basura que se pudría en el camino.

Capítulo XIX

El asalto al castillo en el aire

Hacía ya cuatro horas que se había puesto el sol y era más tarde de lo que a muchos viajeros les habría gustado para encontrarse fuera de las murallas de Roma; aun así el coche del señor Dorrit, todavía en su última y agotadora etapa, seguía traqueteando por la solitaria
campagna
. Los pastores de aspecto fiero y los campesinos de aire feroz que habían jalonado el camino mientras era de día se habían ido con el sol y habían dejado el campo solitario y vacío. En algunos recodos del camino, un pálido destello en el horizonte, como una exhalación procedente de una tierra sembrada de ruinas, indicaba que la ciudad todavía quedaba lejos, pero este pobre alivio era escaso y breve. El carruaje se hundía de nuevo en las profundidades de un mar seco y negro y, por lo general, no se veía otra cosa que una ola petrificada y un cielo lúgubre.

El señor Dorrit, aunque podía entretenerse construyendo su castillo, no se sentía cómodo en aquel paraje desolado. Manifestaba mayor impaciencia, a cada oscilación del carruaje y a cada grito de los postillones, que en todo el viaje desde que salieron de Londres. El ayuda de cámara, sentado en el pescante, iba temblando ostensiblemente. Y el guía privado, en el asiento posterior, no estaba del todo tranquilo. Cada vez que el señor Dorrit bajaba el cristal y lo miraba (cosa que hacía con frecuencia), lo veía fumándose a John Chivery; pero, por lo general, viajaba de pie mirando a un lado y a otro, como un hombre que sospechara algo y se hubiera puesto en guardia. Entonces, el señor Dorrit, subiendo de nuevo la ventanilla, pensaba que aquellos postillones tenían cara de matarifes y que habría hecho mucho mejor quedándose a dormir en Civita Vecchia y poniéndose en marcha por la mañana temprano. Sin embargo, a pesar de todo, a ratos seguía edificando su castillo.

Pero poco después, los fragmentos de vallas en ruinas, los agujeros de las ventanas, las paredes destartaladas, las casas abandonadas, los pozos que desbordaban agua, los depósitos rotos, los cipreses espectrales, las parcelas de viñas enmarañadas y el camino convertido en un sendero largo, irregular y desordenado en el que todo se desmoronaba, desde los deslucidos edificios hasta la vía llena de baches, le indicaron que se acercaba a Roma. Hasta que un giro y la detención repentina del carruaje le hicieron temer que la hora de los bandidos había llegado y que poco faltaba para que lo tiraran a una cuneta hecho un guiñapo y le robaran; hasta que, después de bajar de nuevo la ventanilla y mirar afuera, vio que su asaltante era sólo un cortejo fúnebre que iba cantando mecánicamente con una vaga exhibición de trajes sucios, antorchas desvaídas, incensarios oscilantes y una gran cruz delante de un sacerdote. A la luz de las antorchas, el sacerdote, con el prominente ceño fruncido, tenía una pinta espantosa. Cuando sus ojos se cruzaron con los del señor Dorrit, que asomó la cabeza desnuda por la ventanilla del carruaje, sus labios, que se movían al cantar, parecieron amenazar a tan importante viajero; también el gesto de la mano, que era, de hecho, su forma de devolver el saludo del viajero, pareció insistir en la amenaza. Eso fue lo que pensó el señor Dorrit con la imaginación desbocada por el cansancio de tanto viajar y construir, mientras el sacerdote pasaba a su lado y la procesión se alejaba llevándose consigo a su muerto. También siguió su camino el cortejo del señor Dorrit. Y pronto, con el carruaje cargado de lujos procedentes de las dos grandes capitales de Europa, se encontraron llamando a las puertas de Roma (exactamente al revés que los godos).

En la casa del señor Dorrit nadie lo esperaba ya aquella noche: habían imaginado que, siendo tan tarde, llegaría al día siguiente. De modo que, cuando el coche se detuvo a la puerta de la casa, sólo salió el portero a recibirlo. ¿Estaba fuera la señorita Dorrit? No, estaba en casa. Bien, dijo el señor Dorrit a los criados que iban apareciendo: no hacía falta que se molestaran, bastaba con que descargaran el coche, ya encontraría a la señorita Dorrit él solo.

Así que subió la magnífica escalera, despacio y cansado, y miró en varias habitaciones vacías hasta que vio una lucecita en una pequeña antecámara. Era un rincón cerrado por cortinas, como si fuera una tienda de campaña, entre otras dos habitaciones; y a medida que se acercaba por la oscura avenida que éstas formaban, tuvo la impresión de dirigirse a un lugar cálido, de colores brillantes.

El umbral tenía una cortina, pero no puerta, y, cuando se detuvo para mirar sin que nadie lo viera, sintió una punzada ¿tal vez de celos? ¿Y por qué celos? Ahí sólo estaban su hija y su hermano: él, en una butaca cerca del hogar, disfrutando del calor del fuego vespertino; ella, delante de una mesita, bordando una labor. Si bien los objetos materiales del cuadro eran muy diferentes, las figuras eran muy parecidas a las de otros tiempos: su hermano se parecía lo bastante a él para representarlo en la composición. Así había pasado muchas noches, junto a un fuego de carbón, muy lejos; así había pasado Amy mucho tiempo dedicada a él. Por supuesto, no había motivo para añorar la antigua miseria. Entonces, ¿a qué se debía aquella punzada?

—¿Sabe una cosa, tío? Yo diría que está usted cada vez más joven.

Su hermano negó con la cabeza y dijo:

—¿Desde cuándo, querida, desde cuándo?

—Me parece —contestó la pequeña Dorrit sin dejar de bordar con la aguja— que estas últimas semanas ha rejuvenecido. Lo veo alegre, despierto e interesado por las cosas.

—Querida niña, todo te lo debo a ti.

—¡A mí, tío!

—Sí, sí. Me haces un bien inmenso. Has sido tan considerada y tan tierna, tan delicada disimulando la atención que me prestabas que… ¡Bueno, bueno, bueno…! Son gestos que atesoro, querida. Los atesoro.

—Son todo imaginaciones suyas, tío —contesto la pequeña Dorrit alegremente.

—¡Bueno, bueno, bueno…! —murmuró el anciano—. ¡Gracias a Dios!

La joven interrumpió un momento la labor para mirar a su tío y esa mirada causó en su padre el mismo dolor en el pecho de antes; en su pobre pecho débil, tan lleno de contradicciones, vacilaciones, incoherencias, de las perplejidades pequeñas e irritantes de esta vida ignorante, de esas nieblas que sólo podrá despejar la mañana sin noche.

—Me he sentido más libre contigo estando solos, ¿sabes, paloma mía? —decía el anciano—. Porque a la señora General no la cuento; me da igual, no tiene nada que ver conmigo. Pero sé que Fanny se impacientaba conmigo. Y no me sorprende ni me quejo porque me doy cuenta de que me interpongo aunque de veras intento mantenerme al margen. Ya sé que no soy la mejor compañía para nuestras amistades. Mi hermano William —dijo con admiración— es compañía digna de un rey, pero vuestro tío no lo es, querida. Frederick Dorrit no está a la altura de William Dorrit y lo sabe muy bien. ¡Ah, aquí está tu padre, Amy! Querido William, bienvenido. Querido hermano, ¡me alegro de verte!

(Mientras hablaba, había visto a su hermano en la entrada).

La pequeña Dorrit, con un grito de alegría, abrazó a su padre y le dio un beso tras otro. Su padre estaba un poco impaciente y un poco gruñón.

—Me alegro de verte por fin, Amy —dijo—. Ejem. Me alegro de encontrar… ejem… a alguien que por fin me reciba. Según parece… ejem… se me esperaba tan poco que os prometo que empezaba a pensar… ejem… que debía disculparme por… ejem… haberme tomado la libertad de volver.

—Es tan tarde, querido William —dijo su hermano—, que ya no esperábamos que llegaras hoy.

—Soy más fuerte que tú, querido Frederick —contestó su hermano con un tono fraternal lleno de severidad—. Y creo que puedo viajar a la hora que quiera sin mayores dificultades.

—Por supuesto, por supuesto —contestó Frederick Dorrit, temiendo haber dicho algo ofensivo—. Claro que sí, William.

—Gracias, Amy —prosiguió el señor Dorrit mientras ésta lo ayudaba a quitarse la ropa de abrigo—. Puedo hacerlo sin ayuda. No necesito… ejem… no necesito que te molestes, Amy. ¿Podría tomar un trozo de pan y un vaso de vino o… ejem… sería eso demasiada molestia?

—Querido padre, tendrá la cena lista dentro de unos minutos.

—Gracias, cariño —dijo el señor Dorrit con un tono de gélido reproche—. Temo molestar… ejem… a alguien. ¿La señora… ejem… General está bien?

—La señora General ha dicho que le dolía la cabeza y que estaba cansada; cuando creímos que ya no llegaba usted hoy se ha ido a la cama.

Tal vez el señor Dorrit pensó que la señora General había hecho bien al dejarse vencer por la decepción al ver que no llegaba. En cualquier caso, su rostro se relajó y dijo con satisfacción evidente:

—Lamento oír que la señora General no se encuentra bien.

Durante este breve diálogo, su hija lo había estado observando con algo más que su interés habitual. Se diría que le parecía cambiado o cansado; el señor Dorrit se dio cuenta y se molestó, por lo que, cuando se hubo quitado el abrigo de viaje y se acercó al fuego, dijo, de nuevo de mal humor:

—Amy, ¿qué estás mirando? ¿Por qué… ejem… concentras tu solicitud en mí de esta… ejem… manera tan especial?

—No me había dado cuenta, padre. Le ruego que me perdone. Me alegro de volver a verlo, nada más.

—No me digas que nada más porque sí hay algo más. Piensas… ejem… piensas —dijo el señor Dorrit en un acusado tono de recriminación— que no tengo buen aspecto.

—Pensaba que parecía usted un poco cansado.

—Pues estás muy equivocada —dijo el señor Dorrit—. Ejem… no estoy cansado. Ejem… Estoy mucho mejor que cuando me fui.

Tenía tantas ganas de enfadarse que Amy no dijo nada más para justificarse y se quedó a su lado, cogiéndolo del brazo. Y en esa posición, de pie, con su hermano al otro lado, el señor Dorrit dio una cabezada de menos de un minuto y se despertó con un sobresalto.

—Frederick —dijo, volviéndose a su hermano—. Te recomiendo que te vayas a la cama de inmediato.

—No, William, espero para hacerte compañía mientras cenas.

—Frederick —contestó—. Te ruego que te vayas a la cama. Te pido como un favor que te vayas a la cama. Hace ya rato que tendrías que estar en la cama, eres muy débil.

—¡Ah! —dijo el anciano, que no tenía más deseo que el de darle gusto—. Bueno, bueno, bueno… Supongo que así es.

—Querido Frederick —contestó el señor Dorrit con un asombroso tono de superioridad ante la debilidad creciente de su hermano—. No cabe la menor duda. Me duele verte tan débil. Ejem… me entristece. Creo que no tienes buen aspecto. No puedes hacer estas cosas, tendrías que ir con más cuidado, tendrías que tener mucho cuidado.

—¿Me voy a dormir? —preguntó Frederick.

—Querido Frederick —dijo el señor Dorrit—, vete, te conmino. Buenas noches, hermano. Espero que mañana estés más fuerte. No me gusta nada tu aspecto, buenas noches, querido hermano.

Tras despedir a su hermano amablemente, se quedó dormido antes de que éste acabara de salir de la sala, y se habría dado de bruces sobre los troncos si su hija no lo hubiera sujetado.

—Tu tío divaga mucho, Amy —dijo cuando se despertó—. Es menos… ejem… coherente y su conversación es más… entrecortada que… ejem… que nunca. ¿Se ha puesto enfermo mientras yo estaba fuera?

—No, padre.

—¿Lo has visto… ejem… cambiar mucho, Amy?

—No he observado el menor cambio.

—Muy deteriorado —dijo el señor Dorrit—. Muy deteriorado. Mi pobre y cariñoso Frederick. Ejem… Incluso teniendo en cuenta cómo estaba antes, lo veo… ejem… tristemente deteriorado.

La cena, que le llevaron ahí mismo y sirvieron en la mesita donde había visto coser a su hija, distrajo su atención.

Amy se sentó a su lado como en otros días, por primera vez desde que tales días habían terminado. Estaban solos y ella le sirvió la carne y la bebida, como hacía en la cárcel, por primera vez desde que eran ricos. Amy temía mirarlo demasiado, ya que antes se había ofendido; pero advirtió en dos ocasiones, durante la cena, que su padre la miraba de repente y miraba a su alrededor, como si la semejanza con otros tiempos fuera tan intensa que necesitara que la vista le asegurara que no se encontraban en la habitación de la cárcel. En ambas ocasiones se llevó la mano a la cabeza como si echara de menos el viejo gorro negro, aunque éste, regalado ignominiosamente en Marshalsea, seguía preso, rondando por los patios en la cabeza de su sucesor.

Tomó una cena muy ligera pero tardó mucho y recordó varias veces el progresivo deterioro de su hermano. Aunque expresaba la mayor piedad, se refería a él casi con dureza. Dijo que el pobre Frederick… ejem… ejem… chocheaba. No había otra palabra para decirlo: chocheaba. ¡Pobrecillo! Qué pena pensar en lo que la pobre Amy debía de haber aguantado en su aburridísima compañía —divagar y balbucear, si el pobre no paraba de divagar y balbucear—, menos mal que había tenido el alivio de la señora General. Sentía mucho, repitió con la misma satisfacción que antes, que aquella mujer… ejem… extraordinaria no se encontrara bien.

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