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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (52 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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Después, mientras contemplaba el camino oscuro y las siluetas difuminadas, se habría puesto a cavilar de nuevo y se habría dicho: «¿Adónde nos dirigimos, él y yo, en el camino de la vida, que es más oscuro que éste? ¿Qué sucederá entre nosotros, qué pasará con ella, en el futuro brumoso?». Al pensar en Minnie le habrían vuelto a asaltar las dudas, y se habría vuelto a reprochar que la antipatía que le inspiraba Gowan era una deslealtad con ella, y que, siendo presa tan fácil de los prejuicios, la merecía mucho menos que al principio.

—Es evidente que anda usted alicaído —observó Gowan—. Estoy seguro de que mi madre lo ha aburrido soberanamente.

—No, créame, en absoluto —protestó Clennam—. ¡No es nada, nada!

Capítulo XXVII

Veinticinco

Una duda se le planteaba repetidamente a Arthur en esos días y le causaba una gran inquietud: que quizá la voluntad del señor Pancks de obtener información sobre la familia Dorrit guardara alguna relación con los recelos que él había expresado a su madre al volver de su largo exilio. Qué sabía ya el señor Pancks de la familia Dorrit, qué más quería averiguar, y por qué éste pensaba tanto en ella, cuando ya tenía otras cosas en que pensar, eran incógnitas que a menudo lo confundían. El señor Pancks no era de esos hombres que invierten tiempo o esfuerzos en indagaciones que sólo obedecen a la curiosidad. A Clennam no le cabía duda de que tenía un objetivo concreto. Le preocupaba mucho que el señor Pancks, con su insistencia, consiguiera sacar a la luz las secretas e incómodas razones que había podido tener su madre para acoger a la pequeña Dorrit.

Nunca, sin embargo, flaquearon ni el deseo ni la firme decisión de reparar una posible injusticia cometida en vida de su padre, si tal injusticia se hacía pública y era reparable. La sombra de ese supuesto abuso, que llevaba acechándolo desde la muerte de su progenitor, era tan vaga y amorfa que podía deberse a una realidad muy alejada de la idea que se había formado de ella. No obstante, si sus temores resultaban ser fundados, estaba dispuesto a renunciar inmediatamente a todo cuanto tenía y a empezar de nuevo. Como nunca había llegado a asimilar las despiadadas y tenebrosas enseñanzas de su infancia, el principal artículo de su código moral le dictaba que, en primer lugar y de forma práctica y humilde, debía asentar bien los pies en la tierra: sabía que nunca subiría al Cielo con unas alas fabricadas con palabras. Las obligaciones mundanas, los desagravios mundanos, las acciones mundanas: esas cosas iban antes que nada y constituían los primeros y empinados escalones del ascenso. Estrecha era la puerta y angosta la senda
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; mucho más estrecha y más angosta que el ancho camino empedrado con vacuas profesiones de fe, con vacuas letanías, con pajas en el ojo ajeno y una gran facilidad para juzgar a los demás: materiales muy baratos, que no cuestan nada de nada.

No. No era un miedo egoísta ni eran las dudas lo que lo intranquilizaban, sino el temor de que Pancks no respetase su parte del acuerdo y que, si descubría algo, hiciera algo sin comunicárselo. Por otro lado, cuando recordaba lo que habían hablado y los pocos motivos que tenía para creer que ese extraño personaje fuese a obrar de ese modo, a veces se sorprendía de lo mucho que se preocupaba. Mientras se esforzaba por mantenerse a flote en ese mar, como se esfuerzan todos los bajeles en aguas encrespadas, iba dando tumbos sin llegar a puerto.

El alejamiento de la pequeña Dorrit no contribuyó a mejorar las cosas. Tan ausente estaba y tanto se recluía en su habitación que Arthur empezó a echarla de menos y a sentir que el lugar de Amy estaba vacío. Le había escrito para preguntarle si se encontraba mejor y ella había respondido con mucha gratitud y formalidad, y le había pedido que no se preocupara por ella, que estaba perfectamente; pero llevaba sin verla una temporada que, dada su relación, se estaba haciendo muy larga.

Una noche volvió a casa tras un encuentro con el padre de la joven, quien le había comentado que ésta había salido a hacer una visita —siempre decía eso cuando iba a trabajar para que él pudiera comer—, y se encontró a un excitado señor Meagles paseándose por su habitación. Al abrir la puerta, el visitante se detuvo, se dio la vuelta, lo miró y dijo:

—¡Clennam! ¡Tattycoram!

—¿Qué ha pasado?

—¡La hemos perdido!

—¿Cómo es posible? —exclamó Arthur anonadado—. ¿Cómo que la han perdido?

—No ha querido contar hasta veinticinco, señor, no la hemos podido convencer; ha llegado al ocho y se ha marchado.

—¿Que se ha ido de su casa?

—Y no va a volver jamás —respondió el señor Meagles asintiendo con la cabeza—. No sabe usted qué carácter tan visceral y tan orgulloso tiene esa chica. Ni tirando de ella con todos los caballos de un carruaje conseguiríamos que volviera; ni siquiera los cerrojos y los barrotes de la vieja Bastilla habrían podido cerrarle el paso.

—¿Cómo ha sido? Siéntese y cuéntemelo, por favor.

—No es fácil contar qué ha pasado, porque se requiere el funesto carácter de la pobrecilla, tan impetuosa, para comprenderlo del todo. Pero ha sucedido más o menos lo siguiente: últimamente madre, Tesoro y yo hemos estado hablando bastante. No le voy a negar, Clennam, que estas conversaciones no han sido todo lo agradables que me habría gustado; en ellas hemos vuelto a considerar la posibilidad de marcharnos. Y esta consideración, por mi parte, obedece a un objetivo.

El corazón de nadie latió con fuerza.

—Un objetivo —prosiguió el señor Meagles después de una breve pausa— que tampoco le voy a negar. Mi querida hija alberga ciertos sentimientos que me disgustan. Quizá adivine usted quién los inspira. Henry Gowan.

—No me sorprende lo que me dice.

—¡Bueno! —exclamó el visitante con un profundo suspiro—. No sabe cuánto lamento tener que decírselo. Pero así están las cosas. Madre y yo hemos hecho todo lo posible para solucionar esta situación. Hemos recurrido a tiernos consejos, al tiempo, a las ausencias. Pero nada ha surtido efecto hasta ahora. En nuestras últimas conversaciones hemos planteado la posibilidad de emprender otro viaje de al menos un año, para que la separación sea ininterrumpida, y se produzca un alejamiento, durante todo ese período. Tal posibilidad ha puesto muy triste a Tesoro y, por tanto, también a madre y a mí.

Clennam comentó que comprendía muy bien la situación.

—¡Bueno! —añadió el señor Meagles, como pidiendo una disculpa—. Admito, al ser un hombre práctico, y estoy seguro de que madre también lo admitiría en tanto que mujer práctica, que en las familias solemos exagerar nuestros problemas y hacer montañas de granos de arena, de un modo que puede poner a prueba la paciencia de un observador externo, de los meros desconocidos, Clennam. Pero la felicidad o la infelicidad de Tesoro es para nosotros una cuestión de vida o muerte, y espero que se nos excuse por la gran importancia que concedemos a este punto. En cualquier caso, Tattycoram lo podría haber comprendido, ¿no le parece?

—Desde luego —confirmó Arthur, dando un beneplácito muy entusiasta a esa expectativa tan modesta.

—Pues no, señor —contestó Meagles, negando con la cabeza y con gesto compungido—. Ella no lo soportaba. La irritación y el empecinamiento de esa joven, las denodadas luchas que se libraban en su interior, llegaban a tales extremos que, cada vez que la veía, no dejaba de decirle: «¡Veinticinco, Tattycoram, veinticinco!». Lamento enormemente que no haya estado contando hasta veinticinco día y noche: en ese caso, nada habría pasado.

El señor Meagles, con una pena en el semblante que expresaba la bondad de su corazón más acertadamente que los momentos de animación y alegría, se pasó la mano por toda la cara, de la frente al mentón, y volvió a negar con la cabeza.

—Le dije a madre lo siguiente, aunque no era necesario, pues ella se habría dado cuenta sola: querida, somos personas prácticas y conocemos su historia; en esta desgraciada muchacha vemos un reflejo de las batallas que se libraban en el corazón de su madre antes de que la pobre criatura viniera al mundo; seremos comprensivos con ella, nos olvidaremos de su mal genio; aprovecharemos otro momento en que esté de mejor humor. Así que nos callamos. Aunque no dependía de nosotros; parece que estaba escrito: una noche se marchó en un arrebato de furia.

—¿Cómo y por qué?

—Si quiere saber por qué —dijo el señor Meagles algo inquieto, pues estaba mucho más interesado en excusar el comportamiento de Tattycoram que el de la familia—, sólo le puedo remitir a las palabras que acabo de decirle, casi exactamente iguales que las que he dicho a madre. En cuanto al cómo, habíamos dado las buenas noches a Tesoro delante de Tattycoram (de forma muy cariñosa, debo reconocer), y ésta la había acompañado al piso de arriba; no olvide que era su doncella. Cabe la posibilidad de que Tesoro, que estaba disgustada, la tratara con menos consideración de la habitual al requerir sus servicios, pero no estoy seguro de que sea justo afirmar tal cosa, porque siempre ha sido muy amable y considerada con ella.

—La dama más amable del mundo.

—Gracias, Clennam —dijo el señor Meagles, estrechándole la mano—; usted las ha visto juntas con frecuencia. ¡Bueno! Pues a continuación oímos que la desventurada Tattycoram gritaba con rabia; antes de que pudiéramos preguntar qué sucedía, Tesoro volvió temblando y nos dijo que le daba miedo estar con ella. En seguida apareció Tattycoram, presa de un violento ataque de cólera. «Os odio a los tres —nos espetó dando un pisotón—. Siento por toda esta casa un odio incontenible».

—¿Y qué hizo usted?

—¿Yo? —repitió el visitante con una sinceridad que habría convencido a la mismísima señora Gowan—. Le dije: «Cuenta hasta veinticinco, Tattycoram».

Y volvió a pasarse la mano por la cara y a negar con la cabeza en un gesto de profunda tristeza.

—Clennam, estaba tan acostumbrada a contar que incluso en ese momento, en medio de ese violentísimo arrebato, se detuvo en seco, me miró a la cara y llegó al ocho (yo conté con ella). Pero no pudo seguir controlándose. En ese momento se vino abajo y mandó a los otros diecisiete a tomar viento fresco. Entonces nos lo soltó todo. Nos detestaba, era desgraciada con nosotros, no soportaba la situación, no estaba dispuesta a soportarla, había tomado la firme decisión de marcharse. Era más joven que su joven señora, ¿y tenía que aguantar que sólo se considerase joven e interesante a Tesoro, que sólo a ella se la quisiera y se la valorara? No. ¡No lo iba a permitir, no lo iba a permitir! ¿En qué creíamos que se habría convertido si a ella la hubieran mimado y cuidado en la infancia, como a su joven señora? ¿En alguien tan bueno como ella? ¡Ja! Seguramente cincuenta veces mejor. Cuando fingíamos querernos tanto, a ella la denigrábamos, eso era lo que hacíamos: la denigrábamos y la cubríamos de vergüenza. Todos en nuestra casa hacían lo mismo. Hablaban de sus padres y sus madres, de sus hermanos y hermanas; les gustaba restregárselos por la cara. Por ejemplo, a la señora Tickit, ayer mismo, acompañada por el nietecito, le había hecho gracia que el niño intentase llamar a Tattycoram, con ese espantoso nombre que le habíamos puesto: el niño se había reído del nombre. Cómo no iban a reírse todos: ¿quién nos creíamos que éramos para tener el derecho de llamarla como si fuera un perro o un gato? Pero le daba igual; ya no iba a aceptar nuestra protección, nos iba a devolver el nombre y se iba a marchar. Se iba a ir de nuestro lado en ese mismo momento, no debíamos detenerla, y nunca volveríamos a saber nada de ella.

El señor Meagles había repetido todo aquello metiéndose tanto en la piel del original que casi estaba acalorado y con el rostro enrojecido, como había contado que estaba ella.

—¡Bueno! —añadió, enjugándose el rostro—. En ese momento era inútil tratar de razonar con esa criatura jadeante y empecinada (a saber cómo debió ser la vida de su madre), así que le dije en voz baja que no debía salir tan tarde, le di la mano, la acompañé a su habitación y cerré la puerta de la calle. Pero esta mañana se había marchado.

—¿Y no ha tenido más noticias de ella?

—No —contestó el señor Meagles—. Llevo todo el día buscándola. Ha debido de irse muy temprano y muy silenciosamente. No he encontrado ni rastro de ella en las inmediaciones.

—¡Espere! —exclamó Clennam tras un instante de reflexión—. Supongo que quiere verla, ¿verdad?

—Desde luego; quiero darle otra oportunidad; madre y Tesoro también quieren darle otra oportunidad. ¡Incluso usted —añadió, como si quisiera convencerlo, como si no fuera él quien tuviera motivos para estar enfadado— quiere dar a la pobre muchacha, tan empecinada, otra oportunidad, lo sé!

—Desde luego, sería muy extraño y cruel no dársela —convino Clennam—, cuando todos se muestran tan dispuestos a perdonarla. Lo que iba a preguntarle es si ha pensado en la señorita Wade.

—Sí. No me acordé de ella hasta después de recorrer todo el vecindario, y no sé qué habría hecho a continuación si, a mi vuelta, no me hubiera encontrado con madre y Tesoro. Ellas estaban convencidas de que se había ido a casa de la señorita Wade. Entonces me acordé de lo que ella había dicho en aquella cena, la primera a la que vino usted.

—¿Tiene alguna idea de dónde vive esa señorita?

—Si le digo la verdad, si he venido a verle a usted es porque sí tengo una idea, aunque bastante imprecisa. En casa todos compartimos una de esas curiosas impresiones que, misteriosamente, a veces se difunden por los hogares sin que nadie la haya transmitido claramente; una impresión que todos parecen haber oído a alguien y después comunicado a los demás. Es decir, que la señorita Wade vive, o vivía, por aquí.

El señor Meagles le tendió un papel en el que aparecía el nombre de una calle secundaria y anodina del barrio de Grosvenor, cerca de Park Lane.

—No está el número —comentó Arthur al echarle un vistazo.

—¿Que no hay número, querido Clennam? —repitió su amigo—. ¡No hay nada! Hasta el nombre de la calle puede ser inexacto, porque, como ya le he dicho, en mi casa nadie sabe de dónde lo hemos sacado. Pero merece la pena tirar del hilo y, como prefiero hacerlo acompañado antes que solo, y usted también fue compañero de viaje de esa mujer impasible, he pensado que podría…

Clennam acabó la frase por él volviendo a coger el sombrero y anunciando que estaba listo.

Ya era verano; y la tarde, calurosa, gris, polvorienta. Fueron en coche hasta el final de Oxford Street, donde se bajaron; se internaron en las avenidas imponentes y tristes y en las callecitas que, intentando ser igual de imponentes, sólo consiguen ser más tristes, y que forman un laberinto en torno a Park Lane. En las esquinas, casas en estado salvaje, con pórticos y adornos anticuados, bárbaros, espantos creados por personas nada cabales en una época nada cabal que todavía exigían la ciega admiración de las generaciones posteriores, a la que no pensaban renunciar hasta que se desmoronaran, contemplaban el crepúsculo con el ceño fruncido. Edificios de viviendas, pequeños y parasitarios, con la estructura completamente apuntalada, desde la enana puerta de entrada, que imitaba la gigante de alguna eminencia de la plaza, hasta la angosta ventana del tocador con vistas a los estercoleros de las caballerizas, daban a la tarde un aire lúgubre. Residencias destartaladas e indudablemente a la moda, pero capaces de albergar con holgura sólo un olor nauseabundo, parecían el último fruto de las relaciones endogámicas entre las grandes mansiones: los pequeños arcos y los balconcitos de adorno se sostenían en finas columnas de hierro y se apoyaban escrofulosamente en unas muletas. En algunos lugares un escudo de armas, que recogía toda la ciencia de la heráldica, se cernía sobre la calle como un arzobispo que pronunciara un sermón sobre la vanidad. Las escasas tiendas manifestaban una discreción absoluta, pues no concedían ningún valor a la opinión pública. El pastelero sabía llevar bien sus cuentas, pues se conformaba con colocar en el escaparate algunos cilindros de cristal con pastillas de menta para damas ancianas y seis especímenes añejos de jalea de grosella. Unas pocas naranjas constituían toda la concesión que el verdulero hacía a los gustos vulgares. En una única cesta llena de musgo, donde antes había huevos de chorlito, estaba cuanto el pollero tenía que decirle al populacho. Daba la impresión de que en esas calles todo el mundo había salido a cenar (como siempre sucede a esa hora y en esa temporada), pero también daba la impresión de que nadie invitaba a esas cenas a las que todos acudían. En los escalones de entrada holgazaneaban unos lacayos de plumaje multicolor y cabeza blanca, como una raza extinguida de pájaros monstruosos, y también había mayordomos, hombres solitarios de porte huraño que parecían desconfiar de los otros mayordomos. Ese día ya había cesado el tráfico de carruajes en la avenida de Park Lane; las farolas se estaban encendiendo; unos perversos mozos de cuadra vestidos con ropa apretadísima pululaban en parejas a paso retorcido, como sus pensamientos, mascando paja y contándose secretos y engaños. Los perros con manchas que acompañaban a los carruajes, tan asociados a equipajes espléndidos que parecían hacerle un favor a alguien si no salían con ellos, seguían a los sirvientes que iban de un lado a otro haciendo los recados. Había algunas tabernas que no necesitaban el apoyo del público para su sustento, y donde los caballeros sin librea no eran muy requeridos.

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