—¿No marcha eso? —le preguntó Tarrou.
—A fuerza de recomenzar —dijo Rambert. Y le repitió su invitación.
—Vengan ustedes esta noche.
Por la noche, cuando entraron en el cuarto de Rambert, éste estaba echado. Se levantó, llenó los vasos que tenía preparados. Rieux, tomando el suyo, le preguntó si todo estaba en buen camino. Rambert dijo que después de haber dado una vuelta en redondo había llegado al punto de partida y que todavía le esperaba una cita más. Bebió y añadió:
—Naturalmente, no vendrán.
—No hay por qué sentar un principio —dijo Tarrou.
—Ustedes no han comprendido todavía —observó Rambert alzando los hombros.
—¿Qué?
—La peste.
—¡Ah! —dijo Rieux.
—No, ustedes no han comprendido que su mecanismo es recomenzar.
Rambert fue a un rincón del cuarto y abrió un pequeño gramófono.
—¿Qué disco es ese? —preguntó Tarrou—, creo que lo conozco.
Rambert respondió que era
Saint James Infirmary.
En medio del disco se oyeron dos tiros a lo lejos.
—Un perro, o una evasión —dijo Tarrou.
Un momento después el disco se acabó y la sirena de una ambulancia se empezó a distinguir, creciendo al pasar bajo la ventana y disminuyendo después hasta apagarse.
—Este disco es absurdo —dijo Rambert—. Y además es la décima vez que lo oigo en el día.
—¿Tanto le gusta?
—No, pero no tengo otro.
Y después de un momento:
—Está visto que la cosa consiste en recomenzar.
Preguntó a Rieux cómo iban los equipos. Había cinco ya trabajando y se esperaba formar varios más. Rambert estaba sentado en la cama y parecía estudiar sus uñas. Rieux observaba su silueta corta y fuerte, encogida en el borde de la cama, pero de pronto vio que Rambert lo miraba.
—Sabe usted, doctor —le dijo—, he pensado mucho en su organización. Si no estoy ya con ustedes, es porque tengo mis motivos. Por lo demás yo creo que sirvo para algo: hice la guerra de España.
—¿De qué lado?
—Del lado de los vencidos. Pero después he reflexionado.
—¿Sobre qué? —dijo Tarrou.
—Sobre el valor. Bien sé que el hombre es capaz de acciones grandes, pero si no es capaz de un gran sentimiento no me interesa.
—Parece ser que es capaz de todo.
—No, es incapaz de sufrir o de ser feliz largo tiempo. Por lo tanto no es capaz de nada que valga la pena.
Rambert miró a los dos.
—Dígame, Tarrou, ¿usted es capaz de morir por un amor?
—No sé, pero me parece que no, por el momento.
—Ya lo ve. Y es usted capaz de morir por una idea, esto está claro. Bueno: estoy harto de la gente que muere por una idea. Yo no creo en el heroísmo: sé que eso es muy fácil, y he llegado a convencerme de que en el fondo es criminal. Lo que me interesa es que uno viva y muera por lo que ama.
Rieux había escuchado a Rambert con atención. Sin dejar de mirarle, le dijo con dulzura:
—El hombre no es una idea, Rambert.
Rambert saltó de la cama con la cara ardiendo de pasión.
—Es una idea y una idea pequeña, a partir del momento en que se desvía del amor, y justamente ya nadie es capaz de amor. Resignémonos, doctor. Esperemos llegar a serlo y si verdaderamente esto no es posible, esperaremos la liberación general sin hacernos los héroes. Yo no paso de ahí.
Rieux se levantó con repentino aspecto de cansancio.
—Tiene usted razón, Rambert, tiene usted enteramente razón y yo no quería por nada del mundo desviarlo de lo que piensa hacer, que me parece justo y bueno. Sin embargo, es preciso que le haga comprender que aquí no se trata de heroísmo. Se trata solamente de honestidad. Es una idea que puede que le haga reír, pero el único medio de luchar contra la peste es la honestidad.
—¿Qué es la honestidad? —dijo Rambert, poniéndose serio de pronto.
—No sé que es, en general. Pero, en mi caso, sé que no es más que hacer mi oficio.
—¡Ah! —dijo Rambert, con furia—, yo no sé cuál es mi oficio. Es posible que esté equivocado eligiendo el amor.
Rieux le salió al paso:
—No, no está usted equivocado.
Rambert miraba a los dos pensativo.
—Ustedes dos creen que no tienen nada que perder con todo esto. Es más fácil estar del buen lado.
Rieux vació su vaso.
—Vamos —dijo—, tenemos mucho que hacer.
Salió.
Tarrou lo siguió, pero en el momento de salir se volvió hacia Rambert y le dijo:
—¿Usted sabe que la mujer de Rieux se encuentra en un sanatorio a cientos de kilómetros de aquí?
Rambert hizo un gesto de sorpresa. Pero Tarrou había salido ya.
A primera hora de la mañana Rambert telefoneó al doctor.
—¿Aceptaría usted que yo trabaje ahí hasta que haya encontrado el medio de irme?
A lo largo del hilo hubo un silencio y después:
—Sí, Rambert. Se lo agradezco mucho.
Así, durante semanas y semanas, los prisioneros de la peste se debatieron como pudieron. Y algunos de ellos, como Rambert, llegaron incluso a imaginar que seguían siendo hombres libres, que podían escoger. Pero, de hecho, se podía decir en ese momento, a mediados del mes de agosto, que la peste lo había envuelto todo. Ya no había destinos individuales, sino una historia colectiva que era la peste y sentimientos compartidos por todo el mundo. El más importante era la separación y el exilio, con lo que eso significaba de miedo y de rebeldía. He aquí por qué el cronista cree que conviene, en ese momento culminante de la enfermedad, descubrir de modo general, y a título de ejemplo, los actos de violencia de los vivos, los entierros de los muertos y el sufrimiento de los amantes separados.
Fue a mediados de ese año cuando empezó a soplar un gran viento sobre la ciudad apestada, que duró varios días. El viento es particularmente temido por los habitantes de Oran porque como no encuentra ningún obstáculo natural en la meseta donde está alzada la ciudad, se precipita sobre ella, arremolinándose en las calles con toda su violencia. La ciudad, durante tantos meses en que no había caído ni una sola gota de agua para refrescarla, se había cubierto de una costra gris que se hacía escamatosa al contacto del aire. El aire levantaba olas de polvo y de papeles que azotaban las piernas de los paseantes, cada vez más raros. Se les veía por las calles, apresurados, encorvados hacia adelante, con un pañuelo o la mano tapándose la boca. Por la tarde, en lugar de las reuniones con que antes se intentaba prolongar lo más posible aquellos días, que para cada uno de ellos podía ser el último, se veían pequeños grupos de gente que volvían a su casa a toda prisa o se metían en los cafés, y a veces, a la hora del crepúsculo, que en esta época llegaba ya más pronto, las calles estaban desiertas y sólo el viento lanzaba por ellas su lamento continuo. Del mar, revuelto y siempre invisible, subía olor de algas y de sal. La ciudad desierta, flanqueada por el polvo, saturada de olores marinos, traspasada por los gritos del viento, gemía como una isla desdichada.
Hasta ahora, la peste había hecho muchas más víctimas en los barrios extremos, más poblados y menos confortables, que en el centro de la ciudad. Pero, de pronto, pareció aproximarse e instalarse en los barrios de los grandes negocios. Los habitantes acusaban al viento de transportar los gérmenes de la infección. "Baraja las cartas", decía el director del hotel. Pero, sea lo que fuere, los barrios del centro sabían que había llegado su turno cuando oían, de noche, silbar cerca, cada vez más frecuentemente, el timbre de la ambulancia que hacía resonar bajo sus ventanas la llamada torva y sin pasión de la peste.
Se tuvo la idea de aislar, en el interior mismo de la ciudad, ciertos barrios particularmente castigados y de no dejar salir de ellos más que a los hombres cuyos servicios eran indispensables. Los que hasta entonces habían vivido en esos barrios no pudieron menos de considerar esta medida como una burla, dirigida especialmente contra ellos, y por contraste consideraban hombres libres a los habitantes de los otros barrios. Estos últimos, en cambio, encontraban un consuelo en sus momentos difíciles imaginando que había otros menos libres que ellos. "Hay quien es todavía más prisionero que yo", era la frase que resumía la única esperanza posible.
En esta época, poco más o menos, hubo también un recrudecimiento de los incendios, sobre todo en los barrios de placer, al oeste de la ciudad. Según informaciones, se trataba de algunas gentes que, al volver de hacer cuarentena, enloquecidas por el duelo y la desgracia, prendían fuego a sus casas haciéndose la ilusión de que mataban la peste. Costó mucho trabajo detener esas ocurrencias que, por su frecuencia, ponían continuamente en peligro barrios enteros, a causa del furioso viento. Después de haber demostrado en vano que la desinfección de las casas efectuada por las autoridades era suficiente para excluir todo peligro de contaminación, fue necesario dictar castigos muy severos contra esos incendiarios inocentes. Y no fue la idea de la prisión lo que logró detener a aquellos desgraciados, sino la certeza que todos tenían de que una pena de prisión equivalía a una pena de muerte, por la excesiva mortalidad que se comprobaba en la cárcel municipal. Sin duda, esa aprensión no carecía de fundamento. Por razones evidentes, la peste se encarnizaba más con todos los que vivían en grupos: soldados, religiosos o presos. Pues, a pesar del aislamiento de ciertos detenidos, una prisión es una comunidad y lo prueba el hecho de que en nuestra cárcel municipal pagaron su tributo a la enfermedad los guardianes tanto como los presos. Desde el punto de vista superior de la peste, todo el mundo, desde el director hasta el último detenido, estaba condenado y, acaso por primera vez, reinaba en la cárcel una justicia absoluta.
Fue en vano que las autoridades intentasen introducir las jerarquías en este nivelamiento, concibiendo la idea de condecorar a los guardianes muertos en el ejercicio de sus funciones. Como estaba decretado el estado de sitio, y, en cierto modo, se podía considerar movilizados a los guardianes, les dieron la medalla militar como homenaje póstumo. Pero, si bien los detenidos no protestaron, en los medios militares no cayó bien la cosa: hicieron notar, a justo título, que podía establecerse una confusión lamentable en el espíritu de la gente. Se escuchó su demanda y se decidió que lo más simple era dar a los guardianes que morían la medalla de la epidemia. Pero en cuanto a los primeros el mal ya estaba hecho: no se podía pensar en quitarles la condecoración, y los centros militares siguieron manteniendo su punto de vista. Por otra parte, en cuanto a la medalla de la epidemia, tenía el inconveniente de no producir el efecto moral que se había obtenido con la condecoración militar, puesto que en tiempo de epidemia era trivial obtener una condecoración de ese género. Todo el mundo quedó descontento.
Además, la administración penitenciaria no pudo obrar como habían obrado las autoridades religiosas y, en una escala menor, las militares. Los frailes de los dos únicos conventos de la ciudad habían sido dispersados y alojados provisionalmente en las casas de familias piadosas. También, en la medida de lo posible, ciertas compañías habían sido destacadas de sus cuarteles y puestas en guarnición en escuelas o en edificios públicos. Así, la enfermedad, que aparentemente había forzado a los habitantes a una solidaridad de sitiados, rompía al mismo tiempo las asociaciones tradicionales, devolviendo a los individuos a su soledad. Esto era desconcertante.
Es fácil pensar que todas estas circunstancias, unidas al viento, llevaran la idea del incendio a ciertas mentes. Las puertas de la ciudad fueron atacadas por la noche varias veces, pero ahora por pequeños grupos armados. Hubo tiroteos, heridos y alguna evasión. Se reforzaron los puestos de guardia y las tentativas cesaron rápidamente. Sin embargo, bastaron para levantar en la ciudad un soplo de revolución que provocó escenas de violencia. Algunas casas, incendiadas o cerradas por razones sanitarias, fueron saqueadas. A decir verdad, es difícil suponer que esos actos fuesen premeditados. La mayor parte de las veces, una ocasión súbita llevaba a personas, hasta entonces honorables, a cometer acciones a veces reprensibles que fueron pronto imitadas. Había insensatos que se precipitaban en una casa en llamas, ante el propietario mismo idiotizado por el dolor. En vista de su indiferencia, el ejemplo de los primeros era seguido por muchos espectadores y en la calle oscura, al resplandor del incendio, se veía huir por todas partes sombras deformadas por las llamas y por los objetos o por los muebles que llevaban a cuestas. Fueron estos incendios los que obligaron a las autoridades a convertir el estado de peste en estado de sitio y a aplicar las leyes pertinentes. Se fusiló a dos ladrones, pero es dudoso que eso hiciera impresión a los otros, pues, en medio de tantos muertos, esas dos ejecuciones pasaron inadvertidas: eran una gota de agua en el mar. Y a decir verdad, escenas semejantes se repitieron con harta frecuencia sin que las autoridades hiciesen nada por intervenir. La única medida que pareció impresionar a todos los habitantes fue la institución del toque de queda. A partir de las once, la ciudad, hundida en la oscuridad más completa, era de piedra.
Bajo las noches de luna, alineaba sus muros blancos y sus calles rectilíneas, nunca señaladas por la mancha negra de un árbol, nunca turbadas por las pisadas de un transeúnte ni por el grito de un perro. La gran ciudad silenciosa no era entonces más que un conjunto de cubos macizos e inertes, entre los cuales las efigies taciturnas de bienhechores olvidados o de antiguos grandes hombres, ahogados para siempre en el bronce, intentaban únicamente, con sus falsos rostros de piedra o de hierro, invocar una imagen desvaída de lo que había sido el hombre. Esos ídolos mediocres imperaban bajo un cielo pesado, en las encrucijadas sin vida, bestias insensibles que representaban a maravilla el reino inmóvil en que habíamos entrado o por lo menos su orden último, el orden de una necrópolis donde la peste, la piedra y la noche hubieran hecho callar, por fin, toda voz.
Pero la noche estaba también en todos los corazones y tanto las verdades como las leyendas que se contaban sobre los entierros no eran como para tranquilizar a nuestros conciudadanos. Pues evidentemente hay que hablar de los entierros, y el cronista pide perdón por ello. Bien sabe el reproche que podrán hacerle a este respecto, pero su única justificación es que hubo entierros durante todo este tiempo y que en cierto modo se vio obligado, como se vieron todos nuestros conciudadanos, a ocuparse de los entierros. No es en absoluto aficionado a ese género de ceremonias: prefiere, por el contrario, la sociedad de los vivos y, por ejemplo, los baños de mar. Pero los baños de mar habían sido suprimidos y la sociedad de los vivos temía constantemente tener que dejar paso a la sociedad de los muertos. Esta era la evidencia. Claro que siempre podía uno esforzarse en no verla. Podía uno taparse los ojos y negarla, pero la evidencia tiene una fuerza terrible que acaba siempre por arrastrarlo todo. ¿Qué medio puede haber de rechazar los entierros el día en que los seres que amáis necesitan un entierro?