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Authors: Albert Camus

Tags: #Clásico, Novela

La peste (29 page)

BOOK: La peste
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Todo el mundo estaba de acuerdo en creer que las comodidades de la vida pasada no se recobrarían en un momento y en que era más fácil destruir que reconstruir. Se imaginaban, en general, que el aprovisionamiento podría mejorarse un poco y que de este modo desaparecería la preocupación más apremiante. Pero, en realidad, bajo esas observaciones anodinas una esperanza insensata se desataba, de tal modo que nuestros conciudadanos no se daban a veces cuenta de ello y afirmaban con precipitación que, en todo caso, la liberación no sería para el día siguiente.

Y así fue; la peste no se detuvo al otro día, pero a las claras se empezó a debilitar más de prisa de lo que razonablemente se hubiera podido esperar. Durante los primeros días de enero, el frío se estabilizó con una persistencia inusitada y pareció cristalizarse sobre la ciudad. Sin embargo, nunca había estado tan azul el cielo. Durante días enteros su esplendor inmutable y helado inundó toda la ciudad con una luz ininterrumpida. En este aire purificado, la peste, en tres semanas, y mediante sucesivos descensos, pareció agotarse, alineando cadáveres cada día menos numerosos. Perdió en un corto espacio de tiempo la casi totalidad de las fuerzas que había tardado meses en acumular. Viendo cómo se le escapaban presas enteramente sentenciadas como Grand y la muchacha de Rieux, cómo se exacerbaba en ciertos barrios durante dos o tres días, mientras desaparecía totalmente en otros, cómo multiplicaba las víctimas el lunes, y el miércoles las dejaba escapar casi todas; viéndola desfallecer o precipitarse se hubiera dicho que estaba desorganizándose por enervamiento o cansancio y que perdía, al mismo tiempo que el dominio de sí misma, la eficacia matemática y soberana que había sido su fuerza. El suero de Castel empezó a tener, de pronto, éxitos que hasta entonces le habían sido negados. Cada una de las medidas tomadas por los médicos, que antes no daban ningún resultado, parecieron inesperadamente dar en el clavo. Era como si a la peste le hubiera llegado la hora de ser acorralada y su debilidad súbita diese fuerza a las armas embotadas que se le habían opuesto. Sólo de cuando en cuando la enfermedad recrudecía y de un solo golpe se llevaba a tres o cuatro enfermos cuya curación se esperaba. Eran los desafortunados de la peste; los que mataba en plena esperanza. Este fue el caso del juez Othon al que hubo que evacuar del campo de cuarentena y del que Tarrou dijo que no había tenido suerte, sin que se pueda saber si pensaba en la muerte o en la vida del juez.

Pero, en conjunto, la infección retrocedía en toda la línea, y los comunicados de la prefectura, que primero habían hecho nacer tan tímida y secreta esperanza, acabaron por confirmar, en la mente de todos, la convicción de que la victoria estaba alcanzada y de que la enfermedad abandonaba sus posiciones. En verdad, era difícil saber si se trataba de una victoria, únicamente estaba uno obligado a comprobar que la enfermedad parecía irse por donde había venido. La estrategia que se le había opuesto no había cambiado: ayer ineficaz, hoy aparentemente afortunada. Se tenía la impresión de que la enfermedad se había agotado por sí misma o de que acaso había alcanzado todos sus objetivos. Fuese lo que fuese, su papel había terminado.

Sin embargo, se hubiera podido creer que no había cambiado nada en la ciudad. Las calles, siempre silenciosas por el día, estaban invadidas de noche por una multitud en la que ahora predominaban los abrigos y las bufandas. Los cines y los cafés hacían los mismos negocios. Pero mirando detenidamente se podía ver que las caras estaban menos crispadas y que a veces hasta sonreían. Entonces se daba uno cuenta de que, hasta ese momento, nadie sonreía por la calle. En realidad, se había hecho un desgarrón en el velo opaco que rodeaba a la ciudad desde hacía meses y todos los lunes se comprobaba por las noticias de la radio que el desgarrón se iba agrandando y que al fin iba a ser posible respirar. No era más que un alivio negativo que todavía no tenía una expresión franca. Mientras que antes no se hubiera podido oír sin cierta incredulidad la noticia de que había salido un tren o llegado un vapor, o bien que se iba a autorizar la circulación de los autos, el anuncio de ésos acontecimientos a mediados de febrero no provocó la menor sorpresa. Era poco, sin duda. Pero este ligero matiz delataba los enormes progresos alcanzados por nuestros conciudadanos en el camino de la esperanza. Se puede decir, por otra parte, que a partir del momento en que la más ínfima esperanza se hizo posible en el ánimo de nuestros conciudadanos, el reinado efectivo de la peste había terminado.

No hay que dejar de señalar que durante todo el mes de enero nuestros conciudadanos tuvieron reacciones contradictorias, pasaron por alternativas de excitación y depresión. Fue por esto por lo que hubo que registrar nuevas tentativas de evasión en el momento mismo en que las estadísticas eran más favorables. Esto sorprendió mucho a las autoridades y a los puestos de guardia porque la mayor parte de esos intentos tuvieron éxito. Pero en realidad las gentes se evadían obedeciendo a sentimientos naturales. En unos, la peste había hecho arraigar un escepticismo profundo del que ya no podían deshacerse. La esperanza no podía prender en ellos. Y aunque el tiempo de la peste había pasado, ellos continuaban viviendo según sus normas. Estaban atrasados con respecto a los acontecimientos. En otros, y éstos se contaban principalmente entre los que habían vivido separados de los seres que querían, después de tanto tiempo de reclusión y abatimiento, el viento de la esperanza que se levantaba había encendido una fiebre y una impaciencia que les privaban del dominio de sí mismos. Les entraba una especie de pánico al pensar que podían morir, ya tan cerca del final, sin ver al ser que querían y sin que su largo sufrimiento fuese recompensado. Así, aunque durante meses con una oscura tenacidad, a pesar de la prisión y el exilio, habían perseverado en la espera, la primera esperanza bastó para destruir lo que el miedo y la desesperación no habían podido atacar. Se precipitaron como locos pretendiendo adelantarse a la peste, incapaces de ir a su paso hasta el último momento.

Al mismo tiempo hubo también señales de optimismo, se registró una sensible baja en los precios. Desde el punto de vista de la economía pura, este movimiento no se podía explicar. Las dificultades seguían siendo las mismas, las formalidades de cuarentena habían sido mantenidas en las puertas y el aprovisionamiento estaba lejos de mejorar. Se asistía, pues, a un fenómeno puramente moral, como si el retroceso de la peste repercutiese por todas partes. Al mismo tiempo, el optimismo ganaba a los que antes vivían en grupos y que a causa de la enfermedad habían sido obligados a la separación. Los dos conventos de la ciudad empezaron a rehacerse y la vida en común recomenzó. Lo mismo fue para los militares, que volvieron a reunirse en los cuarteles ya libres, reanudando su vida normal de guarnición. Estos pequeños hechos eran grandes síntomas.

La población vivió en esta agitación secreta hasta el veinticinco de enero. En esa semana las estadísticas bajaron tanto que, después de una consulta con la comisión médica la prefectura anunció que la epidemia podía considerarse contenida. El comunicado añadía que por un espíritu de prudencia, que no dejaría de ser aprobado por la población, las puertas de la ciudad seguirían aún cerradas durante dos semanas y las medidas profilácticas mantenidas durante un mes. En este período, a la menor señal de que el peligro podía recomenzar, "el
status quo
sería mantenido y las medidas llevadas al extremo". Todo el mundo estaba de acuerdo en considerar a estas cláusulas como de mero estilo y una gozosa agitación henchía la ciudad la noche del veinticinco de enero. Para asociarse a la alegría general, el prefecto dio orden de restituir el alumbrado, como en el tiempo de la salud. Nuestros conciudadanos se desparramaron por las calles iluminadas, bajo un cielo frío y puro, en grupos ruidosos y pequeños.

Es cierto que en algunas casas las persianas siguieron cerradas y las familias pasaron en silencio esta velada que otros llenaron de gritos. Sin embargo, para muchos de esos seres enlutados, el alivio era también profundo, bien porque el miedo de ver a otros de los suyos arrebatados hubiera desaparecido, o bien porque la atención necesaria para su conservación personal pudiera dejar de estar alerta. Pero las familias que tenían que quedar más ajenas a la alegría general eran, sin discusión, las que en ese momento tenían un enfermo debatiéndose con la peste en un hospital, o las que en las residencias de cuarentena o en sus casas esperaban que la plaga terminase para ellas como había terminado para los otros. Éstas concebían también esperanzas, es cierto, pero hacían de ellas un depósito que dejaban en reserva y al que se proponían no tocar hasta tener verdaderamente derecho. Esta espera, esta vigilia silenciosa a mitad del camino entre la agonía y la alegría, les resultaba aun más cruel en medio del júbilo general.

Pero estas excepciones no mermaban nada a la satisfacción de los otros. Sin duda, la peste todavía no había terminado y aun tenía que probarlo. Sin embargo, en todos los ánimos, ya desde muchas semanas antes, los trenes partían silbando por vías sin fin y los barcos surcaban mares luminosos. Al día siguiente, los ánimos estarían más calmados y renacerían las dudas. Pero, por el momento, la ciudad entera se despabilaba, dejando los lugares cerrados, sombríos e inmóviles, donde había echado raíces de piedra, y se ponía al fin en marcha con su cargamento de supervivientes. Aquella noche Tarrou y Rieux, Rambert y los otros, iban entre la multitud y sentían ellos también que les faltaba el suelo bajo los pies. Mucho tiempo después de haber dejado los bulevares, Tarrou y Rieux sentían que esta alegría los perseguía cuando ya estaban en las callejuelas desiertas, pasando bajo las ventanas con persianas cerradas. Y, a causa de su mismo cansancio, no podían separar este sufrimiento, que continuaba detrás de las persianas, de la alegría que llenaba las calles, un poco más lejos. La liberación que se aproximaba tenía una cara en la que se mezclaban las lágrimas y la risa.

En un momento en que el ruido se había hecho más fuerte y más alegre, Tarrou se detuvo. Por el empedrado en sombra, una forma corría ligera; era un gato, el primero que se volvía a ver desde la primavera. Se quedó quieto un momento en medio de la calzada, titubeó, se lamió una pata y se atusó con ella la oreja derecha; rápidamente reanudó su carrera silenciosa y desapareció en la noche. Tarrou sonrió. El viejecito estaría también contento.

Pero en el preciso momento en que la peste parecía alejarse para volver al ignorado cubil de donde había salido, había alguien en la ciudad que estaba consternado de su partida: éste era Cottard, a creer los apuntes de Tarrou.

A decir verdad, esos apuntes se hicieron sumamente curiosos a partir del momento en que las estadísticas empezaron a bajar. Seguramente era el cansancio, pero el caso es que la escritura se hacía difícilmente legible y que pasaban con demasiada frecuencia de un tema a otro. Además, y por primera vez, a esos apuntes empieza a faltarles objetividad y se detienen en consideraciones personales. Así se encuentra, en medio de largos pasajes concernientes al caso de Cottard, una pequeña digresión sobre el viejo de los gatos. De creer a Tarrou, la peste no le había hecho perder nada de su consideración por este personaje, que le interesaba después de la epidemia como le había interesado antes, y que, desgraciadamente, no pudo seguir interesándole a pesar de su buena intención. Pues había procurado volver a verlo. Algunos días después de aquella noche del veinticinco de enero, había ido a la esquina de la callejuela. Los gatos estaban allí calentándose al sol, fieles a su cita, pero a la hora de costumbre las persianas habían seguido cerradas. Durante muchos días después, Tarrou siguió insistiendo, pero no volvió a verlas abiertas. Sacó la conclusión de que el viejecito estaba ofendido o muerto. Si estaba ofendido, es que creía tener razón y la peste se había portado mal con él, pero si estaba muerto habría que preguntarse, tanto de él como del viejo asmático, si había sido un santo. Tarrou no lo creía, pero consideraba que en el caso del viejo había un "indicio". "Acaso —señalaban los apuntes— no se pueda llegar más que a ciertas aproximaciones de santidad. En ese caso habría que contentarse con un santismo modesto y caritativo."

Siempre mezclados con las notas sobre Cottard, se encuentran en los apuntes numerosas consideraciones frecuentemente dispersas; unas tratan de Grand, ya convaleciente y reintegrado al trabajo, como si nada hubiese sucedido, y otras evocan a la madre del doctor Rieux. Las pocas conversaciones a que la convivencia había dado lugar entre ella y Tarrou, las actitudes de la viejecita, su sonrisa, sus observaciones sobre la peste, están registradas escrupulosamente. Tarrou insiste, sobre todo, en el modo de permanecer como borrada de la señora Rieux; en su costumbre de expresarlo todo con frases muy simples; en la predilección particular que demostraba por una ventana que daba sobre la calle tranquila y detrás de la cual se sentaba por las tardes, más bien derecha, con las manos descansando en la falda, y la mirada atenta, hasta que el crepúsculo invadía la habitación, convirtiéndola en una sombra negra entre la luz gris que iba oscureciéndose hasta disolver la silueta inmóvil; en la ligereza con que iba de una habitación a otra; en la bondad de la que nunca había dado pruebas concretas delante de Tarrou, pero cuyo resplandor se podía reconocer en todo lo que hacía o decía; en el hecho, en fin, de que, según él, comprendía todo sin necesidad de reflexionar y de que, con tanto silencio y tanta sombra, podía tolerar ser mirada a cualquier luz, aunque fuese la de la peste. Aquí, por lo demás, la escritura de Tarrou daba muestras curiosas de flaqueo. Las líneas que seguían eran casi ilegibles y como para dar una prueba más de aquel flaqueo las últimas frases eran las primeras que empezaron a ser personales: "Mi madre era así, yo adoraba en ella ese mismo apaciguamiento y siempre quise estar a su lado. Hace ocho años que no puedo decir que murió; solamente se borró un poco más que de costumbre, y cuando me volví a mirarla ya no estaba allí."

Pero volvamos a Cottard. Desde que las estadísticas estaban en baja, éste había hecho muchas visitas a Rieux, invocando diversos pretextos. Pero en realidad era para pedirle siempre pronósticos sobre la marcha de la epidemia. "¿Cree usted que esto puede cesar así, de golpe, sin avisar?" Él era escéptico sobre este punto o, por lo menos, así lo decía. Pero las repetidas preguntas que formulaba indicaban una convicción no tan firme. A mediados de enero Rieux le había respondido de un modo harto optimista. Y, siempre, esas respuestas, en vez de regocijarle, producían en Cottard reacciones variables según los días, pero que fluctuaban entre el mal humor y el abatimiento. También había llegado el doctor a decirle que a pesar de las indicaciones favorables dadas por las estadísticas, era mejor no cantar victoria todavía.

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