Pues bien, lo que caracterizaba al principio nuestras ceremonias ¡era la rapidez! Todas las formalidades se habían simplificado y en general las pompas fúnebres se habían suprimido. Los enfermos morían separados de sus familias y estaban prohibidos los rituales velatorios; los que morían por la tarde pasaban la noche solos y los que morían por la mañana eran enterrados sin pérdida de momento. Se avisaba a la familia, por supuesto, pero, en la mayoría de los casos, ésta no podía desplazarse porque estaba en cuarentena si había tenido con ella al enfermo. En el caso en que la familia no hubiera estado antes con el muerto, se presentaba a la hora indicada, que era la de la partida para el cementerio, después de haber lavado el cuerpo y haberlo puesto en el féretro.
Supongamos que esta formalidad se llevaba a cabo en el hospital donde trabajaba el doctor Rieux. La escuela tenía una salida por detrás del cuerpo principal del edificio. Una gran pieza que daba sobre el corredor estaba llena de féretros. En el corredor mismo, la familia encontraba un solo féretro ya cerrado. En seguida se pasaba a lo más importante, es decir, se hacía firmar ciertos papeles al cabeza de familia. Se cargaba inmediatamente el cuerpo en un coche automóvil que era o bien un verdadero furgón o bien una ambulancia transformada. Los parientes subían en uno de los taxis todavía autorizados y a toda velocidad los coches volaban al cementerio por calles poco céntricas. A la puerta, los guardias detenían el convoy, ponían un sello en el pase oficial, sin el cual era imposible obtener lo que nuestros conciudadanos llamaban una última morada, se apartaban y los coches iban a colocarse detrás de un terreno cuadrado donde múltiples fosas esperaban ser colmadas. Un cura recibía el cuerpo, pues los servicios fúnebres habían sido suprimidos en la iglesia. Se sacaba el féretro entre rezos, se le ponían las cuerdas, se le arrastraba y se le hacía deslizar: daba contra el fondo, el cura agitaba el hisopo y la primera tierra retumbaba en la tapa. La ambulancia había ya partido para someterse a la desinfección y, mientras las paletadas de tierra iban sonando cada vez más sordamente, la familia se amontonaba en el taxi. Un cuarto de hora después estaban en su casa.
Así, todo pasaba con el máximo de rapidez y el mínimo de peligro. Y, sin duda, por lo menos al principio, es evidente que el sentimiento natural de las familias quedaba lastimado. Pero, en tiempo de peste, esas son consideraciones que no es posible tener en cuenta: se había sacrificado todo a la eficacia. Por lo demás, si la moral de la población había sufrido al principio por estas prácticas, pues el deseo de ser enterrado decentemente está más extendido de lo que se cree, poco después, por suerte, el problema del abastecimiento empezó a hacerse difícil y el interés de los habitantes derivó hacia las preocupaciones inmediatas. Absorbidas por la necesidad de hacer colas, de efectuar gestiones y llenar formalidades si querían comer, las gentes ya no tuvieron tiempo de pensar en la forma en que morían los otros a su alrededor ni en la que morirían ellos un día. Así, esas dificultades materiales que parecían un mal se convirtieron en una ventaja. Y todo hubiera ido bien si la epidemia no se hubiera extendido como ya hemos visto.
Llegó a suceder que los féretros fueron escasos, faltó tela para las mortajas y lugar en el cementerio. Hubo que reflexionar. Lo más simple, siempre por razones de eficacia, fue agrupar las ceremonias y, cuando era necesario, multiplicar los viajes entre el hospital y el cementerio. Así, en lo que concierne al servicio de Rieux, el hospital disponía en ese momento de cinco féretros; una vez llenos, la ambulancia los cargaba. En el cementerio, se vaciaban las cajas. Los cuerpos, color de herrumbre, eran cargados en angarillas y esperaban bajo un cobertizo, preparado con este fin. Los féretros se regaban con una solución antiséptica, se volvían a llevar al hospital y la operación recomenzaba tantas veces como era necesario. La organización era muy buena y el prefecto estaba satisfecho. Incluso le dijo a Rieux que aquello estaba mejor que las carretas de muertos conducidas por negros, tales como sé describían en las crónicas de las antiguas pestes.
—Sí —dijo Rieux—, el entierro es lo mismo, pero nosotros hacemos fichas. El progreso es incontestable.
A pesar de ese éxito de la administración, el carácter desagradable que revestían las formalidades obligó a la prefectura a alejar a las familias de las ceremonias. Se toleraba únicamente que fueran a la puerta del cementerio y aun esto no era oficial. Pues en lo que concierne a la última ceremonia, las cosas habían cambiado un poco. Al fondo del cementerio, en un espacio vacío, cubierto de lentiscos, habían cavado dos inmensas fosas. Había una para los hombres y otra para las mujeres. Desde este punto de vista las autoridades respetaban el decoro y sólo más tarde, por la fuerza de los acontecimientos, este último pudor desapareció y se enterraron envueltos, los unos sobre los otros, hombres y mujeres, sin preocuparse de la decencia. Afortunadamente, esta confusión extrema alcanzó solamente los últimos momentos de la plaga. En el periodo que nos ocupa la separación de las fosas existía y la prefectura ponía en ello mucho empeño. En el fondo de cada una de ellas una gruesa capa de cal viva humeaba y hervía. Al borde del agujero, un montículo de la misma cal dejaba estallar en el aire sus burbujas. Cuando los viajes de la ambulancia terminaban, se llevaban todo el cortejo de las angarillas, se dejaban deslizar hasta el fondo, unos junto a otros, los cuerpos desnudos y más o menos retorcidos, se les cubría con cal viva, después con tierra, pero nada más que hasta cierta altura, reservándose un espacio para los que habían de llegar. Al día siguiente, los parientes eran invitados a firmar en un registro, lo que marcaba la diferencia que puede haber entre los hombres y, por ejemplo, los perros: la comprobación era siempre posible.
Para todas estas operaciones hacía falta personal y siempre se estaba a punto de carecer de él. Muchos de los enfermeros y de los enterradores, al principio oficiales y después improvisados, murieron de la peste. Por muchas precauciones que se tomasen, el contagio llegaba un día. Pero, bien mirado, lo más asombroso es que no faltaron nunca hombres para esta faena durante todo el tiempo de la epidemia. El período crítico se sintió un poco antes que la peste hubiera alcanzado su momento culminante y las inquietudes del doctor Rieux eran fundadas. La mano de obra no era suficiente ni para los equipos ni para lo que se llamaba el trabajo grueso. Pero a partir del momento en que la peste se apoderó realmente de la ciudad, entonces su exceso mismo arrastró consecuencias muy cómodas, porque desorganizó toda la vida económica y produjo un gran número de desocupados. La mayor parte no se reclutaba para los equipos, pero los trabajos más gruesos fueron siendo facilitados por ellos. A partir de ese momento se vio que la miseria era más fuerte que el miedo, tanto más cuanto que el trabajo estaba pagado en proporción al peligro. Los servicios sanitarios llegaron a disponer de una lista de solicitantes, y en cuanto una vacante se producía se avisaba inmediatamente a los primeros de la lista que —si en el intervalo no habían causado ellos también una vacante— no dejaban de presentarse. Así, pues, el prefecto, que había vacilado durante mucho tiempo en utilizar a los condenados a largas penas para ese género de trabajo, pudo evitarse llegar a ese extremo. Según su opinión, mientras hubiera desocupados, se podía esperar.
Bien o mal, hasta fines del mes de agosto, nuestros conciudadanos pudieron ser conducidos a su última morada, si no decentemente, por lo menos con el suficiente orden para que la administración tuviera la tranquilidad de conciencia de cumplir con su deber. Pero hay que anticipar algo sobre la continuación de los hechos para relatar los últimos procedimientos a que hubo que recurrir. El grado en que la peste se mantuvo a partir del mes de agosto sobrepasaba con mucho en la acumulación de víctimas a las posibilidades que ofrecía nuestro pequeño cementerio. De nada sirvió tirar lienzos de pared, abrir a los muertos una puerta de escape hacia los terrenos cercanos: hubo que acabar por encontrar otra cosa. Primero, se decidió enterrar por la noche, lo que dispensaba de tener ciertos miramientos. Se podía amontonar los cuerpos cada vez más numerosos en las ambulancias. Y los raros paseantes retrasados que, contraviniendo la regla, andaban por los barrios extremos después del toque de queda, o aquellos que eran llevados allí por su oficio, encontraban a veces largas filas de ambulancias que pasaban a toda marcha haciendo resonar, con su timbre sin vibración, las calles vacías de la noche. Los cuerpos eran arrojados en las fosas apresuradamente. No habían terminado de caer cuando las paletadas de cal se desparramaban sobre sus rostros y la tierra les cubría anónimamente en los hoyos que se cavaban cada vez más profundos.
Poco más tarde hubo que buscar otra salida. Una disposición de la prefectura expropió a los ocupantes de concesiones a perpetuidad y todos los restos exhumados fueron al horno crematorio. Pero pronto hubo que conducir a los muertos mismos de la peste a la cremación. Entonces hubo que utilizar el antiguo horno de incineración que se encontraba al este de la ciudad, fuera de las puertas. Se llevó más lejos el piquete de la guardia y un empleado del ayuntamiento facilitó mucho la tarea de las autoridades aconsejando que se utilizaran los tranvías que llegaban al paseo del mirador y que se encontraban ahora sin empleo. Con este fin se acondicionó el interior de los coches y de los remolques quitando los asientos y se llevó la vía en dirección al horno que llegó a ser un final del trayecto.
Y durante los últimos días del verano, como bajo las lluvias del otoño, se pudo ver a lo largo del mirador, en el corazón de la noche, pasar extraños convoyes de tranvías sin viajeros bamboleándose sobre el mar. Los habitantes acabaron por saber lo que era. Y a pesar de las patrullas que impedían el acceso al mirador, algunos grupos llegaban a trepar muchas veces por las rocas cortadas a pico sobre las olas y arrojaban flores al paso de los tranvías. Los vehículos traqueteaban en la noche de verano, con su cargamento de flores y de muertos.
Por la mañana, los primeros días, un vapor espeso y nauseabundo planeaba sobre los barrios orientales de la ciudad. Según la opinión de todos los médicos, aquellas exhalaciones, aunque desagradables, no podían perjudicar a nadie. Pero los habitantes de aquellos barrios amenazaban con abandonarlos, persuadidos de que la peste se abatiría sobre ellos desde lo alto del cielo, de tal modo que hubo que dirigir hacia otra parte los humos por medio de un sistema de complicadas canalizaciones y los vecinos se calmaron. Sólo los días de mucho viento un vago olor les recordaba que estaban instalados en un nuevo orden y que las llamas de la peste devoraban su ración todas las noches.
Estas fueron las máximas consecuencias de la epidemia. Pero fue suerte que no creciese más, porque se hubiera podido temer que el ingenio de nuestros burócratas, las disposiciones de la prefectura e incluso la capacidad de absorción del horno llegasen a ser sobrepasados. Rieux sabía que se habían previsto soluciones desesperadas para ese caso, tales como arrojar los cadáveres al mar, e imaginaba fácilmente su espuma monstruosa sobre el agua azul. Sabía también que si las estadísticas seguían subiendo, ninguna organización, por excelente que fuese, podría resistir; sabía que los hombres acabarían por morir amontonados y por pudrirse en las calles, a pesar de la prefectura; y que la ciudad vería en las plazas públicas a los agonizantes agarrándose a los vivos con una mezcla de odio legítimo y de estúpida esperanza.
Este era el género de evidencia y de aprensiones que mantenía en nuestros conciudadanos el sentimiento de su destierro y su separación. A este respecto, el cronista sabe perfectamente lo lamentable que es no poder relatar aquí nada que sea realmente espectacular, como por ejemplo algún héroe reconfortante o alguna acción deslumbrante, parecidos a los que se encuentran en las narraciones antiguas. Y es que nada es menos espectacular que una peste, y por su duración misma las grandes desgracias son monótonas. En el recuerdo de los que los han vivido, los días terribles de la peste no aparecen como una gran hoguera interminable y cruenta, sino más bien como un ininterrumpido pisoteo que aplasta todo a su paso.
No, la peste no tenía nada que ver con las imágenes arrebatadoras que habían perseguido al doctor Rieux al principio de la epidemia. Era ante todo una administración prudente e impecable de buen funcionamiento. Así pues, dicho sea entre paréntesis, por no traicionar nada y sobre todo por no traicionarse a sí mismo, el cronista ha tendido a la objetividad. No ha querido modificar casi nada en beneficio del arte, excepto en lo que concierne a las necesidades elementales de un relato coherente. Y es la objetividad misma lo que le obliga a decir ahora que si el gran sufrimiento de esta época, tanto el más general como el más profundo, era la separación, y si es indispensable en consecuencia dar una nueva descripción de él en este estudio de la peste, no es menos verdadero que este mismo sufrimiento perdía en tales circunstancias mucho de su patetismo.
Nuestros conciudadanos, aquellos que habían sufrido más con la separación, ¿sé acostumbraron a una situación tal? No sería enteramente justo confirmarlo. Sería más exacto decir que sufrían un descarnamiento tanto moral como físico. Al principio de la peste se acordaban muy bien del ser que habían perdido y lo añoraban. Pero si recordaban claramente el rostro amado, su risa, tal o cual día en que reconocían haber sido dichosos, difícilmente podían imaginar lo que el otro estaría haciendo en el momento mismo en que lo evocaban, en lugares ya tan remotos. En suma, en ese momento no les faltaba la memoria, pero la imaginación les era insuficiente. En el segundo estadio de la peste acabarían perdiendo la memoria también. No es que hubiesen olvidado su rostro, no, pero sí algo que es lo mismo; ese rostro había perdido su carne, no lo veían ya en su interior. Y habiéndose quejado durante las primeras semanas de que su amor tenía que entenderse únicamente con sombras, se dieron cuenta, poco a poco, de que esas mismas sombras podían llegar a descarnarse más, perdiendo hasta los ínfimos colores que les daba el recuerdo. Al final de aquel largo tiempo de separación, ya no podían imaginar la intimidad que había habido entre ellos ni el hecho de que hubiese podido vivir a su lado un ser sobre quien podían en todo momento poner la mano.