Porque príncipes y «lazzaroni», señores y gente pobre, se conocen todos, en Nápoles, de siglo en siglo, de generación en generación, de padres a hijos. Se conocen de nombre, son todos parientes entre ellos, por ese afectuoso parentesco que desde tiempo inmemorial existe entre la plebe y la antígua nobleza, entre los tugurios del Pallonetto y los palacios de Monte di Dio. Desde tiempo inmemorial la nobleza y la plebe viven juntas; en las mismas calles, en los mismos palacios, el pueblo en los
bassi,
aquellos antros oscuros que se abren al nivel de la calle; los señores en los ricos salones dorados de los pisos nobles. Durante siglos y siglos, las grandes familias de la nobleza han nutrido y protegido a la plebe amontonada en los callejones que rodean sus palacios no ya por espíritu feudal no tan sólo por caridad cristiana, sino por deber, por decirlo así, de parentesco. Desde hace muchos años también los señores son pobres; y el pueblo tiene casi el aspecto de excusarse por no poder ayudarlos. Plebe y nobleza tienen en común el júbilo de las bodas y de los nacimientos, la angustia de las enfermedades, las lágrimas de los lutos; y no hay «lazzaroni» que no sea acompañado al cementerio por el señor de su barrio, ni el señor que no lleve detrás de su féretro una multitud llorosa de «lazzaroni». Hay un antiguo dicho popular en Nápoles de que los hombres son iguales, no sólo frente a la muerte, sino frente a la vida.
La nobleza napolitana frente a la muerte tiene otro estilo que la plebe; la acoge no con lágrimas, sino con la sonrisa, casi con galantería, como si acogiese a una mujer amada, una joven esposa. En la pintura napolitana los esponsales y las exequias se encuentran con una cadencia obsesionante, como en la pintura española; son representaciones de un carácter macabro y a la vez galante, obras de oscuros pintores que continúan hoy todavía la gran tradición de El Greco y el Españoleto, humillado de una manera anónima y fácil. Y hasta hace pocos años era antigua costumbre que las mujeres de la nobleza fuesen sepultadas envueltas en su blanco velo de novia.
Frente a mí, a espaldas del príncipe de Candia, pendía de la pared una gran tela, donde estaba representada la muerte del príncipe Filippo de Candía, padre de nuestro huésped. Dominada por la avara tristeza y malignidad de los verdes y los azules, por la fatiga de ciertos amarillos de color mustio, por la violencia de ciertos blancos crudos y fríos, aquella tela contrastaba extrañamente con la festiva riqueza de la mesa, rutilante de platería angevina y aragonesa y de porcelanas de Capodimonte y cubierta de las blondas antiguas de Sicilia, donde los motivos ornamentales árabes y normandos se entrelazaban en los temas tradicionales de las ramas de granadas y de laurel curvado bajo el peso de los frutos, de flores, de pájaros, en un cielo preñado de rutilantes astros. El viejo príncipe Filippo de Candia, sintiendo avecinarse la hora de la muerte, había iluminado como para una fiesta la sala de baile, se había endosado su uniforme de alto dignatario de la Soberana Orden de Malta y, rodeado de sus siervos, había hecho solemne entrada en la inmensa sala resplandeciente de luces llevando en su mano contrahecha un ramo de rosas. El oscuro pintor, cuya manera de combinar los blancos sobre los blancos revelaba un remoto imitador de los españoles, lo había retratado de pie en medio de la sala, en la reluciente soledad del pavimento historiado de preciosos mármoles, mientras, inclinándose, ofrecía el ramo de rosas a la invisible Señora. Y había muerto de pie, en brazos de sus siervos, mientras la plebe del callejón del Pallonetto, asomándose al umbral de la puerta entreabierta, contemplaba en silencio, con religioso respeto, la muerte de aquel gran señor napolitano.
En aquella tela había algo que me turbaba. No era el rostro cerúleo de moribundo, ni la palidez de la servidumbre, ni la riqueza fastuosa de la sala rutilante de espejos, de mármoles y dorados; era el ramo de rosas estrechado por el puño del moribundo. Aquellas rosas, de un bermellón vivo y tierno, parecían de carne, hechas de una tibia y rosada carne de mujer. Una inquieta sensualidad brotaba de aquellas rosas, y al mismo tiempo una dulzura pura y afectuosa, como si la presencia de la muerte no empañase la viva y tersa delicadeza de los pétalos carnosos, sino reavivase en ellos ese sentido de triunfo que es el sentido caduco y eterno de las rosas.
Aquellas mismas rosas, florecidas en el mismo invernadero, brotaban en mazos olorosos de los antiguos jarros de plata oxidada dispuestos en medio de la mesa; y más que la comida escasa y humilde, compuesta de huevos, patatas hervidas y pan negro, más que los rostros pálidos y demacrados de los comensales, aquellas rosas daban un sentido fúnebre a la candidez de los linos, a la misma riqueza de la platería, de los cristales, de las porcelanas, evocaban una presencia invisible, despertando en mí un pensamiento doloroso, un presentimiento del que no conseguía liberarme y me turbaba profundamente.
–El pueblo napolitano -dijo el príncipe de Candia- es el más cristiano de Europa.
Y refirió que el 9 de setiembre de 1943, cuando los americanos desembarcaron en Salerno, el pueblo napolitano, aun cuando estaba desarmado, se rebeló contra los alemanes. La lucha feroz por las calles y callejones de Nápoles duró tres días. El pueblo, que había contado con la ayuda de los aliados, combatía con el furor de la desesperación. Pero los soldados del general Clark, que hubieran debido acudir con mano fuerte a la ciudad sublevada, estaban agarrados a la orilla de Pesto y los alemanes les golpeaban las manos con sus gruesos zapatones herrados para obligarles a soltar la presa y arrojarlos de nuevo al mar. El pueblo, creyéndose abandonado, gritó a traición; los hombres, las mujeres, los chiquillos combatían llorando de dolor y de rabia. Después de tres días de lucha atroz, los alemanes que ya, arrojados por el furor popular, habían comenzado a retirarse por la ruta de Capua, regresaron con más fuerzas, volvieron a ocupar la ciudad y se entregaron a represalias horribles.
Los prisioneros alemanes caídos en manos del pueblo eran muchos centenares. Los héroes e infelices napolitanos no sabían qué hacer con ellos. ¿Dejarlos libres? Los prisioneros hubieran hecho estragos con los mismos que los habían hecho prisioneros y liberado. ¿Degollarlos? El pueblo napolitano es cristiano, no es un pueblo de asesinos. Y así los napolitanos ataron de manos y pies a los prisioneros, los amordazaron y los escondieron en el fondo de sus tugurios, esperando la llegada de los aliados. Pero entretanto había que alimentarlos y el pueblo se moría de hambre. La tarea de custodiar a los prisioneros fue encargada a las mujeres; las cuales, apagado en ellas el furor de los estragos y el odio, cediendo a la piedad cristiana, quitaban el pobre y escaso alimento de la boca de sus hijos para dárselo a los prisioneros, partiendo con ellos la sopa de habichuelas o lentejas, la ensalada de tomates, el poco y miserable pan. Y no solamente los alimentaban, sino que los lavaban y los curaban como chiquillos en pañales. Dos veces al día, antes de quitarles la mordaza para alimentarlos, les imbuían santas razones con el miedo de que, libres de la mordaza, no pidiesen ayuda, dando el aviso a sus compañeros que pasaban por la calle. Pero a pesar de la mezquindad de la nutrición, los prisioneros, que no podían hacer otra cosa que dormir, engordaban como pollos cebados.
Finalmente, a primeros de octubre, después de un mes de angustiosa espera, los americanos entraron en la ciudad. Y al día siguiente, sobre los muros de Nápoles, aparecían grandes manifiestos en los cuales el gobernador americano invitaba a la población de Nápoles a entregar a los prisioneros alemanes en el plazo de veinticuatro horas a las autoridades aliadas, prometiendo una recompensa de quinientas liras por cada prisionero. Pero una comisión de ciudadanos fue a ver al gobernados y le demostró que dados los precios a los cuales habían subido las habichuelas, las lentejas, el tomate, el aceite y el pan, el precio de quinientas liras por prisionero era demasiado bajo.
–Trate de comprender, Excelencia. Por menos de mil quinientas liras no podemos entregar a los prisioneros. No queremos obtener ningún beneficio, ni siquiera rembolsarnos.
El gobernador americano se mostró inflexible.
–He dicho quinientas liras, y ni una más.
–Muy bien, Excelencia; entonces nos los quedamos – dijeron los ciudadanos; y se fueron.
Algunos días después el gobernador hizo fijar unos pasquines en los que prometía mil liras por prisionero.
La comisión de ciudadanos volvió a ver al gobernador y le dijo que habían transcurrido algunos días, que los prisioneros comían con apetito y que entretanto los precios aumentaban, y que mil liras era poco.
–Trate de comprender, Excelencia. Cada día que pasa, el precio de los prisioneros aumenta. Hoy, por menos de dos mil liras, no podemos darlos. Nosotros no queremos especular, queremos, sencillamente, resarcirnos del gasto. Por dos mil liras, Excelencia, un prisionero es regalado.
El gobernador se enfureció.
–¡He dicho mil liras y ni un céntimo más! Y si dentro de veinticuatro horas no entregáis los prisioneros os meto a todos en la cárcel.
–Métanos en la cárcel, Excelencia, háganos fusilar si así le place, pero el precio es éste, no podemos venderlos por menos de dos mil liras por cabeza. Si no los quiere haremos jabón con ellos.
–
What?
- gritó el gobernador.
–Haremos jabón – dijeron los ciudadanos con voz suave; y se fueron.
–¿E hirvieron verdaderamente a los prisioneros para hacer jabón con ellos? – preguntó Jack.
«-Cuando en América -pensó el gobernador- sepan que por culpa mía se fabrica jabón con los prisioneros alemanes, lo menos que puede ocurrirme es perder el puesto.» Y pagó dos mil liras por cada prisionero.
-Wonderful!
-gritó Jack-.
Ah, ah, wonderful!
- se reía tan a gusto que todos se echaron a reír sólo de verlo.
–Pero ¡está llorando! – exclamó Consuelo.
No, Jack no lloraba. Las lágrimas acudían a su rostro, pero no lloraba. Era una manera infantil suya de reírse.
–Es una historia maravillosa -dijo Jack, enjugándose las lágrimas-; pero, ¿creen ustedes que si el gobernador se hubiese negado a comprar los prisioneros a dos mil liras por cabeza los napolitanos los hubieran realmente hervido para hacer jabón?.
–El jabón es caro en Nápoles -dijo el príncipe de Candia-, pero el pueblo napolitano es bueno.
–El pueblo napolitano es bueno pero por un trozo de jabón es capaz de todo – dijo Consuelo, acariciando con el dedo el borde de un cáliz de cristal de Bohemia.
Consuelo Caracciolo es española, tiene la belleza dulce, de color de miel de las mujeres rubias y esa sonrisa irónica, esa fría sonrisa en su rostro tibio, que tanta parte tiene en la gracia orgullosa de las españolas rubias. El sonido largo, terso, vibrante que Consuelo arrancaba con el dedo del cáliz de cristal se difundía por la sala aumentando poco a poco de volumen, tomaba un timbre metálico, parecía invadir el cielo, vibrando lejano en el verde resplandor de luna, parecido al ronquido de una hélice de aeroplano.
–Escuchad -dijo de repente María Teresa.
–¿Qué es? – preguntó Marcello Orilia, llevándose la mano al oído.
Marcello había sido durante muchos años
master
de las cacerías de Nápoles y ahora usaba su viejo
pink coat
como traje de casa en su bella propiedad de Chiatamone asomada al mar. El lamentable fin de sus pura sangre, requisados por el Ejército al principio de la guerra y muertos de hambre y de frío en Rusia, la nostalgia de los
meetings
para las cacerías de zorras de los Astroni, la lenta y orgullosa decadencia de Helena de Orleáns, duquesa de Aosta, a quien era fiel desde hacía cuarenta años y que envejecía en su propiedad de Capodimonte, su larga cabeza encaramada sobre sus largos huesos como una grulla sobre sus zancos, lo habían envejecido y anonadado.
–El Ángel viene -dijo Consuelo, al mismo tiempo que señalaba al cielo con el dedo.
Mientras todos se callaban y aguzaban el oído tratando de escuchar aquel zumbido de abeja errante en el cielo del Posillipo (un cielo de agua verde en el que una pálida luna subía como una medusa de las transparentes profundidades marinas), yo miraba a Consuelo, y pensaba en las mujeres de los pintores españoles, en las mujeres de Jaime Ferrer, Alonso Berruguete y Jaime Huguet, de los cabellos transparentes de color de ala de cigarra que en las comedias de Fernando de Rojas y de Gil Vicente hablan de pie, con ademanes lentos y ampulosos. En las mujeres de El Greco, de Velázquez y Goya, con sus cabellos de color de miel fría que en las comedias de Lope de Vega, Calderón de la Barca, y entremeses de Ramón de la Cruz, hablan con voz estridente, caminando sobre la punta de los pies, en las mujeres de Picasso, con sus cabellos de color
Scafarleti doux,
de ojos negros y relucientes, parecidos a pepitas de sandía que miran de soslayo por entre las tiras de papel de diario pegadas a la cara. También Consuelo miraba de soslayo, con el rostro apoyado en el hombro, la negra pupila apoyada en el borde del ojo, como en el antepecho de una ventana. También Consuelo tiene los
ojos graciosos
de la canción de Melibea y de Lucrecia de
La Celestina,
que humillan
los dulces árboles frondosos.
También Consuelo es alta, delgada, de largos brazos sueltos, de largos dedos transparentes como ciertas mujeres de El Greco, esas
vertes grenouilles mortes
de piernas abiertas, de dedos divergentes.
La medianoche es pasada
Y no viene
cantaba Consuelo, acariciando con el dedo el borde del cáliz de cristal.
–Viene, Consuelo, viene tu enamorado -dijo María Teresa.
–¡Ah, sí, viene mi novio, mi amante viene! – dijo Consuelo, riendo.
Estábamos sentados en silencio, alrededor de la mesa, la cara vuelta hacia las grandes ventanas. El roncar de las hélices se acercaba, se alejaba, errando a la deriva sobre las largas olas del viento nocturno. Era sin duda alguna un aeroplano alemán que venía a lanzar sus bombas sobre el puerto atestado de centenares de navíos americanos. Todos escuchábamos, un poco pálidos, el sonido largo y vibrante del cristal de Bohemia, aquel zumbido de abeja errante en el verde resplandor de la luna.
–¿Por qué no disparan los antiaéreos? – dijo en voz baja Antonino Nunziante.
–Los americanos se despiertan siempre con retraso – respondió también en voz baja el barón Romano Avezzana, que durante su estancia en América, donde había sido embajador de Italia, había podido darse cuenta de que los americanos se levantan temprano, pero se despiertan tarde.