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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (103 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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La pequeña Dorrit, tan afectuosa y solícita, habría recordado el menor detalle de lo que hizo o dijo su padre aquella noche aunque no hubiera tenido motivos para hacerlo. Siempre recordaría el momento en que su padre, bajo la fuerte influencia de las semejanzas, miró por toda la sala, intentando alejar aquellas evocaciones de la memoria de su hija y tal vez de la propia, y procedió acto seguido a explayarse sobre las grandes riquezas y la refinada compañía que lo habían rodeado en su ausencia, y la elevada posición que él y su familia tenían que mantener. Tampoco olvidaría que dos corrientes profundas y paralelas recorrían sus palabras y su comportamiento: una tendía a mostrarle lo bien que se había desenvuelto sin ella y lo muy independiente que era; la otra, de modo incomprensible y caprichoso, expresaba cierto enojo, como si le reprochara que lo hubiera olvidado en su ausencia.

La narración del magnífico tren de vida del señor Merdle y la corte que lo reverenciaba, lo llevó, de modo natural, a la señora Merdle; tan natural, de hecho, que, aunque la mayor parte de sus observaciones no seguían hilo alguno, empezó a hablar de ella y le preguntó cómo se encontraba:

—Está muy bien, se marcha la semana que viene.

—¿A Inglaterra? —preguntó el señor Dorrit.

—Después de unas cuantas semanas de viaje.

—Será una gran pérdida aquí —dijo el señor Dorrit—. Y una gran… ejem… adquisición en Londres. Para Fanny y… ejem… el resto… ejem… del gran mundo.

La pequeña Dorrit pensó en la competencia que se iba a entablar y asintió en voz baja.

—La señora Merdle va a celebrar una gran fiesta con una cena. Ha expresado su interés en que volviera usted a tiempo y nos ha invitado a los dos a cenar.

—Es muy… ejem… amable. ¿Cuándo es?

—Pasado mañana.

—Escríbele por la mañana, dile que he vuelto y que estaré… ejem… encantado.

—¿Puedo acompañarlo a su habitación?

—¡No! —exclamó el señor Dorrit, enfadado de nuevo, mientras se iba sin acordarse de darle las buenas noches—. No puedes, Amy. No quiero ayuda. ¡Soy tu padre, no tu tío inválido! —se contuvo tan rápidamente como se había enfadado y añadió—: Amy, no me has dado un beso. Buenas noches, querida. Ahora tenemos que casar… ejem… tenemos que casarte a ti, querida.

Con estas palabras, más cansado y más lentamente, empezó a subir las escaleras y, en cuanto llegó a sus habitaciones, despidió al ayuda de cámara. Su primera preocupación fue buscar las compras de París y, después de abrir los estuches y examinarlas cuidadosamente, guardarlas bajo llave. Luego se entretuvo dando cabezadas y construyendo castillos en el aire, y así, cuando se metió en la cama, la mañana asomaba por el extremo oriental de la desolada
campagna
.

Al día siguiente, la señora General le envió sus respetos en su debido momento y manifestó su esperanza de que hubiera descansado bien tras un viaje tan fatigante. El señor Dorrit le envió un saludo junto con el ruego de que le informaran de que había descansado muy bien y se encontraba estupendamente. Sin embargo, no salió de sus habitaciones hasta mucho después de mediodía y, aunque iba magníficamente ataviado para dar un paseo con la señora General y su hija, su aspecto no estaba a la altura de la descripción que había hecho de sí mismo. Como la familia no tenía visitas aquel día, comieron los cuatro juntos y solos. El señor Dorrit acompañó a la señora General hasta el asiento de su derecha con inmensa ceremonia; y la pequeña Dorrit no pudo dejar de observar, mientras los seguía con el tío, que su padre iba muy acicalado y que trataba a la señora General de un modo muy obsequioso. La perfecta formación de la apariencia de aquella dama exquisita hacía difícil que se desplazara un átomo de su brillo elegante, pero la pequeña Dorrit creyó divisar un leve destello de triunfo en la comisura de sus ojos gélidos.

A pesar de lo que podríamos llamar en estas páginas la naturaleza prismática y patatera de aquel banquete familiar, el señor Dorrit se quedó dormido varias veces en su transcurso. Sus cabezadas eran tan repentinas como la víspera e igualmente breves y profundas. Cuando le sobrevino el primero de esos ataques de sueño, la señora General pareció hasta sorprenderse, pero cuando se presentaron de nuevo los síntomas, pasó las cuentas infalibles del rosario de la urbanidad: papá, pera, pollo, prisma y patatas y, a fuerza de repetirlas, pareció terminarlas al mismo tiempo que el señor Dorrit despertaba de su sueño.

De nuevo, el señor Dorrit se manifestó tristemente consciente de la tendencia somnolienta de Frederick (que sólo existía en su imaginación) y, después de la comida, cuando Frederick se retiró, disculpó en privado a la señora General la actitud del pobre hombre.

—El más estimable y afectuoso de los hermanos —dijo—, pero… ejem… ejem… totalmente deteriorado. Es triste ver lo rápido que está declinando.

—Habitualmente, suele estar abstraído y cabizbajo —dijo la señora General—, pero esperemos que no se encuentre tan mal como dice usted.

Sin embargo, el señor Dorrit estaba resuelto a no dejarlo escapar.

—Está declinando muy deprisa, señora. Una ruina, un desastre. Se está desmoronando ante nuestros propios ojos… ejem… el bueno de Frederick.

—¿Ha dejado usted a la señora Sparkler feliz y en buen estado de salud? —preguntó la señora General después de lanzar un gélido suspiro por Frederick.

—Rodeada —contestó el señor Dorrit— de… ejem… todo lo que puede recrear el gusto y… ejem… elevar el espíritu. Feliz, querida señora, con su… ejem… marido.

La señora General se agitó un poco y pareció apartar delicadamente aquella palabra con los guantes, como si no supiera adónde podría conducir la conversación.

—Fanny —prosiguió el señor Dorrit—, Fanny, señora General, tiene grandes cualidades. Ejem. Ambición, decisión, conciencia de su posición… ejem… determinación para sostener esta posición… ejem… ejem… gracia, belleza y nobleza natural.

—Sin duda —dijo la señora General (algo más rígida de lo normal).

—Combinadas con estas cualidades, señora —dijo el señor Dorrit—, Fanny tiene un… ejem… defecto evidente… que me ha hecho… ejem… sentir incómodo y debo añadir… enfadado; pero confío en que haya desaparecido, tanto por su bien, cosa que no me cabe duda, como por… ejem… el de los demás.

—¿A qué se refiere usted, señor Dorrit? —contestó la señora General con los guantes algo alterados—. Me parece que no consigo…

—No diga eso, querida señora —la interrumpió el señor Dorrit.

La voz de la señora General se extinguió:

—No consigo imaginar…

Tras lo cual, el señor Dorrit cayó dormido durante un minuto y se despertó aturdido por un espasmo.

—Me refiero, señora General, a ese… ejem… fuerte espíritu de oposición o… ejem… podría decir… a los celos que ocasionalmente ha manifestado contra los sentimientos que albergo por la dama con la que tengo ahora el honor de conversar.

—Señor Dorrit —contestó la señora General—, es usted demasiado amable y demasiado encomiástico. Si en algún momento he imaginado que la señorita Dorrit se sentía molesta por la favorable opinión que el señor Dorrit tiene de mis servicios, he encontrado en esa alta opinión mi consuelo y recompensa.

—¿Opinión de sus servicios, señora? —preguntó el señor Dorrit.

—De mis servicios —repitió la señora General con unos modales tan distinguidos como impresionantes.

—¿Sólo de sus servicios, querida señora? —preguntó el señor Dorrit.

—Creo que únicamente de mis servicios —contestó la señora General con los mismos modales impresionantes—. Porque —añadió la señora General con un gesto levemente interrogante de los guantes— ¿a qué otra cosa podría achacar…?

—A… ejem… usted misma, señora General. Ejem, ejem… A usted misma y a sus méritos —fue la respuesta del señor Dorrit.

—El señor Dorrit me perdonará —dijo la señora General— si le señalo que no es momento ni lugar para seguir con esta conversación. El señor Dorrit me disculpará si le recuerdo que la señorita Dorrit se encuentra en la habitación contigua y la estoy viendo en este mismo momento que pronuncio su nombre. El señor Dorrit me excusará si le señalo que me siento turbada y que hay momentos en que debilidades que imaginaba dominadas regresan con mayor fuerza que nunca. El señor Dorrit me permitirá que me retire.

—Ejem… tal vez podamos reanudar esta… ejem… interesante conversación en otro momento —dijo el señor Dorrit—; a menos que resulte, aunque confío que no sea el caso, desagradable… ejem… de algún modo para… ejem… la señora General.

—Señor Dorrit —contestó la señora General, bajando los ojos mientras se levantaba con una pequeña inclinación— puede contar con mi homenaje y obediencia.

La señora General se retiró a continuación con majestuosidad y sin la emoción que podría haberse esperado en una mujer menos notable. El señor Dorrit, que había llevado su parte del diálogo con cierto tono de superioridad, mayestático y admirativo —como algunos en la iglesia al desempeñar su parte en la ceremonia— pareció, en conjunto, muy satisfecho consigo mismo y con la señora General. Cuando esta señora regresó para tomar el té, se había arreglado un poco con polvos y cremas, sin olvidar los encantos morales: estos últimos se manifestaron en el dulce tono protector con que se dirigió a la señorita Dorrit y todo el aire de tierno interés por el señor Dorrit que juzgó compatible con el rígido decoro. Al final de la velada, cuando se levantó para retirarse, el señor Dorrit le cogió la mano como si fuera a llevarla a bailar un minueto a la luz de la luna en la
Piazza del Popolo
y con gran solemnidad la llevó hasta la puerta de la sala, donde alzó los nudillos de la dama y se los llevó a los labios. Tras separarse de ella con lo que probablemente fuera un beso huesudo de aroma cosmético, bendijo a su hija generosamente. Y, después de insinuar que algo extraordinario iba a suceder, se fue a la cama.

Pasó la mañana siguiente recluido en su dormitorio, pero unas horas después de mediodía envió sus saludos a la señora General a través de Tinkler y le rogó que acompañara a la señorita Dorrit a dar un paseo sin él. Antes de que él apareciera, su hija estaba ya vestida para la cena de la señora Merdle. El señor Dorrit se presentó ataviado de manera refulgente, pero con un aspecto indefiniblemente encogido y viejo. Sin embargo, como estaba firmemente decidido a enfadarse con ella si osaba preguntarle cómo se encontraba, Amy sólo se aventuró a darle un beso a la mejilla antes de salir hacia la mansión de la señora Merdle con el corazón inquieto.

El camino que debían recorrer era muy corto, pero antes de que el carruaje hubiera recorrido la mitad, el señor Dorrit estaba de nuevo edificando su castillo. La señora Merdle lo recibió con mucha deferencia; el Busto se encontraba magníficamente conservado y en gran armonía consigo mismo; la comida era exquisita y la compañía muy selecta.

Estaba compuesta principalmente por ingleses, con la única excepción del habitual conde francés y la habitual marquesa italiana, hitos sociales decorativos, de apariencia muy poco variada, que era obligado encontrar en determinados lugares. La mesa era larga y la cena fue larga; y la pequeña Dorrit, oculta por un gran par de patillas negras y una gran corbata blanca, perdió de vista a su padre por completo hasta que un criado le puso un trocito de papel en la mano mientras le susurraba, de parte de la señora Merdle, que lo leyera de inmediato. La señora Merdle había escrito a lápiz: «Venga a hablar con el señor Dorrit, creo que no se encuentra bien».

Corrió discretamente hacia él en el momento en que se levantaba de la silla y la llamaba, creyendo que la muchacha se encontraba todavía en su sitio.

—Amy, Amy, hija mía.

El gesto era tan insólito, por no hablar de su extraño aspecto y del extraño timbre ansioso de su voz, que inmediatamente se produjo un profundo silencio.

—Amy, Amy, querida —repitió—, ¿puedes ir a ver si Bob está vigilando la puerta?

Amy estaba a su lado y lo tocaba, pero él seguía imaginando tercamente que estaba en su asiento, y la llamaba, inclinándose sobre la mesa:

—Amy, Amy, no me encuentro bien. Ejem… No sé lo que me pasa. Me gustaría ver a Bob en particular. Ejem. De todos los carceleros, es tan amigo mío como tuyo. Ve a mirar si Bob está en la portería y ruégale que venga a verme.

Los invitados, consternados, se levantaron de la mesa.

—Querido padre, no estoy ahí, estoy aquí, a tu lado.

—Ah, estás aquí, Amy. Bien. Ejem. Bien. Ejum. Llama a Bob. Si no está de guardia en la puerta, dile a la señora Bangham que vaya a buscarlo.

Amy intentaba llevárselo suavemente, pero él se resistía y no quería marcharse.

—Te digo, niña —gruñó—, que no puedo subir por esas escaleras tan estrechas sin Bob. Ejem. Ve a buscar a Bob. Ejem. Manda buscar a Bob, es el mejor de los carceleros, ¡que venga Bob!

El señor Dorrit miró confuso a su alrededor y, consciente de la cantidad de rostros que lo rodeaban, se dirigió a ellos:

—Señoras y caballeros, el deber me obliga… ejem… a darles la bienvenida a Marshalsea. ¡Bienvenidos a Marshalsea! El espacio es… ejem… limitado… limitado… El paseo podría ser más amplio. Pero verán que, con el tiempo, tienen la sensación de que se hace más ancho… ejem… damas y caballeros… y el aire es, en resumidas cuentas, muy bueno. Sopla desde… ejem… las colinas de Surrey. Sopla por las colinas de Surrey. Esto es el Salón. Ejem. Lo mantenemos con una pequeña suscripción de los internos. A cambio de lo cual tenemos… agua caliente… una cocina común… y pequeñas ventajas domésticas. Los habituales de Marshalsea dicen que soy el Padre. Los desconocidos me presentan sus respetos como el Padre de Marshalsea. Sin duda, si los años de residencia pudieran establecer derechos a tan… ejem… honorable título, debo aceptar la distinción. Mi hija, damas y caballeros. Mi hija, ¡nacida aquí!

Amy no se avergonzaba de la escena ni de su padre. Estaba pálida y asustada, pero no tenía otra inquietud que calmarlo y sacarlo de ahí por su propio bien. Estaba entre él y los rostros desconcertados, delante de él y mirándole la cara. Él la sujetaba con el brazo izquierdo y de vez en cuando se oía la voz baja y tierna de Amy que le rogaba que salieran.

—Nacida aquí —repitió, vertiendo lágrimas—. Criada aquí. Damas y caballeros, mi hija. Hija de un padre infortunado pero… ejem… que siempre ha sido un caballero. Pobre, sin duda, pero… ejem… orgulloso. Siempre orgulloso. Se ha convertido en… ejem… costumbre no del todo infrecuente entre… ejem… mis admiradores personales… únicamente admiradores personales… que expresen el deseo de reconocer mi posición semioficial ofreciendo… ejem… pequeños tributos que suelen toman forma de… un reconocimiento voluntario de mis humildes esfuerzos para… mantener aquí un nivel… un nivel… ruego que se comprenda que no me afecta personalmente. Ejem… personalmente. No soy un mendigo. No, me opongo a ese término. Al mismo tiempo, lejos de mí… ejem… rechazar los buenos sentimientos que mueven a mis amigos y poner objeciones a unos regalos que son perfectamente aceptables. Al contrario, se pueden aceptar sin reservas. En nombre de mi hija, si no en el propio, los acepto plenamente y al mismo tiempo conservo ejem… mi dignidad personal. Señoras y señoras, ¡Dios los bendiga a todos!

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