—Doctor —dijo, mientras le ponían la inyección—, ¿ha visto usted cómo salen?
—Sí —dijo la mujer—, el vecino ha recogido tres.
—Salen muchas, se las ve en todos los basureros, ¡es el hambre!
Rieux comprobó en seguida que todo el barrio hablaba de las ratas. Cuando terminó sus visitas se volvió a casa.
—Arriba hay un telegrama para usted —le dijo el viejo Michel.
El doctor le preguntó si había visto más ratas.
—¡Ah!, no —dijo el portero—, estoy al acecho y esos cochinos no se atreven.
El telegrama anunciaba a Rieux la llegada de su madre al día siguiente. Venía a ocuparse del hogar mientras durase la ausencia de la enferma. Cuando el doctor entró en su casa, la enfermera había llegado ya. Rieux vio a su mujer levantada, en traje de viaje, con colorete en las mejillas. Le sonrió.
—Está bien —le dijo—, muy bien.
Poco después, en la estación, la instaló en el wagon-lit. Ella se quedó mirando el compartimiento.
—Todo esto es muy caro para nosotros, ¿no?
—Es necesario —dijo Rieux.
—¿Qué historia es esa de las ratas?
—No sé, es cosa muy curiosa. Ya pasará.
Después le dijo muy apresuradamente que tenía que perdonarle por no haberla cuidado más; la había tenido muy abandonada. Ella movía la cabeza como pidiéndole que se callase, pero él añadió:
—Cuando vuelvas todo saldrá mejor. Tenemos que recomenzar.
—Sí —dijo ella, con los ojos brillantes—, recomenzaremos.
Después se volvió para el otro lado y se puso a mirar por el cristal. En el andén las gentes se apresuraban y se atropellaban. El silbido de la locomotora llegó hasta ellos. La llamó por su nombre y, cuando se volvió, vio que tenía la cara cubierta de lágrimas.
—No —le dijo dulcemente.
Bajo las lágrimas, la sonrisa volvió, un poco crispada. Respiró profundamente.
—Vete, todo saldrá bien.
La apretó contra su pecho y, ya en el andén, del otro lado del cristal, no vio más que su sonrisa.
—Por favor —le dijo—, cuídate mucho.
Pero ella ya no podía oírle.
A la salida, en el mismo andén, Rieux chocó con el señor Othon, el juez de instrucción, que llevaba a su niño de la mano. El doctor le preguntó si se iba de viaje. El señor Othon, largo y negro, semejando en parte a lo que antes se llamaba un hombre de mundo, y en parte a un sepulturero, respondió con voz amable pero breve:
—Espero a la señora Othon que ha ido a saludar a mi familia.
La locomotora silbó.
—Las ratas… —dijo el juez.
Rieux hizo un movimiento en la dirección del tren, pero al fin se volvió hacia la salida.
—Sí —respondió—, no es nada.
Todo lo que recordaba de ese instante era un empleado de la estación que pasó llevando un cajón lleno de ratas muertas.
Por la tarde de ese mismo día, al comienzo de la consulta, Rieux recibió a un joven que le había dicho que había venido ya por la mañana y que era periodista. Se llamaba Raymond Rambert. Pequeño, de hombros macizos, de expresión decidida y ojos claros e inteligentes, Rambert llevaba un traje tipo sport y parecía encontrarse a gusto en la vida. Fue derecho a su objeto. Estaba haciendo una información para un gran periódico de París sobre las condiciones de vida de los árabes y quería datos sobre su estado sanitario. Rieux le dijo que el estado no era bueno, Pero quiso saber, antes de ir más lejos, si el periodista podía decir la verdad.
—Evidentemente —dijo el otro.
—Quiero decir que si puede usted manifestar una total reprobación.
—Total, no es preciso decirlo. Pero yo creo que para una reprobación total no habría fundamento.
Con suavidad Rieux le dijo que, en efecto, no habría fundamento para una reprobación semejante, pero que al hacerle esa pregunta sólo había querido saber si el testimonio de Rambert podía o no ser sin reservas.
—Yo no admito más que testimonios sin reservas, así que no sustentaré el suyo con mis informaciones.
—Ese es el lenguaje de Saint-Just —dijo el periodista, sonriendo.
Rieux, sin cambiar de tono, dijo que él no sabía nada de eso, pero que su lenguaje era el de un hombre cansado del mundo en que vivía, y sin embargo inclinado hacia sus semejantes y decidido, por su parte, a rechazar la injusticia y las concesiones. Rambert, hundiendo el cuello entre los hombros, miraba al doctor.
—Creo que lo comprendo —dijo al fin, levantándose.
El doctor lo acompañó hasta la puerta:
—Le agradezco a usted que tome así las cosas.
Rambert pareció impacientarse:
—Sí —dijo—, yo le comprendo, perdone usted esta molestia.
El doctor le estrechó la mano y le dijo que se podría hacer un curioso reportaje sobre la cantidad de ratas muertas que se encontraban en la ciudad en aquel momento.
—¡Ah! —exclamó Rambert—, eso me interesa.
A las cinco, al salir a hacer nuevas visitas, el doctor se cruzó en la escalera con un hombre más bien joven de silueta pesada, de rostro recio y demacrado, atravesado por espesas cejas. Ya lo había encontrado otras veces en casa de los bailarines españoles que vivían en el último piso. Jean Tarrou estaba fumando con aplicación un cigarrillo mientras contemplaba las últimas convulsiones de una rata que expiraba a sus pies en un escalón. Levantó sobre el doctor la mirada tranquila y un poco insistente de sus ojos grises, le dijo buenos días y añadió que esta aparición de las ratas era cosa curiosa.
—Sí —dijo Rieux—, pero ya va terminando por ser irritante.
—En cierto sentido, doctor, sólo en cierto sentido.
No habíamos visto nunca nada semejante, esto es todo. Pero yo lo encuentro interesante, sí, positivamente interesante.
Tarrou se pasó la mano por el pelo, echándoselo hacia atrás, miró otra vez la rata, ya inmóvil, después sonrió a Rieux.
—Y sobre todo, doctor, esto es asunto del portero.
Justamente el doctor encontró al portero delante de la casa, adosado al muro junto a la entrada, con una expresión de cansancio en su rostro, de ordinario congestionado.
—Sí, ya lo sé —dijo el viejo Michel a Rieux, que le señalaba el nuevo hallazgo—. Se las encuentra ahora de dos en dos o de tres en tres. Pero lo mismo pasa en las otras casas.
Parecía abatido y preocupado. Se frotaba el cuello con un gesto maquinal. Rieux le preguntó cómo se sentía. El portero no podía decir realmente que no se sintiese bien. Lo único era que no estaba en caja. En su opinión era cosa moral. Las ratas le habían sacudido y todo mejoraría cuando desaparecieran.
Pero al día siguiente, 18 de abril, el doctor, que traía a su madre de la estación, encontró a Michel con un aspecto todavía más desencajado: del sótano al tejado, una docena de ratas sembraban la escalera. Los basureros de las casas vecinas estaban llenos. La madre del doctor recibió la noticia sin asombrarse.
—Son cosas que pasan.
Era una mujercita de pelo plateado y ojos negros y dulces.
—Me siento feliz de volver a verte, Bernard —le dijo—; eso las ratas no pueden impedirlo.
Él asintió: verdad es que con ella todo parecía siempre fácil.
Rieux telefoneó al servicio municipal de desratización, a cuyo director conocía. ¿Había oído hablar de aquellas ratas que salían a morir en gran número al aire libre? Mercier, el director, había oído hablar de ellas y en sus mismas oficinas habían encontrado una cincuentena. Se preguntaba, en fin, si la cosa era seria. Rieux no podía juzgar, pero creía que el servicio de desratización debía intervenir.
—Sí —dijo Mercier—, con una orden. Si crees que merece la pena, puedo tratar de obtener una orden.
—Eso siempre merece la pena —dijo Rieux.
Su criada acababa de informarle que habían recogido varios cientos de ratas muertas en la gran fábrica donde trabajaba su marido.
Fue en ese momento más o menos cuando nuestros conciudadanos empezaron a inquietarse. Pues a partir del 18, las fábricas y los almacenes desbordaban, en efecto, de centenares de cadáveres de ratas. En algunos casos fue necesario ultimar a los animales cuya agonía era demasiado larga. Pero desde los barrios extremos hasta el centro de la ciudad, por todos los sitios que el doctor Rieux acababa de atravesar, en todos los lugares donde se reunían nuestros conciudadanos, las ratas esperaban amontonadas en los basureros o alineadas en el arroyo. La prensa de la tarde se ocupó del asunto desde ese día y preguntó si la municipalidad se proponía obrar o no, y qué medidas de urgencia había tomado para librar a su jurisdicción de esta invasión repugnante. La municipalidad no se había propuesto nada ni había tomado ninguna medida, pero empezó por reunirse en consejo para deliberar. La orden fue dada al servicio de desratización de recoger todas las mañanas, al amanecer, las ratas muertas. Una vez terminada la recolección, dos coches del servicio tenían que llevar los bichos al departamento de incineración de la basura, para quemarlos.
Pero en los días que siguieron, la situación se agravó. El número de los roedores recogidos iba creciendo y la recolección era cada mañana más abundante. Al cuarto día, las ratas empezaron a salir para morir en grupos. Desde las cavidades del subsuelo, desde las bodegas, desde las alcantarillas, subían en largas filas titubeantes para venir a tambalearse a la luz, girar sobre sí mismas y morir junto a los seres humanos. Por la noche, en los corredores y callejones se oían distintamente sus grititos de agonía. Por la mañana, en los suburbios, se las encontraba extendidas en el mismo arroyo con una pequeña flor de sangre en el hocico puntiagudo; unas, hinchadas y putrefactas, otras rígidas, con los bigotes todavía enhiestos.
En la ciudad misma se las encontraba en pequeños montones en los descansillos o en los patios. Venían también a morir aisladamente en los salones administrativos, en los patios de las escuelas, en las terrazas de los cafés a veces. Nuestros conciudadanos, estupefactos, las descubrían en los lugares más frecuentados de la ciudad. Ensuciaban la plaza de armas, los bulevares, el paseo de Front—de—Mer. Limpiada de animales muertos al amanecer, la ciudad iba encontrándolos poco a poco cada vez más numerosos durante el día. En las aceras había sucedido a más de un paseante nocturno sentir bajo el pie la masa elástica de un cadáver aún reciente. Se hubiera dicho que la tierra misma donde estaban plantadas nuestras casas se purgaba así de su carga de humores, que dejaba subir a la superficie los forúnculos y linfas que la minaban interiormente. Puede imaginarse la estupefacción de nuestra pequeña ciudad, tan tranquila hasta entonces, y conmocionada en pocos días, como un hombre de buena salud cuya sangre empezase de pronto a revolverse.
Las cosas fueron tan lejos que la agencia Ransdoc (informes, investigaciones, documentación completa sobre cualquier asunto) anunció, en su emisión radiofónica de informaciones gratuitas, 6.231 ratas recogidas y quemadas en el solo transcurso del día 25. Esta cifra que daba una idea justa del espectáculo cotidiano que la ciudad tenía ante sus ojos, acrecentó la confusión. Hasta ese momento nadie se había quejado más que como de un accidente un poco repugnante. Ahora ya se daban cuenta de que este fenómeno, cuya amplitud no se podía precisar, cuyo origen no se podía descubrir, empezaba a ser amenazador. Sólo el viejo español asmático seguía frotándose las manos y repitiendo: "Salen, salen", con una alegría senil.
El 28 de abril, Ransdoc anunció una cosecha de cerca de 8.000 ratas y la ansiedad llegó a su colmo. Se pedían medidas radicales, se acusaba a las autoridades, y algunas gentes que tenían casas junto al mar hablaban de retirarse a ellas. Pero, al día siguiente la agencia anunció que el fenómeno había cesado bruscamente y que el servicio de desratización no había recogido más que una cantidad insignificante de ratas muertas. La ciudad respiró.
Sin embargo, ese día mismo, cuando el doctor Rieux paraba su automóvil delante de la casa, al mediodía, vio venir por el extremo de la calle al portero, que avanzaba penosamente, con la cabeza inclinada, los brazos y las piernas separados del cuerpo, en la actitud de un fantoche. El viejo venía apoyado en el brazo de un cura que el doctor reconoció. Era el padre Paneloux, un jesuita erudito y militante con quien había hablado algunas veces y que era muy estimado en la ciudad, incluso por los indiferentes en materia de religión. Los esperó. El viejo Michel tenía los ojos relucientes y la respiración sibilante. No se sentía bien y había querido tomar un poco de aire, pero vivos dolores en el cuello, en las axilas y en las ingles le habían obligado a pedir ayuda al padre Paneloux.
—Me están saliendo bultos. He debido hacer algún esfuerzo.
El doctor sacó el brazo por la ventanilla y paseó los dedos por la base del cuello que Michel le mostraba: se le estaba formando allí una especie de nudo de madera.
—Acuéstese, tómese la temperatura; vendré a verle por la tarde.
El portero se fue. Rieux preguntó al padre Paneloux qué pensaba él de este asunto de las ratas.
—¡Oh! —dijo el padre—, debe de ser una epidemia —y sus ojos sonrieron detrás de las gafas redondas.
Después del almuerzo Rieux estaba releyendo el telegrama del sanatorio que le anunciaba la llegada de su mujer cuando sonó el teléfono. Era un antiguo cliente, empleado del Ayuntamiento, que le llamaba. Había sufrido durante mucho tiempo de estrechez de la aorta y como era pobre, Rieux lo había atendido gratuitamente.
—Sí —decía—, ya sé que se acuerda usted de mí, pero se trata de otro. Venga en seguida, le ha ocurrido algo grave a un vecino mío.
Su voz era anhelante. Rieux pensó en el portero y decidió ir a verlo después. Minutos más tarde llegaba a la puerta de una casa pequeña de la calle Faidherbe, en un barrio extremo. En medio de la escalera fría y maloliente vio a Joseph Grand, el empleado, que salía a su encuentro. Era un hombre de unos cincuenta años, de bigote amarillo, alto y encorvado, hombros estrechos y miembros ñacos.
—Ya está mejor —dijo, yendo hacia Rieux—, pero creí que se iba.
Se sonó las narices. En el segundo y último piso, escrito sobre la puerta de la izquierda con tiza roja, Rieux leyó: "Entrad, me he ahorcado."
Entraron. La cuerda colgaba del techo, atada al soporte de la lámpara, y bajo ella había una silla derribada; la mesa estaba apartada a un rincón. Pero la cuerda colgaba en el vacío.
—Le descolgué a tiempo —decía Grand, que parecía siempre rebuscar las palabras aunque hablase el lenguaje más simple—. Salía, justamente, y oí ruido dentro. Cuando vi la inscripción creí que era una broma. Pero lanzó un gemido extraño y hasta siniestro, le aseguro.