La piel (16 page)

Read La piel Online

Authors: Curzio Malaparte

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: La piel
6.72Mb size Format: txt, pdf, ePub


Jawohl, mein Hauptmann
-respondieron los cuatro oficiales de aviación, haciendo chocar con fuerza los tacones.

El capitán y sus compañeros se inclinaron en silencio delante de Gerda von H…, y, sin diluir ni una mirada a los dos estupefactos italianos, se marcharon precipitadamente con paso viril, haciendo resonar sus tacones sobre el pavimento.

Ante el imprevisto grito de la muchacha, ante sus palabras, su actitud y el chasquido de la bofetada, todos aquellos muchachos deshicieron su abrazo, y dejando caer de su rostro la máscara femenina, despojados de aquella languidez, de aquel abandono, del femenino disfraz de los ademanes, de la mirada, de la sonrisa, y vueltos a ser hombres en pocos instantes, rodearon amenazadoramente a la muchacha que, pálida y jadeante, de pie en medio de la habitación, fijaba en Fred sus ojos con mirada llena de odio.

–¡Bellacos! – repitió-. ¡Sois una banda de bellacos asquerosos y trotskistas, eso es lo que sois!

–¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué ha dicho? – gritaban ellos-. ¿Trotskistas nosotros? ¿Por qué? ¿Qué diablos se te ocurre? ¡Estás loca!

–No, no está loca -dijo Fred-, está celosa. – Y estalló en una risa tan histérica y convulsiva, que yo esperaba de un momento a otro que se convirtiese en llanto.

–¡Ja, ja, ja! – rieron a coro los demás-.¡Está celosa, ja, ja, ja!

Jeanlouis, entretanto, se había acercado a la muchacha, y con una actitud llena de ternura le acariciaba un hombro, susurrándole entretanto algo al oído, a lo cual la muchacha, palideciendo, asentía con un simple movimiento de cabeza. Yo me había levantado y observaba sonriendo la escena.

–¿Y ése, qué quiere de nosotros ése? – gritó de repente la muchacha, rechazando a Jeanlouis y mirándome descaradamente a los ojos -; ¿quién lo ha dejado entrar? ¿No le da vergüenza estar entre nosotros?

–No me avergüenzo en absoluto – dije yo -. ¿Por qué me avergonzaría? Me gusta la compañía de bravos muchachos. ¿No es verdad que, en el fondo, son todos buenos muchachos?

–No comprendo a qué puede usted querer aludir – dijo con aire provocativo uno de ellos, acercándose a mí hasta casi tocarme.

–¿No sois acaso buenos chicos? – dije, apoyándole mi mano abierta sobre el pecho-, pero sí…, sois todos buenos muchachos, y si no fuese por todos vosotros nadie habría podido ganar la guerra.

Y, riéndome, salí y bajé la escalera.

Jeanlouis se reunió conmigo en la calle.

Estaba un poco turbado, y durante algún tiempo no nos dijimos nada. En un momento dado me dijo:

–No hubieras debido insultarlos. Sufren…

–No los he insultado -respondí.

–No hubieras debido decir que son los únicos que han ganado la guerra.

–¿No han ganado acaso la guerra?

–Sí, en cierto modo, sí -dijo Jeanlouis-, pero sufren.

–¿Sufren? ¿De qué?

–Sufren -dijo Jeanlouis- por todo lo que ha ocurrido estos años.

–¿Quieres decir por el fascismo, por la guerra, por la derrota?

–Sí, también por eso -dijo Jeanlouis.

–Es un buen pretexto -dije-. ¿No podíais encontrar un pretexto mejor?

–¿Por qué finges no comprender?

–Pero sí…, comprendo muy bien. Os habéis puesto a hacer de puta por desesperación, por el dolor de haber perdido la guerra. ¿No es eso?

–No, no es exactamente así, pero da lo mismo – dijo Jeanlouis.

–¿Y Fred? ¿También Fred sufre? ¿Se ha metido a hacer de puta porque Inglaterra ha ganado la guerra?

–¿Por qué lo insultas? ¿Por qué lo llamas puta? – dijo Jeanlouis con un tono de despecho.

–Porque si sufre, sufre como una puta.

–No digas tonterías -dijo Jeanlouis-; sabes perfectamente que en estos últimos años los jóvenes han sufrido más que los otros.

–¿Incluso cuando aplaudían a Hitler y Mussolini y escupían sobre quienes iban a la cárcel?

–Pero, ¿no comprendes que sufrían? ¿No comprendes que sufren? – gritó Jeanlouis-. ¿No comprendes que todo lo que hacen lo hacen porque sufren?

–¡Valiente excusa! – dije-. Afortunadamente no todos los muchachos jóvenes son como tú. No todos los jóvenes hacen de puta.

–No es culpa nuestra si ahora nos vemos reducidos a eso – dijo Jeanlouis.

Me había cogido del brazo y caminaba a mi lado, apoyando contra mí todo el peso de su cuerpo, exactamente como hace una mujer cuando quiere hacerse perdonar o un chiquillo cansado.

–Y, además, ¿por qué nos llamas putas? No somos putas, ya lo sabes, es injusto que nos llames putas.

Hablaba con voz plañidera, con la voz de una mujer que quiere hacerse compadecer, con la voz de un chiquillo cansado.

–¿Te vas a echar a llorar ahora? ¿Cómo quieres que os llame?

–No es culpa nuestra, lo sabes muy bien; no es culpa nuestra…

–No, no es culpa vuestra -dije-. Si fuera sólo culpa vuestra, ¿crees que te hablaría de ciertas cosas? Es la historia de siempre, después de una guerra. Los jóvenes reaccionan al heroísmo, a la retórica del sacrificio, de la muerte heroica, y reaccionan siempre de la misma manera. Por desabrimiento del heroísmo, de los ideales heroicos, de los ideales nobles, ¿sabes qué hacen los jóvenes como tú? Eligen siempre la revuelta más fácil, la de la vileza, de la indiferencia moral, el narcisismo. Sé creen rebeldes,
blasés, affanchis,
nihilistas, y no son más que putas.

–No tienes derecho a llamarnos putas -gritó Jeanlouis -. Los jóvenes merecen respeto.

–Es una cuestión de palabras. He conocido millares como tú, después de la otra guerra, que creían ser dadaístas o surrealistas y no eran más que putas. Verás, después de esta guerra, cuántos jóvenes se figurarán ser comunistas. Cuando los aliados hayan liberado a toda Europa, ¿sabes qué encontrarán? Una masa de jóvenes desilusionados, corrompidos, desesperados, que jugarán a hacer el pederasta como podrían jugar al tenis. Es lo de siempre en la historia, después de una guerra. Los jóvenes como tú, por cansancio o indiferencia del heroísmo, acaban casi siempre en la pederastía. Se ponen a hacer el Narciso y el Coridón para demostrarse a sí mismos que no tienen miedo de nada, que han superado los prejuicios y las convenciones burguesas, que son verdaderamente libres, hombres libres, y no se dan cuenta de que también ésta es una manera de hacer el héroe. ¡Ah, ah, ah, siempre los héroes a los pies! ¡Y todo esto con la excusa de que están asqueados del heroísmo!

–¡Si a todo lo que ha ocurrido durante estos años lo llamas heroísmo…! – dijo Jeanlouis en voz baja.

–¿Y cómo quisieras llamarlo? ¿Qué crees que es el heroísmo?

–El heroísmo es vuestra bellaquería burguesa.

–También ocurre siempre así después de las revoluciones proletarias -dije-; los jóvenes como tú creen que hacerse pederasta es una manera de ser revolucionario.

–Si te refieres al trotskismo, te equivocas – dijo Jeanlouis-; nosotros no somos trotskistas.

–Sé que no sois trotskistas – dije -, sois unos pobres muchachos que os avergonzáis de ser burgueses y no tenéis valor para haceros proletarios. Creéis que haceros pederastas es un medio como otro de haceros comunistas.

–¡Deja eso! Nosotros no somos pederastas -gritó Jeanlouis -. ¡No somos pederastas! ¿Has comprendido?.

–Hay mil maneras de ser pederasta – dije -; muchas veces la pederastía no es más que un pretexto. Un bello pretexto, no hay que negarlo. No hay duda de que encontraréis quien inventará una teoría literaria, política o filosófica para justificaros. Los rufianes no faltan nunca.

–Queremos ser hombres libres -dijo Jeanlouis -; ¿es eso a lo que tú llamas ser pederasta?

–Lo sé – dije -, sé que os sacrificáis por la libertad de Europa…

–Eres injusto; si somos lo que dices, es culpa vuestra. Sois vosotros quienes nos habéis hecho así. ¿Qué habéis sido capaces de hacer? ¡Bonito ejemplo nos habéis dado! No habéis sido capaces más que haceros meter en la cárcel por ese bufón de Mussolini. ¿Por qué no habéis hecho la revolución si no queríais la guerra?

–La guerra y la revolución es lo mismo. Es siempre la misma fábrica de pobres héroes como tú, como vosotros.

Jeanlouis rió con aire malvado y perverso.

–Nosotros no somos héroes -dijo-los héroes nos dan asco. Madre, patria, bandera, honor, patria, gloria, todo inmundicia. Nos llaman putas, pederastas; sí, quizá seamos putas, pederastas y aún quizá peor; pero no nos damos cuenta. Y esto basta, queremos ser libres, eso es todo. Queremos dar un sentido, un objeto a nuestra vida.

–Lo sé -dije sonriendo y en voz baja-, sé que sois unos buenos muchachos…

De la colina del Vomero habíamos, entretanto, bajado a la Piazza dei Martiri y de allá dimos la vuelta hacia el callejón de la Cappella Vecchia para subir al Calascione. Al pie de la Rampa Caprioli se abre la plazuela de la Cappella Vecchia, una especie de gran patio dominado por un lado por los flancos escarpados del Monte di Dio, y por otro, por el muro de la Sinagoga y la alta fachada del palacio donde durante largos años habitó Emma Hamilton. Desde aquella ventana, allí arriba, Horacio Nelson, con la frente apoyada en los cristales, contemplaba el mar de Nápoles, la isla de Capri, errante por el horizonte, los palacios de Monte di Dio, la colina del Vomero, verde de pinos y de viñas. Esas altas ventanas, allá arriba, a pico sobre el Chiatamone, eran las ventanas de las habitaciones de Lady Hamilton. Vestida ora con el traje de las insulares de Chipre, ora el de las mujeres de Nauplia, ora los anchos calzones rojos de las muchachas del Epiro, ora con el traje greco-veneciano de Corfú, el cabello envuelto en un turbante de seda celeste como el retrato de Angélica Kauffmann, Emma danzaba ante Horacio; y el grito plañidero de los vendedores de naranjas subía del abismo verde y azul de los callejones del Chiatamone.

Me había detenido en el centro de la plazuela de la Cappella Vecchia, y miraba hacia arriba las ventanas de Lady Hamilton, estrechando con fuerza el brazo de Jeanlouis. No quería bajar los ojos, mirar en torno a mí. Sabía lo que habría visto allá, delante de nosotros, al pie del muro que sirve de fondo al patio de la parte de la Sinagoga. Sabía que allí, delante de nosotros, a pocos pasos de mí (oía las risas pálidas de los chiquillos, la ronca voz de los
goumiers)
estaba el mercado de los chiquillos, que incluso aquel día, a aquella hora, en aquel momento, chiquillos de ocho a diez años, semidesnudos, estaban sentados delante de los soldados marroquíes, que los observaban atentamente, los elegían, contrataban el precio con las horribles mujeres desdentadas, con el rostro descarnado y flaccido cubierto de afeites, que hacían el comercio de aquellos pequeños esclavos.

Jamás, en tantos siglos de miseria y de esclavitud, se habían visto en Nápoles cosas semejantes. Siempre, en Nápoles, se había vendido de todo, pero nunca chiquillos. En Nápoles se había hecho comercio de todo, pero jamás de los chiquillos. En Nápoles no se habían vendido nunca chiquillos por las calles. En Nápoles los chiquillos eran sagrados. Son la única cosa sagrada que puede haber en Nápoles. El pueblo napolitano es un pueblo generoso, el más humano de todos los pueblos de la tierra, el único pueblo de la tierra que aun la familia más pobre, entre sus chiquillos, sus diez, sus doce chiquillos, cría un huérfano recogido en el Ospedale deglo Innocenti; y era entre todos el más sagrado, el mejor vestido, el mejor alimentado, porque era «il figlio della Madonna» y trae fortuna a los demás chiquillos. Se podía decir todo de los napolitanos, todo, pero no que vendiesen a sus chiquillos por las calles.

Y ahora, en la plazuela de la Cappella Vecchia, en el corazón de Nápoles, al pie de los nobles palacios de Monte di Dio, del Chiatamone, de la Piazza dei Martiri, al lado de la Sinagoga, los soldados marroquíes iban a comprar por muy poco dinero los chiquillos napolitanos.

Los sobaban, les alzaban la ropa, metían sus largos y expertos dedos negros por entre los botones de los pantaloncitos y contrataban el precio mostrando los dedos de la mano.

Los chiquillos estaban sentados a lo largo del muro contemplando los compradores; se reían masticando caramelos, pero no tenían esa habitual tranquilidad alegre de los chiquillos napolitanos, no se hablaban entre sí, no gritaban, no cantaban, no gastaban bromas ni burlas. Era evidente que tenían miedo. Las madres, o aquellas mujeres huesudas y pintadas que se decían madres, los tenían agarrados por un brazo, casi temerosas de que los marroquíes se los llevasen sin pagarlos; después tomaban el dinero, lo contaban, se alejaban con el chiquillo agarrado del brazo y un
goumier
los seguía con el rostro agujereado por las viruelas, los ojos centelleantes de lujuria bajo la punta de su capote pardo puesto sobre la cabeza.

Yo miraba hacia arriba, a las ventanas de Lady Hamilton, y no quería bajar la vista. Miraba el borde del cielo azul que adornaba la alta terraza de la casa de Lady Hamilton, y Jeanlouis, a mi lado, se callaba. Pero yo me daba cuenta de, que callaba, no por sugestión mía, sino porque una oscura fuerza le trabajaba, porque la sangre le subía a las sienes, le agarraba de la garganta. Y de repente, Jeanlouis dijo:

–Me inspiran piedad estos pobres chiquillos.

Y yo me volví y le lancé a la cara:

–¡Eres un bellaco!

–¿Por qué me has llamado bellaco? – dijo Jeanlouis.

–Te inspiran piedad, ¿no es cierto? ¿Estás seguro de que sea piedad? ¿No será acaso otra cosa?

–¿Qué quieres que sea? – dijo Jeanlouis, mirándome con aire vil y maligno.

–Casi, casi te comprarías también tú uno de estos chiquillos, ¿verdad?

–¿Y a ti qué te importaría que me lo comprase? – dijo Jeanlouis -. Soy mejor yo que uno de estos soldados marroquíes. Le daría de comer, le vestiría, le compraría un par de zapatos; no le faltaría nada. Sería una obra de caridad.

–¡Ah! Sería una obra de caridad, ¿no es cierto? – dije yo, mirándolo fijamente a los ojos-; eres un hipócrita y un bellaco.

–Contigo no se puede siquiera bromear. Y, además, ¿qué te importa a ti que sea un hipócrita o un bellaco? ¿Te crees acaso con derecho de hacerte el moralista, tú y otros como tú? ¿Crees acaso que no eres también tú un bellaco y un hipócrita?

–Sí, es cierto, también yo soy un bellaco y un hipócrita como tantos otros -dije-, ¿y qué? No me avergüenzo en absoluto de ser un hombre de mi tiempo.

–Y entonces, ¿por qué no tienes el valor de repetir para estos chiquillos todo lo que has dicho sobre mí? – dijo Jeanlouis, agarrándome por el brazo y mirándome con los ojos húmedos de lágrimas-. ¿Por qué no dices que estos chiquillos se han puesto a hacer de puta con el pretexto del fascismo, de la guerra y de la derrota? Vamos, adelante, ¿por qué no dices que esos chiquillos son trotskistas?

Other books

Viridian by Susan Gates
The Murderer Vine by Shepard Rifkin
13th Apostle by Richard F. Heller, Rachael F. Heller
Unbound Surrender by Sierra Cartwright
Men at Arms by Terry Pratchett
The Tin Man by Dale Brown
The Colour of Tea by Tunnicliffe, Hannah
The Edge of the Fall by Kate Williams