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Authors: Albert Camus

Tags: #Clásico, Novela

La peste (3 page)

BOOK: La peste
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Se rascaba la cabeza.

—Yo creo que la operación debe ser dolorosa. Naturalmente, entré.

Empujaron una puerta y se encontraron en una habitación clara, pero pobremente amueblada. Un hombrecito regordete estaba echado sobre una cama de bronce. Respiraba ruidosamente y los miraba con ojos congestionados. El doctor se detuvo. En los intervalos de la respiración le parecía oír grititos de ratas, pero no había nada por los rincones. Rieux se acercó a la cama. El hombre no se había dejado caer de muy alto ni demasiado bruscamente; las vértebras habían resistido. En suma, un poco de asfixia. El doctor le puso una inyección de aceite alcanforado y dijo que mejoraría en pocos días.

—Gracias, doctor —dijo el hombre, con voz entrecortada.

Rieux preguntó a Grand si había dado parte a la comisaría y el empleado dijo, un poco confuso:

—No. ¡Oh!, no. Pensé que lo primero era…

—Naturalmente —atajó Rieux—, ya lo haré yo.

Pero en ese momento el enfermo se agitó incorporándose en la cama y asegurando que estaba bien y que no merecía la pena.

—Cálmese —dijo Rieux—. Conozco el asunto, créame, y es necesario que haga una declaración.

—¡Oh! —dijo el otro.

Y se dejó caer hacia atrás, lloriqueando.

Grand, que se atusaba el bigote desde hacía rato, se acercó a él.

—Vamos, señor Cottard —le dijo—, procure usted comprender. Podrían decir que el doctor es responsable. Si por casualidad le da a usted la idea de repetirlo…

Pero Cottard dijo entre lágrimas que no lo repetiría, que había sido sólo un momento de locura y que lo único que quería era que le dejasen en paz.

Rieux hizo una receta.

—Entendido —le dijo—. Dejemos eso por ahora. Yo volveré dentro de dos o tres días. Pero no haga usted tonterías.

En el descansillo le dijo a Grand que no tenía más remedio que hacer una declaración, pero que iba a pedir al comisario que no hiciera su información hasta dos días después.

—Tendrían que vigilarlo esta noche. ¿Tiene familia?

—Yo no le conozco ninguna. Pero puedo velarlo yo mismo.

Grand movía la cabeza.

—Tenga usted en cuenta que a él tampoco puedo decir que lo conozca. Pero debemos ayudarnos unos a otros.

En los corredores de la casa, Rieux miró maquinalmente hacia los rincones y preguntó a Grand si las ratas habían desaparecido totalmente de su barrio. El empleado no lo sabía. Se había hablado en efecto, de esta historia, pero él no prestaba mucha atención a los rumores del barrio.

—Tengo otras preocupaciones —dijo.

Rieux le estrechó la mano. Tenía prisa por ir a ver al portero antes de ponerse a escribir a su mujer.

Los vendedores de periódicos voceaban que la invasión de ratas había sido detenida. Pero Rieux encontró a su enfermo medio colgando de la cama, con una mano en el vientre y otra en el suelo, vomitando con gran desgarramiento una bilis rojiza en un cubo. Después de grandes esfuerzos, ya sin aliento, el portero volvió a echarse. La temperatura llegaba a treinta y nueve con cinco, los ganglios del cuello y de los miembros se habían hinchado, dos manchas negruzcas se extendían en un costado. Se quejaba de un dolor interior.

—Me quema —decía—, este cochino me quema.

La boca pegajosa le obligaba a masticar las palabras y volvía hacia el doctor sus ojos desorbitados, que el dolor de cabeza llenaba de lágrimas. La mujer miraba con ansiedad a Rieux, que permanecía mudo.

—Doctor —decía la mujer—, ¿qué puede ser esto?

—Puede ser cualquier cosa, pero todavía no hay nada seguro. Hasta esta noche, dieta y depurativo. Que beba mucho.

Justamente, el portero estaba devorado por la sed.

Ya en su casa, Rieux telefoneó a su colega Richard, uno de los médicos más importantes de la ciudad.

—No —decía Richard—, yo no he visto todavía nada extraordinario.

—¿Ninguna fiebre con inflamaciones locales?

—¡Ah!, sí por cierto, dos casos con ganglios muy inflamados.

—¿Anormalmente?

—Bueno —dijo Richard—, lo normal, ya sabe usted…

Por la noche el portero deliraba, con cuarenta grados, quejándose de las ratas. Rieux ensayó un absceso de fijación. Abrasado por la trementina, el portero gritaba: "¡Ah!, ¡cochinos!"

Los ganglios seguían hinchándose, duros y nudosos al tacto. La mujer estaba enloquecida.

—Vélele usted —le dijo el médico— y llámeme si fuese preciso.

Al día siguiente, 30 de abril, una brisa ligera soplaba bajo un cielo azul y húmedo. Traía un olor a flores que llegaba de los arrabales más lejanos. Los ruidos de la mañana en las calles parecían más vivos, más alegres que de ordinario. En toda nuestra ciudad, desembarazada de la sorda aprensión en que había vivido durante una semana, ese día era, al fin, el día de la primavera. Rieux mismo, animado por una carta tranquilizadora de su mujer, bajaba a casa del portero con ligereza. Y, en efecto, por la mañana la fiebre había descendido a treinta y ocho grados; el enfermo sonreía en su cama.

—¿Va mejor, no es cierto, doctor? —dijo la mujer.

—Hay que esperar un poco todavía.

Pero al mediodía la fiebre subió de golpe a cuarenta. El enfermo deliraba sin parar y los vómitos recomenzaron. Los ganglios del cuello estaban doloridos y el portero quería tener la cabeza lo más lejos posible del cuerpo. La mujer estaba sentada a los pies de la cama y por encima de la colcha sujetaba con sus manos los pies del enfermo. Miraba a Rieux.

—Escúcheme —le dijo él—, es necesario aislarse y proceder a un tratamiento de excepción. Voy a telefonear al hospital y lo transportaremos en una ambulancia.

Dos horas después, en la ambulancia, el doctor y la mujer se inclinaban sobre el enfermo. De su boca tapizada de fungosidades, se escapaban fragmentos de palabras: "¡Las ratas!", decía. Verdoso, los labios cerúleos, los párpados caídos, el aliento irregular y débil, todo él como claveteado por los ganglios, hecho un rebujón en el fondo de la camilla, como si quisiera que se cerrase sobre él o como si algo le llamase sin tregua desde el fondo de la tierra, el portero se ahogaba bajo una presión invisible. La mujer lloraba. —¿No hay esperanza doctor? —Ha muerto —dijo Rieux.

La muerte del portero, puede decirse, marcó el fin de este período lleno de signos desconcertantes y el comienzo de otro, relativamente más difícil, en el que la sorpresa de los primeros tiempos se transformó poco a poco en pánico. Nuestros conciudadanos, ahora se daban cuenta, no habían pensado nunca que nuestra ciudad pudiera ser un lugar particularmente indicado para que las ratas saliesen a morir al sol ni para que los porteros perecieran de enfermedades extrañas. Desde ese punto de vista, en suma, estaban en un error y sus ideas exigían ser revisadas. Si todo hubiera quedado en eso, las costumbres habrían seguido prevaleciendo. Pero otros entre nuestros conciudadanos, y que no eran precisamente porteros ni pobres, tuvieron que seguir la ruta que había abierto Michel. Fue a partir de ese momento cuando el miedo, y con él la reflexión, empezaron.

Sin embargo, antes de entrar en detalles sobre esos nuevos acontecimientos, el narrador cree de utilidad dar la opinión de otro testigo sobre el período que acaba de ser descrito. Jean Tarrou, que ya encontramos al comienzo de esta narración, se había establecido en Oran semanas antes, y habitaba desde entonces en un gran hotel del centro. Aparentemente su situación era lo bastante desahogada como para vivir de sus rentas. Pero, acaso porque la ciudad se había acostumbrado a él poco a poco, nadie podía decir de dónde venía ni por qué estaba allí. Se le encontraba en todos los lugares públicos: desde el comienzo de la primavera se le había visto mucho en las playas, nadando con manifiesto placer. Afable, siempre sonriente, parecía ser amigo de todos los placeres normales, sin ser esclavo de ellos. En fin, el único hábito que se le conocía era la frecuentación asidua de los bailarines españoles, harto numerosos en nuestra ciudad.

Sus apuntes, en todo caso, constituyen también una especie de crónica de este período difícil. Pero son una crónica muy particular, que parece obedecer a un plan preconcebido de insignificancia. A primera vista se podría creer que Tarrou se las ingeniaba para contemplar las cosas y los seres con los gemelos al revés. En medio de la confusión general se esmeraba, en suma, en convertirse en historiador de las cosas que no tenían historia. Se puede lamentar, sin duda, ese plan y sospechar que procede de cierta sequedad de corazón. Pero no por ello sus apuntes dejan de ofrecer para una crónica de este período multitud de detalles secundarios que tienen su importancia y cuya extravagancia, inclusive, impedirá que se juzgue a la ligera a este interesante personaje.

Las primeras notas tomadas por Jean Tarrou datan de su llegada a Oran. Demuestran desde el principio una curiosa satisfacción por el hecho de encontrarse en una ciudad tan fea por sí misma. Se encuentra en ellas la descripción detallada de los leones de bronce que adornan el Ayuntamiento, consideraciones benévolas sobre la ausencia de árboles, sobre las casas deplorables y el trazado absurdo de la ciudad. Tarrou pone también en sus notas diálogos oídos en los tranvías y en las calles, sin añadir comentario, salvo, un poco más tarde, a una de esas conversaciones concernientes a un tal Camps. Tarrou había asistido a una conversación entre dos cobradores de tranvías.

—Tú conociste a Camps —decía uno.

—¿Camps? ¿Uno alto con bigote negro?

—Ése. Estaba en las agujas.

—¡Ah!, sí.

—Bueno, pues se ha muerto.

—¡Ah! Y ¿cuándo?

—Después de lo de las ratas.

—¡Mira! ¿Y qué es lo que ha tenido?

—No sé; unas fiebres. Además, no era fuerte. Ha tenido abscesos en los sobacos. No lo ha resistido.

—Y sin embargo, parecía igual que todo el mundo.

—No; era débil de pecho y tocaba en el Orfeón. Siempre soplando en un cornetín; eso acaba a cualquiera.

—¡Ah! —concluyó el segundo—, cuando se está enfermo no se debe soplar en un cornetín.

Tras esas breves indicaciones Tarrou se preguntaba por qué Camps había entrado en el Orfeón en contra de sus intereses más evidentes y cuáles eran las razones profundas que le habían llevado a arriesgar la vida por los desfiles dominicales.

Tarrou parecía además haber sido favorablemente impresionado por una escena que se desarrollaba con frecuencia en el balcón que quedaba en frente de su ventana. Su cuarto daba a una pequeña calle trasversal donde había siempre gatos adormilados a la sombra de las tapias. Pero todos los días, después del almuerzo, a la hora en que la ciudad entera estaba adormecida por el calor, un viejecito aparecía en un balcón, del otro lado de la calle. El pelo blanco y bien peinado, derecho y severo en su traje de corte militar, llamaba a los gatos con un "minino, minino" dulce y distante a un tiempo. Los gatos levantaban los ojos, pálidos de sueño, sin decidirse a moverse. Él rompía pedacitos de papel sobre la calle y los animales, atraídos por esta lluvia de mariposas blancas, avanzaban hasta el centro de la calzada, alargando la pata titubeante hacia los últimos trozos de papel. El viejecito, entonces escupía sobre los gatos con fuerza y precisión. Si uno de sus escupitajos daba en el blanco, reía.

En fin, Tarrou parecía haber sido definitivamente seducido por el carácter comercial de la ciudad, cuyo aspecto, animación e incluso placeres aparentaban ser regidos por las necesidades del negocio. Esta singularidad (es el término empleado en los apuntes) tenía la aprobación de Tarrou y una de sus observaciones elogiosas llegaba a terminarse con la exclamación: "¡Al fin!" Estos son los únicos puntos en que las notas del viajero, pertenecientes a esta fecha, parecen tener carácter personal. Es difícil apreciar su significación y lo que pueda haber de serio en ellas. Es así como, después de haber relatado que el hallazgo de una rata muerta había llevado al cajero del hotel a cometer un error en su cuenta, Tarrou había añadido con una letra menos clara que de ordinario. "Pregunta: ¿qué hacer para no perder el tiempo? Respuesta: sentirlo en toda su lentitud. Medios: pasarse los días en la antesala de un dentista en una silla inconfortable; vivir el domingo en el balcón, por la tarde; oír conferencias en una lengua que no se conoce, escoger los itinerarios del tren más largos y menos cómodos y viajar de pie, naturalmente; hacer la cola en las taquillas de los espectáculos, sin perder su puesto, etc., etc… Pero inmediatamente después de estos juegos de lenguaje o de pensamiento, los apuntes comienzan una descripción detallada de los tranvías de nuestra ciudad, de su forma de barquichuelo, su color impreciso, su habitual suciedad y terminan estas consideraciones con un "'es notable" que no explica nada.

He aquí, en todo caso, las indicaciones dadas por Tarrou sobre la historia de las ratas:

"Hoy el viejecito de enfrente está desconcertado. No hay gatos. Han desaparecido, en efecto, excitados por las ratas muertas que se descubren en gran número por las calles. En mi opinión no se puede pensar que los gatos coman ratas muertas. Recuerdo que los míos las detestaban. Pero eso no impide que corran a las bodegas y que el viejecito esté desconcertado.

Está menos bien peinado, menos vigoroso. Se le ve inquieto; después de estar un rato en el balcón se fue para adentro. Pero había escupido una vez en el vacío.

"En la ciudad hoy se detuvo un tranvía porque se descubrió en él una rata muerta, que había llegado allí no se sabe cómo. Dos o tres mujeres se apearon. Tiraron la rata. El tranvía partió.

"En el hotel, el guardián nocturno, que es un hombre digno de fe, me ha dicho que él está viendo venir alguna desgracia con todas estas ratas muertas. 'Cuando las ratas dejan el barco…' Le respondí que eso era cierto en el caso de los barcos, pero que todavía no se había comprobado en las ciudades. Sin embargo, su convicción es firme. Le pregunté qué desgracia podía amenazarnos, según él. No sabía, la desgracia era imprevisible. Pero a él no le hubiera extrañado que se tratara de un temblor de tierra. Reconocí que eso era posible y me preguntó si no me inquietaba:

"—Lo único que me interesa —le dije— es encontrar la paz interior.

"Me comprendió perfectamente.

"En el comedor del hotel hay una familia muy interesante. El padre es un hombre alto, delgado, vestido de negro, con cuello duro. Tiene la cabeza calva en el centro y dos tufos de pelo gris a derecha e izquierda. Ojitos redondos y duros, una nariz afilada y una boca horizontal le dan el aspecto de una lechuza bien educada. Llega siempre primero a la puerta del comedor, se aparta, deja pasar a su mujer, menuda como un ratoncito negro, y entonces entra, llevando detrás a un niño y a una niña vestidos como dos perros sabios. Llegado a la mesa, espera a que su mujer se coloque, se sienta él y los dos perritos de aguas pueden al fin posarse en sus sillas. Habla de usted a su mujer y a sus hijos, dedica corteses maldades a la primera y frases definitivas a los herederos.

BOOK: La peste
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