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Authors: Albert Camus

Tags: #Clásico, Novela

La peste (6 page)

BOOK: La peste
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"¡Ah!, doctor, quisiera aprender a expresarme." Hablaba de esto a Rieux cada vez que lo encontraba.

El doctor, aquella tarde, al verle marchar comprendió de pronto lo que Grand había querido decir: debía de estar escribiendo un libro o algo parecido. Ya en el laboratorio todo esto tranquilizaba a Rieux. Sabía que esta impresión era estúpida, pero no alcanzaba a comprender que la peste pudiera instalarse verdaderamente en una ciudad donde podía haber funcionarios modestos que cultivaban manías honorables. Más exactamente, no podía imaginar el lugar que ocuparían esas manías en medio de la peste y por lo tanto le parecía que, prácticamente, la peste no tenía porvenir entre nuestros conciudadanos.

Al día siguiente, gracias a una insistencia que todos consideraban fuera de lugar, Rieux obtuvo de la prefectura que se convocase a una comisión sanitaria.

—Es cierto que la población se inquieta —había reconocido Richard—. Además, las habladurías lo exageran todo. El prefecto me ha dicho: "Obremos rápido, pero en silencio." Por otra parte, está persuadido de que es una falsa alarma.

Bernard Rieux se fue con su coche a la prefectura.

—¿Sabe usted —le dijo el prefecto— que el departamento no tiene suero?

—Ya lo sé. He telefoneado al depósito. El director ha caído de las nubes. Hay que hacerlo traer de París.

—Tengo la esperanza de que no sea cosa muy larga.

—Ya he telegrafiado —respondió Rieux.

El prefecto estuvo amable, pero nervioso.

—Comencemos por el principio, señores —dijo—. ¿Debo resumir la situación?

Richard creía que esto no era necesario. Los médicos conocían la situación. La cuestión era solamente saber las medidas que había que tomar.

—La cuestión —dijo brutalmente el viejo Castel— es saber si se trata o no de la peste.

Dos o tres médicos lanzaron exclamaciones. Los otros parecieron dudar. En cuanto al prefecto, se sobresaltó y se volvió maquinalmente hacia la puerta como para comprobar si sus hojas habían podido impedir que esta enormidad se difundiera por los pasillos. Richard declaró que, en su opinión, no había que ceder al pánico: se trataba de una fiebre con complicaciones inguinales, esto era todo lo que podía decir; las hipótesis, en la ciencia como en la vida, son siempre peligrosas. El viejo doctor Castel, que se mordisqueaba tranquilamente el bigote amarillento, levantó hacia Rieux sus ojos claros. Después, paseando una mirada benévola sobre los asistentes, hizo notar que él sabía bien que era la peste, pero que, en verdad, reconocerlo oficialmente, obligaría a tomar medidas implacables. Sabía que era esto lo que hacía retroceder a sus colegas y, en consecuencia, bien quisiera admitir que no fuera la peste. El prefecto, agitado, declaró que en todo caso esa no era una manera de razonar.

—Lo importante —dijo Castel— no es que esta manera de razonar sea o no buena, lo importante es que obligue a reflexionar.

Como Rieux callaba le preguntaron su opinión.

—Se trata de una fiebre de carácter tifoideo, pero acompañada de bubones y de vómitos. He podido verificar análisis en los que el laboratorio cree reconocer el microbio rechoncho de la peste. Para ser exacto, hay que añadir sin embargo, que ciertas modalidades específicas del microbio no coinciden con la descripción clásica.

Richard subrayó que esto autorizaba las dudas y que había que esperar por lo menos el resultado estadístico de la serie de análisis comenzada hacía días.

—Cuando un microbio —dijo Rieux después de un corto silencio— es capaz en tres días de cuadruplicar el volumen del bazo, de dar a los ganglios mesentéricos el volumen de una naranja y la consistencia de la papilla no creo que estén autorizadas las dudas.

Richard creía que no había que ver las cosas demasiado negras y que el contagio, por otra parte, no estaba comprobado puesto que los parientes de sus enfermos estaban aún indemnes.

—Pero otros han muerto —hizo observar Rieux—. Y es sabido que el contagio no es nunca absoluto, pues si lo fuera tendríamos una multiplicación matemática infinita y un despoblamiento fulminante. No se trata de ver las cosas negras. Se trata de tomar precauciones.

Richard resumía la situación haciendo notar que para detener esta enfermedad, si no se detenía por sí misma, había que aplicar las graves medidas de profilaxis previstas por la ley; que para hacer esto habría que reconocer oficialmente que se trataba de la peste; que la certeza no era absoluta todavía y que en consecuencia ello exigía reflexión.

—La cuestión —insistía Rieux— no es saber si las medidas previstas por la ley son graves sino si son necesarias para impedir que muera la mitad de la población. El resto, es asunto de la administración, y justamente nuestras instituciones han nombrado un prefecto para arreglar esas cosas.

—Sin duda —dijo el prefecto—, pero yo necesito que reconozcan que se trata de una epidemia de peste.

—Si no lo reconocemos —dijo Rieux—, nos exponemos igualmente a que mate a la mitad de la población.

Richard intervino con cierta nerviosidad.

—La verdad es que nuestro colega cree en la peste. Su descripción del síndrome lo prueba.

Rieux respondió que él no había descrito un síndrome; había descrito lo que había visto. Y lo que había visto eran los bubones, las manchas, las fiebres delirantes, fatales en cuarenta y ocho horas. ¿Se atrevería el doctor Richard a tomar la responsabilidad de afirmar que la epidemia iba a detenerse sin medidas profilácticas rigurosas?

Richard titubeó y miró a Rieux.

—Sinceramente, dígame usted lo que piensa. ¿Tiene usted la seguridad de que se trata de la peste?

—Plantea usted mal el problema. No es una cuestión de vocabulario: es una cuestión de tiempo.

—Su opinión —dijo el prefecto— sería entonces que, incluso si no se tratase de la peste, las medidas profilácticas indicadas en tiempo de peste se deberían aplicar.

—Si es absolutamente necesario que yo tenga una opinión, en efecto, esa es.

Los médicos se consultaron unos a otros y Richard acabó por decir:

—Entonces es necesario que tomemos la responsabilidad de obrar como si la enfermedad fuera una peste.

La fórmula fue calurosamente aprobada.

—¿Es esta su opinión, querido colega?

—La fórmula me es indiferente —dijo Rieux—. Digamos solamente que no debemos obrar como si la mitad de la población no estuviese amenazada de muerte, porque entonces lo estará.

En medio de la irritación general Rieux se fue. Poco después, en el arrabal que olía a frituras y a orinas le imploraba una mujer, gritando como el perro que aúlla a la muerte, con las ingles ensangrentadas.

Al día siguiente de la conferencia, la fiebre dio un pequeño salto. Llegó a aparecer en los periódicos, pero bajo una forma benigna, puesto que se contentaron con hacer algunas alusiones. En todo caso, al otro día Rieux pudo leer pequeños carteles blancos que la prefectura había hecho pegar rápidamente en las esquinas más discretas de la ciudad. Era difícil tomar este anuncio como prueba de que las autoridades miraban la situación cara a cara. Las medidas no eran draconianas y parecían haber sacrificado mucho al deseo de no inquietar a la opinión pública. El exordio anunciaba, en efecto, que unos cuantos casos de cierta fiebre maligna, de la que todavía no se podía decir si era contagiosa, habían hecho su aparición en la ciudad de Oran. Estos casos no eran aún bastante característicos para resultar realmente alarmantes y nadie dudaba que la población sabría conservar su sangre fría. Sin embargo, y con un propósito de prudencia que debía ser comprendido por todo el mundo, el prefecto tomaba algunas medidas preventivas. En consecuencia, el prefecto no dudaba un instante de la adhesión con que el vecindario colaboraría en su esfuerzo personal.

El cartel anunciaba después medidas de conjunto, entre ellas una desratización científica por inyección de gases tóxicos en las alcantarillas y una vigilancia estrecha de los alimentos en contacto con el agua. Recomendaba a los habitantes la limpieza más extremada e invitaba, en fin, a los que tuvieran parásitos a presentarse en los dispensarios municipales. Además, las familias deberían declarar los casos diagnosticados por el médico y consentir que sus enfermos fueran aislados en las salas especiales del hospital. Estas salas, por otra parte, estaban equipadas para cuidar a los enfermos en un mínimum de tiempo posible y con el máximum de probabilidades de curación. Algunos artículos suplementarios sometían a la desinfección obligatoria el cuarto del enfermo y el vehículo de transporte. En cuanto al resto se limitaban a recomendar a los que rodeaban al enfermo que se sometieran a una vigilancia sanitaria.

El doctor Rieux se volvió bruscamente después de leer el cartel y tomó el camino de su consultorio. Joseph Grand, que lo esperaba, levantó otra vez los brazos al verle entrar.

—Sí —dijo Rieux—, ya sé, las cifras suben.

La víspera, una docena de enfermos había sucumbido en la ciudad. El doctor dijo a Grand que le vería probablemente por la tarde porque iba a hacer una visita a Cottard.

—Bien hecho —dijo Grand—; le hará usted mucho bien porque lo encuentro cambiado.

—¿En qué?

—Se ha vuelto muy cortés.

—¿Antes no lo era?

Grand titubeó. No podía decir que Cottard fuera descortés, la expresión no sería justa. Era un hombre reconcentrado y silencioso que tenía un poco el aire del jabalí. Su cuarto, la frecuentación de un restaurante modesto y algunas salidas bastante misteriosas: eso era toda la vida de Cottard. Oficialmente, era representante de vinos y licores. De tarde en tarde recibía la visita de dos o tres hombres que debían ser sus clientes. Por la noche, algunas veces iba al cine que estaba enfrente de su casa. El empleado había notado incluso que Cottard parecía tener preferencias por los films de gangsters. Casi siempre el representante vivía solitario y desconfiado.

Todo esto, según Grand, había cambiado mucho.

—No sé cómo decir, pero tengo la impresión, sabe usted, de que procura reconciliarse con las gentes, que quiere que estén de su parte. Me habla frecuentemente, me invita a salir con él y yo no sé a veces negarme. Por otra parte, me interesa, y sobre todo, le he salvado la vida.

Después de su tentativa de suicidio Cottard no había vuelto a recibir visitas. En la calle, con los proveedores, procuraba hacerse simpático. Nadie había puesto tanta dulzura al hablar a los tenderos, tanto interés en escuchar a los vendedores de tabaco.

—Esa vendedora de tabaco —decía Grand— es una víbora. Se lo he dicho a Cottard y me ha respondido que estoy en un error, que tiene buenas cualidades que es preciso saber encontrarle.

Dos o tres veces, en fin, Cottard había llevado a Grand a restaurantes y cafés lujosos de la ciudad. Él se había dedicado a frecuentarlos.

—Se está bien aquí —decía—, y además se está en buena compañía.

Grand había notado las atenciones especiales del personal para con el representante y había comprendido la razón observando las propinas excesivas que aquél dejaba. Cottard parecía muy sensible a las amabilidades con que le pagaban. Un día en que el encargado le había acompañado a la puerta y ayudado a ponerse el abrigo, Cottard había dicho a Grand:

—Es un buen muchacho, podría ser testigo.

—¿Testigo de qué?

Cottard había titubeado.

—¡En fin!, de que yo no soy una mala persona.

Por otra parte, tenía ataques de mal humor. Un día en que el tendero se había mostrado menos amable había vuelto a su casa en un estado de furor desmedido.

—Está con los otros, este canalla —repetía.

—¿Qué otros?

—Todos los otros.

Grand había incluso asistido a una escena curiosa con la vendedora de tabaco. En medio de una conversación, la vendedora había hablado de un proceso reciente que había hecho mucho ruido en Argel. Se trataba de un joven empleado que había matado a un árabe en una playa.

—Si metieran en la cárcel a toda esa chusma —había dicho la vendedora—, la gente decente respiraría.

Pero había tenido que interrumpirse en vista de la agitación súbita de Cottard que se había echado a la calle sin decir una palabra. Grand y la vendedora habían quedado boquiabiertos.

Todavía podía Grand señalar a Rieux otros cambios en el carácter de Cottard. Este último había sido siempre de opiniones muy liberales. Su frase favorita: "Los grandes se comen siempre a los pequeños" lo probaba. Pero desde hacía cierto tiempo no compraba más que el periódico moderado de Oran y era inevitable sospechar que incluso ponía cierta ostentación en leerlo en los sitios públicos. Igualmente, días después de levantarse, viendo que Grand iba al correo le rogó que le pusiera un giro de cien francos que enviaba todos los meses a una hermana que vivía lejos. Pero en el momento en que Grand salía le dijo:

—Envíele doscientos francos, será una sorpresa agradable. Siempre cree que yo no pienso jamás en ella, pero la verdad es que la quiero mucho.

En fin, un día había tenido con Grand una conversación curiosa. Grand se había visto obligado a responder a las preguntas de Cottard, que estaba intrigado por el trabajo a que él se dedicaba por las noches.

—Bueno —le había dicho Cottard—, usted hace un libro.

—Un libro, si usted quiere, pero ¡la cosa es más complicada!

—¡Ah! —había exclamado Cottard—, bien quisiera yo hacer otro tanto.

Grand había mostrado sorpresa y Cottard había balbuceado que ser artista debía de solucionar muchas cosas.

—¿Por qué? —había preguntado Grand.

—Bueno, pues porque un artista tiene más derechos, eso todo el mundo lo sabe. Se le toleran muchas cosas.

—Vamos —dijo Rieux a Grand (era la mañana en que habían aparecido los carteles)—, la historia de las ratas le ha trastornado como a tantos otros. O acaso tiene miedo de la fiebre.

Grand respondió:

—No lo creo, doctor, y si quiere usted saber mi opinión…

El auto de la desratización pasó bajo la ventana con un ruido de escape atronador. Rieux esperó que fuera posible hacerse entender y después le preguntó su opinión distraídamente. El otro lo miró con seriedad.

—Es un hombre que tiene algo que reprocharse.

El doctor levantó los hombros. Como decía el comisario, eran otras cosas que estaban puestas a la lumbre.

Después de almorzar Rieux tuvo una conferencia con Castel; los sueros no llegaban.

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