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Authors: Albert Camus

Tags: #Clásico, Novela

La peste (26 page)

BOOK: La peste
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Fue un domingo por la tarde cuando Tarrou y Rambert decidieron dirigirse al estadio. Iban acompañados por González, el jugador de fútbol con quien Rambert se había encontrado y que había terminado por acceder a dirigir por turnos la vigilancia del estadio. Rambert tenía que presentarse al administrador del campo. González le había dicho a las dos, en el momento de encontrarse, que aquella era la hora en que antes de la peste se cambiaba de ropa para comenzar el match. Ahora que los estadios habían sido incautados esto ya no era posible y González se sentía, y ese era su aspecto, un hombre de más. Esta era una de las razones que le habían llevado a aceptar la vigilancia, a condición de no tener que ejercerla más que los fines de semana. El cielo estaba cubierto a medias y González, mirando hacia arriba, comentó que este tiempo, ni lluvioso ni caluroso, era el más favorable para un buen partido. Empezó a evocar a su modo el olor de la embrocación de los vestuarios, las tribunas atestadas, las camisetas de colores vivos sobre el terreno amarillento, las limonadas de la primavera y las gaseosas del verano que pican en la garganta reseca con mil agujas refrescantes. Tarrou notó también que durante todo el trayecto, a través de las calles del barrio llenas de baches, el jugador no dejaba de dar patadas a todas las piedras que encontraba. Procuraba lanzarlas bien dirigidas a las bocas de las alcantarillas y si acertaba decía: "uno a cero". Cuando terminaba un cigarro, escupía la colilla hacia delante e intentaba darle con el pie. Cerca ya del estadio, unos niños que estaban jugando tiraron una pelota hacia el grupo que pasaba y González se apresuró a devolverla con precisión.

Entraron, al fin, en el estadio. Las tribunas estaban llenas de gente, pero el terreno estaba cubierto por varios centenares de tiendas rojas, dentro de las cuales se veían catres y morrales. Se había reservado las plataformas para que los internados pudieran guarecerse del calor o de la lluvia. Lo único que tenían que hacer era volver a colocar las tiendas al ponerse el sol. Debajo de las tribunas estaban las duchas que habían instalado, y los antiguos vestuarios de los jugadores habían sido transformados en despachos o en enfermerías. La mayor parte de los interesados estaba en las tribunas, otros erraban por las gradas. Algunos estaban sentados a la entrada de su tienda y paseaban sobre las cosas una mirada vaga. En las tribunas, algunos estaban tumbados y parecían esperar.

—¿Qué hacen durante todo el día? —preguntó Tarrou a Rambert.

—Nada.

Efectivamente, casi todos llevaban los brazos colgando y las manos vacías. Esta inmensa asamblea de hombres era extrañamente silenciosa.

—Los primeros días, no podía uno entenderse aquí —dijo Rambert—, pero a medida que pasa el tiempo van hablando cada vez menos.

Según sus notas, Tarrou los comprendía, y los veía al principio metidos en sus tiendas ocupadas en oír volar las moscas o en rascarse vociferando su cólera o su miedo cuando encontraban orejas complacientes. Ahora no les quedaba más que callarse y desconfiar. Había una especie de desconfianza que caía del cielo gris, y, sin embargo, luminoso, sobre el campo rojizo.

Sí, todos tenían aire de desconfianza. Puesto que les habían separado de los otros no sería sin razón, y se les veía que buscaban sus razones y que temían. Todos los que Tarrou observaba tenían miradas errantes, todos parecían sufrir de la separación de aquello que constituye su vida. Y como no podían pensar siempre en la muerte, no pensaban en nada. Estaban vacantes. "Pero lo peor —escribía Tarrou— es que están olvidados y lo saben. Los que los conocen los han olvidado porque están pensando en otra cosa y esto es comprensible. Los que los quieren los han olvidado también porque tienen que ocuparse de gestiones y proyectos para hacerlos salir. Esto también es normal. Y en fin de cuentas, uno ve que nadie es capaz de pensar realmente en nadie, ni siquiera durante la mayor de las desgracias. Pues pensar realmente en alguien es pensar minuto tras minuto, sin distraerse con nada, ni con los cuidados de la casa, ni con la mosca que vuela, ni con las comidas, ni con las picazones. Pero siempre hay moscas y picazones. Por esto la vida es tan difícil de vivir, y ellos lo saben bien."

El administrador que venía hacia ellos les dijo que un tal señor Othon quería verles. Condujo a González a su despacho y después les llevó hacia un rincón de las tribunas donde el señor Othon, que se mantenía apartado, se levantó para saludarlos. Estaba vestido como siempre y llevaba el mismo cuello duro. Tarrou notó únicamente que sus tufos de las sienes estaban más despeinados y que llevaba desatado el cordón de un zapato. El juez tenía aspecto muy cansado y no miró ni una sola vez a sus interlocutores a la cara. Dijo que se alegraba mucho de verles y que les encargaba dar las gracias al doctor Rieux por todo lo que había hecho. Ellos se callaron,

—Tengo la esperanza —dijo el juez después de un rato— de que Jacques no haya sufrido demasiado.

Era la primera vez que Tarrou le oía pronunciar el nombre de su hijo y comprendió que algo había cambiado en él. El sol bajaba hacia el horizonte y por entre dos nubes entraban sus rayos oblicuamente hasta las tribunas, dorando las caras de los tres hombres.

—No —dijo Tarrou—, verdaderamente, no creo que haya sufrido.

Cuando se retiraron, el juez siguió mirando hacia el lado por donde venía el sol.

Fueron a decir adiós a González que estaba estudiando un cuadro de vigilancia por turnos. El jugador les estrechó las manos sonriendo. —Por lo menos he vuelto a los vestuarios —dijo—, esa es la cosa.

Poco después, cuando el administrador les acompañaba hacia la salida, un enorme chicharreo se oyó en las tribunas: eran los altavoces que en otros sitios servían para anunciar el resultado de los matches o para presentar los equipos, y que ahora advertían gangosamente que los internados debían volver a sus tiendas para que la comida de la tarde pudiera serles distribuida. Los hombres dejaron lentamente las tribunas y se recogieron a sus tiendas arrastrando los pies. Cuando todos estuvieron preparados, dos carritos eléctricos, como los que se ven en las estaciones, pasaron por entre las tiendas llevando grandes marmitas. Los hombres alargaban la mano, dos cucharones se hundían en las dos marmitas, saliendo cargados para aterrizar en dos escudillas. El coche volvía a ponerse en marcha y lo mismo se repetía en la tienda siguiente.

—Es científico —dijo Tarrou al administrador.

Había llegado el crepúsculo y el cielo se había despejado. Una luz suave y fresca bañaba el campo. En la paz de la tarde se oyeron ruidos de platos y cucharas por todas partes. Algunos murciélagos revoloteaban sobre las tiendas y desaparecían rápidamente. Un tranvía chirrió en la aguja, del otro lado de los muros.

—Pobre juez —murmuró Tarrou al salir—. Habría que hacer algo por él, pero ¿qué se puede hacer por un juez?

Había también en la ciudad otros muchos campos de los que el cronista por escrúpulo y por falta de información directa no puede decir nada. Pero lo que sí puede decir es que la existencia de esos campos, el olor a hombres que venía de ellos, los enormes ruidos de los altavoces al caer de la tarde, el misterio de los muros y el miedo de esos lugares reprobados pesaban sobre la moral de nuestros conciudadanos y añadían confusión y malestar. Los incidentes y los conflictos con la administración se multiplicaron.

A fin de noviembre las mañanas llegaron a ser muy frías. Lluvias torrenciales lavaron el suelo, a chorros, limpiaron el cielo y lo dejaron puro, sin nubes, sobre las calles relucientes. Por las mañanas un sol débil esparcía sobre la ciudad una luz refulgente y fría. Hacia la tarde, por el contrario, el aire volvía a hacerse tibio. Este fue el momento que Tarrou eligió para franquearse un poco con el doctor Rieux.

Una noche, a eso de las diez, después de una larga y agotadora jornada, Tarrou acompañó a Rieux que iba a hacer su visita de la tarde al viejo asmático. El cielo brillaba suavemente sobre las casas del barrio.

En los cruces de algunas calles oscuras, un ligero viento soplaba sin ruido. Del silencio de aquellas calles pasaron al parloteo del viejo. Éste les dijo que había muchos descontentos, que las tajadas son siempre para los mismos, que tanto va el cántaro a la fuente que al fin se rompe y que probablemente, aquí se frotaba las manos, habría gresca. El doctor le prodigó sus cuidados sin que él dejase de lamentar los acontecimientos.

Oyeron pasos sobre el techo. La mujer del viejo, viendo el interés de Tarrou por aquel ruido, les explicó que los vecinos salían a la terraza. Dijo también que había muy bonita vista, desde allá arriba, y que las terrazas de casi todas las casas tocaban, comunicándose por algún lado, y así podían las mujeres del barrio visitarse sin salir a la calle.

—Sí —dijo el viejo—, suban un poco. Allá arriba hay buen aire.

Encontraron la terraza sola y provista de tres sillas. De un lado, tan lejos como alcanzaba la vista, no se distinguían más que terrazas que acababan por quedar adosadas a una masa oscura y rocosa que correspondía a la primera colina. Del otro lado, por encima de algunas calles y del puerto que no era visible, la mirada se sumergía en un horizonte en el que el cielo y el mar se unían en una palpitación idéntica. Más allá de donde sabían que quedaban los acantilados, una claridad cuyo origen no se alcanzaba a ver aparecía y desaparecía regularmente: el faro del paso, desde la primavera, se encendía para los barcos que debían desviarse hacia otros puertos. En el cielo barrido y pulido por el viento brillaban las estrellas puras y la claridad lejana del faro esparcía de cuando en cuando una ráfaga cenicienta. La brisa traía olores de especias y de rocas. El silencio era absoluto.

—Qué buen tiempo hace —dijo Rieux sentándose—. Es como si la peste no hubiese llegado hasta aquí.

Tarrou, de espaldas a él, miraba el mar.

—Sí —dijo después de un rato—, hace buen tiempo.

Vino a sentarse junto al doctor y lo miró atentamente. Tres veces se apareció un resplandor en el cielo. De las profundidades de la calle llegó hasta ellos ruido de platos. Una puerta golpeó dentro de la casa.

—Bueno —dijo Tarrou con un tono enteramente natural—, ¿usted no ha procurado nunca saber quién soy yo? ¿Me tiene usted alguna amistad?

—Sí —respondió el doctor—, se la tengo. Pero hasta ahora nos ha faltado el tiempo.

—Si es así, me tranquiliza. ¿Quiere usted que este momento sea el momento de la amistad?

Por toda respuesta Rieux le sonrió.

—Bueno, pues, ahí va…

En alguna calle lejana un auto pareció resbalar en el pavimento mojado y según se alejaba se perdieron detrás de él algunas exclamaciones confusas que habían roto un momento el silencio. Después, el silencio volvió a caer sobre los dos hombres con todo su peso de cielo y de estrellas. Tarrou se había levantado para apoyarse en la baranda de la terraza frente a Rieux, que seguía hundido en su silla. Sólo se veía su figura maciza recortada contra el cielo. Habló durante mucho tiempo y he aquí poco más o menos su discurso reconstruido.

"Digamos para simplificar, Rieux, que yo padecía ya de la peste mucho antes de conocer esta actitud y esta epidemia. Basta con decir que soy como todo el mundo. Pero hay gentes que no lo saben o que se encuentran bien en ese estado y hay gentes que lo saben y quieren salir de él. Siempre he querido salir.

"Cuando yo era joven vivía con la idea de mi inocencia, es decir, sin ninguna idea. No soy del género de los atormentados, yo empecé bien. Todo me salía como es debido, estaba a mi gusto en el terreno de la inteligencia y mucho más en el de las mujeres. Si tenía alguna inquietud se iba como había venido. Un día empecé a reflexionar.

"Tengo que advertirle que yo no era pobre como usted. Mi padre era abogado general, que es una buena situación. Sin embargo, no se daba ninguna importancia, era de natural bonachón. Mi madre era sencilla y apagada, no he dejado de quererla nunca, pero prefiero no hablar de ella. Él se ocupaba de mí con cariño y creo que hasta intentaba comprenderme. Seguramente tenía aventuras por ahí, ahora creo saberlo, y claro está que estoy lejos de indignarme por ello. Se conducía en todo como era de esperar, sin herir a nadie. Por decirlo en dos palabras, no era muy original, y hoy que ya ha muerto, me doy cuenta de que si no vivió como un santo tampoco fue una mala persona. Estaba en el justo medio, eso es todo, era el tipo de hombre por quien se puede sentir un razonable afecto, que puede durar.

"Pero tenía una particularidad: la gran guía Chaix era su libro de cabecera. No es que viajase mucho: sólo viajaba en las vacaciones para ir a Bretaña, donde tenía una pequeña propiedad. Pero era capaz de decirle a usted exactamente las horas de salida y de llegada del tren París—Berlín, las combinaciones de los horarios que había que hacer para ir de Lyon a Varsovia, el número exacto de kilómetros que había entre las capitales que usted escogiese. ¿Podría decir cómo hay que ir de Briangon a Chamoix? Hasta un jefe de estación se perdería. Bueno, pues mi padre no se perdía en modo alguno. Se ejercitaba todas las noches en enriquecer sus conocimientos en esta materia y estaba orgulloso de ello. A mí me divertía mucho hacerle preguntas y comprobarlas en la Chaix, reconociendo que no se equivocaba. Esos pequeños ejercicios nos unían mucho, pues yo era para él un auditorio cuya buena voluntad sabía apreciar. Yo por mi parte creía que esta superioridad suya en ferrocarriles valía tanto como cualquier otra.

"Pero estoy insistiendo en esto y no quiero dar demasiada importancia a este hombre decente. En resumen: él no tuvo más que una influencia indirecta en mi determinación. A lo más me proporcionó una ocasión. Cuando cumplí los diecisiete años mi padre me invitó un día a ir a oírle. Se trataba de un asunto importante en los Tribunales y seguramente él creyó que quedaría muy bien a mis ojos. Creo también que contaba con que este acto, propio para impresionar a las mentes jóvenes, influiría en mí para decidirme a elegir la misma carrera que él había seguido. Yo acepté por complacerle y también porque tenía curiosidad de verle y oírle representando un papel tan diferente del que hacía entre nosotros. No pensé en otra cosa. Lo que pasaba en un tribunal me había parecido siempre tan natural e inevitable como una revista militar del 14 de Julio o una distribución de premios. Tenía de todo ello una idea muy abstracta que no me desagradaba.

"Sin embargo, no conservo de ese día más que una sola imagen: la del culpable. Yo creo que era culpable, realmente, poco importa de qué. Pero aquel hombrecillo de pelo rojo y ralo, de unos treinta años, parecía tan decidido a reconocerlo todo, tan sinceramente alterado por lo que había hecho y por lo que iban a hacerle, que al cabo de unos minutos yo ya no tuve ojos más que para él. Tenía el aspecto de un búho deslumbrado por una luz demasiado viva. El nudo de la corbata no se le ajustaba al nacimiento del cuello. Se mordía las uñas de una sola mano, la derecha… En fin, no insisto, ya comprende usted; estaba vivo.

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