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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico

La pequeña Dorrit (56 page)

BOOK: La pequeña Dorrit
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—¿Yo,
madame
?

—Y esta tarde espantosa, y… todo —añadió ella—. ¡Mire! El viento ha cerrado la puerta de golpe y no puedo entrar.

—¡Vaya! —comentó el caballero, tomándose la situación con gran tranquilidad—. ¿Conque ésas tenemos? ¿Hay alguien por aquí que responda al apellido de Clennam?

—¡Que Dios me asista, sí, sí! —exclamó Affery, en quien la pregunta produjo otro desaforado retorcimiento de manos.

—¿Y dónde está?

—¿Dónde? —gimió Affery, impelida a mirar de nuevo por la cerradura—. ¿Dónde va a estar si no es en esta casa? Y se ha quedado sola en su habitación, y no puede utilizar los brazos ni las piernas ni levantarse para sacarnos del apuro; y el otro listo se ha ido, ¡que el Señor me perdone! —añadió, ejecutando un baile desquiciado, inducido por ese cúmulo de consideraciones—. ¡Voy a perder la razón!

Más interesado, ahora que también se veía afectado, el caballero dio un paso atrás para echar un vistazo a la casa; su mirada no tardó en detenerse en la ventana larga y estrecha de la salita cercana a la puerta del salón.

—¿Dónde se encuentra la dama que no puede servirse ni de los brazos ni de las piernas,
madame
? —inquirió con una sonrisa muy particular a la que Affery tuvo forzosamente que prestar atención.

—¡Ahí arriba! Detrás de esas dos ventanas.

—¡Vaya! No soy un alfeñique, pero no podría tener el honor de presentarme en esa habitación sin la ayuda de una escalera. Veamos,
madame
, francamente (la franqueza forma parte de mi carácter), ¿quiere que le abra la puerta?

—Sí, señor, se lo ruego, sea usted tan amable y hágalo en seguida —imploró Affery—, porque a lo mejor la señora me está llamando ahora mismo, o quizá ha provocado un incendio y está a punto de morir quemada, quién sabe lo que le estará pasando, ¡me vuelvo loca sólo de pensarlo!

—¡Tranquila, buena mujer! —El desconocido frenó la impaciencia de Affery con una mano blanca y de piel suave—. Supongo que las tiendas ya han cerrado por hoy, ¿verdad?

—¡Sí, sí, sí! —respondió ella—. Hace mucho.

—En ese caso, le voy a hacer una propuesta ecuánime. La ecuanimidad forma parte de mi carácter. Acabo de bajar del paquebote, como puede usted ver. —Le mostró la capa mojada y el agua que rezumaban las botas; ella ya se había fijado en su cabello despeinado y su piel macilenta, como si regresara de un arduo viaje; tenía tanto frío que los dientes le castañeteaban sin que pudiera evitarlo—. Acabo de bajar del paquebote,
madame
, y el tiempo nos ha retrasado. ¡Qué clima tan infernal! Por tanto, un recado necesario del que de otro modo habría podido encargarme en horario comercial (necesario porque se trata de una cuestión de dinero) ha tenido que posponerse. Si usted me trae a alguna persona autorizada del vecindario que pueda encargarse de él, a cambio de que yo le abra la puerta, se la abro. Si este acuerdo le parece cuestionable, yo…

Y, con la misma sonrisa, esbozó un movimiento para indicar que se marcharía.

Affery, más que dispuesta a aceptar el pacto propuesto, dio su pleno consentimiento. El caballero le pidió inmediatamente que le hiciera el favor de sostenerle la capa; tomó carrerilla, se acercó a la ventana estrecha, saltó al alféizar, trepó agarrándose a los ladrillos y, en un abrir y cerrar de ojos, había alcanzado la ventana de guillotina y la había abierto. El forastero tenía una mirada tan siniestra cuando metió la pierna en la habitación y miró a Affery que ésta pensó, con un escalofrío repentino, que, si subía directamente al piso superior y asesinaba a la inválida, no podría impedirlo.

Afortunadamente, el viajero no albergaba tales intenciones, pues en seguida reapareció en el portal.

—Ahora, querida señora —dijo mientras cogía la capa y se la ponía—, si tiene usted la bondad de… ¡qué demonios es eso!

Era el más extraño de los ruidos, claramente muy próximo por la conmoción peculiar que había transmitido al aire, pero también tenue, como si viniera de muy lejos. Un temblor, un rumor y la caída de un material liviano y seco.

—¿Qué diablos ha sido eso?

—No lo sé, señor, pero es algo que he oído muchas veces —dijo Affery, que le había agarrado el brazo.

No debía de ser un hombre muy valiente, llegó a pensar ella, asustada y sobrecogida en su estado de ensoñación, porque los labios temblorosos se le habían puesto blancos. Después de aguzar el oído unos instantes, el caballero restó importancia al incidente.

—¡Bah! ¡No ha sido nada! Ahora, querida señora, creo que me ha hablado usted de una persona muy lista. ¿Sería tan amable de presentarme a ese genio?

Sujetaba la puerta con la mano, como dispuesto a dejarla otra vez en la calle si no cumplía su promesa.

—Pero no cuente lo que me ha pasado con la puerta —suplicó Affery en un susurro.

—No diré ni una palabra.

—Y no se mueva de aquí, ni responda si ella llama, mientras me acerco a la esquina.

—Soy una estatua,
madame
.

Tenía tanto miedo de que el hombre subiera sigilosamente al piso de arriba en cuanto ella se diera la vuelta que, en cuanto estuvo fuera del alcance de su vista, volvió a la verja para espiarlo. Al ver que seguía en el umbral, que estaba más fuera que dentro de la casa, como si no le gustara especialmente la oscuridad ni tuviera ganas de atisbar en sus misterios, se acercó a paso rápido a la calle de al lado y pidió que avisaran en la taberna al señor Flintwinch, quien salió de inmediato. Los dos regresaron juntos —la dama primero, y él a paso enérgico detrás, animado por la esperanza de zarandearla antes de entrar en la casa— y vieron al caballero que no se había movido de la oscuridad, mientras la potente voz de la señora Clennam, exclamaba desde su habitación:

—¿Quién ha venido? ¿Qué pasa? ¿Por qué no responde nadie? Pero ¿quién está ahí abajo?

Capítulo XXX

Palabra de caballero

Cuando, ya anocheciendo, el señor y la señora Flintwinch llegaron jadeando al portal de la vieja casa, Jeremiah un segundo antes, el desconocido dio un paso atrás.

—¡Por todos los diablos! —exclamó—. ¿Cómo ha llegado usted aquí?

El señor Flintwinch, a quien iban dirigidas estas palabras, reaccionó ante el desconocido con la misma perplejidad. Lo miró con un silencioso gesto de estupor y luego echó un vistazo a su espalda, como si esperara encontrarse ahí a alguien cuya presencia no había advertido; volvió a mirar al desconocido, sin decir nada y sin saber qué esperar; dirigió la vista a su mujer para que se lo explicara y, como ésta no lo hizo, se abalanzó sobre ella y la zarandeó con tanta fuerza que le tiró la cofia, mientras le decía entre dientes en un sombrío tono de burla:

—¡Affery, mujer, vamos a tener que darte una buena! ¿Se trata de una de tus bromas? Has estado soñando otra vez. ¿Con qué has soñado? ¿Quién es este hombre? ¿Qué significa esto? ¡Habla o te estrangulo! No te dejo otra elección.

Suponiendo que Affery tuviera capacidad de elección en ese momento, no cabe duda de que escogió el estrangulamiento, pues no dijo ni una sílaba en respuesta a la orden: mientras su cabeza descubierta oscilaba violentamente, se resignó al castigo. Sin embargo, el desconocido le recogió la cofia con un ademán galante y se interpuso entre los dos cónyuges.

—Permítame —dijo el viajero mientras le ponía la mano en el hombro a Jeremiah, que se detuvo y soltó a su víctima—. Gracias. Perdón. Estos juegos me indican que son ustedes marido y mujer. ¡Je, je! Siempre es agradable ver que un matrimonio se sigue divirtiendo. ¡Una cosa! Me parece que alguien, en la oscuridad del piso de arriba, manifiesta una enérgica curiosidad por conocer lo que aquí sucede.

Esta referencia a la señora Clennam llevó al señor Flintwinch a entrar en el vestíbulo y decirle desde la parte baja de las escaleras:

—¡No pasa nada, ya he llegado, Affery le subirá en seguida la lámpara! —Luego le dijo a su mujer, muy nerviosa, que se estaba poniendo la cofia—: ¡Arréglate y sube! —A continuación miró al desconocido y añadió—: ¿Y usted, señor, me puede decir qué quiere?

—Me temo —respondió éste— que debo pedirle que traiga una vela, si no es molestia.

—Tiene usted razón —dijo Jeremiah—. Eso iba a hacer. Por favor, no se mueva mientras voy a buscarla.

El visitante se quedó en la puerta, pero introdujo una pequeña parte del cuerpo en la oscuridad de la casa mientras el señor Flintwinch, sin quitarle ojo de encima, entraba en una pequeña habitación y buscaba a tientas una caja de fósforos. La encontró, pero estaba mojada o inutilizada por otro motivo, pues encendió varias cerillas que prendieron lo suficiente para iluminar con un débil resplandor su rostro inquieto y reflejar en sus manos unas pálidas motas de luz, pero no para encender la vela. El desconocido aprovechó los destellos que alumbraron el semblante de Jeremiah y lo miró con gran atención y asombro. Cuando al fin prendió la vela, Jeremiah se dio cuenta de que lo había estado estudiando por el rastro de una profunda observación que aún se traslucía en su rostro, y que se transformó en la dudosa sonrisa que constituía uno de los elementos principales de su expresión.

—Tenga usted la bondad —dijo Jeremiah, cerrando la puerta y sometiendo a su vez al visitante sonriente a un examen muy exhaustivo— de entrar en mi negocio. ¡Le digo que no pasa nada! —le gritó malhumorado a la voz del piso superior, que seguía protestando pese a que Affery, ya con ella, le hablaba, y trataba de tranquilizarla—. ¿No le he dicho que no pasa nada? ¡No le pregunte a Affery, que tiene la cabeza llena de pájaros!

—¿Una mujer miedosa? —preguntó el desconocido.

—¿Miedosa? —repitió el señor Flintwinch, volviendo la cabeza mientras entraba con la vela—. Es más valiente que noventa de cada cien hombres, se lo aseguro.

—¿Aunque sea una inválida?

—Lo es desde hace muchos años. Es la señora Clennam. La única persona que queda en el negocio con este apellido. Mi socia.

Con unas palabras de disculpa, pues a esas horas de la noche no solían recibir visitas y ya habían cerrado, el señor Flintwinch cruzó el vestíbulo y condujo al hombre a su oficina, que presentaba un aspecto suficientemente comercial. Encendió la lámpara de la mesa y le dijo con el más sardónico de sus tonos:

—A sus órdenes.

—Me llamo Blandois.

—Blandois. No me suena —señaló Jeremiah.

—He pensado que quizá le habían avisado de París… —añadió el forastero.

—De París no nos han dicho nada de un tal Blandois —dijo Jeremiah.

—¿No?

—No.

Flintwinch adoptó su actitud favorita. El sonriente señor Blandois se abrió la capa para llevarse la mano a un bolsillo delantero, pero, con una chispa en los ojos brillantes, que a Jeremiah le pareció de pronto que estaban demasiado juntos, se detuvo para decir:

—¡Se parece usted muchísimo a un amigo mío! No tanto como creí al principio, cuando por un instante, en la luz del ocaso, lo confundí con él, por lo que debería usted disculparme. La voluntad de reconocer mis errores forma parte de la franqueza de mi carácter, o eso espero, pero el parecido entre ustedes dos es extraordinario.

—No me diga —respondió Jeremiah con malicia—. Pues no he recibido ninguna carta en que me avisaran de que iba a venir un tal Blandois.

—Eso no tiene importancia —afirmó el desconocido.

—¿Cómo que no la tiene?

El señor Blandois, sin desanimarse por esta omisión por parte de los corresponsales de Clennam y Compañía, se sacó una cartera del bolsillo, extrajo de ella una carta y se la tendió al señor Flintwinch.

—No me cabe duda de que reconoce usted la letra. Cabe la posibilidad que la carta hable por sí misma y no me vea obligado a explicarla. Usted es un juez mucho más competente en esos asuntos que yo. Desgraciadamente, soy más lo que se suele denominar (arbitrariamente) un caballero que un hombre de negocios.

El señor Flintwinch cogió la carta y leyó, bajo el encabezamiento situado en París: «Le rogamos que preste los servicios requeridos y todas las atenciones posibles al señor Blandois, muy apreciado representante de nuestra empresa. Le rogamos también que conceda al señor Blandois un préstamo de unas cincuenta libras esterlinas».

—Muy bien, señor —dijo Flintwinch—. Tome asiento. Mientras esté a nuestro alcance, pues nuestro negocio funciona de forma discreta, estable, a la antigua usanza, nos complacerá ayudarlo en todo lo que podamos. Veo, por la fecha, que no teníamos manera de recibir el aviso de su llegada. Seguramente ha venido usted en el mismo barco en el que han llegado las cartas, con retraso.

—No me sorprende que las cartas se hayan retrasado —respondió el señor Blandois, pasándose la mano blanca por la nariz aguileña—; los trastornos de mi cabeza y mi estómago son prueba de ello, pues el clima, espantoso e insoportable, me los ha destrozado. Me ve usted en el lamentable estado en que he bajado del paquebote hace media hora. Tendría que haber llegado horas antes, y entonces no tendría que disculparme, permítame usted que me disculpe, por haberme presentado de modo tan poco formal, y asustando… no, es cierto, ha dicho usted que la señora no se asustaba, permítame que me disculpe de nuevo… a la estimadísima señora Clennam en su habitación de inválida del piso superior.

La jactancia y cierto aire de legítima superioridad consiguen tantas cosas que el señor Flintwinch ya había empezado a considerar todo un caballero a aquel personaje. Aunque no por eso se mostró menos reticente. Se frotó el mentón y le preguntó qué podía hacer por él esa noche, cuando los negocios estaban ya cerrados.

—¡Veamos! —respondió el caballero, sacudiendo los hombros tapados por la capa—. Tengo que cambiarme, comer y beber, y hospedarme en algún sitio. Tenga la bondad de indicarme dónde puedo hacerlo hasta mañana, sin olvidar que soy un forastero; no tenga en cuenta el precio. Cuanto más cerca se encuentre mi alojamiento, mejor. Incluso al lado.

El señor Flintwinch empezó a decir lentamente:

—Para un caballero de sus costumbres no hay ningún hotel en las proximidades…

Pero el señor Blandois lo interrumpió:

—¡Querido señor, olvídese de mis costumbres! —exclamó, chasqueando los dedos—. Un ciudadano del mundo no tiene costumbres. ¡Desde luego que soy, con toda modestia, un caballero! Eso no lo niego, pero no tengo prejuicios ni soy quisquilloso. Una habitación limpia, un plato caliente para cenar y una botella de vino que no sea veneno del todo son lo único que necesito esta noche. Pero sin verme obligado a moverme ni un centímetro más de lo necesario para conseguirlos.

BOOK: La pequeña Dorrit
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