La piel (35 page)

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Authors: Curzio Malaparte

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: La piel
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–Dios se la ha llevado – dijo el huésped.

Y ante estas palabras, todos comenzaron a aullar, a gritar, a desgarrarse el rostro y a golpearse si pecho con los puños cerrados, a invocar en voz alta el nombre de la muerta: «Concetti! Concetti!», y dos viejas repugnantes, arrojándose sobre la criatura, la besaban y abrazaban con furia salvaje, sacudiéndola de vez en cuando como para despertarla, y gritaban:
Scétate, Concetti! Oh, scétate, Concetti!
Este grito estaba tan lleno de rabioso reproche, de furor desesperado, era tan amenazador, que yo esperaba de un momento a otro ver a las viejas golpear a la muerta.

–Llevadla allá – dijo el huésped a los criados; éstos, arrancando a viva fuerza a las dos viejas del cuerpo de la chiquilla y repeliendo a las demás mujeres con una violencia que me hubiera indignado si no hubiese sido piadosa, levantaron dulcemente a la pobre muerta y con una extraña delicadeza la transportaron al comedor, depositándola sobre las antiguas blondas de Sicilia que cubrían la inmensa mesa.

La muchachita estaba casi desnuda, como están los cadáveres desenterrados de los escombros de un bombardeo. Y el huésped, levantando los bordes del precioso mantel, cubrió con ellos las carnes desnudas. Pero la mano de Consuelo se posó sobre su brazo, y dijo:

–Vayanse, déjenos a nosotras; es cosa de mujeres.

Salimos todos del comedor, donde quedaron únicamente Consuelo, María Teresa y algunas de aquellas mujeres, acaso parientas de la muerta.

Sentados en la habitación que da al jardín, a oscuras, contemplábamos el Vesubio y la argentina extensión del mar sobre el cual el viento levantaba las doradas escamas de la luna, haciéndolas centellear como escamas de pescado. Un olor fuerte de mar, al cual se mezclaba el aroma claro y fresco del jardín embalsamado por el húmedo sueño de las flores y el temblor de la hierba nocturna, entraba por las ventanas abiertas. Era un olor rojo y cálido, con sabor de alga y de cangrejo, que en el aire frío, recorrido ya por los lánguidos escalofríos de la primavera inminente, suscitaba la imagen de un toldo escarlata ondeado al viento. Una nube de un verde pálido se alza allá, en el fondo de la montaña de Agerola. Yo pensaba en las naranjas que la aproximación de la primavera doraba ya en los jardines de Sorrento, y me parecía oír un solitario canto de marinero errante triste sobre el mar.

Era ya casi el alba. El aire era tan transparente que las verdes venas del cielo resaltaban sobre el fondo azul dibujando extraños arabescos, parecidos a las nervaduras de una hoja. Todo el cielo semblaba como una hoja bajo la brisa matutina; y el canto de los pájaros en los jardines contiguos, ese temblor que el presentimiento del día difunde por los árboles formaban una música suave y triste. El alba surgía, no ya del horizonte, sino del fondo del mar, como un enorme cangrejo rosa, entre las selvas de corales purpúreos parecidos a los cuernos de una manada de ciervos que errase por los profundos pastos submarinos. El golfo, entre Sorrento e Ischia, era como una rosada concha abierta; Capri, lejano pálida piedra desnuda, lanzaba un muerto resplandor de madreperla.

El olor rojo del mar estaba lleno de mil leves susurros, de piar de pájaros, de batir de alar, una hierba de un verde agudo despuntaba sobre las olas de cristal. Una nube blanca salía del cráter del Vesubio y se elevaba hacia el cielo como un enorme velero. La ciudad estaba todavía envuelta en la niebla de la noche; pero ya pálidas luces se encendían en el fondo de los callejones. Eran las luces de las imágenes sagradas que, prohibidas durante la noche por la amenaza de los bombardeos, los fieles encendían en sus tabernáculos al apuntar el día; y las estatuitas de cera y de cartón piedra pintadas representando las ánimas del purgatorio ardiendo en un ramillete de llamas como un ramillete de flores rojas, se encendían de improviso a los pies de la Virgen vestida de azul. La luna, declinando ya, vertía sobre los tejados, por los que corría todavía el humo de las explosiones, su pálido silencio. Del callejón de Santa María Egipcíaca salía un pequeño cortejo de chiquillas vestidas con cándidos velos, un rosario envuelto en la muñeca, un librito negro entre las manos enguantadas de blanco. En un jeep parado delante de una Estación Profiláctica, dos negros seguían con sus grandes ojos blancos el cortejo de las comulgantes. La Virgen, en el fondo de los tabernáculos, resplandecía cual gota de cielo azul.

Una estrella atravesó el firmamento y se apagó en el mar entre Capri e Ischia. Era el mes de marzo, la dulce estación durante la cual las naranjas demasiado maduras, casi podridas, comienzan a caer con un golpe sordo en el suelo como si fuesen estrellas de los altos jardines del cielo. Yo miraba el Vesubio, verde por la luz de la luna; y un sutil horror se apoderaba paulatinamente de mí. No había visto nunca el Vesubio de un color tan extraño; era verde como el rostro descompuesto de un cadáver.

Nos asomamos a la puerta y una escena extraordinaria se ofreció a nuestros ojos. La jovencita yacía enteramente desnuda; y María Teresa estaba lavándola y secándola, ayudada por algunas de aquellas mujeres que le traían la jofaina de agua tibia, la botella de agua de Colonia, la esponja, las toallas, mientras Consuelo levantándole la cabeza con una mano, le peinaba con la otra el cabello. Nosotros contemplábamos desde el umbral la escena dulce y viva; la luz dorada de los candelabros, el reflejo azul de los espejos, el delicado resplandor de las porcelanas y los cristales y el verde paisaje pintado sobre las paredes, los lejanos castillos, los bosques, el río, los prados en los que los caballeros cubiertos de hierro, de cimera ondeante de largas plumas rojas y turquesas, galopaban uno junto a otro levantando la flamante espada, como los héroes y las heroínas de Tasso en las pinturas de Salvatore Rosa, daban a aquella escena el aura patética de un episodio de la
Jerusalén liberada.
La jovencita, desnuda, muerta y tendida sobre la mesa, era ciertamente Clorinda; aquellas, las exequias de Clorinda.

Todos en torno a ella callaban, sólo se oía el gemir ahogado de la turba andrajosa y desgreñada de mujeres asomadas a la puerta de la biblioteca, y el llanto de un chiquillo que acaso no lloraba de miedo, sino de maravilla, turbado por aquella escena dulce y triste, por el tibio resplandor de las bujías, por los ademanes misteriosos de aquellas dos bellísimas jóvenes tan ricamente vestidas, inclinadas sobre aquel blanco cadáver desnudo.

De repente, Consuelo se quitó los escarpines de seda y las medias y con rápidos y precisos ademanes vistió con ellos a la muerta. Después se quitó la blusa de raso, la falda y la combinación. Se desnudaba lentamente, tenía el rostro palidísimo, los ojos iluminados por un extraño y firme resplandor. Las mujeres asomadas a la puerta entraban una a una, juntaban las manos, y riendo o llorando, radiante su rostro de una maravillosa alegría, contemplaban a la muchacha tendida sobre el rico lecho de muerte, con su espléndido atavío funerario. Voces dolientes y a la vez alegres se levantaban en torno.


Oh, bella! Oh, bella!
-Y otros rostros aparecían en el umbral, hombres, mujeres y niños entraban, juntaban las manos
y
gritaban-:
Oh, bella! Oh, bella!

Y muchos se arrodillaban orando, como delante de una imagen sacra o una milagrosa Madonna.

–O
miracolo! O miracolo!
-gritó de repente una voz ácida.

–O
miracolo! O miracolo!
-gritaron todos, echándose hacia atrás, casi como si temiesen mancillar con sus miserables andrajos el espléndido vestido de raso de la pobre Concettina, milagrosamente transformada por la muerte en Princesa del Destino, en estatua de la Madonna. Al poco tiempo, toda la plebe del Pallonetto, llamada por la voz milagro, se reunía ante la puerta y un aire de fiesta invadió la estancia. Vinieron viejas con cirios encendidos y rosarios, recitando letanías, seguidas de mujeres y chiquillos que traían flores, y esas golosinas que es antigua costumbre en Nápoles comer durante las honras fúnebres. Otras traían vino, algunos limones o frutos. Otras, chiquillos vendados, o impedidos, o enfermos, para que pudieran tocar a la muerta «milagrosa».

Otras, todas ellas muy jóvenes, de ojos y cabellos negros, rostro pálido y amenazador, y hombros desnudos envueltos en chales de colores violentos, circundaron la mesa donde yacía Concettina y entonaron los antiquísimos cantos fúnebres con los cuales el pueblo napolitano acompaña a sus muertos largo rato por las calles, recordando y llorando los bienes de la vida, el solo bien, el amor, evocando los días felices y las noches afectuosas, y los besos, y las caricias, y las lágrimas amorosas, y se despedían de ellos en el umbral del país prohibido. Eran cantos fúnebres y parecían de amor, tan suavemente eran modulados y cálidos de una sensualidad triste y resignada.

Aquella multitud festivamente llorosa se movía en aquella sala como si estuviesen en cualquier plaza popular de Nápoles en un día de fiesta o de luto; y nadie, ni aun las jóvenes que cantaban, pese a que la rodearan y la tocasen, parecía darse cuenta de la presencia de Consuelo, que casi desnuda, blanca y temblorosa, estaba de pie al lado de la muerta, mirando fijamente su rostro con una extraña mirada, no sé si de miedo o de algún misterioso sentimiento. Hasta que María Teresa, sosteniéndola amorosamente en sus brazos, la apartó de la muchedumbre.

Mientras aquellas dos mujeres misericordiosas, abrazadas una a otra, temblorosas y sumidas en lágrimas, subían lentamente la escalera, un grito terrible desgarró la noche y un inmenso resplandor de sangre iluminó el cielo.

Capítulo noveno
La lluvia de fuego

El cielo, a Oriente, desgarrado por una inmensa herida, sangraba y la sangre teñía de rojo el mar. El horizonte se resquebrajaba, hundiéndose en un abismo de fuego. Sacudida por profundas conmociones, la Tierra temblaba, las casas temblaban sobre sus cimientos, y ya se oía el ruido sordo de la caída de las tejas y las paredes que se derrumbaban desde lo alto de los tejados al pavimento de la calle, signo precursor de una universal ruina. Un estallido horrendo circuló por el aire, como de huesos triturados. Y sobre este horrible estrépito, sobre los llantos, sobre los aullidos de terror del pueblo que corría de un lado para otro andando a tientas como un ciego, se alzaba, desgarrando el cielo, un terrible grito.

El Vesubio aullaba en la noche escupiendo sangre y fuego. Desde el día que vio la ruina total de Herculano y Pompeya, sepultadas bajo una tumba de cenizas y lava, no se había oído en el cielo una voz tan terrible. Un gigantesco árbol de fuego brotaba de la boca del volcán; era una imensa y maravillosa columna de humo y llamas que se hundía en el firmamento hasta tocar los pálidos astros. Por los flancos del Vesubio, ríos de lava descendían hacia los pueblecillos diseminados por el verdor de los viñedos. El resplandor sanguíneo de la lava incandescente era tan vivo, que corría con increíble violencia por el inmenso espacio que rodeaba el monte. Los bosques, los ríos, las casas, los prados, los campos y los senderos aparecían nítidos y precisos como si fuese de día; y el recuerdo del sol era ya lejano y pálido.

Se veían los montes de Agerola y las lomas de Avellino destacarse de improviso, revelando los secretos de sus verdes valles, de sus selvas. Y si bien la distancia del Vesubio al Monte di Dio desde el cual contemplábamos mudos de horror aquel maravilloso espectáculo fuese de muchas millas, nuestra mirada, explorando y escudriñando la campiña vesubiana, poco antes tranquila bajo la luna, percibió, casi aumentados como con una lente, hombres, mujeres y animales huir a los viñedos, a los campos, a los bosques, o errar entre las casas del pueblo, que las llamas ya lamían por todas partes. Y no sólo percibía los ademanes, las indumentarias, sino que discernía incluso los cabellos erizados, las barbas hirsutas, los ojos fijos, las bocas abiertas. Parecía oírse incluso el ronco silbido que escapaba de los pechos.

El aspecto del mar era quizá más horrendo que el de la tierra. Hasta donde alcanzaba la mirada, no aparecía más que una costra dura y lívida, llena por todas partes de agujeros como las mil bocas de una monstruosa viruela; y bajo aquella inmóvil costra se adivinaba el ímpetu de una extraordinaria fuerza, de un furor apenas refrenado, como si el mar amenazase levantarse de lo más profundo y destrozar su dura corteza de tortuga para declarar la guerra a la Tierra y apagar sus horrendos furores. Delante de Portici, de Torre del Greco, de Torre Annuziata, de Castellamare, se veían barcas alejarse a toda prisa de la peligrosa orilla con la sola y desesperada ayuda de los remos, porque el viento, que sobre la tierra soplaba con violencia caía sobre el mar como un pajarillo muerto; y otras barcas acudían de Sorrento, de Meta, de Capri para aportar socorro a los desventurados habitantes de los pueblos marítimos devorados por la furia del fuego. Torrentes de barro descendían perezosamente por los flancos del Monte Somma, enroscándose sobre sí mismos como negras serpientes, y donde los torrentes de barro encontraban los ríos de lava, se alzaban altas nubes de un vapor purpúreo y un horrendo silbido llegaba hasta nosotros, como el estridente grito del hierro candente sumergido en el agua.

Una inmensa nube negra parecida al saco de tinta de la sepia (y sepia se llama precisamente aquella nube), se apartaba fatigosamente de la cima del Vesubio y empujada por el viento, que por esa milagrosa fortuna soplaba en Nápoles hacia el Noroeste, se arrastraba lentamente por el cielo hacia Castellamare di Stabia. El estrépito que producía aquella nube hinchada de cenizas y pedruscos encendidos era como el rechinar de un carro cargado de gruesas piedras pasando por un camino destrozado. De vez en cuando, de algún desgarrón de la nube, se volcaba sobre la tierra y el mar un diluvio de piedras que caían sobre los campos y sobre la dura costra de las olas con intenso fragor, lo mismo que un carro de piedras que vuelca su cargamento; y las piedras, tocando la tierra o la dura costra marina, levantaban nubes de polvo rosado que se desparramaban por el cielo oscureciendo los astros. El Vesubio gritaba horrendamente en las tinieblas rojas de aquella noche espantosa, y un llanto de desesperación se levantaba de la infeliz ciudad.

Yo estrechaba el brazo de Jack y lo sentía temblar. Pálido, contemplaba aquel infernal espectáculo, y el horror, el espanto, la maravilla, se confundían en sus ojos abiertos.

–Vámonos -le dije, arrastrándolo del brazo.

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