La piel (14 page)

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Authors: Curzio Malaparte

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: La piel
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Jeanlouis había empezado a hablar del arte soviético, y yo, sentado en un rincón, sonreía irónicamente oyendo en aquellos labios los nombres de Prokofiev, Konstantin Simonov, Essenin, Bulgakov, pronunciados con el mismo lánguido acento con el cual, hasta pocos meses antes, le había oído pronunciar los de Proust, Apollinaire, Cocteau, Valéry. Uno de aquellos muchachos dijo que el tema de la sinfonía de Schostakowich,
El asedio de Leningrado,
repetía maravillosamente el motivo de un acento de guerra de la S S alemanas, el bronco son de sus voces crueles, el ritmo cadencioso de su paso pesado sobre la sagrada tierra rusa. (Las palabras «sagrada tierra rusa» pronunciadas con ese mórbido y lánguido acento napolitano, sonaban falsas en aquella estancia llena de humo, frente al espectro exangüe del Vesubio destacado en el cielo muerto de la ventana.) Yo observé que el tema de la sinfonía de Schostakowich era el mismo que el de la
Quinta Sinfonía
de Tchaikowski y todos protestaron diciendo, que, naturalmente, no entendía nada de música proletaria de Schostakowich, de su «romanticismo musical» y de sus voluntarias semejanzas con Tchaikowski.

–O, mejor dicho – dijo yo -, a la música burguesa de Tchaikowski.

Mis palabras suscitaron en aquellos muchachos un grito de dolor e indignación y todos, todos se volvieron hacia mí hablando confusamente a la vez y cada uno tratando de dominar las voces de los demás.

–¿Burguesa? – decían-. ¿Qué tiene que ver Schostakowich con la música burguesa? Schostakowich es un proletario y un hombre puro. No, se tiene ya el derecho, hoy, de tener ciertas ideas sobre el comunismo. Es una vergüenza.

Aquí Jeanlouis acudió en ayuda de sus amigos y comenzó a recitar una poesía de Jaime Pintor, joven muerto pocos días antes al tratar de franquear las líneas alemanas para regresar a Roma. Jaime Pintor había ido a verme a Capri y habíamos hablado largamente de Benedetto Croce, de la guerra, del comunismo, de la joven literatura italiana y de las extrañas ideas de Croce sobre la literatura moderna. (Benedetto Croce, que se había refugiado en Capri con su familia, había descubierto a Marcel Proust aquellos días y no hacía más que hablar de
Du cote de Guermantes,
que leía por primera vez.)

–Es de esperar –dijo uno de aquellos muchachos, mirándome de una manera arrogante– que no juzgará usted a Jaime Pintor un poeta burgués. No tiene usted derecho a insultar a un muerto. Jaime Pintor era un poeta comunista. Uno de los mejores.

Yo contesté que Jaime Pintor había escrito aquellas poesías cuando era fascista y miembro de la Comisión Militar de Armisticio en Francia.

–¿Qué tiene que ver? –dijo el muchacho-; fascista o no fascista, Pintor ha sido siempre tm comunista puro. Basta leer sus poesías para darse cuenta.

Yo repliqué que los versos de Pintor, como de tantos otros jóvenes poetas como él, no eran fascistas ni comunistas.

–Me parece -añadí- que éste es el mejor elogio que se puede hacer de él si se quiere respetar su memoria.

–La literatura italiana está podrida – dijo Jeanlouis, alisándose el cabello con su mano pequeña y blanca de uñas relucientes.

Uno de aquellos muchachos dijo que todos los escritores italianos, excluyendo los escritores comunistas, eran falsos y bellacos.

Yo respondí que el único, el verdadero mérito de los jóvenes escritores comunistas o fascistas, era el de ser hijos de su tiempo, de aceptar la responsabilidad de su edad y de su ambiente; es decir, de estar podridos como los otros.

–¡No es verdad! – gritó el muchacho con rabia fijando en mi rostro una mirada airada y amenazadora-. La fe en el comunismo salva de toda corrupción; es, en todo caso, una expiación.

Yo respondí que lo mismo daba ir a misa.

–¿Cómo dice? – gritó el joven operario, vestido con el traje azul de trabajo.

–Lo mismo da ir a misa – repetí.

–Se comprende -dijo uno de aquellos muchachos- que pertenezca a una generación vencida.

–Sin duda -respondí-, y me gusta. Una generación vencida es algo mucho más serio que una generación de vencedores. En cuanto a mí – añadí-, no me avergüenzo en absoluto de pertenecer a una generación vencida, en una Europa vencida y destruida. Lo que me desagrada es ha sufrido cinco años de cárcel y confinamiento. ¿Y para qué? Para nada.

–Sus años de prisión no merecen ningún respeto.

–¿Y por qué no? – pregunté.

–Porque no los ha sufrido por una causa noble.

Respondí que había sufrido la cárcel por la libertad del arte.

–¡Ah, por la libertad del arte, pero no por la libertad del proletariado!

–¿No es acaso lo mismo?

–No, no es lo mismo – dijo el otro.

–En efecto -repliqué-, no es lo mismo; ahí está el mal.

En aquel momento entraron en la habitación dos jóvenes soldados ingleses y un cabo americano. Los dos soldados ingleses eran muy jóvenes y tímidos y contemplaban a Jeanlouis con púdica admiración. El cabo americano era un estudiante de Harvard de origen mejicano y hablaba de Méjico, de los indios, del pintor Díaz, y de la muerte de Trotsky.

–Trotsky era un traidor – dijo Jeanlouis.

Yo me eché a reír.

–Piensa en lo que diría tu madre – le dije – si te oyera hablar mal de una persona a quien no conoces y, además, está muerta. Piensa…, ¡tu madre!

Y me reía. Jeanlouis se sonrojó.

–¿Qué tiene que ver aquí mi madre? – dijo.

–Tu madre – dije -, ¿no es acaso trotskista?

Jeanlouis se puso a mirarme de una manera extraña. De repente la puerta se abrió y Jeanlouis se precipitó con los brazos abiertos al encuentro de un joven teniente inglés que acababa de aparecer el umbral.

–¡Oh, Fred! – gritó Jeanlouis, abrazando al recién llegado.

Como hace el viento cuando gira, que levanta las hojas y las manda de un lado para otro, así lo hizo Fred al entrar; todos se levantaron y comenzaron a caminar de un lado a otro por la habitación, presa de una extraña excitación, pero apenas ayeron la voz de Fred que respondía alegremente al saludo de Jeanlouis, todos se calmaron y, silenciosamente, volvieron a sentarse. Fred era el séptimo conde de W…, miembro
tory
de la Cámara de los Lores y amigo íntimo, se decía, de Anthony Eden. Era un joven alto, rubio, rosado, ligeramente calvo. No podía tener más de treinta años. Hablaba con voz lenta y grave que de vez en cuando se transformaba en acentos estridentemente femeninos y se apagaba con ese delicado susurro o, como dice Gerard de Nerval de la voz de Silvia, en ese
frissom modulé
que tanto forma parte de la gracia, desgraciadamente hoy pasada de moda, del acento de Oxford.

Apenas Fred hubo aparecido en el umbral, la actitud de Jeanlouis cambió radicalmente y, como él, había cambiado también la de sus jóvenes amigos, que parecían inquietos y miraban a Fred no tanto con respeto como con una especie de celos y mal disimulada rabia. La conversación entre Jeanlouis, Fred y yo tomó, con gran estupor y contrariedad por mi parte, un tono mundano. Fred se obstinaba en convencerme que yo tenía que haber conocido a su padre, que era imposible que no lo conociese. «¿Conoce usted al duque de Blair Atholl?» «Sí, ciertamente.» «Entonces es imposible que no haya conocido usted a mi padre, porque es carne y uña de Blair Atholl.»

Yo había sido huésped del duque de Blair Atholl en su castillo de Escocia, hacía muchos años, pero no recordaba haber conocido en aquella ocasión al padre de Fred, el viejo Lord N…, sexto conde de W… El recuerdo de mi estancia en el castillo del duque de Blair Atholl estaba todavía vivo en mi memoria a causa de un singular incidente ocurrido mientras tomábamos el té después de una batida a las grouses. Estábamos reunidos en el prado que hay delante del castillo cuando, de repente, una familia de ciervos, asustados no sé de qué, desembocó al galope saliendo del parque y se arrojó sobre el grupo de invitados, sembrando el pánico, derribando mesas y sillas y haciendo caer a la anciana Lady Margaret S.

–¡Ah, ah,
the poor old sweet Margaret!
-dijo Fred, riendo.

Y se puso a contar no sé ya qué anécdota en la que el nombre de Lady Margaret corría parejas con el de Edward Marsh, que había sido durante muchos años secretario de Winston Churchill y ha legado su nombre, con un bello y afectuoso prefacio, al compendio, hoy ya clásico, de las poesías de Rupert Brooke.

Al llegar a un cierto punto, Fred se volvió hacia Jeanlouis y con voz extrañamente dulce se puso a hablar de Londres, de actores, de oscuras aventuras teatrales y mundanas, de Noel Coward, de Ivor Novello y de G. de A. de W. de L., intercalando las iniciales de los nombres propios con los de aquellos nombres misteriosos y bordando en el aire, como en una tela invisible, con ademanes leves y lentos de sus manos transparentes, el perfil de personajes para mí desconocidos, vagando en la niebla de un Londres fabuloso donde ocurren los hechos más extraordinarios y las más maravillosas aventuras. Después, volviéndose de nuevo hacia mí como si reanudase un discurso interrumpido, me preguntó si la cena de Torre del Greco estaba fijada para el día siguiente o para otro día. Jeanlouis le hizo una seña con las cejas y Fred se calló, sonrojándose ligeramente y mirándome maravillado.

–Creo que es para mañana, ¿verdad Jeanlouis? – dije, sonriendo irónicamente.

–Sí, para mañana – respondió Jeanlouis, lanzándome una mirada de ira y con voz turbada como si quisiera decirme: «Pero, ¿a ti qué te importa?»-. Tenemos un solo automóvil -prosiguió -, un
jeep,
y somos ya nueve. Lo siento, pero no hay sitio para ti.

–Iré en el auto del coronel Hamilton – dije -: no pretenderás hacerme ir a pie hasta Torre del Greco.

–Harías bien en ir a pie -dijo Jeanlouis-, desde el momento en que nadie te ha invitado.

–Si tiene usted otro coche, habrá sitio para todos -dijo Fred con voz contrariada-. Con usted seremos diez. Jeanlouis, Charles, yo, Zizi, Georges, Lulú… -y continuó contándolos con los dedos, citando los nombres de algunos célebres Coridones de Roma, París, Londres y Nueva York-. Naturalmente – añadió -, no será culpa nuestra si se siente un poco… ¿cómo diré yo…?, intruso.

–Seré su invitado -respondí-; ¿cómo podría encontrarme a disgusto?

Había oído ya muchas veces hablar de
'a figliata,
la famosa ceremonia sacra que se celebra cada año secretamente en Torre del Greco y a la cual acuden, desde todos los puntos de Europa, los más altos sacerdotes de la religión de los uranianos; pero no había conseguido nunca asistir a aquel extraño rito. La celebración de aquella antiquísima ceremonia (el culto asiático de la religión uraniana fue introducido en Europa, procedente de Persia, poco antes de Jesucristo y ya durante el reinado de Tiberio la ceremonia de
la
figliata
era celebrada en la misma Roma en muchos templos secretos, de los cuales el más antiguo era el de Suburra) había sido suspendida durante la guerra y ahora era la primera vez, después de la liberación, que aquel misterioso rito volvía a celebrarse. La situación me favorecía y la aprovechaba. Jeanlouis parecía irritado y casi ofendido por mi impudicia, pero no osaba cerrarme a la cara las puertas del templo prohibido, confiando más en mi curiosidad satisfecha que en mi curiosidad defraudada. Fred, que al principio me había tomado por un iniciado y ahora descubría en mí al profano, parecía divertirse con aquel equívoco y se mostraba
good sport;
gozaba, en el fondo, del embarazo de Jeanlouis y sonreía con esa malignidad, propia de su sexo, que es el sentimiento más noble del alma uraniana. Pero los jóvenes amigos de Jeanlouis, que, no conociendo el inglés, no habían captado el sentido de nuestras palabras, nos miraban con recelo y, así me pareció, incluso con aire de maldad.

–¿No hay nada para beber? – preguntó Jeanlouis en voz alta y con forzada alegría para tratar de desviar la atención de sus amigos de aquel enojoso incidente.

El cabo americano había llevado una botella de whisky y todos comenzamos a beber, pero, acabada aquella botella, el joven se volvió hacia Jeanlouis y con aire insolente le dijo:

–Saca los cuartos, tú que tienes; aquí falta bencina.

Jeanlouis sacó dinero del bolsillo, se lo entregó al joven y le recomendó que no tardase. El muchacho salió y regresó al poco rato con cuatro botellas más de whisky que nos apresuramos a hacer pasar de mano en mano y de vaso en vaso. Aquellos muchachos estuvieron bien pronto alegres; su timidez, y al propio tiempo su aire de envidia y de rencor maligno, había desaparecido y se sonreían, se hablaban, se acariciaban uno a otro sin pudor.

Jeanlouis se había sentado en el sofá al lado de Fred y le hablaba al oído acariciándole una mano.

Un cierto momento ocurrió algo que no esperaba, pese a que tuviera la oscura sensación de que tenía que ocurrir algo semejante de un momento a otro. La muchacha, que se había sentado junto al gramófono fijando en Jeanlouis sus ojos llenos de odio, de repente se puso de pie gritando:

–¡Asquerosos, bellacos! ¡Sois una banda de trotskistas y de asquerosos!

Y lanzándose contra Fred lo abofeteó en pleno rostro.

La noche del 25 de julio de 1943, sobre las once, el secretario de la Reggia Ambasciata d'Italia en Berlín, Michele Lanza, estaba tumbado en un sillón junto a la ventana abierta del piso de soltero del agregado de Prensa, Cristiano Ridomi.

Hacía un calor asfixiante y los dos amigos, apagada la luz y abierta de par en par la ventana, estaban sentados fumando y discurriendo entre ellos. Angela Lanza había salido para Italia hacía algunos días con la chiquilla, a fin de ir a pasar el verano en su villa del lago de Como. (Las familias de los diplomáticos extranjeros habían abandonado Berlín a primeros de julio para huir no tanto del calor horrible del verano berlinés, como de los bombardeos que cada día se hacían más duros.) E incluso Michele Lanza, como los demás funcionarios de la Embajada, había adquirido la costumbre de pasar la noche ora en casa de éste, ora en casa del otro colega, por no permanecer solo, encerrado en una habitación, durante las horas nocturnas, las más lentas de todas, y para compartir con un amigo, con un ser humano, la angustia y los peligros de un bombardeo.

Aquella noche Lanza estaba en casa de Ridomi y los dos amigos estaban sentados en la oscuridad, hablando de los destrozos de Hamburgo. Las Memorías del cónsul general de Italia en Hamburgo, narraban hechos terribles. Las bombas de fósforo habían prendido fuego a barrios enteros de la ciudad, haciendo gran número de víctimas. Hasta aquí nada de extraño; también los alemanes son mortales. Pero millares y millares de desgraciados, chorreando fósforo ardiendo, esperando apagar de esa manera el fuego que los devoraba vivos, se habían arrojado a los canales que atraviesan Hamburgo en todos sentidos y en el río, el puerto y los estanques, incluso en las tazas de las fuentes de los jardines públicos, o se habían hecho cubrir de tierra en las trincheras abiertas para inmediato refugio en caso de inesperado bombardeo por las calles y las plazas; donde, agarrados a la ribera o a las barcas, con el agua hasta la boca o sepultados hasta el cuello, esperaban que la autoridad encontrase por fin algún remedio contra aquel fuego traidor. Porque el fósforo es tal que se agarra a la piel como una lepra viva y quema sólo al contacto del aire. Apenas aquellos desgraciados sacaban un brazo del agua o de la tierra, el brazo se encendía como una antorcha. Para resguardarse de ello, aquellos desgraciados se veían obligados a permanecer sumergidos en el agua o sepultados bajo tierra como los condenados del
Infierno
del Dante. Patrullas de socorro iban de un condenado a otro, llevándoles bebidas y alimentos, atando con cuerdas a la ribera a los sumergidos para que al abandonarse, vencidos por el cansancio, no se ahogasen, y probando un ungüento tras otro, pero en vano, porque mientras untaban un brazo, una pierna, un hombro, sacados por un instante del agua o de la tierra, las llamas se despertaban de nuevo como serpientes encendidas, y nada bastaba para detener aquella horrible lepra ardiente.

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