—Dicho de otro modo —observó Cottard—, no se sabe nada; ¿podría recomenzar de un día para otro?
—Sí, como dicen, es posible que la marcha de la curación se acelere.
Esta incertidumbre, inquietante para todos, había tranquilizado a Cottard y delante de Tarrou había entablado conversaciones con los comerciantes de su barrio en las que trataba de propagar la opinión de Rieux. No le costaba trabajo hacerlo, es cierto. Pues una vez pasada la fiebre de las primeras victorias, en muchos ánimos había vuelto a renacer una duda que habría de sobrevivir a la excitación causada por la declaración de la prefectura. Cottard se tranquilizaba ante el espectáculo de esta inquietud. Otras veces se descorazonaba. "Sí —le decía Tarrou—, terminarán por abrir las puertas y ya verá usted cómo me dejarán plantado."
Hasta el veinticinco de enero todo el mundo notó la inestabilidad de su carácter. Durante días enteros, después de haber procurado conquistar, por tanto tiempo, a las relaciones de su barrio, de pronto rompía abiertamente con ellos. En apariencia, por lo menos, se retiraba del mundo y de la noche a la mañana se ponía a vivir a lo salvaje. No se le veía en el restaurante, ni en el teatro, ni en los cafés que le gustaban. Y, sin embargo; no parecía volver a la vida comedida y oscura que llevaba antes de la epidemia. Vivía completamente retirado en su departamento y hacía que le subiesen la comida de un restaurante vecino. Sólo por la noche hacía salidas furtivas, comprando lo que necesitaba, saliendo de los comercios para lanzarse por las calles solitarias. Si Tarrou lo encontraba, no conseguía sacar de él más que monosílabos. Después, sin transición, aparecía sociable otro día, hablando de la peste abundantemente, solicitando la opinión de todos y sumergiéndose con complacencia en la marea de la muchedumbre.
El día de la declaración de la prefectura, Cottard desapareció completamente de la circulación. Dos días después, Tarrou lo encontró vagando por las calles. Cottard le pidió que le acompañase hasta el barrio. Tarrou se sentía extraordinariamente cansado, pero él insistió. Parecía muy agitado, gesticulaba de un modo desordenado y hablaba alto y ligero. Preguntó a su acompañante si creía que realmente la declaración de la prefectura ponía término a la peste. Naturalmente, Tarrou consideraba que una declaración administrativa no bastaba por sí misma para detener una plaga, pero se podía creer que la epidemia, salvo imprevistos, iba a terminar.
—Sí —dijo Cottard—, salvo imprevistos, y siempre hay algo imprevisto.
Tarrou le hizo notar que, desde luego, la prefectura había previsto en cierto modo lo imprevisto, instituyendo un plazo de dos semanas antes de abrir las puertas.
—Han hecho bien —dijo Cottard, siempre sombrío y agitado—, porque tal como van las cosas podría ser que hubiesen hablado en balde.
Tarrou no lo creía imposible, pero le parecía que era mejor afrontar la próxima apertura de la puerta y la vuelta a la vida normal.
—Admitámoslo —dijo Cottard—, admitámoslo, pero ¿a qué llama usted la vuelta a una vida normal?
—A nuevas películas en el cine —dijo Tarrou, sonriendo.
Pero Cottard no sonreía. Quería saber si podía esperar que la peste no cambiase nada en la ciudad y que todo recomenzase como antes, es decir, como si no hubiera pasado nada. Tarrou creía que la peste cambiaría y no cambiaría la ciudad, que sin duda, el más firme deseo de nuestros ciudadanos era y sería siempre el de hacer como si no hubiera cambiado nada, y que, por lo tanto, nada cambiaría en un sentido, pero, en otro, no todo se puede olvidar, ni aun teniendo la voluntad necesaria, y la peste dejaría huellas, por lo menos en los corazones. Cottard declaró abiertamente que a él no le interesaba el corazón, que el corazón era la última de sus preocupaciones. Lo que le interesaba era saber si la organización misma sería transformada, si, por ejemplo, todos los servicios funcionarían como en el pasado. Y Tarrou tuvo que reconocer que no lo sabía. Según él era cosa de pensar que a todos esos servicios perturbados durante la epidemia les costaría un poco de trabajo volver a levar anclas. Se podía suponer también que se plantearían muchos problemas nuevos, que harían necesaria una reorganización de los antiguos servicios.
—¡Ah! —dijo Cottard—, eso es posible, en efecto, todo el mundo tendrá que recomenzar todo.
Los dos paseantes habían llegado cerca de la casa de Cottard. Éste se había animado mucho, esforzándose en el optimismo. Imaginaba la ciudad rehaciendo su vida, borrando su pasado hasta partir de cero.
—Bueno —dijo Tarrou—. Después de todo, puede que las cosas se arreglen para usted también. En cierto modo, es una vida nueva la que va a empezar.
Habían llegado a la puerta y se estrechaban la mano.
—Tiene usted razón —decía Cottard, cada vez más animado—, partir de cero, eso sería una gran cosa.
Pero de la sombra del pasillo surgieron dos hombres. Tarrou tuvo apenas tiempo de oír a su acompañante preguntar qué harían allí aquellos dos pájaros.
Los dos pájaros, que tenían aire de funcionarios endomingados, preguntaron a Cottard si se llamaba Cottard, y éste, dejando escapar una especie de exclamación, dio media vuelta y se lanzó hacia lo oscuro, sin que Tarrou ni los otros tuvieran tiempo de hacer un movimiento. Cuando se les pasó la sorpresa, Tarrou preguntó a los dos hombres qué era lo que querían. Ellos adoptaron un aire reservado y amable para decir que se trataba de algunos informes, y se fueron pausadamente en la dirección que había tomado Cottard.
Cuando llegó a su casa, Tarrou anotó la escena y en seguida (la escritura lo demuestra) notó un gran cansancio. Añadió que tenía todavía mucho que hacer, pero que esta no era razón para no estar dispuesto, y se preguntaba si lo estaba en realidad. Respondía, para terminar, y aquí acaban los apuntes de Tarrou, que había siempre una hora en el día en la que el hombre es cobarde y que él sólo tenía miedo a esa hora.
Dos días después, poco antes de la apertura de las puertas, el doctor Rieux, al volver a su casa al mediodía, se preguntaba si encontraría el telegrama que esperaba. Aunque sus tareas fuesen tan agotadoras como en el momento más grave de la peste, la esperanza de la liberación definitiva había disipado todo cansancio en él. Esperaba y se complacía en esperar. No se puede tener siempre la voluntad en tensión ni estar continuamente firme; es una gran felicidad poder deshacer, al fin, en la efusión, este haz de fuerzas trenzadas en la lucha. Si el telegrama esperado fuera también favorable, Rieux podría recomenzar. Y su opinión era que todo el mundo recomenzaría.
Pasó delante de la portería. El nuevo portero, pegado al cristal, le sonrió. Subiendo la escalera, Rieux veía su cara pálida por el cansancio y las privaciones.
Sí, recomenzaría cuando la abstracción hubiese terminado, y con un poco de suerte… Pero al abrir la puerta vio a su madre que le salía al encuentro anunciándole que el señor Tarrou no se sentía bien. Se había levantado por la mañana, pero no había podido salir y había vuelto a acostarse. La señora Rieux estaba inquieta.
—Probablemente no es nada grave —dijo su hijo. Tarrou estaba tendido en la cama, su pesada cabeza se hundía en el almohadón, el pecho fuerte se dibujaba bajo el espesor de las mantas. Tenía fiebre, le dolía la cabeza. Dijo a Rieux que creía tener síntomas vagos que podían ser los de la peste.
—No, no hay nada claro todavía —dijo Rieux, después de haberle reconocido.
Pero Tarrou estaba devorado por la sed. En el pasillo Rieux le dijo a su madre que podría ser el principio de la peste.
—¡Ah! —dijo ella—, eso no es posible ¡ahora!
Y después:
—Dejémosle aquí, Bernard.
Rieux reflexionó.
—No tengo derecho —dijo—. Pero van a abrirse las puertas. Yo creo que si tú no estuvieras aquí, sería el primer derecho que me tomaría.
—Bernard —dijo ella—, podemos estar los dos. Ya sabes que yo he sido vacunada otra vez.
El doctor dijo que Tarrou también lo estaba, pero que, acaso por el cansancio, había dejado de ponerse la última inyección de enero u olvidado algunas precauciones.
Rieux fue a su despacho. Cuando volvió a la alcoba, Tarrou vio que traía las enormes ampollas de suero.
—¡Ah!, es eso —dijo.
—No, pero por precaución.
Tarrou por toda respuesta tendió el brazo y soportó la interminable inyección que él mismo había puesto a tantos otros.
—Veremos esta noche —dijo Rieux y miró a Tarrou cara a cara.
—¿Y el aislamiento, Rieux?
—No es enteramente seguro que tenga usted la peste.
Tarrou sonrió con esfuerzo.
—Es la primera vez que veo inyectar el suero sin ordenar al mismo tiempo el aislamiento.
Rieux se volvió de espaldas.
—Mi madre y yo lo cuidaremos. Estará usted mejor.
Tarrou siguió callado y el doctor, que estaba arreglando en la caja las ampollas, esperaba que hablase para volver a mirar. Al fin, fue hacia la cama. El enfermo lo miró. Su cara estaba cansada, pero sus ojos grises seguían tranquilos. Rieux le sonrió.
—Duerma usted si puede. Yo volveré dentro de un rato.
Al llegar a la puerta oyó que Tarrou lo llamaba. Volvió atrás.
Pero Tarrou parecía debatirse con la expresión misma de la idea que quería expresar.
—Rieux —dijo al fin—, tiene usted que decirme todo; lo necesito.
—Se lo prometo.
Tarrou torció un poco su cara recia en una sonrisa.
—Gracias. No tengo ganas de morir, así que lucharé. Pero si el juego está perdido, quiero tener un buen final.
Rieux se inclinó y le apretó un poco el hombro.
—No —dijo—. Para llegar a ser un santo hay que vivir. Luche usted.
A lo largo del día, el frío que había sido intenso disminuyó un poco para ceder el lugar por la tarde a chaparrones violentos de lluvia y de granizo. Al crepúsculo el cielo se descubrió un poco y el frío se hizo otra vez penetrante. Rieux volvió a su casa por la tarde; sin quitarse el abrigo fue al cuarto de su amigo. Su madre estaba allí, haciendo punto de aguja. Tarrou parecía que no se había movido, pero sus labios, blanquecinos por la fiebre, delataban la lucha que estaba sosteniendo.
—¿Qué hay? —dijo el doctor.
Tarrou alzó un poco entre las mantas sus anchos hombros.
—Hay —dijo— que pierdo la partida.
El doctor se inclinó sobre él. Bajo la piel ardiendo los ganglios empezaban a endurecerse y dentro de su pecho retumbaba el ruido de una fragua subterránea. Tarrou presentaba extrañamente las dos series de síntomas. Rieux dijo, enderezándose, que el suero no había tenido tiempo todavía de hacer efecto. Una onda de fiebre que subió a su garganta sofocó las palabras que Tarrou iba a pronunciar.
Después de cenar, Rieux y su madre vinieron a instalarse junto al enfermo. La noche comenzaba para él en la lucha declarada, y Rieux sabía que ese duro combate con el ángel de la peste tenía que durar hasta la madrugada. Los anchos hombros y el gran pecho de Tarrou no eran sus mejores armas, sino más bien aquella sangre que Rieux había hecho brotar con la aguja y en esa sangre algo que era más interior que el alma y que ninguna ciencia sería capaz de traer a la luz. Y él no podía hacer más que ver luchar a su amigo. Todo lo que se disponía a llevar a cabo, los abscesos que ayudaría a madurar, los tónicos que iba a inocularle, era de limitada eficacia, como se lo habían enseñado tantos meses de fracasos continuos. Lo único que le quedaba, en realidad, era dar ocasión al azar que muchas veces no actúa si no se le provoca. Y era preciso que el azar actuase, pues Rieux se encontraba ante un aspecto de la peste que le desconcertaba. Una vez más, la peste se esmeraba en despistar todas las estrategias dirigidas contra ella, apareciendo allí donde no se la esperaba y desapareciendo de donde se la creía afincada. Una vez más se esforzaba la peste en sorprender.
Tarrou luchaba, inmóvil. Ni una sola vez, en toda la noche, se entregó a la agitación al combatir los asaltos del mal: solamente empleaba para luchar su reciedumbre y su silencio. Pero tampoco pronunció ni una sola vez una palabra, confesando así que la distracción no le era posible. Rieux seguía solamente las fases de la lucha en los ojos de su amigo, unas veces abiertos, otras cerrados; unas veces los párpados apretados contra el globo del ojo, otras por el contrario, laxos, la mirada fija en un objeto o vuelta hacia el doctor y su madre. Cada vez que el doctor encontraba su mirada, Tarrou sonreía con esfuerzo.
En cierto momento se oyeron pasos precipitados por la calle, que parecían huir ante un murmullo lejano que iba acercándose poco a poco y que terminó por llenar la calle con su barboteo: la lluvia recomenzaba, mezclada al poco tiempo con un granizo que rebotaba en las aceras. Los toldos y cortinas ondearon ante las ventanas. En la sombra del cuarto, Rieux, que se había dejado distraer por la lluvia, volvió a contemplar a Tarrou iluminado por la lámpara de cabecera. Su madre hacía punto, levantando de cuando en cuando la cabeza para mirar atentamente al enfermo. El doctor había hecho ya todo lo que podía hacer. Después de la lluvia el silencio se hizo más denso en la habitación, llena solamente del tumulto de una guerra invisible. Excitado por el insomnio, el doctor creía oír en los confines del silencio el silbido suave y regular que lo había acompañado durante toda la epidemia. Indicó a su madre, con el gesto, que debía acostarse. Ella movió la cabeza negativamente y, con más animación en los ojos, se puso a buscar con cuidado con la aguja un punto del que no estaba muy segura. Rieux se levantó para dar de beber al enfermo, y luego volvió a sentarse.
Algunos transeúntes, aprovechando la calma, pasaban rápidamente por la acera. Sus pasos decrecían y se alejaban. El doctor reconoció que, por primera vez, aquella noche llena de paseantes trasnochadores y limpia de timbres de ambulancia, era semejante a la de otros tiempos. Era ya una noche liberada de la peste y parecía que la enfermedad espantada por el frío, las luces y la multitud, se hubiera escapado de las profundidades de la ciudad y se hubiera refugiado en esta habitación, caldeada, para dar su último asalto al cuerpo inerte de Tarrou. El flagelo ya no azotaba el cielo de la ciudad. Pero silbaba en el aire pesado del cuarto. Eso era lo que Rieux escuchaba desde hacía horas. Había que esperar que allí también se detuviese, que allí también la peste se declarase vencida.
Poco antes de amanecer, Rieux se acercó a su madre.