La peste (17 page)

Read La peste Online

Authors: Albert Camus

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: La peste
3.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando Rambert salió, González iba bajando ya las escaleras y se dirigía a la ciudad.

—Creí que te habías ido —dijo González—. Era natural.

Le explicó que había estado esperando a sus amigos en otro sitio donde les habían dado cita, no lejos de allí, a las ocho menos diez. Pero los había esperado veinte minutos en vano.

—Debe haber algún impedimento, es seguro. No siempre se está tranquilo en el trabajo que nosotros hacemos.

Le propuso otra cita para el día siguiente a la misma hora, delante del monumento a los muertos. Rambert suspiró y se echó el sombrero hacia atrás.

—Esto no es nada —concluyó González riendo—. Piensa un poco en todas las combinaciones y los pases que hay que hacer antes de marcar un tanto.

—Sin duda —dijo Rambert—, pero el partido no dura más que hora y media.

El monumento a los muertos de Oran se encuentra en el único lugar desde donde se puede ver el mar, una especie de paseo que durante un corto trecho bordea los acantilados que dominan el puerto. Al día siguiente, Rambert, anticipado en la cita, leía con atención la lista de los muertos en el campo del honor. Minutos después, dos hombres se acercaron, lo miraron con indiferencia, después fueron a acodarse en el parapeto y parecieron enteramente absorbidos por la contemplación de los muelles vacíos y desiertos. Los dos eran de la misma estatura, los dos iban vestidos con un pantalón azul y una camiseta marinera de mangas cortas. El periodista se alejó un poco, después se sentó en un banco y estuvo mirándolos a su gusto. Vio entonces que no tendrían más de veinte años. En ese momento llegó González excusándose.

"Ahí están nuestros amigos", dijo y lo llevó hacia los dos jóvenes que le presentó con los nombres de Marcel y Louis. Se parecían mucho de cara y Rambert pensó que serían hermanos.

—Bueno —dijo González—. Ya se han conocido. Ahora hay que arreglar el asunto.

Marcel o Louis dijo entonces que su turno de guardia comenzaba dos días después y duraba una semana y que había que señalar el día más cómodo. Montaban la guardia entre cuatro en la puerta del oeste y los otros dos eran militares de carrera. No había por qué meterlos en el asunto. En primer lugar, no eran seguros, y además, eso aumentaría los gastos. Pero a veces sucedía que los dos colegas iban a pasar una parte de la noche en la trastienda de un bar que conocían. Marcel o Louis proponía a Rambert instalarse en su casa cerca de las puertas y esperar a que fuesen a buscarlo. El paso, entonces, sería fácil. Pero había que darse prisa porque ya se hablaba de instalar puestos dobles en el exterior de la ciudad.

Rambert aprobó y les ofreció algunos de sus últimos cigarrillos. El que todavía no había hablado preguntó entonces a González si la cuestión de los gastos estaba arreglada y si podían recibir un adelanto.

—No —dijo González—, no hay que preocuparse, es un camarada. Los gastos se ajustarán a su partida.

Convinieron una nueva cita. González propuso otro almuerzo en el restaurante español, al día siguiente. Desde allí podrían ir a la casa de los guardias.

—La primera noche —dijo González—, iré a hacerte compañía.

Al día siguiente Rambert, al subir a su cuarto, se cruzó con Tarrou en la escalera del hotel.

—Voy a buscar a Rieux —le dijo este último—. ¿Quiere usted venir?

—Nunca estoy seguro de no molestarle —dijo Rambert después de un momento de duda.

—No lo creo: siempre me habla mucho de usted.

El periodista reflexionó:

—Escúcheme —dijo—. Si tienen ustedes un momento después de comer, aunque sea tarde, vengan al bar del hotel los dos.

—Eso dependerá de él y de la peste.

A las once de la noche, sin embargo, Rieux y Tarrou entraron en el bar pequeño y estrecho. Una treintena de personas se codeaban y hablaban a gritos. Venidos del silencio de la ciudad apestada, los dos recién llegados se detuvieron un poco aturdidos. Comprendieron aquella agitación cuando vieron que servían alcoholes todavía. Rambert estaba en un extremo y les hacía señas desde lo alto de su taburete. Se acercaron. Tarrou empujó con tranquilidad a un vecino ruidoso.

—¿No le asusta a usted el alcohol?

—No —dijo Tarrou—, al contrario.

Rieux aspiró el olor a hierbas amargas de su vaso. Era difícil hablar en aquel tumulto, pero Rambert parecía ocupado sobre todo en beber. El doctor no podía darse enteramente cuenta de si estaba borracho. En una de las mesas que ocupaban el resto del local, un oficial de marina, con una mujer en cada brazo, contaba a un grueso interlocutor una epidemia de tifus en El Cairo. "Campos —decía—, habían hecho campos para los indígenas con tiendas para los enfermos y todo alrededor un cordón de centinelas que tiraba sobre las familias cuando intentaban llevarles, a escondidas, medicinas de curanderas. Era muy duro, pero era justo." En la otra mesa, ocupada por jóvenes elegantes, la conversación era incomprensible y se perdía entre los compases de
Saint James Infirmary
que vertía un altavoz puesto junto al techo.

—¿Está usted contento? —preguntó Rieux, levantando la voz.

—Se aproxima —dijo Rambert—. Es posible que en esta semana.

—¡Qué lástima! —exclamó Tarrou.

—¿Por qué?

Tarrou miró a Rieux.

—¡Oh! —dijo éste—, Tarrou lo ha dicho porque piensa que usted podría sernos útil aquí. Pero yo comprendo bien su deseo de marcharse.

Tarrou ofreció otra ronda. Rambert bajó de su taburete y le miró a la cara por primera vez.

—¿En qué podría serles útil?

—Pues —dijo Tarrou, alargando la mano a su vaso, sin apresurarse—, en nuestros equipos sanitarios.

Rambert volvió a tomar aquel aire de reflexión obstinada que le era habitual y volvió a subirse al taburete.

—¿No le parecen a usted útiles esos equipos? —dijo Tarrou, que acababa de beber y miraba a Rambert atentamente.

—Muy útiles —dijo Rambert, y bebió él también.

Rieux observó que le temblaba la mano y pensó que decididamente estaba borracho.

Al día siguiente, cuando Rambert entró por segunda vez en el restaurante español, pasó por entre un pequeño grupo de hombres que habían dejado las sillas delante de la puerta y gozaban de la tarde verde y oro donde el calor iba apagándose. Fumaba un tabaco de olor acre. Dentro, el restaurante estaba casi desierto. Rambert fue a sentarse a la mesa del fondo, donde había estado con González la primera vez. Dijo a la camarera que estaba esperando. Eran las seis y media. Poco a poco los hombres fueron entrando e instalándose. Empezaron a servir y la bóveda de baja altura se llenó de ruido de cubiertos y de conversaciones sordas. A las ocho Rambert estaba todavía esperando. Encendieron la luz. Nuevos clientes llegaron a sus mesas. Pidió la comida. A las ocho y treinta había terminado, sin haber visto a González ni a los muchachos. Se puso a fumar. La sala estaba vaciándose. Fuera, la noche caía rápidamente. Un soplo tibio que venía del mar agitaba con suavidad las cortinas de la ventana. Cuando fueron las nueve Rambert se dio cuenta de que la sala estaba vacía y de que la camarera lo miraba extrañada. Pagó y se fue. Enfrente del restaurante había un café abierto. Rambert se sentó al mostrador vigilando la entrada del restaurante. A las nueve y treinta se fue para su hotel, buscando en vano el medio de encontrar a González, pues no tenía la dirección, con el corazón agobiado por la idea de todas las gestiones que había que recomenzar.

Fue en ese momento, en la oscuridad atravesada de ambulancias fugitivas, cuando se dio cuenta de que quería contarle al doctor Rieux cómo durante todo este tiempo había en cierto modo olvidado a su mujer para entregarse enteramente a buscar una brecha en el muro que lo separaba de ella. Pero fue también en ese momento cuando, al comprobar que todas las vías estaban cerradas, volvió a encontrarla en el centro de su deseo y con una explosión de dolor tan súbita que echó a correr hacia su hotel, huyendo de aquel terrible ardor que llevaba dentro, devorándole las sienes.

Al día siguiente, temprano, fue a ver a Rieux para preguntarle cómo podría encontrar a Cottard.

—Lo único que me queda —le dijo—, es volver a ponerme en la fila.

—Venga usted mañana por la tarde —dijo Rieux—. Tarrou me ha pedido que invite a Cottard, no sé para qué. Llegará a las diez: venga usted a las diez y media.

Cuando Cottard llegó a la casa del doctor, al día siguiente, Tarrou y Rieux hablaban de una curación inesperada que había habido en el distrito que este último atendía.

—Uno entre diez. Ha tenido suerte —decía Tarrou.

—¡Oh! Bueno —dijo Cottard—, no sería la peste.

Le aseguraron que se trataba exactamente de esa enfermedad.

—Esto es imposible, puesto que se ha curado. Ustedes lo saben tan bien como yo: la peste no perdona.

—En general, no —dijo Rieux—; pero con un poco de obstinación puede uno tener sorpresas.

Cottard se reía.

—No parece. ¿Ha oído usted las cifras de esta tarde?

Tarrou, que lo estaba mirando con benevolencia, dijo que él conocía las cifras y que la situación era grave, pero esto, ¿qué podía probar? Lo único que probaba era que había que tomar medidas más excepcionales.

—¡Oh! Ya las han tomado ustedes.

—Sí, pero hace falta que cada uno las tome por su cuenta.

Cottard miró a Tarrou sin comprender. Éste dijo que había demasiados hombres que seguían inactivos, que la epidemia interesaba a todos y que cada uno debía cumplir con su deber. Cualquiera podía ingresar en los equipos de voluntarios.

—Es una buena idea —dijo Cottard—, pero no serviría para nada. La peste es demasiado fuerte.

—Eso lo sabremos —dijo Tarrou, con tono paciente— cuando lo hayamos intentado todo.

Durante este tiempo, Rieux, sentado a su mesa, copiaba fichas.

Tarrou miraba a Cottard, que se agitaba en su silla.

—¿Por qué no viene usted con nosotros, señor Cottard?

Éste se levantó como ofendido y cogió su sombrero.

Después, con aire de bravata:

—Además, yo, por mi parte, me encuentro muy bien en la peste y no veo la razón para meterme a hacerla terminar.

Tarrou se dio un golpe en la frente como si se sintiese iluminado por una verdad repentina.

—¡Ah!, es verdad, se me olvida que si no fuera por esta situación a usted lo detendrían.

Cottard
se
estremeció y se agarró a la silla como si fuera a caerse. Rieux había dejado de escribir y lo miraba con seriedad e interés.

—¿Quién se lo ha dicho? —gritó Cottard.

Tarrou pareció sorprendido y dijo:

—Pues usted; o por lo menos, eso es lo que el doctor y yo hemos creído comprender.

Y como Cottard, arrebatado de pronto por una cólera demasiado fuerte para él, tartamudeó palabras incomprensibles:

—No se altere —le dijo Tarrou—. Ni el doctor ni yo vamos a denunciarlo. Su asunto no nos interesa. Y además, la policía, todo eso es cosa que no nos gusta. Vamos; siéntese usted.

Cottard miró su silla y después de un momento de duda se sentó. Al cabo de un rato dio un suspiro.

—Es una vieja historia —empezó diciendo— que ahora han vuelto a sacar. Yo creía que eso se había dado al olvido. Pero ha habido alguno que ha hablado. Me llamaron y me dijeron que estuviese a disposición de la justicia hasta el final de las indagaciones. Entonces comprendí que acabarían por detenerme.

—¿Es grave? —preguntó Tarrou.

—Depende de lo que llame usted grave. En todo caso no es un asesinato.

—¿Cárcel o trabajos forzados?

Cottard parecía muy abatido.

—Cárcel, si tengo suerte…

Pero después de un momento añadió con vehemencia:

—Fue un error. Todo el mundo comete errores. Y no puedo soportar la idea de que me lleven por eso, de que me separen de mi casa, de mis costumbres, de todo lo mío.

—¡Ah! —preguntó Tarrou—. ¿Fue por error por lo que se le ocurrió colgarse?

—Sí, una tontería, ya lo sé.

Rieux intervino y dijo a Cottard que comprendía su inquietud pero que probablemente todo se arreglaría.

—¡Oh!, por el momento ya sé que no tengo nada que temer.

—Ya veo —dijo Tarrou— que no entrará usted en nuestros equipos.

Él, que daba vueltas al sombrero entre las manos, lanzó a Tarrou una mirada indecisa:

—No deben quererme mal por eso.

—Claro que no. Pero procure usted, por lo menos —dijo Tarrou—, no propagar voluntariamente el microbio.

Cottard protestó y dijo que él no había deseado la peste, que la peste había venido porque sí, y que no era culpa suya si le servía para solucionar sus conflictos por el momento.

Cuando Rambert llegaba a la puerta, Cottard añadía con voz enérgica:

—Por lo demás, mi idea es que no conseguirán ustedes nada.

Cottard también ignoraba la dirección de González, pero dijo que podían volver al café del primer día. Quedaron citados para el día siguiente. Rieux dijo que no dejasen de informarle de la marcha del asunto y Rambert los invitó, a él y a Tarrou, para fines de la semana a cualquier hora de la noche, en su cuarto.

Por la mañana, Cottard y Rambert fueron al café y dejaron un recado para García, citándolo para la tarde o, si estaba ocupado, para el día siguiente. Por la tarde lo esperaron en vano. Al día siguiente García acudió. Escuchó en silencio la historia de Rambert. Él no estaba al corriente pero sabía que había barrios enteros custodiados durante veinticuatro horas para efectuar comprobaciones domiciliarias. Era muy probable que ni González ni los muchachos hubieran podido franquear las barreras. Pero todo lo que él podía hacer era volver a ponerles en relación con Raúl. Naturalmente, esto no podía ser hasta dos días después.

—Ya veo —dijo Rambert—, hay que volver a empezar.

A los dos días, en la esquina de una calle, Raúl confirmó la hipótesis de García: los barrios bajos estaban custodiados. Había que volver a tomar contacto con González. Dos días después, Rambert almorzaba con el jugador de fútbol.

—Qué tontería —decía éste—, debíamos haber dejado convenido el modo de volvernos a encontrar.

Esta era también la opinión de Rambert.

—Mañana por la mañana iremos a casa de los chicos y procuraremos arreglarlo todo.

Al día siguiente, los chicos no estaban en su casa. Les dejaron una cita para el día siguiente a las doce en la plaza del Liceo. Y Rambert se volvió a su casa con una expresión que asombró a Tarrou cuando lo encontró al mediodía.

Other books

Declaration by Wade, Rachael
Daughter of Witches: A Lyra Novel by Patricia Collins Wrede
T.J. and the Penalty by Theo Walcott
The Bed Moved by Rebecca Schiff
Aftershocks by Monica Alexander